Capítulo XII

Lift not the painted veil which those who live call Life: Though unreal shapes be pictured there, and it but mimic all we would believe with colours idly spread, —behind, lurk Fear and Hope, twin Destinies; who ever weave their shadows, o’er the chasm, sightless and drear. I knew one who had lifted it —he sought, for his lost heart was tender, things to love, but found them not, alas! nor was there aught the world contains, the which he could approve. Through the unheeding mny he did move, a splendour among shadows, a bright blot upon this gloomy scene, a Spirit that strove for truth, and like the Preacher found it not.

Percy Bysshe Shelley, Sonnet

No levantes el velo pintado que aquellos que viven

llaman vida: aunque allí se representen sombras irreales

y casi imite todo lo que creeríamos

con colores lánguidamente extendidos; detrás acechan el Miedo

y la Esperanza, dos destinos gemelos, que siempre entretejen

sus sombras sobre el abismo, ciegos y monótonos.

Conocí a uno que lo había levantado; buscó,

porque su corazón perdido era tierno, cosas a las que amar,

pero no las halló, ¡ay!, ni hay nada

que el mundo contenga, lo cual él pudiera aprobar.

Se movió entre los numerosos sordos,

como un esplendor entre las sombras, una mancha

brillante sobre esta escena sombría, un Espíritu que anhelaba

la verdad e, igual que el Predicador, no la encontró.

Percy Bysshe Shelley, Soneto

—¿Polidori? ¿Ese… hombre?

Rebecca estaba sentada, como entumecida, en el sillón. Lord Byron le sonrió.

—¿Por qué se muestra tan sorprendida? Hubiese jurado que ya lo había adivinado.

—¿Cómo iba a adivinarlo?

—¿Quién más tenía interés en enviarla aquí?

Rebecca se echó con la mano el cabello hacia atrás y le dio unos golpecitos, como si esperase que con aquello se calmara el apresurado latir de su corazón.

—No sé a qué se refiere —dijo.

Lord Byron la miró, y la sonrisa que esbozaba se fue curvando lentamente y haciéndose más cruel. Luego se echó a reír y levantó una ceja.

—Muy bien —dijo en tono burlón—, usted no lo comprende.

Rebecca percibió el sonido de su propio corazón en los oídos, corazón en el que latía la sangre; sangre Ruthven, sangre Byron. Se pasó la lengua por los labios.

—Entonces, ¿Polidori siguió odiándole? —le preguntó lentamente—. ¿Incluso después de que le hubiera dado lo que pedía? ¿No sentía gratitud?

—Oh, me amaba. —Lord Byron unió las manos—. Sí, él siempre me amó. Pero en Polidori el amor y el odio estaban mezclados de una forma tan peligrosa que era muy difícil diferenciar el uno del otro. Ni siquiera el propio Polidori era capaz de hacerlo, ¿cómo demonios iba a serlo yo? Y una vez que se convirtió en vampiro, bueno…

—¿Le tenía usted miedo?

—¿Miedo? —Lord Byron la miró con sorpresa. Hizo un gesto negativo con la cabeza, de pronto todo quedó en silencio. Rebecca se llevó las manos a los ojos. Se vio a sí misma herida con mil cortes, colgando de un gancho; la sangre le goteaba como si fuese la más fina lluvia. Estaba muerta, blanca de tan desangrada. Abrió los ojos—. ¿No ha comprendido el poder que tengo? —Lord Byron sonrió—. ¿Miedo, yo? No. —Rebecca se estremeció y trató de ponerse en pie, insegura—. Siéntese. —De nuevo la mente de Rebecca se vio invadida por el miedo. Se esforzó por liberarse de aquella opresión. El terror aumentó. Sentía que ese terror le anulaba cualquier vestigio de valor. Las piernas se le doblaron. Se sentó. Inmediatamente el terror desapareció de ella. Al mirar, a su pesar, los ojos de lord Byron, sintió que una calma no natural se apoderaba de nuevo de su mente—. No, no —dijo él—. ¿Miedo…? No. Pero sí culpa. Sí, me sentía culpable. Había hecho de Polidori lo mismo que el pacha había hecho de mí. Había hecho lo que había jurado no hacer nunca. Había incrementado las filas de los muertos vivientes. Durante un tiempo me sentí muy desgraciado por ello, y como todas las personas que se quejan, no pude evitar contarles a mis compañeros cómo me sentía. No tenía deseo alguno de volver a ver a Polidori después de lo que había visto en el calabozo, pero la condesa Marianna, que me amaba, dio con el paradero del médico. Lo encontró en el vestíbulo de un hotel para turistas. Por lo visto Polidori se estaba riendo histéricamente, como un demente, pero reconoció en seguida que Marianna era un vampiro, y con ella a su lado pareció tranquilizarse. Según le explicó, lo había contratado un conde austriaco. Al parecer el conde había cogido un resfriado. «Me pidió —me contó la condesa que le había dicho Polidori mientras estallaba de nuevo en carcajadas—, me pidió… ¡Ja, ja, ja…! ¡Me pidió que lo sangrase! ¡Ja, ja, ja, ja! Bien, he hecho lo que me pedía. Ahora está arriba. Y tengo que decir… ¡que su resfriado ha empeorado! —Al decir esto Polidori había sucumbido a la alegría, pero luego se había echado a llorar y más tarde la cara se le había quedado completamente inexpresiva—. Dígale a Byron —le pidió a Marianna en voz baja— que, al fin y al cabo, sí quiero el dinero. Él lo comprenderá». Por lo visto se le habían puesto los ojos saltones. Tenía la lengua como la de un perro rabioso, colgando, espumosa y fláccida. El cuerpo le temblaba. Le volvió la espalda a Marianna y salió corriendo a la calle. Ella ni se molestó en seguirlo.

»El consejo que ella me dio a mí después fue muy simple:

»—Mátelo. Será lo mejor. Algunos, milord, no pueden recibir el Don. Especialmente si es usted quien se lo da. Tiene usted la sangre demasiado fuerte. Le ha desequilibrado la mente. No hay remedio. Debe liquidarlo.

»Pero no pude hacerlo. Con eso únicamente habría agrandado mi culpa. Le mandé el dinero que me había pedido. Solo le puse una condición: que regresara a Inglaterra. Yo ya había decidido que me quedaría a vivir en Venecia. No quería que Polidori estuviese cerca, molestándome.

—¿Y se fue?

—Cuando recibió el dinero, sí. Antes tuvimos noticias de él. Lo habían contratado sucesivamente una serie de personajes ingleses. Todos ellos murieron. Pero nadie sospechó de Polidori. Únicamente se decía de él que era muy aficionado a aplicar sanguijuelas. —Lord Byron sonrió—. Finalmente volvió a Inglaterra. Lo supe porque empezó a acosar a mi editor con obras de teatro que no se podían ni leer. Cuando me enteré de ello me produjo cierto regocijo. Advertí a mi editor que cerrase las ventanas por la noche. Aparte de eso, no pensé demasiado en Polidori.

—Entonces, ¿se mantuvo alejado de usted?

Lord Byron se quedó pensando unos instantes.

—No se habría atrevido a acercarse a mí. Al menos mientras yo estuviera en Venecia.

—¿Por qué no?

—Porque Venecia era mi fortaleza, mi guarida, mi corte. En Venecia yo era inexpugnable.

—Sí, pero… ¿por qué Venecia?

—¿Por qué Venecia? —Lord Byron sonrió cariñosamente—. Yo siempre había soñado con esa ciudad; esperaba mucho de ella y no me defraudó. —Fijó la mirada en los ojos de Rebecca—. ¿Por qué Venecia? ¿Necesita preguntarlo? Ah, claro, se me olvidaba que ahora la ciudad está muy cambiada. Pero cuando yo vivía allí… —Lord Byron sonrió de nuevo—. Era una isla de la muerte, una isla encantada y habitada por la tristeza. Palacios desmoronados en medio del barro, ratas que jugaban entre aquel laberinto de oscuros canales; los vivos parecían sobrepasados en número por los fantasmas. La gloria política y el poder habían sido destruidos. No había otra razón para la existencia que el placer: Venecia se había convertido en el patio de juegos de la depravación. Todo en ella era extraordinario, y tenía un aspecto de ensueño: espléndida y sucia, graciosa y cruel, una puta cuya belleza escondía la enfermedad que padecía. Encontré en Venecia, en sus piedras, en sus aguas y en su luz, la encarnación de mi belleza y de mi vileza. Ella era el vampiro de las ciudades. La reclamé por derecho propio.

»Me alojé en un gran palazzo junto al Gran Canal. No estaba solo en Venecia. Lovelace estaba conmigo, y también otros vampiros. Había sido la condesa Marianna la primera que había intentado convencerme de ir allí. Ella vivía al otro lado de la laguna, en un palacio situado en la isla desde el cual había estado depredando la ciudad durante siglos. Me enseñó las mazmorras. Eran húmedas como tumbas; rollos de cadenas colgaban todavía de las paredes. En otros tiempos, me explicó, en aquellas mazmorras engordaban y preparaban a las víctimas.

»—Ahora es más difícil —me dijo—. Todo el mundo habla de esas cosas absurdas, de derechos… droits. —Escupió la palabra en francés, el idioma de la Revolución que había derrocado el antiguo orden en Venecia. Se echó a reír despectivamente—. Lo siento por usted, milord. Los verdaderos placeres de la aristocracia están muertos.

»No obstante, en la propia Marianna parecía sobrevivir aún el espíritu de los Borgia, y sus diversiones resultaban bastante crueles. Seleccionaba e incluso criaba a sus víctimas cuidadosamente; a la condesa le divertía engalanarlas, vestirlas de querubines o colocarlas formando retablos. Estos banquetes los servían los esclavos de la condesa: fantasmas sin mente, como los que había tenido el pacha.

»Lovelace, cuando estaba borracho, me tomaba el pelo a ese respecto.

»—Es una suerte, Byron, que la condesa no lo encontrara a usted antes de que se convirtiera en su rey. ¿Ve usted a ese mierdecilla de allí? —me preguntaba señalando hacia uno de los esclavos, de ojos inexpresivos—. En otro tiempo fue un compositor de rimas muy parecido a usted. Pero no se le ocurrió otra cosa que garabatear algunos libelos acerca de madonna la Contessa. ¿Qué le parece? ¿Cree que ahora sigue jugando a hacerse el satírico?

»Y yo, para desesperación de Lovelace, me limitaba a sonreír, porque contemplaba a los zombis y las comidas que servían no con indiferencia, sino con cierta sensación de estremecimiento. Yo gobernaba, como Ahasver me había ordenado que hiciese, pero no prohibía nada. La crueldad de Marianna formaba parte de ella tanto como su belleza, su gusto o su amor por el arte, y yo no trataba de cambiarlo. Pero después, una vez cruzaba la laguna y regresaba a mi palazzo, volvían a mí los recuerdos de lo que había visto poco antes y me proporcionaban mucho de lo que extrañarme y sobre lo cual filosofar.

Lord Byron hizo una pausa. Suspiró y movió la cabeza.

—Sin embargo, siempre, en la cima del placer y del deseo, mundano, social o amoroso, se mezclaba un sentimiento de pena y de duda. Y eso fue en aumento. Fornicaba como entumecido, como el calavera que envejece y cuyos poderes sexuales ya no van al compás de sus deseos. Mi salvajismo no era en realidad más que desesperación. En las lagunas, de noche, me confesaba todo eso a mí mismo. No tenía más placer que el de beber sangre; mi mortalidad había muerto, apenas podía recordar la persona que había sido antes. Empecé a soñar con Haidée. Soñaba que estábamos en la cueva sobre el lago Trihonida. Me volvía hacia ella y la besaba, pero Haidée tenía el rostro podrido, sucio de barro, y cuando abría la boca vomitaba agua. En sus ojos, sin embargo, había cierta nota de reproche, y entonces me volvía hacia otra parte y el sueño se desvanecía. Me despertaba intentando recordar la persona que yo había sido antes, en aquellas horas perdidas y preciosas que precedían a la aparición del pacha en mi vida. Comencé un poema. Lo titulé Don Juan. El nombre del protagonista era una mofa de mí mismo. Él no era un monstruo, no seducía, no depredaba, no mataba, pero vivía. Utilicé el poema para registrar, mientras aún me fuera posible hacerlo, todos los recuerdos de mortalidad que me quedaban. Pero también era una despedida. Se me había agotado la verdadera vida, ya no quedaba más que un sueño de lo que la vida había sido en otro tiempo para mí. Continué escribiendo el gran poema épico de la vida, pero sin hacerme ilusiones de que ello fuera a servir para rescatarme de mi estado. Yo era lo que era, el señor vampiro, y mi reino era el reino de la muerte.

»Empecé a sentir de nuevo la soledad. Marianna y Lovelace estaban cerca de mí, y también otros vampiros, pero yo era su emperador y no me parecía oportuno revelarles mi estado de melancolía. Ellos no lo habrían comprendido, estaban demasiado hundidos en sangre, y su dureza era demasiado exquisita y aguda. Anhelaba otra vez la compañía de alguien, la compañía de una pareja del alma con quien poder compartir la carga de la eternidad. Y el compañero no podía ser cualquiera. Si era preciso, no me quedaría más remedio que esperar. Pero si encontraba alguna persona que pudiera ser apropiada para ello, la convencería y luego la poseería: haría de esa persona un vampiro tan poderoso como yo mismo.

»Dos años después de mi llegada a Venecia me enteré de que Shelley estaba de viaje hacia Italia. Claire lo acompañaba, y también una niña: la hija que yo había engendrado en ella. Ya me habían comunicado el nacimiento de esa niña. Había ordenado que la bautizaran con el nombre de Allegra, por una prostituta de quien yo había estado encariñado fugazmente, y ahora me traían a Allegra llevando dentro de ella, como un frasco de perfume, su fatídica carga de sangre.

»Shelley llegó a Italia; le escribí pidiéndole que viniera a visitarme a Venecia. Rehusó la invitación. Eso me perturbó. Me acordé de Suiza y del recelo que él había sentido hacia mí, de los temores que había albergado cuando estábamos allí. Entonces me escribió invitándome a pasar una temporada con él. Estuve dolorosamente tentado de aceptar. Allegra… y Shelley; la idea de verlos a ambos… sí, sentí una gran tentación. Pero también me sentía reacio a hacerlo porque me daba miedo volver a oler la sangre, y porque deseaba que fuera Shelley quien viniese a mí, que se viera atraído hacia mí como una mosca. Decidí quedarme esperando donde estaba. No abandoné Venecia.

»A principios de abril recibí una fuerte impresión. Me enteré de que lady Melbourne había muerto. Pero aquella misma tarde ella llegó a mi palazzo. Mi expresión de sorpresa la divirtió muchísimo.

»—Usted ya se había escapado de Inglaterra —me dijo—. ¿De veras cree que yo iba a quedarme allí sola? Además, la gente ya empezaba a hablar: se preguntaban cómo me las arreglaba para seguir tan bien conservada.

»—¿Y ahora? —inquirí—. ¿Qué va a hacer usted?

»—Cualquier cosa. —Lady Melbourne sonrió—. Puedo hacer cualquier cosa. Me he convertido en una auténtica criatura de los muertos. Debería usted intentarlo, Byron.

»—No podría hacerlo, todavía no. Me gusta demasiado disfrutar de mi fama.

»—Sí. —Lady Melbourne miró hacia el Gran Canal—. En Londres hemos oído hablar de sus actos de libertinaje. —Se volvió a mirarme—. Me he sentido muy celosa.

»—Pues quédese aquí. Le gustará Venecia.

»—Estoy segura de ello.

»—¿Se quedará?

»Lady Melbourne me miró a los ojos. Luego suspiró y desvió la mirada.

»—Lovelace está aquí.

»—Sí. ¿Y qué?

»Lady Melbourne se acarició los surcos del rostro.

»—Yo tenía veinte años —me confío con voz lejana— la última vez que nos vimos.

»—Sigue siendo hermosa —le dije.

»—No. —Lady Melbourne negó con la cabeza—. No, yo no podría soportarlo. —Levantó la mano hacia mi cara. Me acarició las mejillas y luego los rizos del pelo—. ¿Y usted? —Me preguntó en un susurro—. También está envejeciendo, Byron.

»—Sí. —Me eché a reír ligeramente—. Las patas de gallo se han mostrado pródigas en dejarme pisadas indelebles.

»—Indelebles. —Lady Melbourne hizo una pausa—. Pero no inevitables.

»—No —convine lentamente. Me di la vuelta hacia otra parte.

»—¿Byron?

»—¿Qué?

»Lady Melbourne no dijo nada, pero el silencio que siguió estaba cargado de significado. Me acerqué a mi escritorio y cogí la carta de Shelley Se la entregué a lady Melbourne. Ella la leyó y luego me la devolvió.

»—Envíe a buscarla —me dijo.

»—¿Usted cree?

»—Aparenta usted cuarenta años, Byron. Está engordando.

»La miré fijamente. Sabía que estaba diciendo la verdad.

»—Muy bien —acepté—. Haré lo que usted sugiere.

»Y lo hice. Envié a buscar a mi hija, y me la trajeron. Me había negado a ver a Claire de nuevo; la muy perra seguía estando peligrosamente enamorada de mí, así que Allegra llegó en compañía de una niñera suiza llamada Elise. De Shelley, para mi decepción, ni señal.

»Lady Melbourne se había quedado conmigo, escondida de Lovelace, en mi palacio, para asegurarse de que mi hija llegaba a Venecia.

»—Mátela —me aconsejó aquella primera noche mientras contemplábamos a Allegra, que jugueteaba en el suelo—. Mátela ahora, antes de que se encariñe con ella. Acuérdese de Augusta. Acuérdese de Ada.

»—Lo haré —le aseguré—. Pero no ahora, mientras usted esté presente. Debo estar solo.

»Lady Melbourne inclinó la cabeza.

»—Comprendo —dijo.

»—¿No se quedará usted en Venecia? —volví a preguntarle.

»—No. Voy a cruzar el océano hasta América. Ahora estoy muerta. ¿Qué mejor momento para visitar un Nuevo Mundo?

»Sonreí y la besé.

»—Volveremos a vernos —le dije.

»—Desde luego. Tenemos toda la eternidad.

»Se dio media vuelta y se marchó. La observé desde el balcón de mi palacio. Iba sentada en la góndola y mantenía el rostro oculto. Me quedé allí hasta que quedó fuera de mi vista; entonces me di la vuelta y me miré en un espejo; recorrí con los dedos las huellas de la edad. Miré de soslayo a Allegra. Ella me sonrió y levantó un juguete.

»Papá —dijo—. Bon di, papá. —Y volvió a sonreír.

»—Mañana —le dije en voz baja—. Mañana.

»Me fui del palacio. Me reuní con Lovelace. Aquella noche estuve depredando con especial salvajismo.

»Llegó el día siguiente y no maté a Allegra. Ni el siguiente tampoco, ni el otro. ¿Por qué no? Veo que esa pregunta se refleja en su rostro, Rebecca. Pero ¿acaso hace falta preguntarlo? Había demasiado de Byron en aquella niña: de mí y de Augusta. Fruncía el entrecejo y hacía mohines igual que nosotros. Tenía los ojos profundos… un hoyuelo en la barbilla, la piel blanca, la voz dulce, el gusto por la música, un afán de salirse con la suya en todo. Si yo levantaba a Allegra hacia mi boca y abría los labios, ella me sonreía, como siempre había hecho Augusta. Imposible. Completamente imposible.

»Pero, como siempre, la tortura de la sangre se hacía insoportable, aún peor que antes. ¿O es que se me había olvidado lo desesperado que podía ser ese deseo? Me di cuenta de que Elise, la niñera, empezaba a recelar; no es que me importase demasiado, pero me preocupaba lo que pudiera contarle a Shelley en sus cartas. Empezó a vigilar a Allegra más de cerca, y mi amor por la niña, mi pequeña Byron, iba creciendo, hasta que finalmente comprendí que nunca podría hacerlo, que no podría matarla, que no podría verla con los ojos abiertos de par en par y llenos de muerte. Era una agonía inútil tenerla rondando por mis aposentos. La envié lejos, a que la cuidasen en el hogar del cónsul británico. Al fin y al cabo, pensé, el palacio de un vampiro no es el lugar más apropiado para criar a una niña.

»Pero había otros a quienes enterarse de que Allegra estaba al cuidado de extraños les resultó preocupante. Una tarde de verano, mientras yo desayunaba con Lovelace y hacíamos planes para la velada que teníamos por delante, nos anunciaron la llegada de Shelley. Me levanté para saludarlo, encantado. Shelley se mostró afectuoso, pero fue al grano de inmediato: Claire estaba preocupada por Allegra y le había hecho prometer que vendría a visitarme. Intenté tranquilizarlo. Hablamos de Allegra, de su futuro y de su estado de salud. Al principio, Shelley pareció apaciguado, y luego, como me vio tan ansioso de calmar sus dudas, casi sorprendido. Lovelace también; mientras me miraba con aquellos ojos de color esmeralda, sonreía ligeramente, y al oír que invitaba a Shelley a que se quedase a pasar el verano conmigo, se echó a reír abiertamente. Shelley se volvió hacia él con una mirada de hostilidad en el rostro. Miró fugazmente el desayuno de Lovelace, un bistec crudo, se estremeció y desvió la mirada.

»—¿Qué ocurre? —Le preguntó Lovelace—. ¿No le gusta el sabor de la carne? —Sonrió y miró hacia mí—. Byron… ¡No me diga que este hombre es vegetariano!

»Shelley lo miró, furioso.

»—Sí, soy vegetariano —le dijo—. ¿De qué se ríe usted? ¿De que no disfruto con la glotonería de la muerte? ¿Porque los jugos sangrientos y el horror crudo que constituye su comida me llenan de repugnancia?

»Lovelace continuó riéndose; luego se quedó quieto. Miró el rostro de Shelley, pálido y enmarcado por el cabello dorado, como el suyo, así que me pareció, al mirarlos a los dos, que la vida y la muerte estaban contemplando en un espejo la belleza del otro. Lovelace se estremeció; después volvió a sonreír y se dio la vuelta hacia mí.

»—Milord.

»Hizo una ligera inclinación de cabeza y acto seguido se marchó discretamente.

»—¿Qué era? —Me preguntó Shelley en voz baja—. Un hombre no, desde luego.

»Observé que estaba temblando. Lo cogí del brazo e intenté consolarlo.

»—Venga conmigo —le dije. Le indiqué la góndola, que estaba amarrada ante la escalinata del palacio—. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

»Cruzamos hasta la arenosa playa del Lido. Yo tenía caballos allí. Subimos a nuestras sillas de montar y nos pusimos a cabalgar juntos por las dunas. Era un lugar misterioso, alfombrado de cardos y hierbas anfibias que rezumaban sal de las mareas, un lugar completamente solitario. Shelley empezó a mostrarse algo menos alterado.

»—Me gusta esta tierra yerma —me comentó—, donde todo parece no tener límite. Ahí fuera uno casi puede creer que su alma sigue siendo la misma.

»Lo miré fugazmente.

»—¿Aún sigue usted soñando con poseer visiones y poderes secretos? —le pregunté.

»Shelley me sonrió, espoleó el caballo y se alejó galopando; me reuní con él y galopamos por la orilla del mar. El viento nos traía al rostro rociadas de agua mientras las olas, que lamían la orilla, armonizaban nuestra soledad con un sentimiento de deleite. Al cabo de un rato aminoramos el galope y reanudamos la conversación. El estado de ánimo de felicidad perduraba. Nos reímos mucho; nuestra charla fue entretenida, ingeniosa y franca. Solo más tarde, y poco a poco, se fue apagando, como ensombrecida por las nubes purpúreas del atardecer, que se fueron haciendo profundas sobre nosotros cuando dimos la vuelta para regresar a casa. Empezamos a hablar de la vida y de la muerte, del libre albedrío y del destino; Shelley, como era su costumbre, argumentaba en contra del pesimismo, pero yo, que sabía más de lo que mi amigo osara siquiera imaginar, tomé postura por el lado más oscuro. Recordé las palabras que me había dicho Ahasver.

»—La verdad puede que exista —le dije—, pero si es así no tiene imagen. No podemos ni siquiera vislumbrarla. —Eché una fugaz mirada a Shelley—. Ni siquiera pueden aquellos seres que han penetrado en la muerte.

»Un destello de algo indeterminado le cruzó por el rostro.

»—Puede que tenga usted razón —dijo— al decir que estamos indefensos ante nuestra propia ignorancia. Pero sigo creyendo que el destino, el tiempo, el azar y el cambio están sujetos al amor eterno.

»Me burlé de aquello.

»—Habla usted de utopía.

»—¿Tan seguro está?

»Tiré de las riendas de mi caballo para detenerlo. Miré fijamente a Shelley. Yo era consciente de que mis ojos se habían vuelto fríos.

»—¿Qué puede usted saber acerca de la eternidad?

»Shelley no quiso que sus ojos se encontraran con los míos. Habíamos llegado al final de nuestro paseo. Sin contestarme, se bajó de la silla de montar y ocupó su lugar en la góndola. Me reuní con él. Empezamos a movernos hacia la laguna. Las aguas, en las que se reflejaban los rayos del sol poniente, semejaban un lago de fuego, pero las torres y los palacios de Venecia, que se veían a lo lejos blancos y recortados contra la oscuridad del cielo, eran como fantasmas, hermosos y fúnebres. Yo sabía que mi rostro tenía la misma palidez. Pasamos por delante de la isla en la que se alzaba el palacio de Marianna. Sonaba una campana. Shelley miró hacia aquellas paredes descoloridas y se estremeció, como si pudiera percibir, más allá de las aguas, emociones de desesperación y dolor.

»—¿Hay verdaderamente una eternidad —me preguntó con voz distante— más allá de la muerte?

»—Suponiendo que la hubiera —repuse—, ¿se atrevería usted a desearla?

»—Quizá. —Shelley guardó silencio durante unos instantes. Metió una mano en las aguas del lago—. Siempre que no tuviera que perder el alma.

»—¿Alma? —Me eché a reír—. Creí que era usted ateo, Shelley. ¿Qué es eso de perder el alma? Me parece que suena usted como un cristiano.

»Shelley negó con la cabeza.

»—Un alma que usted, yo y todos nosotros compartimos con el alma del universo. Creo… confío… —Miró hacia arriba. Levanté las cejas en un gesto irónico. Luego se hizo un largo silencio—. Quizá me atreviera —comentó finalmente mientras asentía con la cabeza—. Sí, quizá.

»No hablamos más, no lo hicimos hasta que llegamos a las escaleras del palazzo, donde empezamos a bromear otra vez. Yo estaba bastante satisfecho. A Shelley no se le podía forzar, tenía que ser él quien viniera a mí, quien viniera y me lo pidiera. Yo estaba preparado para esperar. Shelley se quedó todo el verano, no en Venecia, sino en la costa italiana, al otro lado de la laguna. La ciudad, yo lo sabía, le resultaba perturbadora: podía ver la inmundicia y la degradación, según me explicó, que se encontraban por debajo de los signos externos de belleza; en eso, Venecia era como Lovelace y Marianna, a los cuales él había conocido y que le habían causado una instintiva repulsión. También le causaban repulsión, según observé, mis caprichos y mis costumbres, así como el desprecio y la desesperación que él reconocía como origen de aquéllos; sin embargo, al mismo tiempo yo también le fascinaba, como debía ser, pues nunca había conocido a otro ser como yo. Hablamos mucho en nuestras cabalgadas por la orilla del Lido. Yo le empujaba y le tentaba todo el tiempo. Él me miraba fijamente, con el horror mezclado con el ansia y el respeto. Shelley estaba preparado para caer, lo notaba, estaba listo para sucumbir. Una noche nos quedamos levantados hasta muy tarde hablando de nuevo de los mundos que quedaban velados a la vista de los mortales. Yo hablaba por propia experiencia; Shelley lo hacía movido por la esperanza. Estuve a punto de revelarle la verdad desnuda, pero eran ya las cinco y el amanecer iba desvaneciendo las sombras del Gran Canal; la noche casi había terminado. Rogué a Shelley que se quedase.

»—Por favor —le pedí—. Hay mucho… —Sonreí—. Muchas cosas que yo podría revelarle.

»Shelley me miró fijamente, temblando, y pensé que accedería. Pero se levantó.

»—Tengo que irme —dijo.

»Me llevé una desilusión, pero no protesté. Había tiempo de sobra. Estuve contemplando la góndola en la que iba Shelley hasta que se perdió de vista. Luego, yo también crucé la laguna veneciana. Visité a Shelley en sus sueños. No le bebí la sangre, pero lo tenté. Le mostré la Verdad: una poderosa oscuridad llena de poder que irradiaba melancolía mientras los rayos de sol desprendían luz sin forma; parecía un abismo lleno de muerte, pero a la vez imbuido de vida, donde la inmortalidad se podía buscar y hallar. Me adentré en aquella oscuridad. Shelley me miraba, pero aún no podía seguirme. Miré atrás. Sonreí. Con desesperación, Shelley tendió los brazos hacia mí. Volví a sonreír y le hice señas de que no me siguiera. Luego di media vuelta y la oscuridad me engulló. Mañana, pensé, mañana por la noche podrá seguirme. Mañana ocurrirá.

»A la tarde siguiente, Lovelace me interrumpió durante el desayuno. Se sentó conmigo y se puso a holgazanear ante la mesa. Estuvimos hablando de naderías durante un rato.

»—Por cierto —me dijo de pronto sonriendo—, su amigo, ese que come verduras, ¿sabe usted que se ha marchado? —Se me heló la expresión mientras la sonrisa de Lovelace se hacía cada vez más amplia—. Vaya, supuse que él le habría informado anoche. ¿Acaso no lo hizo?

»Luego se echó a reír; volqué la mesa de un empujón, poseído por la rabia, y le grité que me dejase en paz. Lovelace así lo hizo, con la sonrisa en los labios. Ordené a mis criados que atravesaran la laguna y que fueran a casa de Shelley para asegurarme, para saber a ciencia cierta si Shelley continuaba o no allí. Pero cuando salieron para cumplir mi encargo, yo ya sabía que Lovelace me había dicho la verdad: Shelley había huido de mí. Durante varias semanas quedé sumido en la desesperación. Era consciente de lo cerca que Shelley había estado de ser mío. El hecho de darme cuenta de ello, que durante un tiempo fue un tormento, acabó por servirme de consuelo. Ya volvería a mí. No sería capaz de permanecer mucho tiempo alejado. Había estado a punto de caer… ¿no era solo cuestión de esperar?

»Pero al tiempo que yo despertaba de mi desesperación, comprobaba que mi anhelo de compañía no se apaciguaba. Mi aventura amorosa con Venecia estaba llegando a su fin. Los placeres de la ciudad me aburrían; ahora sabía con certeza que había quedado fuera del alcance de los deleites humanos: necesitaba algo más. La sangre me excitaba igual que antes, pero incluso mis cacerías empezaban a parecerme monótonas, y Lovelace, en particular, me ponía enfermo. Sabía que el júbilo que él había sentido por la partida de Shelley no había sido más que la expresión de los celos que sentía, pero, incluso comprendiendo eso, me resultaba difícil perdonarle, por lo que evitaba deliberadamente su compañía. De nuevo los sueños comenzaron a atormentarme, sueños en los que Haidée aparecía con tanta viveza que a veces pensé incluso en abandonar Venecia y marcharme a Grecia. Pero Haidée estaba muerta, y me encontraba cada vez más solo. ¿De qué me serviría ir a Grecia? De modo que me quedé donde estaba. Mi tristeza fue en aumento. Y daba la impresión de que los otros vampiros me tuvieran miedo.

»Marianna era quien mejor comprendía mi soledad. Aquello era una sorpresa, aunque no hubiera debido ser así, porque los crueles dependen de su sensibilidad para los placeres más sutiles. Ella me preguntaba por Shelley. Al principio le hablaba de él en un tono que encerraba cierta burla, pero luego, cuando me di cuenta de su simpatía hacia mí, le hablé con sinceridad.

»—Espere —me aconsejó—. Shelley vendrá. Siempre es mejor cuando el mortal desea el Don. Acuérdese de lo que le pasó con Polidori.

»—Sí —asentí—. Sí.

»No podía arriesgarme a trastornar la mente de Shelley. Pero eso ya lo sabía…

»—Mientras tanto —dijo Marianna sonriéndome—, debemos encontrarle a usted otro compañero.

»Me eché a reír con desprecio.

»—Oh, sí, condesa, desde luego. —La miré—. ¿Quién?

»—Un mortal.

»—Le destruiré la mente.

»—Tengo una hija.

»La miré, sorprendido.

»—¿Y no la ha desangrado?

»Marianna negó con la cabeza.

»—Se la había prometido al conde Guiccioli. ¿Se acuerda de él? Tuvo ocasión de conocerlo en Milán.

»Asentí. Aquel hombre se encontraba entre los vampiros que habían venido a presentarme sus respetos. Se trataba de un viejo arrugado y malvado de ojos codiciosos.

»—¿Por qué a él?

»—Porque quería una esposa. —Levanté las cejas—. ¿Es que no lo sabe usted? —Me preguntó Marianna—. Los hijos de nuestra especie son muy apreciados. Son capaces de soportar el amor de un vampiro sin volverse locos por ello. —Hizo una pequeña pausa—. Teresa solo tiene diecinueve años.

»Sonreí lentamente.

»—¿Y está casada con el conde Guiccioli?

»Marianna extendió los dedos; las uñas que lucía en ellos parecían garras.

»—Por supuesto será un privilegio para él, milord, cederle a su esposa.

»Volví a sonreír. Besé a Marianna largamente en los labios.

»—Desde luego —murmuré—. Naturalmente que lo será. —Hice una pausa—. Ocúpese de ello, condesa.

»Y Marianna así lo hizo.

»Al conde, desde luego, no le hizo ninguna gracia… pero ¿a mí qué me importaba? ¿No era yo su emperador? Ordené al conde que trajera a Teresa a un baile de máscaras. Él así lo hizo, y me la presentó. Quedé encantado. La muchacha era voluptuosa y fresca, con unos pechos abundantes y redondos y el cabello largo y castaño. Tenía algo de Augusta. Se derretía cuando la miraba, pero, aunque no podía resistir mi hechizo, su pasión no parecía perturbarla o desequilibrarla.

»—Me quedo con ella —le susurré al conde. Éste puso mala cara, pero hizo una inclinación de cabeza en señal de consentimiento. Durante los primeros meses permití al conde que viviera con nosotros, pero al cabo de un tiempo me resultó un estorbo y le ordené que se marchase.

»Teresa estaba encantada. Si antes ya estaba enamorada, ahora se había vuelto loca por mí.

»—Un par de Inglaterra y además el más grande de los poetas, ¡mi amante! —Me besaba y juntaba las manos con deleite—. ¡Byron, caro mio! ¡Eres como un dios griego! ¡Oh, Byron, Byron, te amaré siempre! ¡Tu belleza es más dulce que el más dulce de mis sueños!

»A mí también me gustaba mucho ella. Me había devuelto una parte de mi pasado. Nos fuimos de Venecia, aquella ciudad vampiro. Nos trasladamos a un lugar cercano a Rávena.

»Yo era feliz allí; más feliz de lo que lo había sido desde el momento de mi caída. Vivía casi como un mortal. Tenía que depredar, desde luego, pero a Teresa, aunque sospechara de mis costumbres, no parecía importarle: ella era alegremente inmoral en todo. La observaba cuidadosamente en busca de alguna señal de locura o declive, pero ella continuaba igual: impulsiva, bella, fascinante; siempre adorándome y adorable. Traté en lo posible de desterrar todo lo que recordase mi estado de vampiro. Allegra, a la que había traído con nosotros de Venecia, iba creciendo. Su sangre era más dulce y más tentadora cada día. Al final la mandé a un convento. De no haberlo hecho la habría matado, porque no habría podido reprimir mucho tiempo el deseo de sangre. Esperaba no tener necesidad de volver a verla nunca. También intenté desterrar de mis sueños a Haidée, o más bien a su fantasma. Rávena, por entonces, estaba preparando la revolución. Los italianos, al igual que los griegos, soñaban con la libertad. Yo los ayudaba con dinero y con mis influencias. Decidí tomar parte en aquella lucha, y se lo dediqué a Haidée, el primer y gran amor de mi vida, y a su pasión por la libertad. Pronto disminuyeron los sueños en que ella aparecía, y si en alguna ocasión persistían, el reproche que había en los ojos de Haidée parecía menos lleno de dolor. Empecé a sentirme libre.

»Y en ese estado de ánimo, a medida que transcurría el año, esperaba a Shelley. Sabía que vendría. A veces me escribía. Me hablaba de planes vagos, de utopías, de comunidades que podríamos formar él y yo. Nunca mencionó aquella última noche en Venecia, pero yo notaba, sin que lo expresase en sus cartas, que anhelaba lo que yo le había ofrecido entonces. Sí, confiaba en que él vendría. Pero mientras tanto vivía solo con Teresa. Teníamos poco contacto con vampiros y con hombres. En cambio llené nuestra casa de animales: perros, gatos, caballos, monos, pavos reales, gallinas de Guinea, una grulla egipcia; criaturas vivas cuya sangre ahora no me tentaba.

Lord Byron hizo una pausa y miró a su alrededor por la habitación.

—Habrá visto que todavía me gusta tener animales de compañía. —Alargó la mano para acariciar la cabeza al perro, que estaba dormido—. Yo era feliz en aquel palacio con Teresa, tan feliz como no había llegado a serlo nunca desde el día de mi caída. —Lord Byron movió la cabeza y enarcó las cejas con sorpresa—. Sí —frunció el entrecejo—, era casi feliz. —Hizo una pequeña pausa—. Sin embargo, una noche —continuó— oí gritar a Teresa. —Volvió a hacer una pausa, como si aquel recuerdo le disgustase. Bebió un poco de vino—. Cogí mis pistolas. Corrí a la habitación de la muchacha. Los perros ladraban asustados en la escalera y los pájaros aleteaban contra las paredes.

»—¡Byron!

»Teresa salió corriendo hacia mí. Se apretaba el pecho con las manos. Le habían producido una herida en la piel.

»—¿Quién ha sido? —le pregunté.

»Ella negó con la cabeza.

»—No lo sé. Estaba dormida —murmuró entre sollozos.

»Entré en su habitación. Al momento percibí el olor a vampiro. Pero también había otra cosa en el aire, algo mucho más agudo. Respiré profundamente. No había duda en cuanto a aquel olor: era ácido.

—¿Ácido?

Muy a su pesar, Rebecca se inclinó hacia adelante en el asiento que ocupaba.

Lord Byron le sonrió.

—Sí. —La sonrisa se le desvaneció—. Ácido. A la semana siguiente llegó una carta. En ella se me comunicaba que Polidori había muerto. Suicidio. Al parecer lo habían encontrado sin vida, con su hija muerta a su lado y una botella medio vacía de sustancias químicas junto a él. Ácido prúsico, para ser precisos. Leí la carta por segunda vez. Luego la rompí y la tiré al suelo. Al hacerlo percibí de nuevo aquel punzante olor amargo.

»Me di media vuelta. Polidori me estaba mirando. Tenía un aspecto deplorable: la piel estaba grasienta y la boca, floja y completamente abierta.

»—Ha pasado mucho tiempo —dijo. Cuando habló, el hedor me obligó a volver la cara hacia otra parte. Sonrió horriblemente—. Le pido disculpas por mi desagradable aliento. —Luego me miró con más atención y frunció el entrecejo—. Usted tampoco tiene un aspecto muy bueno. Se está haciendo viejo. Ya no es usted tan guapo, milord. —Hizo una pausa y el rostro se le contrajo con espasmos—. Entonces, ¿no ha matado todavía a su hijita? —Lo miré con odio. Bajó la mirada. Incluso en aquel momento, él era mi creación y yo su señor. Polidori se tambaleó ligeramente hacia atrás. Se mordió los nudillos mientras bajaba los bulbosos ojos hacia mis pies. Luego se estremeció y soltó una risita—. Yo maté a mi hija —dijo.

»Empezó a temblar. Yo lo estaba mirando. Luego extendí una mano para tocarle la suya. La tenía pegajosa y fría. Polidori me dejó que se la cogiera.

»—¿Cuándo? —le pregunté.

»De pronto el rostro se le contorsionó de dolor.

»—No pude luchar contra ello —se quejó—. Usted no me dijo nada. Nadie me había dicho nada. No fui capaz de luchar contra ello, contra la llamada de la sangre. —Soltó de nuevo una risita estúpida y volvió a morderse los nudillos—. Intenté detenerme. Intenté matarme. Ingerí veneno, milord, media botella de aquella sustancia. Naturalmente, no me hizo efecto. Y luego tuve que matarla a ella, a mi hijita. —Soltó una risita entre dientes—. A mi dulce hijita. Y ahora —añadió lanzando el aliento en mi cara— siempre tendré este veneno en la boca. ¡Siempre! —De pronto se puso a gritar—. ¡Siempre! Usted nunca me lo advirtió, milord, nunca me lo dijo, pero gracias, gracias, lo he descubierto yo solo: uno permanece como es cuando bebe la sangre dorada. —Sentí lástima por él, sí, por supuesto que sentí lástima. ¿Quién mejor que yo para comprender su dolor? Pero también sentía odio por él, lo odiaba como lo que más haya podido odiar en la vida. Le ofrecí mi mano por segunda vez en un intento de calmarle, pero él me miró la mano y luego escupió en ella. La retiré instintivamente, cogí la pistola y se la coloqué a Polidori debajo de la barbilla. Entonces se echó a reír—. ¡Ya no puede hacerme daño, milord! —me dijo—. ¿No se ha enterado? Estoy oficialmente muerto.

»Volvió a reírse estúpidamente y farfulló algunas palabras. Esperé hasta que de nuevo se quedó en silencio. Luego sonreí fríamente y lo empujé hacia atrás con el cañón de la pistola. Cayó contra la pared. Me acerqué y me incliné sobre él, mirándolo desde arriba.

»—Usted siempre ha sido un ser ridículo —le dije en voz baja—. ¿Todavía se atreve a desafiarme? Mire en qué se ha convertido y aprenda a contenerse. Yo podría hacer que su condición, que ya es bastante desgraciada, empeorase muchísimo más. —Le apuñalé la mente con mi pensamiento y él lanzó un grito de dolor—. Podría hacer que su condición fuese muchísimo peor. Yo soy su creador. Soy su emperador. —Bajé la pistola y di un paso atrás—. No vuelva a provocarme, doctor Polidori.

»—Yo también tengo poder —tartamudeó él—. Ahora soy un ser igual que usted, milord.

»La visión de Polidori, con aquellos bulbosos ojos que miraban fijamente y la boca colgando, abierta, me hizo reír. Volví a meterme la pistola al cinto.

»—Váyase —le dije.

»Polidori permaneció inmóvil. Luego se estremeció y empezó a mascullar entre dientes. Me cogió las manos.

»—Quiérame —dijo en un susurro—. Quiérame. Tiene razón: ahora soy su criatura. Muéstreme lo que eso significa. Muéstreme lo que soy.

»Me quedé mirándole. Durante unos instantes titubeé. Luego le dije que no con la cabeza.

»—Tiene que seguir su propio rumbo —le indiqué—. Todos estamos solos, todos los que estamos obligados a vagar por el océano del tiempo.

»—¿Solos? —El grito de Polidori fue inesperado y terrible: un chillido, un sollozo, un sonido animal. Hizo que se me helara la sangre—. ¿Solos? —volvió a decir Polidori. Se echó a reír incontroladamente. Se atragantó, farfulló y me miró con ardiente odio—. Tengo poder —me dijo de pronto—. Usted se considera a sí mismo desgraciado, pero yo puedo hacer que sea tan miserable que hasta el brillo de la luna le resulte odioso. —Sonrió con una horrible expresión malévola y se limpió la boca—. He bebido la sangre de su puta.

»Lo agarré por la garganta. Lo atraje hasta que su rostro quedó muy cerca del mío. De nuevo le acuchillé en los torbellinos de su cerebro, hasta que Polidori gritó con idiotizado sufrimiento; seguí apuñalándolo y él siguió gritando. Al fin lo dejé caer. Lloraba, lloriqueaba y se arrastraba a mis pies. Lo miré fijamente con desprecio.

»—Toque otra vez a Teresa y lo destruiré para siempre —le dije—. ¿Comprende? —Polidori farfulló algo y luego asintió. Lo agarré por el pelo. Lo mismo que la piel, estaba pegajoso y grasiento—. Le destruiré, Polidori.

»Se puso a lloriquear.

»—Comprendo —dijo finalmente.

»—¿Qué es lo que comprende?

»—No… —Sorbió por la nariz—. Yo no… No mataré a aquellos que usted ama —dijo al fin volviendo a sorber por la nariz.

»—Bien —le dije en voz baja—. Cumpla su palabra. Y luego… ¿quién sabe? A lo mejor hasta llego a quererle.

»Lo arrastré hasta la escalera. Le di un empujón. Cayó rebotando y haciendo ruido escalones abajo, espantando al hacerlo a una bandada de gallinas de Guinea. Volví a asomarme al balcón. Vi cómo Polidori se iba a través de los campos. Aquella noche estuve cabalgando por los lindes de la finca del palacio, pero no percibí ningún olor.

Polidori se había ido. No me sorprendió, pues le había instilado un miedo terrible; dudé de que regresara. No obstante, advertí a Teresa que se guardara mucho del olor a sustancias químicas.

»Y no era solo Teresa quien me preocupaba. Shelley acababa de escribirme para proponerme vagamente que nos encontrásemos. Le contesté de inmediato invitándole a pasar una temporada en mi casa, y cuál no fue mi sorpresa cuando una noche se presentó ante mi puerta. No lo había visto desde hacía tres años. Le besé en un lado del cuello y le mordí suavemente hasta conseguir que brotara la sangre. Shelley se puso tenso; después me agarró por las mejillas y se echó a reír, encantado. Nos quedamos levantados, como siempre habíamos hecho, hasta altas horas. Shelley estaba lleno de sus manías habituales: planes alocados y utopías, chistes impíos, visiones de libertad y revolución. Pero empecé a impacientarme; sabía por qué había venido realmente. El reloj dio las cuatro. Me acerqué al balcón. El aire de la noche me refrescó el rostro. Me volví hacia Shelley.

»—¿Sabe qué soy yo? —le pregunté.

»—Un espíritu turbado y poderoso —repuso.

»—Lo que yo tengo… mis poderes… todo eso puedo concedérselo.

»Shelley no dijo nada durante un largo rato. Incluso en las sombras, su rostro brillaba pálido como el mío, y sus ojos ardían casi con el mismo fulgor.

»—El espacio —me dijo finalmente— se maravilló ante las rápidas y hermosas creaciones de Dios cuando éste se cansó del vacío, pero no tanto, lord Byron, como yo me maravillo ante las obras de usted. Desespero de poder rivalizar con usted, puede estar seguro de ello. Usted… —Hizo una pausa—. Usted es un ángel en el paraíso mortal de un cuerpo que se está corrompiendo… mientras que yo… —Se le fue apagando la voz—. Mientras que yo… no soy nada.

»Lo atraje hacia mí.

»—Mi cuerpo no necesita corromperse —dije. Le acaricié el pelo y apreté su cabeza contra mi pecho. Incliné la cara hacia él—. Ni el de usted tampoco —murmuré.

»Shelley me miró.

»—Usted envejece.

»Fruncí el entrecejo. Escuché mi corazón. Sentía cómo la sangre se arrastraba lentamente por mis venas.

»—Hay una manera —le dije.

»—No puede ser cierto —murmuró Shelley. Parecía casi estar desafiándome—. No, no puede serlo.

»Sonreí. Me incliné a su lado. Por segunda vez le mordí en la garganta. La sangre, en una única gota como un rubí, brilló sobre el color plateado de su piel. Acaricié la gota, la sentí derretirse en mi lengua, luego le besé la herida y se la lamí. Shelley dejó escapar un gemido. Bebí, y al hacerlo los pensamientos se le abrieron, disolviéndose sus límites mortales, para que fragmentos de visión pudieran brillar en sus sueños. Mis labios lo besaron de nuevo y luego los retiré de su piel. Lentamente Shelley se dio la vuelta y se quedó mirándome fijamente. Su rostro parecía iluminado por el fuego de otro mundo. Ardía con suavidad. Durante largo rato, Shelley no dijo absolutamente nada.

»—Matar —murmuró por fin—, seguir el rastro a cosas que ríen, lloran y sangran… ¿Cómo puede hacer eso?

»Le volví la espalda y miré de nuevo en dirección a los campos.

»—La vida del lobo es la muerte del cordero.

»—Sí, pero yo no soy un lobo.

»Sonreí.

»—Todavía no.

»—¿Cómo puedo decidirlo? —Hizo una pausa—. Ahora no.

»—Espere si lo desea. —Me volví de nuevo para quedar frente a él—. Desde luego, será mejor que espere.

»—¿Y mientras tanto?

»Me encogí de hombros.

»—Usted se pone filosófico y yo me aburro.

»Shelley sonrió.

»—Váyase de Rávena, Byron. Véngase a vivir con nosotros.

»—¿Para ayudarle a decidirse?

»Shelley sonrió de nuevo.

»—Si lo quiere decir así. —Se levantó y vino a reunirse conmigo junto a la ventana. Permaneció de pie en silencio durante un largo rato—. Quizá —dijo por fin— no me arredrase a la hora de matar si…

»Hizo una pausa.

»—¿Si…?

»—Si… si mi camino por ese desierto pudiera estar marcado por la sangre del opresor y del déspota…

»Sonreí.

»—Tal vez.

»—Qué gran servicio podríamos prestar usted y yo juntos a la causa de la libertad.

»—Sí.

»Sí. Compartir la carga de mi gobierno. Consagrarla a la libertad. Guiar… no tiranizar. ¿Qué habría que juntos no pudiéramos hacer?

»—Ya llega el alba —me indicó Shelley. Me miró.— Grecia está en plena revolución; su lucha por la libertad ha comenzado. ¿Lo sabía usted?

»Asentí.

»—Sí, lo sabía.

»—Si tuviéramos el poder… —Shelley hizo una pausa—. El poder de otros mundos… podríamos llevarlo como Prometeo… el fuego secreto para calentar a la humanidad desesperada. —Me agarró por los hombros—. ¿No podríamos hacerlo, Byron?

»Miré más allá de él. Me pareció distinguir, conjurada por el juego de luces y sombras del amanecer, la figura de Haidée. Pero fue solo durante un segundo. Mis ojos me engañaban… luego desapareció.

»—Sí —dije sosteniendo la mirada de Shelley—, sí podríamos. —Sonreí—. Pero antes… usted debe esperar; debe pensarlo y tomar una decisión.

»Shelley se quedó otra semana y luego regresó a Pisa. Poco después marché tras él. No me gustaba moverme, pero lo hice por Shelley. Una buena parte de la sociedad inglesa estaba en Pisa. No de los miembros de la peor clase, sino literatos, que ya es bastante mala. Shelley apenas venía a verme solo. Pero cabalgábamos y practicábamos con nuestras pistolas, y cenábamos juntos. Siempre éramos los polos gemelos, opuestos pero iguales, alrededor de los cuales giraba el mundo de nuestras reuniones. Aguardé; no pacientemente, nunca he tenido paciencia, sino con un depredador sentido de la excitación. Un día Shelley me contó que había creído ver a Polidori. Aquello me produjo cierta turbación; no es que yo tuviera miedo de Polidori, sino que tenía miedo de que Shelley pudiera reconocer la verdad y le asustara la criatura en que el médico se había convertido. Traté de presionarle para que se decidiera de una vez. Una noche me reuní con él. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Creí que Shelley ya estaba preparado.

»—Al fin y al cabo —dijo él de pronto—, ¿qué es lo peor que puede ocurrir? Es posible que la vida cambie, pero no puede volar. La esperanza puede desvanecerse, pero no puede ser destruida. —Me acarició las mejillas—. Permítame antes hablar con Mary y con Claire.

»—¡No! —dije yo. Shelley pareció sorprendido—. No —repetí—, no puedo permitir que ellas sepan nada. Hay misterios, Shelley, que deben permanecer ocultos.

»Shelley me miró fijamente. Tenía el rostro inexpresivo. En aquel momento me pareció que lo estaba perdiendo.

»Finalmente, asintió con la cabeza.

»—Pronto —susurró. Me apretó la mano—. Pero, si no puedo decírselo, al menos concédame un tiempo, unos meses, para estar con ellas en mi forma mortal.

»Asentí.

»—Desde luego —dije.

»Pero no le conté a Shelley la verdad: que un vampiro debe decir adiós a todo amor mortal; ni le conté una verdad aún más oscura que ésa. Me sentía turbado por aquella necesidad de guardar silencio, desde luego, y más aún cuando Claire, a través de Shelley, empezó a acosarme y a exigirme que sacara a Allegra del convento y la devolviera al cuidado de su madre.

»—Claire tiene pesadillas horribles —trató de explicarme Shelley—. Se imagina que Allegra va a morir en ese lugar. Está completamente convencida de ello. Por favor, Byron, los sueños que tiene son terribles. Devuélvale a Allegra. Permita que venga a vivir con nosotros.

»—No. —Negué con la cabeza—. Imposible.

»—Por favor. —Shelley me cogió por el brazo—. Claire está frenética.

»—¿Y qué? —Me encogí de hombros con impaciencia—. Las mujeres siempre hacen escenas.

»Shelley se puso tenso. La sangre le abandonó el rostro y vi cómo apretaba los puños. Pero consiguió controlarse. Hizo una inclinación de cabeza.

»—Bien, usted sabe lo que conviene, milord.

»—Lo siento —dije—. De verdad, Shelley, que lo siento. Pero no puedo sacar a Allegra del convento. Tendrá que limitarse a decirle eso a Claire.

»Y Shelley obró en consecuencia. Pero las pesadillas de Claire se hicieron aún peores, y los temores que albergaba por su hija fueron cada vez más violentos. Shelley, que había cuidado de Allegra cuando ésta era un bebé, comprendía a Claire, estaba de su parte; yo lo sabía y veía que ese asunto se interponía entre nosotros. Pero ¿qué podía hacer? Nada. No podía arriesgarme a ver a Allegra entonces. Tenía cinco años: su sangre se me haría irresistible. Así que continué desoyendo las súplicas de Claire con la esperanza de que Shelley se decidiera pronto. Pero no lo hizo. Por el contrario, vi cómo se iba volviendo distante y frío.

»Entonces llegó la noticia de que Allegra estaba enferma. Se encontraba débil y febril: parecía sufrir pérdidas de sangre. Shelley fue a verme aquella tarde. Me dijo que Claire estaba llena de planes disparatados para rescatar a Allegra, que pensaba llevársela como fuese del convento. Me quedé horrorizado. Pero oculté mi agitación y no permití que nadie, excepto Teresa, viera lo disgustado que me encontraba. Aquella noche cenamos con los Shelley, como hacíamos habitualmente. Nos separamos temprano. Me fui a dar un largo paseo a caballo. Luego, hacia el amanecer, regresé a mi habitación. Me detuve en la escalera…

La voz de lord Byron se apagó. Tragó saliva.

—Me detuve en la escalera —dijo por segunda vez—. Me tambaleé. Podía percibir el más delicado de los aromas. Era más bello que nada en el mundo. Supe al punto lo que era. Traté de luchar contra ello, pero no pude. Fui a mi habitación. Ahora el perfume me llenaba por completo cada vena, cada nervio, cada célula. Era esclavo de aquel aroma. Miré a mí alrededor. Allí, sobre el escritorio, había una botella… me acerqué a ella. Estaba abierta. Yo temblaba. La habitación pareció fundirse en el olvido. Bebí. Sabía a vino, y mezclada con él… mezclada con él… —Lord Byron se detuvo. Sus ojos parecieron brillar con luz febril—. Bebí. La sangre. La sangre de Allegra… ¿Qué puedo decir? Me permitió ver un atisbo del paraíso. Pero un atisbo no era suficiente. Solo un atisbo y nada más me volvería loco. Necesitaba más. Había de tener más. Volví a llenar la botella con vino para enjuagar hasta el último vestigio de sangre. Por segunda vez me lo bebí todo. La sed parecía aún más terrible. Miré fijamente la botella. La tiré al suelo y la aplasté. Necesitaba tener más. ¡Necesitaba tener más!

Tragó saliva y se detuvo. Cerró los ojos.

—¿De dónde procedía? —Le preguntó Rebecca en voz baja—. ¿Quién la había dejado allí?

Lord Byron se echó a reír.

—No me atrevía ni a pensarlo. No, no fue exactamente así; estaba demasiado embriagado para pensar. Solo sabía que necesitaba tener más. Conseguí luchar contra la tentación al día siguiente. Llegaron noticias del convento: Allegra se encontraba peor, más débil, seguía perdiendo sangre, nadie sabía cómo. Shelley frunció el entrecejo cuando me vio y miró a otra parte. La idea de perderlo me daba fuerzas: no lo haría, no sucumbiría a la tentación. Llegó la tarde y luego la noche, y pasaron. Volví a cabalgar. Regresé a mi habitación muy tarde, ya de noche. Otra vez… —Lord Byron se interrumpió—. Otra vez una botella de sangre me esperaba en el escritorio. Me la bebí. Sentí que la vida, como plata, me inundaba las venas. Ensillé el caballo. Al hacerlo oí una risa baja, y el olor a ácido me llegó con el viento. Pero yo estaba loco de necesidad. No me detuve. Galopé durante toda la noche. Llegué al convento donde Allegra yacía a las puertas de la muerte. Como un ser culpable, avancé furtivamente entre las sombras, invisible, sin que las monjas sospecharan siquiera mi presencia. Pero Allegra sí notó mi presencia. Abrió los ojos. Le ardían. Tendió las manos hacia mí. La cogí en brazos. La besé. La piel de mi hija pareció escaldarme los labios. Luego la mordí. Su sangre… su sangre…

Lord Byron trató de seguir hablando, pero la voz se le quebró y se apagó. Apretó los dedos y miró a la oscuridad. Luego inclinó la cabeza.

Rebecca lo miró. Se preguntó si sentía lástima por él. Recordó al vagabundo que encontraron junto al puente de Waterloo. Recordó la visión de sí misma colgada del gancho.

—¿Y eso le proporcionó a usted lo que deseaba? —preguntó. La voz sonó fría y remota a sus oídos.

Lord Byron levantó la mirada.

—¿Lo que deseaba? —repitió.

—El envejecimiento… ¿La sangre de su hija lo detuvo?

Lord Byron la miró fijamente. El fuego había desaparecido de sus ojos; parecían completamente muertos.

—Sí —dijo finalmente.

—¿Y Shelley?

—¿Shelley?

—¿Él…?

Lord Byron miró hacia arriba. Seguía teniendo el rostro entumecido y los ojos muertos.

—¿Lo adivinó él? —Le preguntó Rebecca en voz baja—. ¿Lo supo?

Lord Byron sonrió lentamente.

—Creo que ya le he hablado de la tesis de Polidori.

—Sobre el sonambulismo.

—El sonambulismo… y la naturaleza de los sueños.

—Comprendo. —Rebecca hizo una pausa—. ¿Invadió los sueños de Shelley? ¿Pudo hacerlo?

—Shelley era mortal —dijo brevemente lord Byron. Se le curvaron los labios en una repentina mueca de dolor—. Desde el día de la muerte de Allegra evitó mi compañía. Habló a sus amigos de mi «detestada intimidad». Se quejaba de sufrir un terror no natural. En cierta ocasión, mientras caminaba junto al mar para contemplar el efecto de la luz de la luna en el agua, tuvo visiones de una niña desnuda que surgía de las olas. De todo esto me informaron más tarde. Pensé en salir a buscar a Polidori, en aniquilarlo de una vez como había prometido hacer. Pero eso, lo sabía, no sería suficiente. Ahora era Shelley quien se había convertido en mi enemigo. Era a Shelley a quien tenía que enfrentarme y a quien tenía que convencer. Se había comprado un yate poco tiempo antes. Yo sabía que planeaba hacer un viaje por la costa en el barco. Tenía que enfrentarme a él antes de que partiese.

»Hacía un calor sofocante el día anterior al señalado para la partida de Shelley. Mientras yo cabalgaba hacia su casa, en las calles se ofrecían rogativas pidiendo lluvia. Era la hora del crepúsculo cuando llegué a mi destino, y el calor seguía siendo insoportable. Me mantuve en las sombras esperando a que el personal de la casa se retirase. Únicamente Shelley no se fue a la cama. Vi que estaba leyendo. Me acerqué hasta él. Sin que se diera cuenta de mi presencia, me senté en el sillón que había a su lado. Shelley continuó sin levantar la vista. Pero estaba temblando. Sus labios iban pronunciando las palabras que leía del Infierno, de Dante. Pronuncié con él un verso: “Nessun maggior dolore… No hay mayor dolor…”. Shelley levantó la vista. Completé el verso: “Que recordar la felicidad cuando uno es desgraciado”.

»Se hizo un silencio. Luego volví a hablar.

»—¿Se ha decidido? —le pregunté.

»La mirada de susto de Shelley se heló y se transformó en odio.

»—Tiene usted un rostro como el asesinato —susurró—. Sí, muy suave, pero también sangriento.

»—¿Sangriento? ¿Qué está diciendo, Shelley? Déjese de gazmoñerías. Usted sabía que yo era una criatura de sangre.

»—Pero no lo sabía todo. —Se puso en pie—. He tenido sueños extraños. Permítame que le hable de ellos, milord. —Pronunció mi título como lo hiciera Polidori, con un rencor abrasador—. Anoche soñé que Mary estaba embarazada. Vi una asquerosa criatura que se inclinaba sobre ella. Tiré de esa criatura, la aparté y le miré el rostro: ese rostro era el mío. —Tragó saliva—. Luego tuve otro sueño. Me encontré conmigo mismo paseando por la terraza. Esta figura, que se parecía a mí aunque estaba más pálida y con una terrible tristeza reflejada en la mirada, se detuvo. “¿Cuánto tiempo piensas estar satisfecho? —me preguntó—. ¿Cuánto tiempo?”. Le pregunté a qué se refería. Él sonrió. “¿No te has enterado? —me dijo—. Lord Byron ha matado a su hijita. Y ahora yo debo matar también a mi hija”. Grité. Me desperté. Me encontré en los brazos de Mary. No en los de usted, lord Byron… en los de usted jamás.

»Me miró fijamente con sus profundos y fieros ojos llenos de repulsión. Sentí que una desesperada soledad me invadía el alma. Intenté abrazarlo, pero retrocedió.

»—Esos sueños le fueron enviados por un enemigo —le dije.

»—Pero ¿acaso no eran ciertas las advertencias que hacían? —Me encogí de hombros, desesperanzado—. ¿Ha matado usted a Allegra, milord?

»—Shelley… —Tendí las manos hacia él—. Shelley… no me deje solo.

»Me volvió la espalda. Salió de la habitación. No se giró para mirarme. No fui tras él… ¿de qué habría servido? Por el contrario, regresé al jardín y monté en mi caballo. Cabalgué de regreso en medio de la noche abrasadora. El calor se iba haciendo más cruel.

»Por primera vez en varios meses conseguí dormir. Teresa no me molestó. Mis sueños fueron desagradables, cargados de culpa, plomizos a causa de los presentimientos. Me desperté a las cuatro. El calor seguía siendo agobiante. Pero mientras me vestía oí el fragor de un trueno lejano que llegaba del mar. Miré hacia afuera por la ventana. El horizonte se estaba oscureciendo, se iba formando una bruma púrpura. Cabalgué hasta la costa y luego seguí por la arena. El mar estaba todavía cristalino, brillaba contra las nubes que ahora habían adquirido un profundo color negro. Un trueno resonó de nuevo, y el relámpago, en una sábana de plata, iluminó el cielo, y el mar se convirtió de pronto en un caos de burbujeante oleaje mientras la galerna se acercaba a tierra por la bahía. Tiré de las riendas de mi caballo, me detuve y me quedé mirando fijamente al mar abierto. Vislumbré un barco. Subía y bajaba en el agua, volvía a emerger y luego desaparecía detrás de montañas de olas. El viento me gritaba en los oídos. “No sé nadar”. Las palabras de Shelley, pronunciadas tantos años atrás, parecieron aflorar a la superficie desde mi cabeza. En aquella ocasión Shelley había rechazado mi ofrecimiento de salvarle. Miré fijamente hacia el barco de nuevo. Lo vi dar la vuelta y empezar a zozobrar.

»Me corté en la muñeca. Me bebí mi propia sangre. Me elevé en la galerna. Me convertí en el soplo de la oscuridad que avanzaba por el mar. Vi los restos del barco golpeado por las olas. Lo reconocí. Busqué desesperadamente a Shelley. Y entonces lo vi. Se agarraba a una tabla destrozada.

»—Sea mío y lo salvaré.

»Shelley miró enloquecido a su alrededor. Tendí la mano. Lo sujeté.

»—¡No! —Gritó Shelley—. ¡No!

»Se desprendió adrede de mi mano. Se debatió en el agua. Miró hacia el cielo, pareció sonreír y luego lo barrieron las olas que azotaban por encima de su cabeza. Shelley bajó, bajó, bajó, bajó. Y no volvió a emerger.