Capítulo VIII
… hasta la compañía de su compañero de viaje, cuyos propósitos eran tan afines a los suyos, acabó por convertirse en una cadena y en una carga para él; y hasta que se vio solo, sin compañía, en la costa de la pequeña isla del Egeo, no sintió que su espíritu respiraba en libertad.
Thomas Moore, Vida de lord Byron
¿Con qué autoridad dice esto Tom? No tiene ni la más remota idea del verdadero motivo que indujo a lord Byron a preferir no tener a su lado a ningún inglés inmediata y constantemente.
John Cam Hobhouse, nota escrita al margen de lo anterior
—El miedo envolvió mis pensamientos como una bruma durante los siguientes días. El propio Lovelace parecía haber desaparecido con el canto del gallo, pero su irónica alusión a un «secreto» me obsesionaba. ¿Qué había querido decir con que yo estaba fatalmente condenado a destruir a aquellos seres que me eran queridos? Permanecí cerca de Hobhouse y examiné cuidadosamente mis sentimientos; mi lujuriosa avidez de sangre parecía domeñada, y el afecto que sentía hacia mi amigo continuaba tan encendido como antes. Empecé a relajarme; y después a disfrutar de los poderes que la sangre de la que me había alimentado me otorgaba. Nos hicimos a la mar rumbo a Constantinopla. Una vez más mis emociones resultaron encendidamente poéticas. Una tormenta nos sorprendió frente a los Dardanelos. Visitamos la legendaria llanura de Troya. Y, lo más estimulante, crucé a nado el Helesponto, más de tres kilómetros contra una helada marea, desde Asia hasta la costa de Europa, para probar, como las leyendas han sostenido siempre, que el héroe Leandro bien pudo haber realizado esta hazaña. Lo más probable es que Leandro, naturalmente, no gozara de la ventaja de una buena dosis de sangre fresca, pero por lo demás yo estaba poderosamente impresionado por mi gesta.
«Llegamos a Constantinopla en la cresta de una galerna. Anclamos en medio de grandes dificultades debajo de un escarpado acantilado. Por encima de nosotros se alzaba el Serrallo, el palacio del sultán, pero la oscuridad que nos rodeaba por doquier era la misma que en alta mar. Sin embargo, noté el flujo de la gran ciudad que se extendía Por la orilla; y los cánticos procedentes de las mezquitas, transportados débilmente hasta nosotros sobre las cortantes olas, parecían convocarnos a extraños y exóticos gozos. Al día siguiente, un bote nos transportó a lo largo del acantilado del Serrallo. Miré detenidamente hacia lo alto e imaginé los placeres que albergarían las paredes de aquel palacio. Y entonces, de pronto… olí a sangre, a sangre fresca. Miré atentamente hacia una estrecha terraza que había entre el muro y el mar; algunos perros ladraban sobre unos cadáveres. Contemplé fascinado cómo uno de los animales arrancaba la carne del cráneo de un tártaro, de manera parecida a como se pela un higo recién cogido del árbol.
»—Esclavos díscolos —masculló a modo de explicación el capitán de nuestro bote—. Los suelen arrojar desde lo alto de los muros.
»Asentí lentamente y noté de nuevo un apagado amago de sed en mis huesos.
»Nos alojamos en el barrio reservado a los europeos, como correspondía. Era moderno y estaba lleno de viajeros como nosotros; ello me incomodó. Había emprendido el viaje con la intención de escapar de mis paisanos, y ahora me sentía doblemente alejado de ellos. Por mis venas corría una música salvaje que le cantaba a la oscuridad y a los placeres de la noche, cosa que sabía que me marcaba como algo aparte. Al otro lado de las aguas del Cuerno de Oro estaba Constantinopla: cruel, antigua, rica en placeres prohibidos. Estuve vagando por aquellas estrechas calles. El aire enrarecido tenía el aroma de la sangre. Cerca de la verja del Serrallo había varias cabezas cercenadas, expuestas a la vista pública; los carniceros desangraban los cadáveres y dejaban que la sangre corriera por las calles; los derviches, al tiempo que gritaban inmersos en un clímax místico, se azotaban hasta que la roja sangre corría por los patios. Yo observaba todas estas cosas en silencio… pero no bebía. Imaginaba, rodeado de aquellos frutos deliciosos, que no tendría necesidad de utilizarlos. En cambio busqué otros goces en los tugurios de hachís o en las tabernas, donde bailarinas excesivamente maquilladas se retorcían en las arenas, y confié en que el hecho de probar un poco de todos ellos conseguiría apaciguar mi sed más profunda.
»Pero notaba que poco a poco la sed me iba apergaminando de nuevo. Los placeres de la ciudad no hacían más que intensificar mi asco, y me encontré con que ya me estaba cansando de Constantinopla, porque sus crueldades me revolvían tanto más cuanto que me recordaban a mí mismo. Presa de la desesperación, volví a frecuentar la compañía de algunos de mis compatriotas. Evitaba a Hobhouse, pues aún temía cuál podría ser el “secreto” del que me había hablado Lovelace; pero con otros ingleses traté de comportarme como si no fuera en nada diferente a ellos. A veces encontraba que esto era bastante fácil; en otras ocasiones el fingimiento se me hacía insoportable. Siempre que notaba que me crecía la sed de sangre disimulaba mi anhelo tras exhibiciones de frialdad o de rabia: discutía sobre banales cuestiones de etiqueta o negaba el saludo a los conocidos con los que me cruzaba por la calle.
»Una tarde me encontré de manera casual con un hombre que había tenido que sufrir ese estado de humor por mi parte. En cierta ocasión le había vuelto la espalda en el Ambassador’s, y al verlo de nuevo me invadió un súbito remordimiento: aquel hombre siempre se había mostrado amable conmigo. Residía en Constantinopla, de modo que, sabiendo que eso le resultaría halagador, le pedí que me mostrase algunas de las curiosidades de la ciudad. Yo ya las había visto todas, por supuesto, pero me obligué a soportar la compañía de mi guía como una forma de penitencia. Al final acabamos bajo los muros del Serrallo.
»Mi compañero me echó una mirada fugaz.
»—¿Sabe usted —me preguntó— que dentro de tres días el sultán nos concederá una audiencia? Es una lástima… ¿no cree usted, Byron…? Solo podremos ver una pequeña parte de las maravillas del palacio. —Señaló hacia donde se hallaba situado el harén—. Mil mujeres… —Se rio entre dientes, con nerviosismo, y luego me miró de nuevo—. Dicen que el sultán ni siquiera siente inclinaciones hacia ese lado. —Asentí brevemente. El perfume de la sangre flotaba en el aire: sobre los estercoleros, ante los muros del Serrallo, los perros arrancaban pedazos de cuerpos decapitados. Me sentí asqueado y excitado—. ¿A usted… a usted le gustan… las mujeres? —me preguntó mi acompañante. Tragué saliva y dije que no con la cabeza sin acabar de comprenderle; luego hice que mi caballo diera la vuelta y me alejé al trote.
»Caía la tarde, y los minaretes penetraban en un cielo de un color tan rojo como la sangre. Me sentía mareado por los deseos insatisfechos. Rogué a mi acompañante que me dejase solo y estuve cabalgando junto a las murallas de la gran ciudad, que durante mil cuatrocientos años se habían alzado imponentes sobre la ciudad de Constantino. Pero ahora se estaban desmoronando y se encontraban desiertas, y pronto dejé atrás cualquier asentamiento humano; en cambio me vi en medio de un cementerio, cubierto de hiedra silvestre y cipreses, que al parecer estaba completamente vacío. Oí un crujido y vi dos cabras que salían huyendo entre unos arbustos, delante de mí. El aroma de la sangre aguardaba dulce y pesado entre las sombras. Miré fugazmente hacia la luna. Estaba llena, me di cuenta de ello por primera vez, y brillaba pálidamente sobre las aguas del Bósforo.
»—Oiga, Byron…
»Me di la vuelta y miré para ver quién me hablaba. Era mi acompañante del Serrallo. Me vio el rostro y tartamudeó algo; luego guardó silencio.
»Me quedé mirándolo fijamente, mareado por el apremiante deseo de su sangre.
»—¿Qué quiere? —le pregunté en un susurro.
»—Yo… me preguntaba si…
»Volvió a quedar en silencio. Sonreí. De pronto reconocí aquello que había preferido ignorar durante todo el día: el deseo que aquel hombre sentía por mí, mezclado ahora con un terror paralizante que él apenas alcanzaba a comprender. Avancé unos pasos hacia él. Le acaricié la mejilla. Con la uña hice que le brotara sangre. Nervioso al principio, y luego dejando escapar un súbito y desesperado gemido, el hombre se alzó ligeramente para besarme. Lo tomé en mis brazos y sentí su corazón latiendo contra mi pecho. Probé la sangre del arañazo que le había hecho en la mejilla y abrí la boca otra vez… pero luego aparté de mí violentamente a mi acompañante y lo hice caer en el camino.
»—¿Byron? —inquirió con voz temblorosa.
»—Váyase —le dije fríamente.
»—Pero… Byron…
»—¡Váyase! —le grité—. Si estima en algo su vida… ¡Por amor de Dios, váyase!
»El hombre se quedó mirándome y luego se puso de pie atropelladamente. Parecía que no fuera capaz de apartar los ojos de los míos, pero aun así retrocedió apresuradamente, como luchando por liberarse del hechizo de mi rostro; finalmente consiguió llegar hasta su caballo, montó en él y se alejó al galope por el camino. Respiré profundamente y luego solté una maldición en voz baja. Mis venas, decepcionadas en su expectativa de conseguir sangre, parecían latir y estremecerse; incluso mi cerebro parecía haber quedado seco a causa de la sed que me invadía. Monté en mi caballo y lo espoleé para que siguiera adelante. Cabalgué a bastante velocidad con la intención de alcanzar a mi presa antes de que saliera del terreno de las tumbas.
»De improviso, un rebaño de cabras salió y se cruzó en mi camino. Antes de oír el grito del pastor yo ya había olido su sangre; pasó corriendo por mi lado, sin dejar de gritar a las cabras, y apenas tuvo tiempo de dirigirme una fugaz mirada. Hice girar al caballo y fui tras él. Entonces el pastor se detuvo y me miró; me bajé del caballo y caminé hacia él para intentar atraparlo con el poder de mi mirada, como había estado a punto de atrapar poco antes al otro hombre. El pastor quedó paralizado; luego gimió y cayó de rodillas; era un viejo. Sentí lástima por él, como si no fuera yo quien hubiese de ser su asesino. Estuve a punto de dar media vuelta, pero en aquel momento la luna salió de detrás de una nube; y entonces, tocado por su luz, me dio la impresión de que la sed me gritaba con exigencia. Le mordí en la garganta; el viejo tenía la piel correosa, y tuve que tirar con los dientes dos veces antes de que comenzara a brotar la sangre. Su sabor, sin embargo, me pareció tan delicioso como las otras veces, y la satisfacción que me proporcionó fue aún más violenta y extraña. Levanté la vista del hollejo de mí presa y de nuevo vi cómo la luz de la luna aparecía plateada y llena de vida; en el silencio flotaban hermosos sonidos.
»—Caramba, caballero, no hay ninguna ley que diga que solo se puede matar en un cementerio.
»Me di la vuelta y miré por encima del hombro. Lovelace estaba sentado encima de una columna caída y rota. Sin querer, sonreí. Era agradable, después de pasar tantas semanas solo, ver a una criatura semejante a mí.
»Lovelace se puso en pie y se acercó. Miró hacia la matanza que yo acababa de hacer.
»—El que ha dejado escapar era más atractivo.
»—Era inglés.
»Lovelace sonrió.
»—Maldita sea, Byron, nunca lo hubiera imaginado en usted: un patriota.
»—Justo al contrario. Pero he pensado que su ausencia se notaría antes.
»Lovelace movió la cabeza irónicamente.
»—Si usted lo dice, milord… —Hizo una breve pausa—. Pero me dio la impresión de que como guía era bastante aburrido, un cabeza de chorlito.
»Lo miré con recelo.
»—¿Qué quiere decir?
»—Vaya, caballero, los he estado observando durante todo el día. Primero estuvieron ustedes junto a los muros del harén y luego se separaron. Es como contentarse solo con un pequeño atisbo de las bragas de una ramera.
»—¿Ah, sí?
»—Lo que hay dentro, milord, eso es el tesoro. —Sus brillantes ojos comenzaron a lanzar destellos—. En el Serrallo del turco esperan mil putas enjauladas.
»Lo miré con una tenue sonrisa de incredulidad asomándome a los labios.
»—¿Me está ofreciendo llevarme al interior del harén del sultán?
»Lovelace asintió con la cabeza.
»—Naturalmente, señor. —Me acarició una mano—. Pero con una condición.
»—Ya he supuesto que la habría.
»—Su amigo, Hobhouse…
»—¡No! —le interrumpí con repentina furia—. Y se lo advierto de nuevo…
»Lovelace movió la mano en un gesto de desprecio.
»—Cálmese, señor, aquí hay bocados mucho más delicados que su amigo Hobhouse. No obstante, Byron —me dijo esbozando una sonrisa—, tiene usted que convencerle para que regrese a Inglaterra inmediatamente.
»—¿Ah, sí? ¿Por qué?
»Lovelace volvió a acariciarme la mano.
»—Para que nosotros podamos estar solos y juntos —me dijo—. Usted se entregará a mí, Byron, para que pueda enseñarle las artes. —Miró hacia el suelo, al cuerpo del pastor—. Me parece que está usted muy necesitado de ellas.
»Me quedé mirándolo.
»—¿Abandonar a Hobhouse? —pregunté al cabo de unos segundos. Lovelace asintió. Lentamente, le dije que no con la cabeza—. Imposible.
»—Yo le enseñaré los placeres del Serrallo.
»Volví a negar con un movimiento de cabeza y monté en mi caballo.
»—En una ocasión me habló usted de un secreto, Lovelace; un secreto que amenazaría a cuantos me rodeasen. Pues bien, desafío ese secreto. No abandonaré a Hobhouse. Nunca abandonaré a aquellos que amo.
»—¿Secreto? —Lovelace pareció sorprenderse al oírme mencionarlo. Luego sonrió, como recordando de qué se trataba—. Oh, no tiene por qué preocuparse, milord. No es para Hobhouse para quien usted supone una amenaza.
»—Entonces, ¿para quién?
»—Quédese conmigo en Oriente y le enseñaré todo lo que sé. —Abrió un poco la boca—. Muchísimo placer, Byron. Sé que es usted un hombre que se deleita en el placer.
»Lo miré con súbito desprecio.
»—Sé que usted y yo somos asesinos —le dije—, pero a mí eso no me produce ningún gozo. Ya se lo he dicho antes: no tengo el menor deseo de convertirme en una criatura como usted. No tengo el menor deseo de compartir el saber que usted posee. No tengo ningún deseo de ser su pupilo, Lovelace. —Incliné la cabeza con frialdad—. Así que… le deseo buenas noches.
»Arreé a mi caballo dando una brusca sacudida a las riendas. Luego cabalgué hasta dejar atrás las silenciosas tumbas. Regresé al camino que había junto a las murallas de la ciudad. La luz de la luna parecía quemar de tan brillante como era, y sirvió para iluminar mi camino.
»—¡Byron! —Me di la vuelta y miré hacia atrás—. ¡Byron! —Lovelace seguía de pie en el mismo lugar donde lo había dejado, un ser de belleza espectral en medio de aquellas tumbas cubiertas de hiedra. Sus cabellos dorados parecían tocados por el fuego, y los ojos le resplandecían—. ¡Byron —volvió a gritarme con repentina ferocidad—, le aseguro que las cosas son así! Aquí, en estos pacíficos jardines, los perros se regodean en su presa; y hasta los pajarillos más dulces se alimentan de gusanos. ¡En la naturaleza no existe más que eterna destrucción! Usted es un depredador, ya no es un hombre, ya no es lo que era. ¿Acaso no sabe usted que la voluntad más poderosa se alimenta de aquellas otras que son inferiores a ella? —De pronto empezó a sonreír—. Byron —le oí susurrarme en la mente—, beberemos juntos.
»Me estremecí, y la sangre pareció volverse mercurio en mis venas, sangre tan brillante como la luna. Cuando miré hacia donde se encontraba, Lovelace había desaparecido.
»No volví a verlo durante tres días. Sus palabras me habían perturbado, y también me habían excitado. Empecé a recrearme en el esplendor de aquello en que me había convertido. ¿Acaso Lovelace no se había limitado a exponer la verdad? Yo era un ser caído, y ése era un estado terrible y romántico. Hobhouse, que tenía de satánico lo mismo que un arenque ahumado, empezó a enfurecerme; nos peleábamos constantemente, y empecé a preguntarme si, al fin y al cabo, no convendría que nos separásemos. Así que cuando Hobhouse mencionó que estaba pensando en regresar a casa, no lo desanimé ni me comprometí a hacer lo mismo. Pero el hecho de pensar en cuáles podrían ser los placeres de que había hablado Lovelace me seguía llenando de temor; temía, más que nada, que pudiera llegar a recrearme en ellos y a encontrar que despertaban en mí deseos aún más crueles. Así que me reservé la opinión y aguardé a que Lovelace se me acercase de nuevo. Pero durante todo el tiempo confiaba en lo más profundo de mi alma que las tentaciones que me ofreciera fueran suficientes para animarme a que me quedase.
»Llegó el día de la audiencia con el sultán. Éramos veinte, todos ingleses, los que sufrimos aquel horrible privilegio; el guía que me había servido tres días antes se encontraba entre nosotros, y también Lovelace, que llegó en el último momento. Me vio en compañía del guía y sonrió, pero no dijo nada. Se puso detrás de mí mientras esperábamos en la sala de audiencias del sultán, y más tarde, cuando aquel tedioso asunto hubo terminado, estuvo revoloteando cerca de Hobhouse y de mí, lo bastante cerca como para oír lo que decíamos.
»El guía se acercó a nosotros con los ojos brillantes a causa de la excitación.
»—Ha causado usted un efecto notable en el sultán —me dijo. Incliné la cabeza educadamente—. Sí, sí, Byron —explicó—, el esplendor de sus ropajes y el impresionante porte del que usted hace gala han conseguido que lo singularice como particular objeto de atención. La verdad es que…
»Aquí el hombre se detuvo y soltó una azorada risita; luego se ruborizó.
»—¿De qué se trata? —le preguntó Hobhouse.
»El hombre volvió a reírse como una colegiala y de nuevo se dio la vuelta. Tartamudeó unas palabras, tragó saliva y recuperó la compostura.
»—Ha dicho el sultán que no cree que usted sea un hombre.
»Se me oscureció la frente y enrojecí fríamente; miré de soslayo a Lovelace, quien me dedicó una malvada sonrisa.
»—Así que no soy un hombre —repetí lentamente—. ¿A qué se refería?
»El rubor de aquel hombre se convirtió en un tono de color púrpura.
»—Bueno, Byron —dijo vacilante—, el sultán creía que era usted una mujer disfrazada con ropa de hombre.
»Respiré profundamente y luego sonreí, aliviado. A su vez el guía sonrió con ansiedad. Pero la sonrisa de Lovelace, según constaté, fue la más amplia de todas.
»Aquella misma noche vino a visitarme mientras Hobhouse dormía. Estuvimos juntos, de pie, en el terrado de mi casa, y dejamos que la luz de la luna nos bañase el rostro. Lovelace sacó una daga. Acarició la hoja delgada y cruel.
»—El Gran Turco es un chulo agusanado, ¿no le parece? —me preguntó.
»—¿Por qué?
»Lovelace mostró los dientes. Pasó el dedo pulgar por el filo de la daga.
»—Por tomarle a usted por una puta, desde luego.
»Me encogí de hombros.
»—Mejor eso que ser reconocido como lo que soy.
»—¡Pues yo en su lugar, caballero, exigiría venganza por esa disparatada insolencia!
»Miré fijamente los brillantes ojos de Lovelace.
»—No me incomoda que la gente me encuentre hermoso.
»Lovelace sonrió.
»—¿Ah, no, señor? —me preguntó en voz baja.
»Se dio la vuelta, miró por encima de las aguas hacia el Serrallo y luego se metió la daga en el cinturón.
»—¿No? —Empezó a tararear un fragmento de ópera. Se agachó y sacó varias botellas de una bolsa. Descorchó una de ellas. Entonces olí el dorado perfume de la sangre—. El saludable jugo —me dijo al tiempo que me tendía una botella—. Lo he mezclado con el mejor Madeira que se conoce. Beba a conciencia, Byron, porque esta noche vamos a necesitar todas nuestras fuerzas. —Luego levantó otra botella—. Un brindis. —Me sonrió—. Por la extraña diversión que tendremos esta noche.
»Nos emborrachamos con aquellos cócteles de vino y sangre. No, no nos emborrachamos, sino que mis sentidos se volvieron más ricos que nunca hasta entonces, y sentí que un violento gozo surgía en mi sangre como si fuera fuego. Me apoyé en la pared y miré el cielo poblado de cúpulas de la ciudad antigua; las estrellas que se veían por detrás del Serrallo parecían resplandecer con la fiereza de mi ávida crueldad, y comprendí que Lovelace me estaba conquistando el alma. Me abrazó mientras tarareaba quedamente un aria y luego me habló al oído.
»—Es usted una criatura muy poderosa —me dijo en un susurro—. ¿Quiere ver lo que es capaz de hacer? —Sonreí ligeramente—. Le aseguro que ello lo dejará agotado, Byron, pero posee usted la fuerza necesaria para eso, a pesar de tener poca experiencia en materia de sangre.
»Miré hacia las aguas del Cuerno Dorado.
»—Vamos a cruzar hasta allí por el aire —dije en voz baja. Lovelace asintió con la cabeza. Fruncí el entrecejo al darme cuenta de lo lejanos que quedaban mis recuerdos—. En mis sueños, hace ya mucho tiempo, seguí al pacha. Y él me mostró los milagros del tiempo y el espacio.
»Lovelace sonrió.
»—A la mierda con los milagros del tiempo y del espacio. —Echó una ojeada hacia el Serrallo—. Lo que yo quiero ahora son putas.
»Me eché a reír desde lo más profundo de mis entrañas, sin poder remediarlo. Quedé agotado de tanto reírme. Lovelace se mostró tolerante conmigo mientras me acariciaba los rizos del cabello. Señaló hacia el Serrallo.
»—Mírelo usted bien —susurró—, aprehenda una imagen de él con la vista. Hágalo suyo. Haga que se eleve y venga hasta usted.
»Dejé bruscamente de reír. Fijé la mirada en las profundidades de los ojos de Lovelace e hice lo que me decía. Vi cómo el cielo se doblaba. Los minaretes y cúpulas parecían fluir como agua. Mi frente sintió el toque del beso del palacio.
»—¿Qué está ocurriendo? —le pregunté con voz queda—. ¿Cómo estoy haciendo esto?
»Lovelace me apretó los labios con un dedo. Se agachó para coger una última botella y la descorchó.
»—Sí, eso está muy bien —asintió—. Respire el aroma de este líquido. Huela su riqueza. Toda la consistencia que usted necesita está contenida dentro de esto. Es usted una criatura de sangre. Y como ella, puede fluir y atravesar el cielo. —De pronto agitó la botella hacia arriba y vi cómo la sangre, en un arco de color carmesí, salpicaba sobre la ciudad y las estrellas—. ¡Sí, fluya con ella! —gritó Lovelace.
»Me elevé en el aire. Sentí que mi ser incorpóreo abandonaba la carne igual que la sangre sale por una herida abierta. El aire seguía siendo denso. Me movía con él. Constantinopla aparecía teñida de oscuro como la noche y de carmesí como la sangre a cuya llamada yo acudía en aquel momento. Vi que todo daba vueltas, la ciudad, el mar y el cielo; y luego, de repente, delante de mí no hubo nada más que el Serrallo, algo distorsionado y desapareciendo poco a poco de mi vista, como reflejado en una serie de espejos; lo seguí hasta lo más profundo de su oscuro vértice y entonces noté que el aire fresco me daba en el rostro y me di cuenta de que me encontraba sobre el muro del harén.
»Me di la vuelta. Mis movimientos parecían inconexos. Eché a andar y me pareció como si yo fuera una brisa que soplase sobre un lago de aguas oscuras.
»—Byron. —La voz fue una piedra que cayó en las profundidades. Las dos sílabas se alejaron de mí en oleadas. Lovelace me sonrió y su rostro parecía nadar y cambiar ante mis ojos. Imaginé que él se hundía bajo las oscuras aguas del lago. La fantasmal palidez del rostro de aquel hombre estaba apagada, y tenía el cuerpo encogido; era como si tuviera la forma de un enano negro. Me eché a reír, y el sonido de mi propia risa sonó en mi cerebro refractado y extraño—. Byron. —Miré hacia abajo otra vez. Lovelace seguía teniendo forma de enano. Sonrió de un modo horrible y sus labios comenzaron a moverse—. Yo soy el eunuco —le oí decir—. Y usted será la esclava del sultán. —Me sonrió de nuevo con malicia y yo me eché a reír como los borrachos, pero esta vez no hubo oleadas porque la oscuridad se encontraba tan inmóvil como un estanque de cristal. De pronto, conjurada desde las espirales de mi memoria y de mi deseo, vi a Haidée reflejada en el cristal. Sofoqué un grito y alargué una mano para tocarla. Pero la imagen se expandió para escapar de mí, y luego sentí que me lamía la piel; ya no podía ver a Haidée, y todo parecía fundirse y alejarse. Me puse los dedos sobre los ojos. La extrañeza parecía ahora más hechicera que antes. Cuando volví a abrir los ojos vi que tenía las uñas pintadas de color dorado y que mis dedos eran delgados y esbeltos—. Preciosa —dijo el enano. Se echó a reír y señaló—. Por aquí, bella doncella infiel.
»Lo seguí. Pasamos por las puertas del harén como las sombras de una tormenta. Largos pasadizos se alejaban de nosotros, ricos en amatistas y cerámica de Faenza. Todo estaba en silencio, salvo por las pisadas de los enanos negros que custodiaban unas elaboradas puertas de oro. Cuando pasamos junto a ellos pusieron mala cara y se volvieron para mirar, pero no nos veían; hasta que, delante de la puerta más hermosa de todas, Lovelace sacó la daga y le abrió la garganta al centinela.
»Avancé a toda prisa, ansioso por el olor de la sangre. Lovelace hizo un gesto negativo con la cabeza.
»—¿Por qué beber agua cuando dentro hay champaña?
»Me retuvo junto a él, y el contacto de aquel cuerpo con el mío resultó dulce y extraño. Miré hacia abajo. Vi la verdad de lo que había supuesto que era un sueño: mi cuerpo era el de una hermosa muchacha. Me toqué los pechos; levanté un esbelto brazo para acariciarme el largo cabello. No experimenté ninguna sorpresa; solo el ensalzamiento de un gozo cruel y erótico. Caminé hacia adelante y por primera vez me percaté del remolino de tenue seda que me envolvía las piernas y oí el tintineante roce de los cascabeles que llevaba puestos en los tobillos. Miré a mí alrededor. Me encontraba en una espaciosa cámara.
Unos canapés aparecían alineados a lo largo de la pared. Todo estaba silencioso y oscuro. Empecé a deslizarme junto a los canapés por el centro del salón.
»Había mujeres dormidas en todos los canapés. Aspiré el embriagador perfume que emanaba de su sangre. Lovelace estaba de pie a mi lado. Mostraba una sonrisa hambrienta y lasciva.
»—Caramba —susurró—, pero si ésta es la más dulce habitación de rameras que he visto en mi vida. —Dejó al descubierto los dientes—. Tienen que ser mías. —Me miró—. Las tendré.
»Avanzó hacia adelante como la bruma sobre el mar. Se detuvo junto a la cama de una muchacha que, al caer la sombra sobre sus sueños, gimió y levantó un brazo como para apartar de sí el mal. Oí la risita disimulada y queda de Lovelace y, no queriendo ver más, me di la vuelta y eché a andar por el centro de la sala. Delante había otra puerta de oro con ornamentos. Estaba ligeramente entreabierta. Pude oír un débil llanto. Me aparté el velo de las orejas. Oí un crujido y luego más sollozos. Con un roce de cascabeles, pasé a la habitación contigua.
»Miré a mi alrededor. Había cojines esparcidos por el suelo de mármol. Por el borde del salón se extendía un estanque de aguas azules. La única llama que había ardía dentro de una lámpara dorada. De pie, iluminada por la luz de la llama, había una chica desnuda. La observé. Era maravillosamente hermosa, pero tenía un porte imperioso y su rostro parecía por igual voluptuoso y cruel. Aspiró con profundidad; luego levantó un bastón y lo abatió con fuerza hacia abajo. El bastón pegó en la espalda de la esclava que estaba a sus pies.
»La muchacha gimió, pero no cambió la postura de sumisión. La dueña contempló su obra y luego miró hacia las sombras donde yo me encontraba. Las facciones aburridas y estropeadas de aquella mujer parecieron iluminarse con curiosidad; entornó los ojos; luego la mirada de seriedad volvió a su rostro; suspiró y dejó caer el bastón al suelo. Le gritó a la chica y le volvió la espalda; la esclava, aún sollozando, empezó a recoger pedazos de vidrio.
Cuando terminó de hacerlo, hizo una inclinación de cabeza y salió corriendo de la habitación.
»La reina del sultán, porque estaba claro que eso era, se dejó caer sobre los cojines. Se abrazó a uno de ellos con fuerza, retorciéndolo sin parar, y luego lo tiró al suelo violentamente. Mientras hacía esto, observé que tenía las muñecas cortadas y manchadas de sangre húmeda; la reina se las miró detenidamente, se tocó una herida y luego se puso en pie de nuevo. Llamó a la doncella; no obtuvo respuesta. Volvió a llamar y comenzó a patalear con el pie en el suelo; después cogió el bastón y se acercó a la puerta. Al hacerlo, yo salí de entre las sombras. La reina se dio la vuelta y me miró. Enarcó las cejas cuando vio que yo no bajaba la mirada.
»Lentamente, el ceño fruncido se convirtió en una mirada de sorpresa, y un extraño alboroto le cruzó por el rostro. Luego la altanería se abrió paso con voluptuosidad; chascó los dedos y adoptó de nuevo su actitud imperiosa. Gritó algo en una lengua que yo no comprendí y luego me señaló hacia el lugar donde su doncella había roto la copa.
»—Estoy sangrando —me dijo en turco al tiempo que me enseñaba las muñecas—. Llama al médico, muchacha.
»Sonreí lentamente. La reina se sonrojó y luego la incredulidad que su rostro reflejaba se oscureció hasta convertirse en apasionada rabia. Me golpeó con fuerza la espalda con el bastón. El dolor que sentí fue como una llamarada, pero permanecí donde estaba. La reina me miró profundamente a los ojos; se atragantó, dejó caer el bastón y retrocedió, tropezando al hacerlo. Sollozó ruidosamente. Contemplé cómo le subían y bajaban los hombros. Enterró la cara entre las manos. Bajo la luz dorada, la sangre que le manaba de las muñecas brillaba como las joyas.
»Crucé el suelo de mármol hacia ella y la tomé en mis brazos. La reina levantó la vista, sobresaltada; le puse un dedo en los labios. Tenía los ojos y las mejillas humedecidos por el llanto; le limpié las lágrimas y luego le acaricié con suavidad las heridas de las muñecas. La reina se encogió de dolor, pero cuando su mirada se encontró con la mía pareció olvidar el sufrimiento y levantó los brazos para abrazarme y acariciarme el pelo. Nerviosa, me cogió los pechos; luego me susurró unas palabras al oído, palabras que yo no comprendí, y empezó a desabrocharme la ropa de seda. Me arrodillé, le besé las manos y las muñecas y probé la sangre que le manaba de las heridas; cuando estuve tan desnudo como ella la besé en los labios, tiñéndoselos de rojo con su propia sangre, y luego la conduje a la tranquilidad del baño. Las aguas nos envolvieron dulcemente. Sentí que los suaves dedos de la reina me acariciaban los pechos y el estómago; abrí las piernas. Ella me acarició y yo tendí la mano hacia ella, que gimió y echó atrás la cabeza; la luz iluminaba el agua, que le cubría hasta la garganta, e hizo que le apareciera un rubor dorado. La reina temblaba; el agua tibia producía unas delicadas ondas, y a mí me pareció que la sangre se me movía debajo de la piel con el flujo del agua. Le lamí los pechos; luego, con delicadeza, la mordí; al perforar mis dientes la piel, la reina se puso rígida y jadeó, pero no gritó, y la respiración se le hizo más profunda debido al ardiente deseo. De pronto se estremeció; todo su cuerpo se puso a temblar y cayó hacia atrás contra las baldosas; de nuevo la garganta se le tiñó de dorado. Yo parecía estar más allá de mi consciencia, fuera de mí, no sentía otra cosa que deseo. Sin pensarlo, le abrí el cuello, y, al derramarse su sangre en las aguas del baño, sentí que mis muslos se hacían agua y se juntaban con aquel flujo.
»Pero la reina continuaba sin gritar. Yacía entre mis brazos, acariciada por su propia sangre mientras la respiración se le iba haciendo más débil y yo bebía de sus heridas. Murió sin un suspiro, y las aguas se enturbiaron con aquella vida que se alejaba. La besé suavemente y luego salí del baño. Me estiré; mis miembros parecían engrasados y frescos por la sangre de aquella mujer. Miré fijamente a la reina, que flotaba en su féretro de color púrpura, y vi cómo sus labios muertos me sonreían.
Lord Byron hizo una pausa y sonrió él también.
—¿Le repugna? —le preguntó a Rebecca fijándose en el modo en que ella lo miraba.
—Sí, desde luego. —La muchacha apretó un puño—. Claro que sí. A usted le gustó aquello. Incluso después de haberla matado, no sintió repugnancia.
La sonrisa de lord Byron desapareció.
—Soy un vampiro —le recordó suavemente.
—Sí, pero… —Rebecca tragó saliva—. Anteriormente… anteriormente usted había desafiado a Lovelace.
—Y a mi propia naturaleza.
—¿Así que él finalmente le había conquistado?
—¿Lovelace?
Rebecca asintió.
—¿No sintió usted remordimiento?
Lord Byron cerró los ojos y no dijo nada durante lo que pareció un tiempo muy largo. Después, lentamente, se pasó los dedos por entre el pelo.
—Encontré a Lovelace manchado de sangre, agachado como un íncubo sobre el pecho de su víctima. Le dije que yo había matado a la reina del sultán. La hilaridad que aquello le produjo fue completamente desaforada. No me reía con él, pero… no… No sentía remordimiento alguno. Hasta que…
La voz se le apagó.
Rebecca aguardó.
—¿Sí? —preguntó finalmente.
Lord Byron curvó los labios.
—Nos dimos el festín hasta el alba, como dos zorros en un gallinero. Solo cuando el almuecín llamó a las primeras oraciones abandonamos la cámara de odaliscas. No salimos al pasillo, sino que pasamos a otra habitación reservada para que las esclavas se acicalasen. Las paredes se hallaban cubiertas de espejos. Por primera vez me vi a mí mismo. Me detuve… y me quedé helado. Estaba mirando a Haidée… a Haidée, a quien yo no había visto desde aquella noche fatídica en la cueva. Pero no era Haidée. Haidée nunca había tenido los labios manchados de sangre. Los ojos de Haidée nunca habían tenido un brillo tan frío. Haidée nunca había sido un vampiro maldito y aborrecible. Parpadeé y luego vi mi rostro que me miraba fijamente. Dejé escapar un grito. Lovelace trató de sujetarme, pero lo aparté de mí. Los placeres de la noche parecieron de pronto transformarse en horrores. Se criaban como gusanos en mis desnudos pensamientos.
»Durante tres días permanecí en el lecho, presa del agotamiento y de la fiebre. Hobhouse estuvo cuidando de mí. No sé qué cosas me oiría decir en mi delirio, pero al cuarto día me comunicó que nos marchábamos de Constantinopla, y cuando pronuncié el nombre de Lovelace se le oscureció el rostro y me advirtió que no volviera a preguntar por él.
»—He oído extraños rumores —me dijo—, rumores imposibles. Vas a venir conmigo en el barco que he reservado. Es por tu propio bien y por tu seguridad. Tú lo sabes bien, Byron, así que no quiero oír réplicas.
»Y no tuvo que oírlas. Aquel día nos hicimos a la mar en un barco con rumbo a Inglaterra. A Lovelace no le dejé ningún mensaje ni dirección.
»Pero yo sabía que no podía regresar a casa con Hobhouse. Cuando nos aproximábamos a Atenas le dije que pensaba quedarme en el Este. Me había imaginado que mi amigo se pondría furioso, pero no dijo nada, se limitó a sonreír de un modo extraño y me tendió su diario. Fruncí el entrecejo.
»—Hobby, por favor —le dije—, guarda tus garabatos para tu público de Inglaterra. Ya sé lo que hemos hecho. Yo estaba contigo, por si no lo recuerdas.
»Hobhouse volvió a sonreír, una sonrisa torcida.
»—No todo el tiempo —dijo—. Echa un vistazo a las entradas que corresponden a Albania… estudíalas.
»Se fue. Leí los pasajes inmediatamente. Luego me eché a llorar: Hobhouse había cambiado todas las anotaciones de lo que él había hecho, de modo que pareciera que nunca nos habíamos separado; la temporada que yo había pasado con el pacha Vakhel estaba eliminada por completo. Busqué a Hobhouse, lo abracé con fuerza y volví a llorar.
»—Te quiero de verdad, Hobby —le dije—. Tienes tantas cualidades buenas y tantos defectos, que resulta imposible vivir contigo y vivir sin ti.
»Al día siguiente nos separamos. Hobhouse repartió conmigo un ramillete de flores.
»—¿Será esto lo último que compartamos? —me preguntó—. ¿Qué va a ser de ti, Byron?
»No respondí. Hobhouse se dio la vuelta y subió a bordo del barco. Y yo me quedé solo.
»Seguí camino hacia Atenas e hice una breve estancia en casa de la viuda Macri y de sus tres encantadoras ninfas. Pero no fui bien recibido, y a pesar de que Teresa me abrazó con bastante entusiasmo, descubrí que el miedo acechaba en sus ojos. Empecé a sentir de nuevo la fiebre, y como no quería provocar un nuevo escándalo, decidí dejar atrás Atenas y continué el viaje por Grecia. Estímulos, sensaciones, novedades; necesitaba tener todas aquellas cosas, porque la alternativa eran la inquietud y el sufrimiento. Dios mío, qué alivio me producía el hecho de que Hobhouse se hubiera ido. En Tripolitza me alojé durante una breve temporada en casa de Veli, el hijo del pacha Alí, quien se esforzó por proporcionarme entretenimiento como si yo fuera un amigo suyo al que hubiera perdido hacía mucho tiempo; me di cuenta de que quería tenerme en su cama. Le permití que gozase de mí. ¿Por qué no iba a hacerlo? El placer de que me utilizase como a una puta fue una emoción momentánea. Como pago por mis servicios, Veli me pasó información de Albania. Por lo visto el castillo del pacha Vakhel había sido arrasado por el fuego hasta quedar completamente destruido.
»—¿Querrá creerlo? —Me preguntó Veli al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro—. La gente de las montañas cree que los muertos salieron de sus tumbas.
»Se echó a reír ante la idea de semejante superstición desventurada. Yo le escuché, divertido; luego le pregunté por el pacha Vakhel. De nuevo Veli movió la cabeza.
»—Lo hallaron cerca del lago Trihonida —dijo.
»—¿Muerto? —le pregunté.
»Veli asintió.
»—Oh, sí, muerto, milord. Le habían clavado una espada hasta el fondo del corazón. Lo enterramos junto a su castillo, en la ladera de la montaña.
»De modo que había desaparecido. Estaba muerto de verdad. Comprendí que hasta entonces yo pensaba que quizá estuviera aún con vida. Ahora tenía la certeza de su muerte, y el saberlo sirvió en cierto modo para liberarme. Todo parecía haber cambiado, me encontraba libre de mi creador y por fin aceptaba la verdad de lo que yo era.
»Más arriba del golfo de Corinto, mientras bebía la sangre de un muchacho campesino, me descubrió Lovelace. Nos abrazamos efusivamente y ninguno de los dos mencionó mi escapada de Constantinopla.
»—¿Quiere que seamos malos? —me preguntó Lovelace.
»Sonreí.
»—Tan malos como el pecado —repuse.
»Regresamos a Atenas. Rodeados de nuestros mutuos placeres, el miedo y la culpa se convirtieron en palabras olvidadas; nunca habían existido dos libertinos como nosotros, me aseguró Lovelace, desde los días de los calaveras de la Restauración. Nuevos mundos de deleite se abrieron para mí, y me emborraché de compañía, de sexo y de buenos vinos. Y de sangre, por supuesto… sí… siempre de sangre. Las llamas del gozo parecían haber quemado cualquier vestigio de vergüenza en mí. Ahora mi crueldad se me antojaba hermosa, me encantaba, lo mismo que me encantaban los cielos azules y los paisajes de Grecia, aquel paraíso exótico que había hecho mío. Mi antiguo mundo me parecía muy alejado de mí. Animado por Lovelace, empecé a pensar en ello como algo que había desaparecido para siempre.
»Aunque en ocasiones, quizá después de haber tomado un baño, mientras estaba sentado en alguna roca solitaria contemplando el mar, volvía a oír su llamada. Lovelace, que despreciaba aquellos trances y los tildaba de hipocresía, me maldecía rotundamente por mi melancolía y me tentaba para que nos fuéramos de nuevo de juerga, aunque a veces, en esos momentos, eran precisamente sus propias palabras de ánimo lo que más me molestaba. En algunas ocasiones, cuando yo sentía la llamada de mi patria, Lovelace volvía a insinuar secretos, oscuras verdades, amenazas que en Inglaterra podrían traicionarme.
»—¿Y en Grecia? —le preguntaba yo.
»—Pues no —me respondió en cierta ocasión Lovelace—. No sé si ha envuelto usted su espíritu en una buena funda de tripa de cerdo. —Insistí para que se explicase mejor, pero Lovelace se echó a reír—. No, Byron, todavía no tiene el alma lo suficientemente endurecida. Llegará el momento en que usted esté empapado en sangre. Entonces regrese a Inglaterra, pero de momento… caramba, señor, ya es casi de noche… aventurémonos a salir para limpiar de coños la ciudad. —Protesté, pero Lovelace levantó las manos—. Byron, se lo ruego. ¡Acabemos esta discusión, por favor!
»Y acto seguido cogió la capa y se puso a tararear una melodía, y me di cuenta de que se regocijaba del poder que ejercía sobre mí.
»Pero aquello no me preocupó durante mucho tiempo; nada me preocupaba; había muchos placeres que aprender. De manera parecida a como una cortesana instruye a su amante, así se me enseñó a mí el arte de beber sangre. Aprendí cómo entrar en los sueños de la víctima, cómo dominar los míos, cómo hipnotizar y engendrar ilusiones y deseos. Aprendí distintas formas de hacer vampiros, y los diferentes órdenes en que se puede transformar una víctima: los zombis, cuyos ojos muertos yo había tenido ocasión de ver en el castillo del pacha; los demonios necrófagos, como aquellos en los que se habían convertido Gorgiou y su familia; y lo que era más extraño de todo: los amos, los señores de la muerte, el orden de criaturas al que yo pertenecía.
»—Pero sea cuidadoso al elegir a alguien para tal honor —me advirtió Lovelace en una ocasión—. ¿Acaso no sabe que tanto en la muerte como en la vida debe haber aristocracia? —Me sonrió—. Usted, Byron, casi hubiera podido ser elegido rey.
»Me encogí de hombros ante aquel halago de Lovelace.
»—Al infierno con los malditos reyes —dije—. No soy un perverso conservador. Si pudiera enseñaría a las mismísimas paredes a levantarse contra la tiranía. Yo mato, de acuerdo… pero nunca esclavizaré a nadie.
»Lovelace escupió con desprecio.
»—¿Qué distinción es ésa?
»Le miré fijamente.
»—Una que está bastante clara, diría yo. Necesito beber sangre, si no, me muero; como usted ha dicho, Lovelace, somos depredadores, no podemos desafiar lo que en nosotros es natural. Pero ¿acaso puede ser natural convertir a nuestras víctimas en esclavos? Espero que no. No seré nunca como aquel que me creó a mí, eso es lo que quiero decir, rodeado de siervos sin mente, más allá de la redención de amor y esperanza.
»—¿Por qué? ¿Cree usted que ya no está más allá?
»Lovelace me sonrió cruelmente, pero yo hice caso omiso de sus irónicas preguntas, ignoré sus ya conocidas insinuaciones de que existía algún oscuro misterio, porque me sentía poderoso y sabía que me encontraba más allá de su autoridad… y dudaba de que Lovelace tuviera en realidad un secreto. Creí que por fin comprendía en qué me había convertido. No tenía asco de mí mismo; lo único que sentía era gozo y fuerza. De modo que también me sentía libre, libre de un modo que nunca hubiera soñado que se pudiera ser, y me abandoné a esa sensación de libertad que fluía tan ilimitada e indómita como el mar. O al menos eso era lo que yo creía.
Lord Byron hizo una pausa y durante unos prolongados instantes miró fijamente hacia las sombras que no iluminaba la llama de la vela. Después se sirvió un vaso de vino y lo vació de un solo trago. Cuando habló de nuevo, su voz parecía muerta.
—Una tarde pasaba yo por una calle estrecha y muy concurrida. Hacía poco que había bebido; no sentía sed, solo una agradable sensación de deleite que me inundaba las venas. Pero de pronto, por encima de los hedores callejeros, me llegó el olor más puro que he conocido nunca. No puedo describirlo. —Echó una fugaz mirada a Rebecca—. Aunque quisiera expresar con palabras aquel perfume, puesto que era algo que un mortal nunca podría comprender. Dorado, sensual… perfecto.
—¿Era sangre?
—Sí —asintió lord Byron—. Pero… ¿sangre? No, era más que eso. Me produjo un deseo que pareció vaciarme los huesos… el estómago… incluso la mente. Me quedé parado donde estaba, en medio de la calle, y aspiré profundamente. Luego lo vi: era un bebé que una mujer llevaba en brazos, y el aroma de la sangre procedía de aquel niño. Di un paso adelante, pero la mujer se perdió de vista y cuando llegué al lugar donde ella había estado un momento antes ya no había ni rastro de ella. Inspiré de nuevo; el aroma se iba disipando, y entonces, mientras corría por la calle dando tumbos desesperadamente, vi a la mujer delante de mí, igual que antes; aunque otra vez pareció desvanecerse en el aire. La perseguí, pero pronto hasta el aroma de la sangre había desaparecido, y quedé presa de gran sufrimiento. Estuve buscando a aquel bebé durante toda la noche. Pero el rostro de la madre estaba oculto bajo una capucha y el bebé se parecía a todos los de su edad, así que por último desesperé y abandoné la búsqueda.
»Salí de Atenas a galope tendido. Había un templo en lo alto de un acantilado, colgado sobre el mar, donde yo tenía por costumbre ir a poner en orden mis pensamientos; pero aquella noche la calma del templo parecía un sarcasmo, y yo no sentía más que el hambre que me corroía las entrañas. En mis orificios nasales, persistía el perfume de aquella sangre. Sabía, con la certeza que proporciona la revelación, que nunca conseguiría la verdadera felicidad hasta que hubiera saboreado aquella sangre, así que me levanté, desaté el caballo y me dispuse a regresar con intención de seguir el rastro de aquel bebé. Entonces vi a Lovelace. Estaba de pie entre dos columnas, y el alba que nacía detrás de él tenía el mismo color de la sangre. Se acercó a mí. Me miró profundamente a los ojos; luego, de pronto, sonrió. Me dio una palmada en el hombro.
»—Felicidades —me dijo.
»—¿Por qué? —le pregunté lentamente.
»—Por su hijo, señor, naturalmente.
»—¿Mi hijo, Lovelace?
»—Sí, Byron. Su hijo. —Volvió a palmearme el hombro—. Ha engendrado usted un bastardo en alguna de sus putas.
»Me pasé la lengua por los labios.
»—¿Cómo lo sabe? —le pregunté lentamente.
»—Porque lo he visto correr por la ciudad durante toda la noche como una maldita perra en celo, Byron. Y ése es un signo infalible, señor, entre los de nuestra especie, de que les ha nacido un hijo.
»Sentí que un frío de muerte recorría todo mi ser.
»—¿Por qué? —le pregunté buscando algún signo de esperanza en los ojos de Lovelace. Pero no hallé ninguno.
»—Me parece, caballero, que no puede negarse la fatídica verdad. —Se echó a reír—. La llamo fatídica, aunque para mí, desde luego, esto no vale una mierda. —Sonrió dejando al descubierto los dientes—. Pero usted, señor, a pesar de ser lo que es, no ha perdido por completo sus principios. Lo que resulta presuntuoso por su parte, Byron, dadas las circunstancias. Condenadamente presuntuoso.
»Lentamente tendí la mano hacia él y lo agarré con fuerza por la garganta.
»—Dígamelo —le pedí en voz baja. Lovelace se ahogaba, pero no aflojé la presión—. Dígamelo —le susurré de nuevo—. Dígame que eso que insinúa no es cierto.
»—No puedo —repuso en un jadeo Lovelace—. Se lo habría ocultado a usted durante más tiempo —dijo—, teniendo en cuenta lo débilmente afectada por el vicio que está su alma a estas alturas, pero ya no hay modo de evitarlo, tiene que saber la verdad. Sepa, pues, Byron —me explicó—, que la maldición de su naturaleza… —Hizo una pausa y sonrió—. La maldición de su naturaleza es que aquellos que llevan su misma sangre son los que resultarán más deliciosos para usted.
»—No…
»—¡Sí! —gritó Lovelace con entusiasmo.
»Negué con la cabeza.
»—No puede ser cierto.
»—Usted ha olido esa sangre. Es un aroma maravilloso, ¿no es así? Incluso ahora persiste en sus conductos nasales. Le volverá loco, he visto eso antes.
»—Así que usted… usted también lo ha conocido.
»Lovelace se encogió de hombros y se retorció una de las puntas del bigote.
»—A mí nunca me gustaron demasiado los niños.
»—Pero… su propia carne y su propia sangre…
»—Mmm… —Lovelace juntó ruidosamente los labios—. Créame, Byron, esos pequeños bastardos suponen una dosis sin igual.
»Volví a atenazarle la garganta.
»—Déjeme en paz —le dije. Lovelace abrió la boca para hacer algún otro comentario jocoso, pero le sostuve la mirada de tal manera que se vio obligado a bajar la vista lentamente, y comprendí, a pesar de mi inmenso sufrimiento, que mi fuerza no se había debilitado. Pero ¿qué utilidad tenía saber aquello? Mis poderes solo servían para agravar mi fatídico destino—. Aléjese de mí —le dije otra vez en voz baja. Eché hacia atrás a Lovelace, que tropezó y cayó al suelo; luego, cuando el sonido de los cascos de su caballo ya se iba desvaneciendo en mis oídos, me senté a solas al borde del acantilado. Durante todo el día estuve luchando con la sed que sentía por la sangre de mi hijo.
—¿Le había dicho la verdad? —Le preguntó Rebecca en voz baja—. ¿Lovelace?
Lord Byron la contempló. Los ojos del vampiro lanzaban destellos.
—Oh, sí —repuso.
—Entonces…
—¿Sí?
Rebecca lo miró fijamente. Se agarró la garganta con las manos. Tragó saliva.
—Nada —dijo.
Lord Byron le sonrió débilmente; luego bajó los ojos y se quedó mirando a lo lejos.
—Todo había cambiado para mí a causa de lo que Lovelace me había dicho —continuó lord Byron—. Aquella tarde, mientras contemplaba las olas, imaginé que veía una mano ensangrentada, recién cercenada, que me hacía señas para que me acercase. Me rebelé contra ella… aunque sabía que se parecía más al pacha de lo que nunca me hubiera atrevido a temer. Regresé a Atenas. Me reuní con Lovelace. No había vuelto a percibir el olor de la sangre de mi hijo, pero lo temía y lo anhelaba a un tiempo.
»—Tengo que irme —le comuniqué a Lovelace aquella misma noche—. Tengo que marcharme inmediatamente de Atenas. No puede haber la menor demora.
»Lovelace se encogió de hombros.
»—¿También se marchará de Grecia? —Asentí—. Entonces, ¿adónde irá?
»Me quedé pensando.
»—A Inglaterra —repuse al cabo de unos instantes—. Tengo que recoger dinero… y poner en orden mis asuntos. Luego, cuando lo haya arreglado todo, me marcharé otra vez lejos de los que llevan mi propia sangre.
»—¿Tiene usted familia en Inglaterra?
»—Sí —asentí yo—. Mi madre. —Me quedé pensando un poco—. Y una hermana… una hermanastra.
»—Eso no supone diferencia alguna. Evítelas a las dos.
»—Sí, desde luego. —Enterré la cabeza entre las manos—. Desde luego.
»Lovelace me estrechó en sus brazos.
»—Cuando esté dispuesto —me susurró—, reúnase conmigo y continuaremos nuestra diversión. Es usted una rara criatura, Byron. Cuando su alma esté negra por el vicio será un vampiro como ninguno que yo haya conocido.
»Levanté la mirada hacia él.
»—¿Dónde estará usted? —le pregunté.
»Lovelace se puso a tararear su melodía de ópera favorita.
»—Pues en el único lugar que existe para la diversión: en Italia.
»—Me reuniré con usted allí —le dije.
»Lovelace me besó.
»—¡Excelente! —gritó—. Pero no tarde, Byron. No se demore en Inglaterra. Si permanece allí demasiado tiempo le resultará difícil, quizá imposible, marcharse.
»Asentí.
»—Comprendo —dije.
»—Conozco a una chica en Londres. Es un miembro de nuestra especie. —Me hizo un guiño—. El más condenado par de tetas que usted haya podido ver jamás. Le escribiré. Ella le servirá de guía, espero. —Volvió a besarme—. Le servirá de guía mientras esté separado de mí. —Sonrió—. Pero no se entretenga. He tardado mucho tiempo, Byron, en encontrar un compañero tan agradable como usted. Caramba, señor, los dos juntos de nuevo, ¡qué juergas nos vamos a correr! Y ahora —hizo una inclinación de cabeza—, vaya con Dios. Volveremos a vernos en Italia.
»Dicho esto se marchó; y una semana después, yo también había dejado atrás Atenas. La travesía, como podrá comprender, no fue placentera, ni mucho menos. Ni un solo día transcurrió sin que considerase la idea de abandonar el barco, establecerme en alguna ciudad extranjera y no volver nunca a Inglaterra. Pero necesitaba dinero y sentía nostalgia de mis amigos, de mi hogar… de contemplar por última vez mi tierra natal. También tenía nostalgia de mi madre y de Augusta, mi hermana; pero, naturalmente, ésos eran unos pensamientos que trataba de apartar de mi cabeza. Por fin, al cabo de un mes de travesía y después de dos años de estar viajando, y tras la completa y total transformación de mi vida, sentí de nuevo el suelo inglés bajo mis pies.