Capítulo IV
'Tis said holdest converse with the things
which are forbidden to the search of man;
that with the dwellers of the dark abodes,
the many evil and unheavenly spirits
which walkest the valley of the shadow of death,
thou communest.
Lord Byron, Manfred
Se dice que mantienes conversaciones con las cosas
que están prohibidas para el hombre que las busca;
que con los habitantes de las oscuras moradas,
los muchos espíritus malignos e impíos
que caminan por los valles de la sombra de la muerte,
tú te comunicas.
Lord Byron, Manfred
—Hobhouse, tal como habíamos acordado, se separó de mí en el camino de Yanina. Siguió cabalgando hacia el sur; yo giré hacia las montañas, hacia el tortuoso sendero que conducía a Aheron. Estuvimos cabalgando a buena marcha durante todo el día. Y digo que estuvimos cabalgando porque acompañándonos a Fletcher y a mí venía un único guardaespaldas, un pícaro fiel llamado Viscillie, que me había prestado, como muestra de favor, el pacha Alí. Los riscos y gargantas se encontraban tan solitarios como siempre; al cruzar aquellas desoladas tierras vírgenes por segunda vez no pude evitar recordar con cuánta facilidad habían abatido a nuestros guardias en la primera ocasión. Sin embargo, nunca llegué a sentirme verdaderamente preocupado, ni siquiera cuando pasamos por el lugar donde nos habían tendido la emboscada y divisé unos restos de huesos bajo el sol. Ahora iba vestido como un pacha albano, ¿sabe?, todo de color carmesí y dorado, muy magnifique, y resulta difícil comportarse como un cobarde cuando se va vestido así. De manera que me atusé los bigotes, me contoneé en la silla de montar y me sentí el igual de cualquier bandido del mundo.
»Era ya tarde cuando oímos el estruendo de la cascada de agua, por lo que supimos que habíamos llegado al Aheron. Más allá del puente, el camino se bifurcaba: un sendero conducía al pueblo donde nos habíamos alojado la vez anterior, y el otro seguía hacia arriba por las montañas. Tomamos el segundo sendero; era empinado y estrecho, y serpenteaba entre riscos y cantos rodados esparcidos, mientras que a nuestra derecha, en un abismo de negrura, se abría la garganta por la que fluía el río Aheron. Empecé a sentirme nervioso, ridícula y miserablemente nervioso, como si las aguas de allá abajo me estuvieran helando el alma, e incluso Viscillie, me percaté de ello, parecía sentirse a disgusto.
»—Será mejor que nos demos prisa —masculló mientras echaba un fugaz vistazo a los picos de las montañas que quedaban al oeste—. Pronto se hará de noche. —Sacó un cuchillo—. Lobos —dijo haciéndome una indicación con la cabeza—. Lobos… y otros animales.
»Delante de nosotros, en un resplandor de luz sin nubes, el sol iba desapareciendo rápidamente. Pero incluso después de que se hubiera ocultado, su calor permaneció, opresivo y denso, de manera que al convertirse en noche el crepúsculo las estrellas parecían gotas de sudor. El camino empezó a hacerse más tortuoso a medida que ascendíamos entre un bosque de oscuros cipreses cuyas raíces se retorcían y se agarraban a las rocas y cuyas ramas ensombrecían nuestro camino. De pronto Viscillie tiró de las riendas de su caballo y levantó una mano. Yo no podía oír nada, pero entonces Viscillie me señaló algo con el dedo y pude ver, en un claro en medio de los árboles, el destello de algo pálido. Avancé un poco cabalgando; ante mí se hallaba un arco antiguo cuyo mármol se hallaba bañado de blanco por la luna, pero que se estaba desmoronando, a ambos lados del camino, entre escombros y malas hierbas. Había en él una inscripción, apenas legible, justo encima del arco: “Éste, oh Señor de la Muerte, es un lugar consagrado a ti…”. Ya no podía leerse nada más. Miré a mí alrededor: todo parecía estar en calma.
»—Aquí no hay nada —le dije a Viscillie; pero éste, cuyos ojos estaban entrenados para ver en la oscuridad de la noche, hizo un gesto con la cabeza y señaló camino arriba. Alguien estaba caminando por allí, de espaldas a nosotros, entre las sombras de las rocas. Espoleé a mi caballo y me dirigí hacia adelante, pero la figura no se volvió para mirar hacia mí, sino que continuó caminando a un implacable y largo paso.
»—¿Quién eres? —le pregunté girándome sobre el caballo para poder mirar de frente a aquel hombre. Él no dijo nada, y continuó con la mirada fija al frente; llevaba el rostro oculto en las sombras de una tosca capucha negra—. ¿Quién eres? —volví a preguntarle; y me incliné hacia adelante para levantarle la capucha y así poder verle la cara. Me quedé mirándolo… y me eché a reír. Era Gorgiou—. ¿Por qué no me has contestado? —le pregunté.
»Gorgiou continuó sin decir nada. Me miró lentamente, pero sus ojos parecían no ver, vidriados, aletargados, hundidos profundamente en el cráneo. Ni la menor chispa de reconocimiento le cruzó por el rostro; al contrario, cuando Gorgiou se dio la vuelta, mi caballo relinchó con súbito miedo y retrocedió. Gorgiou cruzó el camino y se adentró entre los árboles. Lo estuve observando mientras desaparecía con el mismo paso largo y lento de antes.
»Viscillie me alcanzó; también su caballo parecía inquieto y asustado. Viscillie besó la hoja de su cuchillo.
»—Vamos, milord —me dijo en un susurro—. Estos lugares antiguos están habitados por fantasmas.
»Nuestros caballos continuaron mostrándose nerviosos, y solo con grandes esfuerzos logramos obligarlos a seguir adelante. Ahora el sendero se iba ensanchando poco a poco, a medida que iban desapareciendo las rocas de un lado, mientras que al otro la pared de la montaña se elevaba bruscamente hacia lo alto por encima de nuestras cabezas. Aquello era un promontorio, según pude notar, que se elevaba entre nosotros y el río Aheron; me quedé mirando fijamente hacia arriba, pero la cima no era más que una línea negra dibujada contra el color plateado de las estrellas que bloqueaba la luz de la luna de tal manera que apenas lográbamos ver lo que había delante de nosotros. De mala gana nuestros caballos reemprendieron la marcha por el sendero, hasta que el acantilado se hizo menos escarpado y de nuevo pudimos disfrutar de la luz de la luna. Ante nosotros el sendero se abría paso rodeando un saliente de roca; seguimos avanzando por él, y allí, construida sobre la ladera de la montaña, nos encontramos con una ciudad en ruinas. El sendero serpenteaba hacia lo alto para terminar en un castillo construido sobre la misma cumbre. Éste también parecía en ruinas, y no pude ver que brillase luz alguna en sus almenas. No obstante, al observar la dentada forma del castillo, que se recortaba contra el cielo estrellado, tuve la certeza de que habíamos llegado al final de nuestro viaje, y de que allí, dentro de aquellos muros, el pacha Vakhel nos estaba esperando.
»Continuamos cabalgando y atravesamos la ciudad. Había iglesias abiertas a la luna y columnas hechas pedazos y cubiertas de malas hierbas. Entre las ruinas vi una pequeña chabola, construida entre las columnas de algún edificio abandonado, y luego, al subir por el camino, vi otras casas, tan miserables como la primera, acurrucadas entre las ruinas del pasado como habitantes usurpadores de un terreno. Comprendí que aquélla era la aldea de la cual había debido de escaparse Haidée, pero no se veía la menor señal de ella ni de ningún otro ser viviente, excepto un perro que ladraba enloquecido y que luego se acercó a nosotros moviendo el rabo. Alargué la mano para acariciarlo; el animal lamió mi mano y echó a andar detrás de nosotros cuando continuamos avanzando sendero arriba. Delante de nosotros había una gran muralla que protegía el castillo; en ella se veían dos puertas abiertas. Me detuve bajo ellas para mirar hacia la aldea. Me acordé de Yanina y de Tapaleen, de las escenas llenas de vida que nos habían recibido en ambas, y me estremecí, a pesar del calor insoportable, al ver la miserable quietud de aquellas casuchas. Cuando nos dimos la vuelta y pasamos a través de las puertas de la muralla, incluso el perro gimió y salió huyendo.
»Las puertas se cerraron de golpe, pero seguíamos sin ver a nadie. Entonces observé que había otras murallas entre nosotros y el castillo, murallas que parecían construidas en la propia montaña, pues sus almenas se alzaban escarpadas de las mismas paredes de la montaña. El único camino que conducía al castillo era el que estábamos siguiendo, y también la única ruta de escape, pensé de pronto, al tiempo que un segundo par de puertas se cerraban a nuestra espalda. Pero vi antorchas cuya luz oscilaba en las murallas, y agradecí aquellos signos de vida; empecé a pensar en comida y en una cama blanda, y en todos esos placeres que solo puede ganarse un viajero. Apreté el paso de mi caballo para pasar por una tercera puerta, y al hacerlo miré hacia atrás y vi que todo el camino estaba iluminado por antorchas. Entonces el tercer par de puertas se cerró, y de nuevo reinó la calma; estábamos solos. Nuestros caballos relincharon atemorizados, y los golpes de los cascos resonaron en la piedra. Nos encontrábamos en un patio; delante de nosotros, unos escalones conducían a una entrada sin puertas, una entrada muy antigua, según comprobé, que estaba adornada con estatuas de seres monstruosos; por encima de nosotros se elevaba el muro del castillo. Todo estaba iluminado por la resplandeciente luz plateada de la luna. Desmonté y crucé el patio hacia la entrada sin puertas.
»—Bien venido a mi hogar —me saludó el pacha Vakhel. No lo había visto aparecer; pero allí estaba, esperándome, en lo alto de la escalera. Extendió las manos y me cogió las mías; me abrazó—. Mi querido lord Byron —me susurró al oído—. Estoy realmente contento de que haya venido. —Me besó de lleno en los labios y luego se echó hacia atrás para mirarme a los ojos. Los suyos brillaban con mucha más intensidad de lo que yo recordaba; el pacha tenía el rostro tan aplastado como la luna, y su contorno era luminoso, como el cristal contra algo oscuro. Me cogió del brazo y me indicó el camino—. El viaje hasta aquí es muy duro —me dijo—. Venga a comer y luego tómese un bien merecido descanso. —Le seguí escalera arriba a través de varios patios y de innumerables puertas. Me di cuenta de que me encontraba más cansado de lo que había imaginado, porque la arquitectura de aquel lugar se parecía a la de mis sueños: se extendía interminablemente y luego disminuía, llena de recovecos e imposibles mezclas de estilos—. Por aquí —dijo el pacha finalmente mientras apartaba una cortina de oro y me hacía una indicación para que lo siguiera. Miré a mi alrededor; varios pilares, al estilo de un templo antiguo, rodeaban la estancia, pero encima de mí, en un refulgente mosaico de tonos dorados, azules y verdes, se alzaba una bóveda tan etérea que parecía de vidrio. La luz era tenue, pues solo había dos grandes candelabros cuya forma era la de dos serpientes entrelazadas, pero incluso así pude distinguir algunas palabras, escritas en árabe, alrededor del borde de la bóveda. El pacha debía de estar observándome, porque me susurró al oído—: Y Alá creó al hombre de coágulos de sangre. —Sonrió perezosamente—. Es una cita del Corán. —Me cogió de la mano y me indicó que tomase asiento. Había cojines y sedas dispuestos alrededor de una mesa baja repleta de comida. Ocupé el lugar que me correspondía y obedecí la invitación de mi anfitrión para que comiera. Una vieja criada me estuvo llenando el vaso de vino todo el tiempo, y el del pacha también, aunque noté que él lo sorbía sin aparente placer. Me preguntó si me sorprendía verle beber vino; cuando le dije que así era, en efecto, se echó a reír y me dijo que él no acataba órdenes de ningún dios—. Y usted —me preguntó, con los ojos relucientes—, ¿qué osaría desafiar por placer?
»Me encogí de hombros.
»—¿Por qué? ¿Qué placer hay aparte de beber vino y comer cerdo? Yo practico una religión sensata que me permite disfrutar de esas dos prohibiciones. —Levanté la copa y la apuré—. Y así evito la condenación.
»El pacha sonrió suavemente.
»—Pero usted es joven, milord, y muy hermoso. —Alargó el brazo por encima de la mesa y me cogió la mano—. ¿Y a pesar de ello sus placeres acaban realmente en la consumición de cerdo?
»Eché una rápida ojeada a la mano del pacha y luego me encontré de nuevo con su mirada.
»—Puede que sea joven, excelencia, pero he aprendido que todo gozo lleva consigo su impuesto, en proporción.
»—Quizá tenga razón —dijo el pacha apaciblemente. Un velo de inexpresividad pareció cubrirle los ojos—. Debo admitir —añadió después de una cansada pausa— que apenas recuerdo lo que es el placer, tan enfriado me encuentro por el paso de los años.
»Lo miré, sorprendido.
»—Perdóneme, excelencia —le dije—, pero no me parece que sea usted una persona voluptuosa.
»—¿No? —preguntó. Retiró su mano de la mía. Al principio pensé que se había enfadado, pero cuando le miré atentamente el rostro solo vi una expresión de terrible melancolía y las pasiones convertidas en hielo como las ondas de algún estanque helado—. Hay ciertos placeres, milord —continuó diciendo lentamente—, con los cuales usted ni siquiera ha soñado. Placeres de la mente y de la sangre. —Me miró, y ahora sus ojos parecían tan profundos como el espacio—. ¿No es por eso por lo que ha venido aquí, milord? ¿Para probar por sí mismo una muestra de esos placeres?
»En su mirada se notaba la coacción.
»—Es cierto —repuse sin bajar la mirada— que, a pesar de que apenas le conozca, presiento que es usted el hombre más extraordinario que haya tenido nunca oportunidad de conocer. Se va a reír de mí, excelencia, pero en Tapaleen soñé con usted. Imaginé que venía hasta mí, que me mostraba cosas extrañas y que me insinuaba verdades ocultas. —De pronto me eché a reír—. Pero ¿qué pensaría usted de mí si le dijera que he venido aquí siguiendo la llamada de unos cuantos sueños extraños? Se ofendería.
»—No, milord, no me ofendo. —El pacha se puso en pie, me cogió ambas manos y me abrazó—. Ha tenido usted un día muy duro. Hoy se merece dormir bien, sin soñar, tener el sueño de los benditos. —Me besó y noté que sus labios estaban fríos. Me sorprendió, porque antes, en el exterior, a la luz de la luna, no había sido así—. Despiértese fresco y lozano, milord —dijo el pacha en voz baja; luego dio unas palmadas; una esclava con el rostro cubierto por un velo apartó la cortina y entró. El pacha se volvió hacia ella—: Haidée, lleva a nuestro invitado a su cama. —La excitación que me produjo la sorpresa debió de hacerse evidente—. Sí —añadió el pacha mirándome fijamente—. Es la que he traído de Tapaleen, mi linda fugitiva. Haidée —dijo haciendo un gesto con la mano—, quítate el velo. —Con un movimiento gracioso, ella así lo hizo, y el largo cabello que lucía se derramó en libertad. Estaba más bonita incluso de lo que yo la recordaba, y me llenó de repulsión imaginármela ofreciendo sus servicios como puta del pacha. Dirigí una fugaz mirada al pacha; éste tenía los ojos clavados en su esclava, y vi en aquel rostro una mirada tan llena de hambre y de deseo que casi sentí un estremecimiento: aquel hombre tenía la boca entreabierta y los orificios nasales acampanados, como si estuviera olfateando a la muchacha, y su deseo parecía fundido con una terrible desesperación. Se dio la vuelta y me sorprendió mirándole; la misma mirada hambrienta se apoderó de su rostro al mirarme a mí; luego desapareció y aquella expresión helada, la misma de antes, hizo acto de presencia de nuevo—. Duerma —me dijo a modo de despedida; hizo un gesto con la mano—. Necesita el descanso; tendrá usted muchas cosas de las que ocuparse en los días venideros. Buenas noches, milord.
»Incliné la cabeza, le di las gracias y luego seguí a Haidée. Me condujo hacia arriba por una escalera; cuando llegamos a lo alto se dio la vuelta y me besó, un beso largo y amoroso, y yo, que no necesitaba que me animasen, la tomé en mis brazos y recibí sus labios lo mejor que pude.
»—Ha venido por mí, mi querido y dulce lord Byron. —Volvió a besarme—. Ha venido por mí. —Luego se desprendió de mi abrazo y me tomó de la mano—. Por aquí —me indicó haciéndome subir un segundo tramo de escalera. En la muchacha no había ya ningún signo de esclavitud; en cambio parecía encendida por la pasión y la excitación, más bonita que nunca, con una especie de fiero gozo que hizo que la sangre me hirviera en las venas y me avivó el ánimo de la manera más grata. Acabamos en una habitación que, sorprendido, vi que me recordaba mi antiguo dormitorio de Newstead: gruesos pilares y pesados arcos, candelabros venecianos, objetos góticos que me resultaban familiares. Casi pude imaginarme a mí mismo de vuelta en Inglaterra; desde luego, aquél no era lugar apropiado para Haidée, era tan natural, tan amorosa… tan griega. La abracé, y ella levantó los labios para besarme de nuevo, y fue tan ardiente y dulce el beso como aquel primero en la posada, cuando se atrevía a creer que podía ser libre.
»Y entonces, naturalmente, recordé que no lo era. Lentamente aparté mis labios de los suyos.
»—¿Por qué nos ha dejado solos el pacha? —le pregunté.
»Haidée me miró fijamente, con los ojos muy abiertos.
»—Porque espera que usted me desflore —repuso la muchacha con sencillez.
»—¿Desflorarte? —Y luego, tras una pausa, añadí—: ¿Que él lo espera?
»—Sí. —La frente se le oscureció con una súbita amargura—. Esta noche me han desencadenado, ¿comprende?
»—¿De dónde?
»—De ninguna parte. —A su pesar, Haidée se echó a reír. Cruzó las manos castamente delante de sí—. Aquí —dijo—. Lo que hay aquí es, al fin y al cabo, de mi amo, no mío. Él puede hacer con ello lo que le plazca. —Levantó las manos y luego se subió las enaguas: alrededor de las muñecas y de los tobillos llevaba unos delicados aros de acero, no pulseras como yo había pensado, sino grilletes. Haidée juntó de nuevo las manos—. Las cadenas pueden adaptarse para cerrarme los muslos.
»Me quedé en silencio durante unos instantes.
»—Comprendo —dije luego.
»Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos y sin parpadear; luego tiró de mí y me acercó a ella.
»—¿Es eso cierto? —me preguntó al tiempo que levantaba una mano para acariciarme los rizos del cabello—. No puedo, y no quiero, ser una esclava, milord, y mucho menos la esclava de él, no, no, de él no. —Me besó suavemente—. Querido Byron, ayúdeme, por favor, ayúdeme. —De pronto sus ojos comenzaron a llamear llenos de furia y de un torturado orgullo—. Tengo que ser libre —me susurró en un suspiro—. Tengo que serlo.
»—Lo sé. —La abracé con fuerza—. Lo sé.
»—¿Lo jura? —Noté que temblaba al apretarse contra mí—. ¿Jura que me ayudará?
»Asentí. Aquella pasión, semejante a la de una tigresa, combinada con la belleza de una diosa del amor… ¿cómo era posible que no me excitase? ¿Cómo podía ser? Eché una mirada por encima de la cama. Y luego, igual que antes, la misma idea me vino a la mente: ¿por qué nos había dejado a solas? El pacha no parecía el tipo de hombre que acepta gustoso que un invitado se acueste con su esclava favorita. Y yo estaba en lo alto de las montañas, en una tierra extraña, prácticamente solo.
»Recordé lo que me había dicho antes Haidée.
»—¿Es cierto —le pregunté lentamente— que el pacha nunca te ha hecho el amor?
»Levantó la mirada hacia mí y luego la apartó.
»—No, nunca. —Se le notaba cierto desagrado en la voz, pero también, sin duda alguna, un súbito indicio de miedo—. Nunca me ha usado para… eso.
»—Entonces, ¿para qué? —La muchacha movió suavemente la cabeza y cerró los ojos. Tiré de ella para que se diera la vuelta y me mirase—. Pero ¿por qué, Haidée? No lo entiendo. ¿Por qué te ha desencadenado para mí?
»—¿Realmente no se da cuenta? —Me miró con una súbita expresión de duda en los ojos—. ¿No lo comprende? ¿Cómo puede tener amor una esclava? Las esclavas son putas, mi querido Byron. ¿Quiere que yo sea su puta, mi Byron querido, mi dulce lord Byron, en eso quiere que me convierta?
»Dios mío, pensé que iba a echarse a llorar y estuve a punto de poseerla allí mismo. Pero no, ella tenía la fuerza y la pasión de una tormenta en las montañas y no fui capaz de hacerlo. Si hubiera sido una triste ramera de Londres… bueno, yo era lo bastante libertino como para saber que, en general, las mujeres lloran simplemente para lubricarse; si hubiera sido así, la habría presionado. Pero Haidée, que tenía la belleza de su tierra, poseía también algo más, algo del espíritu de la antigua Grecia, de aquel espíritu que yo había aguardado tanto tiempo para poder encontrar, y ahora lo estaba abrazando en aquella esclava, rayos de luz que habían guiado a los argonautas y habían inspirado a sus ancestros en las Termopilas. Tan bella, tan salvaje, un ser de las montañas, inquieto casi hasta morir por ese motivo, dentro de su propia jaula.
»—Sí —le susurré al oído—. Serás libre, te lo prometo. —Y luego, en voz muy baja, añadí—: Y ni siquiera haré el amor contigo hasta que tú quieras que lo haga.
»Me condujo hasta un balcón.
»—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —me preguntó—. ¿Nos escaparemos juntos de este lugar? —Asentí. Haidée sonrió feliz y luego apuntó hacia el cielo—. Debemos esperar —dijo—. No podemos irnos mientras haya luna llena.
»La miré, sorprendido.
»—¿Y eso por qué?
»—Porque no es seguro.
»—Sí, pero ¿por qué?
»Me puso un dedo en los labios.
»—Confíe en mí, Byron. —Se estremeció a pesar del calor—. Yo sé lo que ha de hacerse. —Volvió a estremecerse y miró por encima del hombro. Seguí la dirección de su mirada y vi una torre que se recortaba contra la luna; en el punto más alto de la torre brillaba una luz roja. Me acerqué al borde del balcón y vi que la torre se alzaba, escarpada, en el mismo borde del promontorio. Mucho más abajo fluía el río Aheron, cuyas densas aguas no bañaba la luz de la luna; miré hacia abajo por uno de los lados del balcón en el que me encontraba y vi que la caída hacia el abismo que se abría a mis pies era tan abrupta y vertical como desde todas las demás paredes. Haidée me abrazó y señaló hacia un punto. Volví a mirar hacia arriba; la luz roja de la torre había desaparecido.
»—Tengo que irme —dijo.
»En aquel momento llamaron a la puerta. Haidée cayó de rodillas y comenzó a desatarme las botas.
»—Adelante —grité.
»La puerta se abrió y entró un extraño ser. Digo un ser porque, aunque aquella cosa tenía forma de hombre, no había el menor rastro de inteligencia en su rostro, y sus ojos parecían más muertos que los de un lunático. Su piel semejaba cuero, cubierta toda ella por mechones de pelo; la nariz estaba podrida; las uñas eran curvadas, semejantes a garras. Entonces recordé que ya había visto antes a aquel ser, desmoronado ante los remos de la barca del pacha. Ahora, al igual que entonces, iba vestido de un color negro grasiento y llevaba en las manos una palangana con agua.
»—Agua, amo —dijo Haidée con la cabeza inclinada—. Para que se lave.
»—Pero ¿dónde está mi criado?
»—Están cuidando de él, amo. —Haidée se volvió hacia aquel ser y le indicó que bajase la palangana. Vi que reprimía una mirada de horror y repugnancia. Se inclinó para quitarme las botas; luego se irguió y adoptó una actitud de espera, de nuevo con la cabeza baja—. ¿Desea algo más, amo?
»Le dije que no. Haidée echó una mirada fugaz a aquel ser; de nuevo observé aquella ahogada expresión de miedo. La muchacha cruzó la habitación y la criatura la siguió; luego pasó junto a ella y salió hacia la escalera arrastrando los pies. Haidée pasó junto a mí al marcharse.
»—Vaya a ver a mi padre —me dijo en un susurro—. Dígale que estoy viva.
»Me rozó una mano con un dedo; después se marchó y me quedé a solas.
»Me sentía tan agitado y mi ánimo estaba tan confuso a causa del deseo y la duda, que estaba seguro de que no conseguiría dormir. Pero debía de estar más cansado por el viaje de lo que era consciente, porque nada más tenderme aquella noche en la cama, caí sumido en un profundo sueño. No tuve ninguna pesadilla, ni tampoco la más ligera insinuación de pesadillas; en cambio, dormí sin interrupción, y ya era bien avanzada la mañana cuando por fin me desperté. Me asomé al balcón; muy por debajo de mí, y tan negro como antes, estaba el río Aheron, pero todos los otros colores, los tintes de la tierra, los tonos del cielo, parecían teñidos con la belleza del paraíso; pensé lo extraño que resultaba, en aquella tierra formada para los dioses, que hombre alguno la hubiera mancillado con semejante tiranía. Miré hacia la torre, tan dibujada contra el cielo de la mañana como lo había estado contra las estrellas. Al contemplar de nuevo la belleza del paisaje pensé que, en aquel lugar por lo menos, era como si el demonio hubiera prevalecido contra los ángeles y hubiera colocado su trono en el cielo para gobernarlo como si del infierno se tratase. Y sin embargo, pensé, ¿por qué el pacha Vakhel me llenaba de semejante temor, tanto que podía llamarlo demonio y sentir que aquélla era algo más que una mera palabra ociosa? Pensé que era el miedo de las demás personas, los rumores que había oído, la soledad y el misterio; todas estas cosas; y las señales borradas de su oscuro mandato. ¿No se había dicho siempre, al fin y al cabo, y eso yo lo sabía con toda certeza, que el diablo era un aristócrata?
»Temía, y ello me excitaba al mismo tiempo, tener que encontrarme de nuevo con el pacha. Pero cuando bajé a la habitación en la que habíamos estado la noche anterior, la habitación de la bóveda, solo encontré en ella a la vieja criada, que estaba esperándome. Me entregó una nota; la abrí. “Mi querido lord Byron —leí—, debe perdonarme, pero hoy no puedo reunirme con usted. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas, pero un asunto que no puedo posponer reclama mi presencia. El día le pertenece; le veré esta noche”. La firma estaba garabateada en árabe.
»Pregunté a la criada dónde estaba el pacha; pero ella se echó a temblar y se puso tan nerviosa que al parecer perdió el habla. Le pregunté por Haidée, y luego por Fletcher y por Viscillie; pero estaba demasiado asustada incluso para entenderme, de modo que todas mis preguntas fueron en vano. Al final, con gran alivio por su parte, le permití que me sirviera el desayuno. Después de comérmelo la despedí y me quedé solo.
»Me preguntaba qué podría hacer, o más bien qué se me permitiría hacer. La desaparición de mis dos seguidores me turbaba cada vez más; la ausencia de Haidée suscitaba en mí pensamientos aún más oscuros, si es que era posible. Decidí explorar el castillo, cuya vasta extensión había podido percibir hasta cierto punto la noche anterior, para ver si hallaba algún rastro de cualquiera de ellos. Salí de la habitación abovedada y empecé a caminar por un largo pasillo, también abovedado. Un arco tras otro parecían conducir al final del mismo, pero no hacían más que desembocar en otros pasillos construidos a su vez con series de arcos, de modo que daba la impresión de que no tuvieran fin, de que no hubiera camino de vuelta ni salida.
Los pasillos estaban iluminados por grandes braseros cuyas llamas se alzaban por las paredes, y que sin embargo no desprendían calor, sino únicamente la más mortecina de las luces. Mi imaginación comenzó a agobiarse; la idea del colosal peso de la roca que tenía sobre mi cabeza, junto con la parpadeante penumbra del propio laberinto, me estaba convenciendo de que me hallaba perdido para siempre en alguna extensa cripta sellada. Me puse a llamar a voces, pero mi voz apenas si tenía eco en aquel aire enrarecido. Volví a llamar, y luego lo hice otra vez; porque al mismo tiempo que me sentía a solas en aquella prisión, también tenía la sensación de que unos ojos, que no parpadeaban, me estaban observando. En los pilares de algunos de los arcos habían tallado unas estatuas, muy antiguas, de formas griegas, pero los rostros, en aquellas que aún lo conservaban, tenían una expresión de extraordinario horror. Me detuve junto a un pilar para tratar de averiguar en qué consistía el horror, porque no había nada aparente, nada monstruoso ni grotesco, en el rostro de aquella estatua. Sin embargo, el solo hecho de mirarla me hacía sentir enfermo de repulsión. Era la inexpresividad, lo comprendí de pronto, que con notable habilidad se había combinado con una expresión de sed desesperada; casi al instante comprendí que la estatua me recordaba al criado del pacha, a la criatura vestida de negro que había entrado en mi habitación la noche anterior. Miré a mi alrededor y luego continué mi camino, tropezando. Empecé a imaginar que podía ver otras criaturas entre las sombras, criaturas que me contemplaban con ojos de hombre muerto. En una ocasión estuve tan seguro de aquella presencia que llamé en voz alta, e incluso me pareció ver a una criatura que se escabullía, pero cuando la seguí por uno de los arcos no encontré nada delante de mí más que la luz de las antorchas y la piedra.
»La luz parecía más profunda que antes, y cuando seguí pasando por los arcos, las piedras comenzaron a hacerme guiños como si tuvieran oro incrustado. Examiné las paredes y vi que estaban decoradas con mosaicos realizados al estilo bizantino, aunque desfigurados desde hacía mucho tiempo. Los ojos de los santos habían sido arrancados a golpes de cincel, de manera que también ellos tenían aquella familiar mirada propia de los muertos. Una Madonna desnuda se abrazaba a un Cristo; el infante sonreía con astuta malicia mientras que a la Virgen le habían proporcionado un rostro tan seductor que apenas podía creer que aquello no fuera más que una mera obra de arte en una pared. Me di la vuelta, pero luego noté que algo me empujaba a mirar hacia atrás, a aquella sonrisa de prostituta, a aquel brillo de hambre que había en los ojos de la Madonna. Me di la vuelta por segunda vez y me obligué a no mirar hacia atrás de nuevo. Pasé a toda prisa por otro arco. Ahora la luz era más rica, de un rojo más profundo. Delante de mí se alzaba una cortina de brocado que me cortaba el camino. La aparté a un lado y seguí andando; luego me detuve para contemplar lo que se extendía por encima de mí y a mí alrededor.
»Me encontraba en un vasto salón, vacío y cubierto por una bóveda, cuyo extremo más alejado distaba tanto de mí que quedaba sumido en la oscuridad. Unos colosales pilares que salían de la pared se alzaban como titanes ensombrecidos; los arcos, iguales a aquellos por los que acababa de pasar, parecían abrirse hacia la noche. Sin embargo, el salón estaba iluminado; al igual que en los pasillos, unos braseros ardían sin despedir calor, y las llamas se elevaban formando una pirámide hacia el pináculo de la bóveda. Justamente debajo de ese punto, en el centro del salón, divisé un pequeño altar hecho de piedra negra. Me acerqué a él y vi que era lo único que había en todo aquel colosal lugar. Todo lo demás estaba vacío; y no se oía sonido alguno en toda la elevada y pesada amplitud de aquel salón vacío más que el que producían mis pies.
»Llegué hasta el altar y vi que había juzgado mal su tamaño a causa de la gran distancia a la que me encontraba cuando lo viera por primera vez. No era un altar, sino un pequeño templete de la clase que los mahometanos construyen a veces en sus mezquitas. No pude leer la inscripción en árabe que había tallada alrededor de la puerta del templete, pero la reconocí por la de la noche anterior: “Y Alá creó al hombre con coágulos de sangre”. Pero si el templete había sido verdaderamente construido por un mahometano, y no veía otra explicación posible que justificara su presencia allí, entonces las otras decoraciones que había en las paredes me dejaban inseguro y sorprendido. El Corán prohíbe representar la forma humana, y allí, talladas en la piedra, se veían las figuras de demonios y dioses antiguos. Justo encima de la entrada podía verse el rostro de una hermosa muchacha, con un aire de puta tan grande y tan cruel como el de la Madonna que había visto poco antes. Lo miré y sentí los mismos extraños pinchazos de repugnancia y deseo que había experimentado ante el mosaico. Me pareció que podría quedarme mirando eternamente el rostro de la muchacha, y solo mediante un esfuerzo fui capaz de apartar de él la mirada y cruzar el umbral hacia la oscuridad que había más allá.
»Me pareció percibir el ruido de algún movimiento. Miré hacia las sombras, pero no pude ver nada. Justo delante de mí había unos escalones que conducían a la negrura situada más abajo; avancé unos pasos y de nuevo oí el ruido.
»—¿Quién está ahí? —pregunté en voz alta. No hubo respuesta. Avancé un paso más. Empezaba a ser consciente de un terrible miedo, un miedo peor que ningún otro que hubiera experimentado antes, que se levantaba casi como incienso de entre la oscuridad que había ante mí y me obnubilaba la mente. Pero me obligué a seguir adelante, hacia los escalones. Bajé el primer escalón. Oí una pisada a mi espalda y noté que unos dedos muertos me asían el brazo.
»Me di la vuelta con el bastón levantado. Una macabra criatura de ojos inexpresivos y mandíbula floja se encontraba detrás de mí. Luché por liberar el brazo, pero me lo tenía cogido de forma implacable. Notaba sobre la cara el aliento de la criatura, denso como el olor a carne muerta. Desesperado, golpeé con el bastón el brazo del monstruo, pero éste pareció no notarlo y me empujó, de manera que me tambaleé y caí junto a la puerta del templete, por la parte externa. Furioso, me levanté y golpeé de nuevo a la criatura; ésta retrocedió arrastrando los pies, pero entonces, cuando yo ya avanzaba hacia el tramo de escalera, dejó al descubierto sus dientes, rotos, negros e irregulares como una cordillera. Siseó, un odioso sonido de aviso y de sed, y, al mismo tiempo, de la negrura de los escalones me llegó otra nube de terror que se agarró a mis nervios como un torbellino. Siempre me he tenido por un hombre valiente, pero entonces me di cuenta, al verme frente a la oscuridad de los escalones y a su horripilante centinela, que hasta los más valientes deberían saber cuál es el momento oportuno para retirarse. De manera que eso hice, me retiré, e inmediatamente la criatura se sumió de nuevo en su letargo. Respiré profundamente varias veces y conseguí controlar el terror que sentía. Pero me había comportado como un cobarde y lo sabía. Y como siempre ocurre en tales situaciones, deseé tener a alguien a quien poder echarle la culpa.
»—¡Pacha Vakhel! —llamé a gritos—. ¡Pacha Vakhel! —No recibí más respuesta que el sonido de mi propia voz, que resonó en la inmensidad del salón. Entonces pude ver, oscurecida por las sombras junto a una pared distante, a una criatura semejante a aquella cosa del templete y a la que me había llevado el agua a la habitación; estaba inclinada sobre las manos y las rodillas y fregaba las losas de piedra, sin darse siquiera por enterada de mi presencia. Avancé hacia ella—. Tú —le pregunté—, ¿dónde está tu amo? —La criatura no levantó la mirada. Airado, di un bastonazo al cubo de agua, que salió volando por los aires; luego alargué la mano y le tiré de los negros harapos—. ¿Dónde está el pacha? —le pregunté de nuevo. La criatura se me quedó mirando, abriendo y cerrando los labios sin pronunciar palabra—. ¿Dónde está el pacha? —repetí a gritos. La criatura no parpadeó y empezó a sonreír como una idiota. Controlándome, aflojé la mano con la que la tenía agarrada y volví a mirar alrededor del salón. Vi una escalera que subía enroscándose en torno a uno de aquellos enormes pilares. Otra criatura, también con manos y rodillas en el suelo, fregaba la escalera. Seguí el rizo de la escalera, y vi que dejaba el pilar y adquiría forma de arco, entre las llamas de las antorchas, por un lado de la bóveda, antes de caer en la nada. Miré los otros pilares, y luego otra vez hacia el reborde de la bóveda; vi lo que no había visto antes: que había escaleras por todas partes formando un dibujo, un enrejado de inutilidad, que se remontaba hacia las alturas para conducir, finalmente, tan solo al espacio vacío, sin esperanza. En cada escalera, como almas perdidas en una prisión de condenados, se encontraban distintas figuras agachadas que fregaban las piedras, y recordé mi sueño: cómo en él, al tratar de subir unos peldaños imposibles, me había encontrado perdido y abandonado en ellos. ¿Sería aquél mí sino, reunirme con aquellas criaturas en su estúpido cautiverio y no poder escalar nunca aquel oscuro reino de saber que se me había insinuado? Me estremecí al pensarlo y noté un escalofrío, porque en aquellos momentos sentí en las profundidades de mi alma la certeza del poder y de la sabiduría ocultos del pacha, y supe también con toda certeza aquello que previamente yo había dicho sin comprenderlo: que el pacha era un ser de una clase que yo nunca antes había conocido. Pero ¿qué? Recordé aquella única palabra griega, no pronunciada más que en un leve susurro presa del terror: vardoulacha. ¿Era posible, verdaderamente posible, que ahora yo fuera prisionero de semejante cosa? Me quedé de pie allí, en aquel monstruoso salón, y noté que mi miedo se iba convirtiendo en rabia violenta.
»No, pensé, no podía sucumbir al terror de aquel lugar. En mi sueño había quedado abandonado, pero, por el contrario, el pacha había encontrado una escalera por la que seguir subiendo. De modo que volví a mirar la bóveda del gran salón, la caída en el vacío de los peldaños, cada una de las escaleras, y fue entonces cuando la vi: la única escalera que no se perdía en el vacío. Corrí hacia ella y empecé a subir. Subía y subía en espiral, un estrecho tramo de escalera tallado en un pilar, que luego se remontaba alrededor del borde de la bóveda. No había nadie más, nada más, en el camino; ninguna cosa negra agachada fregando: me encontraba solo. Delante de mí la escalera desaparecía dentro de la pared. Miré hacia abajo, hacia el gran salón que se extendía debajo, hacia aquella mareante extensión de piedra y espacio, y sentí una súbita repugnancia ante la idea de adentrarme por un pasaje tan estrecho como el que se abría ante mí. Pero agaché la cabeza, penetré en él y luego, prácticamente a oscuras, seguí subiendo y subiendo sin parar.
»Sentí una extraña excitación, mezcla de ira y de duda. La escalera parecía interminable; me di cuenta de que estaba subiendo por la torre, la que yo había visto iluminada de rojo la noche anterior. Por fin llegué ante una puerta.
»—¡Pacha Vakhel! —grité mientras golpeaba repetidamente la puerta con mi bastón—. ¡Pacha Vakhel, déjeme entrar!
»No obtuve respuesta; empujé la puerta, con el pulso acelerado y el corazón latiéndome con fuerza por el temor de lo que pudiera encontrar allí dentro. La puerta se abrió con facilidad. Entré en la habitación.
»No había nada horroroso allí. Miré alrededor. Solo se veían libros: en estantes, encima de las mesas, en montones sobre el suelo. Cogí uno y miré el título. Estaba en francés: Principios de geología. Fruncí el entrecejo: aquello no era en modo alguno lo que esperaba encontrar allí. Crucé la habitación y me acerqué a una ventana; ante ella había un hermoso telescopio, de una marca que yo nunca había visto antes, apuntado hacia el cielo. Abrí una segunda puerta; daba a otra habitación llena de vidrios y tubos. Líquidos de vivos colores burbujeaban en su interior o fluían a través de alambiques de vidrio, como sangre que corriese por venas transparentes. Innumerables tarros llenos de polvos se hallaban colocados en estantes. Había papel por todas partes; cogí una de las cuartillas y la miré. Estaba cubierta de garabatos que no supe leer; sin embargo, sí pude entender una frase, pues estaba escrita en francés: “El galvanismo y los principios de la vida humana”. Sonreí. De manera que el pacha era un filósofo natural, un estudioso de la Ilustración, mientras que yo había estado revoleándome en las más estúpidas supersticiones imaginables. ¡Vardoulacha, vampiros! ¿Cómo era posible que hubiese creído en semejantes patrañas ni siquiera un momento? Me acerqué a una ventana, moviendo la cabeza de un lado a otro. Necesitaba conseguir el dominio de mí mismo. Miré por la ventana hacia el claro cielo azul. Decidí que iría a cabalgar, que me alejaría del castillo, y vería si de una u otra manera conseguía limpiar por completo mi cerebro de fantasmas.
»No es que de repente me sintiera libre de peligros, ni mucho menos. Un hombre puede ser un hombre sin por ello dejar de ser un monstruo: la idea de que quizá me encontrara prisionero del pacha me seguía llenando de dudas y de rabia. Pero abajo, en los establos, no encontré a nadie que me impidiera ensillar un caballo; las puertas de las murallas del castillo estaban abiertas; cuando pasé junto a los centinelas tártaros, cuyas antorchas eran evidentemente las que yo había visto la noche anterior, éstos me miraron detenidamente, pero no me siguieron. Galopé con fuerza por la ladera de la montaña camino abajo; era agradable que el viento me alborotara el cabello, que el sol me diera en la cara. Continué cabalgando hasta que llegué al arco en el que se encontraba la inscripción dedicada al antiguo Señor de la Muerte; al llegar allí la pesadez que me había estado aplastando el ánimo pareció desvanecerse, y noté la riqueza de la vida, la belleza y el gozo. Casi estuve tentado de seguir cabalgando montaña abajo para no volver; pero recordé mi deber para con Viscillie y Fletcher, y, sobre todo, sobre todo lo demás, la promesa que le había hecho a Haidée. Solo tuve que considerar aquella idea, aunque solo fuera durante un segundo, para comprender lo insoportable que sería para mí abandonarla; mi honor estaba en juego, sí, desde luego, pero no se trataba de eso, pues, ¿qué es el honor sino una palabra? No, tenía que admitirlo, aunque fuese algo que no estaba acostumbrado a admitir: estaba vergonzosa, dolorosa y vehementemente enamorado. Me había convertido en el esclavo de una esclava, y sin embargo aquello era injusto para Haidée, pues una esclava debe saber que lo es, de lo contrario no es esclava. Tiré de las riendas de mi caballo para detenerlo; me quedé contemplando la salvaje belleza de las montañas y pensé que Haidée era una auténtica hija de aquella tierra. Sí, ella sería libre; ¿acaso no era cierto que, en aquel momento, yo había salido del castillo sin ninguna clase de estorbo? ¿Y no estaba claro que, al fin y al cabo, el pacha no era más que un hombre? Era alguien a quien temer, pero no como vampiro; ningún temor campesino a los demonios iba a hacer que me echase atrás. Confortado por esa filosofía tan resuelta, estaba seguro de que me convertiría en un héroe para desafiar lo peor del pacha. Cuando el sol empezó a descender, mi espíritu cobró nuevos ánimos.
»Recordé la promesa que le había hecho a Haidée de ir a ver a su padre. Necesitaríamos víveres para la huida: comida, municiones, un caballo para Haidée. ¿Quién mejor para proporcionarnos todo ello que su propia familia? Empecé a recorrer el camino de vuelta hacia la aldea. No me apresuré; cuanto más oscuro estuviera, menos probabilidades habría de que me vieran. Era casi la hora del crepúsculo cuando llegué a la aldea. Subí por un sendero que estaba tan desierto como antes; sin embargo, podía sentir unos ojos que me vigilaban, llenos de recelo y de temor. Un hombre estaba sentado entre los restos de una poderosa basílica, y se puso en pie cuando pasé; era el sacerdote, el que había matado al vampiro junto a la posada; cabalgué hasta él y le pedí que me indicase cómo ir a casa de Gorgiou. El sacerdote se me quedó mirando con ojos enloquecidos y luego señaló con la mano en una dirección. Le di las gracias, pero él siguió sin hablar y se deslizó de nuevo entre las sombras. Seguí subiendo por el sendero. La aldea continuaba tan muerta como antes.
»Sin embargo, a la puerta de la casa de Gorgiou había un hombre sentado en un banco. Era Petro. Apenas lo reconocí, tan agotado y preocupado parecía. Pero cuando me vio me llamó y me saludó con la mano.
»—Necesito ver a tu padre —le dije—. ¿Se encuentra en casa? —Petro entornó los ojos y negó con la cabeza—. Traigo noticias para él —añadí—, un mensaje. —Me incliné hacia abajo en la silla—. De su hija —le dije en un susurro.
»Petro me miró fijamente.
»—Será mejor que entre —me dijo finalmente. Sujetó las riendas del caballo mientras yo desmontaba y luego me condujo al interior de su casa. Me hizo sentar junto a la puerta mientras una anciana, su madre, supuse, nos traía sendos vasos de vino. Petro me pidió que le dijese a él lo que tuviera que decir.
»Así lo hice. Ante la noticia de que Haidée seguía viva, las amplias facciones de Petro parecieron ampliarse y aligerarse a causa del alivio que sintió. Pero cuando le pedí las provisiones, el color desapareció de sus mejillas otra vez; y cuando su madre, que me había oído, le presionó para que atendiera mi petición, Petro hizo un movimiento con la cabeza mientras la desesperación se apoderaba de él.
»—Debe saber, milord —me dijo—, que ya no tenemos nada en esta casa.
»Metí la mano en el interior de la capa y saqué una bolsa llena de monedas.
»—Toma —le dije a Petro al tiempo que se la echaba en el regazo—. Ve adonde tengas que ir, muéstrate discreto como una tumba, pero tráenos esas provisiones. De lo contrario, me temo que tu hermana esté condenada para siempre.
»—Todos estamos condenados —repuso Petro.
»—¿Qué quieres decir?
»Petro bajó la mirada y la fijó en sus pies.
»—Yo tenía un hermano —comenzó a explicarme finalmente—. Estuvimos haciendo de klephti juntos. Él era el más valiente entre los valientes, pero al final los hombres del pacha lo capturaron y luego le dieron muerte.
»—Sí —asentí moviendo la cabeza lentamente—. Recuerdo que me lo contasteis.
»Petro continuó mirándose los pies.
»—Sentimos tanto dolor y tanta rabia que nuestros ataques se hicieron más osados. Especialmente por parte de mi padre: él hacía la guerra contra la raza entera de los turcos. Yo le ayudaba. —Levantó la mirada y me dirigió una media sonrisa—. Usted vio un ejemplo de nuestra obra. —La sonrisa se desvaneció—. Pero ahora se acabó, todos estamos condenados.
»—Sí, eso es lo que tú dices. Pero ¿cómo?
»—El pacha lo ha decidido así.
»—Es un rumor, nada más —le interrumpió la madre.
»—Sí, pero ¿de dónde viene el rumor —le preguntó petro— sino del propio pacha?
»—Podría destruirnos con su caballería si quisiera —apuntó la madre—, igual que un niño aplasta a una mosca. Sin embargo, no veo a sus hombres. ¿Dónde están? —Abrazó estrechamente a su hijo—. Sé valiente, Petro. Sé un hombre.
»—¿Un hombre…? ¡Sí! ¡Pero no es contra un hombre contra quien luchamos!
»Se hizo un largo silencio.
»—¿Qué piensa tu padre? —pregunté yo al cabo.
»—Se ha ido a las montañas —me dijo Petro. Miró hacia arriba y clavó la vista en las cumbres mientras éstas se tragaban el sol—. No quería descansar. Su odio hacia los turcos lo empuja a seguir adelante sin parar. Ya lleva ausente diez días. —Petro hizo una pausa—. Me pregunto si volveremos a verlo.
»En aquel momento el sol desapareció por fin, y a Petro los ojos empezaron a salírsele de las órbitas. Se levantó lentamente y se puso a caminar hacia la puerta. Señaló con la mano; su madre fue a reunirse con él.
»—Gorgiou —susurró ella—. ¡Gorgiou! ¡Ha vuelto!
»Miré por la puerta hacia el exterior. Sin duda era Gorgiou el que venía por el camino.
»—Que el Señor se apiade de nosotros —susurró Petro mirando al viejo con horror.
»Gorgiou tenía el rostro tan pálido como yo recordaba haberlo visto la noche anterior, y sus ojos parecían como muertos; caminaba con el mismo paso largo e implacable. Nos apartó a un lado y cruzó la puerta; luego se sentó en el rincón más oscuro de la casa y se quedó mirando a la nada, hasta que una sonrisa lobuna empezó a curvarle los labios.
»—Bueno —dijo con voz dura y distante—, ésta sí que es una buena bienvenida.
»Al principio nadie le respondió. Pero luego Petro avanzó hacia él.
»—Padre —le dijo—, ¿por qué llevas el cuello tapado?
»Gorgiou miró lentamente a su hijo.
»—Por nada en especial —respondió por fin con una voz tan muerta como la mirada.
»—Entonces déjame que lo vea —le pidió Petro al tiempo que bajaba una mano para descubrirle el cuello. De pronto Gorgiou enseñó los dientes, produciendo al hacerlo un sonido siseante, y levantó a su vez la mano hacia el cuello de su hijo; le hundió las uñas en la carne de la garganta y apretó con fuerza, de modo que Petro se ahogaba.
»—¡Gorgiou! —gritó su esposa abalanzándose entre éste y su hijo. Otros miembros de la familia, mujeres, niños, entraron corriendo en la habitación y ayudaron a separar a Petro de su padre.
»Petro respiraba jadeante y miraba fijamente a su padre; luego cogió a su madre por el brazo.
»—Hay que hacerlo —le dijo.
»—¡No! —chilló su madre.
»—Sabes que no tenemos otra elección.
»—¡Por favor, Petro, no! —La mujer se arrojó al suelo, llorando, y se abrazó a las rodillas de su hijo mientras Gorgiou empezaba a reírse entre dientes. Petro se volvió hacia mí.
»—¡Milord, por favor, váyase!
»Bajé la cabeza.
»—Si hay algo que pueda hacer…
»—No, no, no hay nada que pueda hacer. Ya me ocuparé de conseguirle las provisiones que ha pedido. Pero, por favor, milord, por favor, ya lo ve. Váyase.
»Asentí y comencé a avanzar hacia el exterior. Volví a montar en mi caballo y me quedé esperando. Solo se oía un gemido apagado procedente del interior de la casa. Miré hacia dentro por la puerta. La madre de Petro estaba llorando en brazos de su hijo; Gorgiou estaba sentado, tan inmóvil como antes, con la mirada perdida en el vacío. Luego, de pronto, se puso en pie. Avanzó hacia la puerta, y mi caballo piafó y echó a correr sendero arriba hacia las puertas del castillo. Tiré de las riendas con esfuerzo y le obligué a dar la vuelta. Gorgiou bajaba por el camino, de vuelta hacia la aldea, convertido en una mera silueta en la creciente oscuridad. Vi salir a Petro, que se quedó parado en el camino mirando cómo su padre se alejaba. Echó a correr tras él; luego se detuvo y todo su cuerpo pareció desmoronarse. Lo miré mientras volvía a entrar en su casa lentamente.
»Me estremecí. Realmente se estaba haciendo tarde. No debería estar allí afuera con tanta oscuridad. Espoleé el caballo y cabalgué hasta franquear las puertas. Lentamente, éstas se cerraron a mi espalda. Oí que las aseguraban con cerrojos. Me encontraba encerrado entre los muros del castillo.