XLII
Pero el convencimiento de Henchard de estar en manos de Alguien empezó a diluirse a medida que se alejaba en el tiempo el acontecimiento que le había dado origen. La aparición de Newson lo mantenía en vilo constantemente. Estaba seguro de que volvería un día.
Sin embargo, Newson no volvió. A Lucetta la habían llevado en cortejo fúnebre hasta el camposanto. Casterbridge le había tributado sus últimos respetos antes de volver a la rutina de siempre, como si ella no hubiera vivido nunca allí. Elizabeth seguía convencida de ser hija de Henchard, y ahora compartía su hogar. Tal vez, después de todo, Newson se había marchado para siempre.
El desconsolado Farfrae se enteró con el tiempo de la causa inmediata de la enfermedad y muerte de Lucetta, y su primer impulso fue vengarse y precipitar todo el peso de la ley sobre los perpetradores de aquella fechoría. No obstante, decidió esperar hasta después del funeral para llevar a cabo sus propósitos. Llegado el momento, lo pensó mejor. A pesar de lo infausto del resultado, era evidente que en modo alguno había sido éste intencionado ni previsto por la caterva de individuos que lo habían organizado. Por lo que él suponía —pues no sabía nada del despecho de Jopp—, sólo los había animado la seductora perspectiva de sacar los colores a la persona que más mandaba en la ciudad —ese último y morboso consuelo que les queda a quienes se restriegan en el cieno—. Entraba en juego, además, otro tipo de consideraciones: Lucetta se lo había confesado todo antes de morir, y no convenía remover demasiado su pasado, tanto por ella como por Henchard y también por sí mismo. Le pareció que el mejor tributo a la memoria de la fallecida, así como la mejor filosofía, era considerar el suceso un accidente desafortunado.
Henchard y él trataban de evitarse en la medida de lo posible. Por deferencia a Elizabeth, el primero se había tragado su orgullo y había aceptado el pequeño negocio de simientes y raíces que algunos miembros del consistorio, encabezado por Farfrae, habían adquirido para darle una nueva oportunidad en los negocios. De haber afectado sólo a él, con toda seguridad habría rechazado aquella ayuda promovida, aunque de manera remota, por el hombre al que él asaltara tan vilmente un día. Pero el afecto de la muchacha le parecía necesario para seguir vivo; y, por mor de ella, el orgullo se revistió de humildad.
Allí se establecieron, pues; y cada día de sus vidas Henchard se anticipaba a los deseos de ella con una solicitud paterna intensificada por una especie de miedo celoso a la rivalidad. Sin embargo, ahora había pocos motivos para suponer que Newson pudiera volver a Casterbridge a reclamar a su hija. Era un nómada forastero, y casi extranjero. Hacía muchos años que no veía a su hija; su afecto por ella no podía ser muy grande según el curso normal de las cosas; otros intereses oscurecerían pronto probablemente los recuerdos que le quedaran de ella y le impedirían reanudar una investigación del pasado y descubrir que era aún una criatura del presente. Para acallar su conciencia de alguna manera, Henchard se repetía a menudo que la mentira que le había asegurado aquel codiciado tesoro no se había propuesto aquel objetivo, sino que había sido como la última palabra de desafío de un desesperado que no repara en ninguna consecuencia. Más aún, se decía que ningún Newson podría amarla como él la amaba, ni la cuidaría y mimaría hasta la muerte como él estaba dispuesto a hacer.
Y así vivieron en aquella tienda que daba al camposanto. Hasta el final de aquel año no ocurrió nada especialmente reseñable. Salían raras veces, y nunca en días de mercado; veían a Farfrae en ocasiones más raras todavía y sólo de manera pasajera en la distancia de la calle. Por su parte, éste proseguía con sus faenas habituales, sonriendo mecánicamente a sus colegas en los negocios y regateando con los vendedores, como acaban haciendo los hombres de luto después de cierto tiempo.
«El tiempo, a su manera gris»[18], enseñó a Farfrae a valorar su experiencia con Lucetta. Hay hombres cuyos corazones persisten en una fidelidad tenaz a una imagen o causa que el azar les ha encomendado mucho tiempo después de que su juicio les haya hecho ver que no tienen nada de preciosas, e incluso más bien lo contrario; sin ellos, la lista de los hombres probos resultaría incompleta. Pero Farfrae no era de estos hombres. Era inevitable que la penetración, viveza y agilidad que lo caracterizaban lo sacarían pronto del callejón en que lo había colocado la pérdida de Lucetta. No podía por menos de percibir que, con su muerte, había cambiado una amenazadora desgracia por un pesar pasajero. Después de la revelación de su historia, la cual habría tenido que producirse tarde o temprano en el momento más inesperado, difícilmente se podía creer que la vida con ella hubiera conllevado felicidad perpetua.
Pero, a pesar de ello, la imagen de Lucetta seguía viva en él; sus flaquezas sólo suscitaban la crítica más suave y sus sufrimientos atenuaban la ira que sentía de cuando en cuando dentro de sí por todo cuanto le había ocultado.
Al final del año, el pequeño negocio de simientes y granos de Henchard, no mucho mayor que un aparador, había prosperado considerablemente, y padrastro e hijastra disfrutaban de una vida sosegada en el ameno y soleado rincón en que se hallaba emplazado. La Elizabeth-Jane de aquel período se caracterizó por una actitud tranquila que ocultaba una gran actividad interior. Daba largos paseos por el campo dos o tres veces por semana, casi siempre en dirección a Budmouth. Alguna vez Henchard notó que, cuando se sentaban juntos después de aquellos enérgicos paseos, Elizabeth se mostraba más cortés que afectuosa, cosa que lo entristecía especialmente: a las amarguras anteriores se añadía la de pensar que, con su severa censura, había congelado el precioso afecto que ella le había ofrecido al principio.
Ella era ahora dueña soberana de sus actos. Para ir y venir, para comprar y vender. Su palabra era ley.
—Tienes un manguito nuevo, Elizabeth —le dijo un día Henchard con bastante humildad.
—Sí. Me lo he comprado —contestó ella.
Volvió a mirar una mesa contigua, donde ella lo había dejado. Era de brillante piel marrón, y aunque él no entendía mucho de aquellas prendas, le pareció inhabitualmente lujosa.
—Ha costado bastante, ¿verdad, querida? —se aventuró a preguntarle.
—Un poco más de lo que había calculado —dijo ella tranquilamente—. Pero no es llamativo.
—Ah, no, claro —dijo el león domesticado, tratando de no ofenderla en lo más mínimo.
Algún tiempo después, con la llegada de una nueva primavera, se detuvo frente a su alcoba vacía una vez que pasaba por allí. Se acordó del día en que se había mudado de la hermosa casa de Corn Street por culpa de la rudeza con que la trataba, y en que él había mirado su habitación de la misma manera. Esta era mucho más humilde. Pero lo que más llamó su atención fue la abundancia de libros que había por doquier. Su número y calidad hacían que la endeble estantería que los soportaba pareciera absurdamente desproporcionada. Algunos, ciertamente muchos, debía haberlos adquirido recientemente; y, aunque él la animaba a comprar libros, dentro de unos límites razonables, le sorprendió aquella profusión en comparación con la modestia de sus ingresos. Por primera vez se sintió algo herido por lo que le pareció una muestra de despilfarro, y decidió decirle unas palabras; pero, antes de armarse del valor suficiente, ocurrió un hecho que hizo volar sus pensamientos en una dirección completamente opuesta.
La época de mayor venta de semillas ya había pasado, y habían llegado las tranquilas semanas previas a la temporada del heno, que imprimía a Casterbridge un sello característico por el abarrotamiento de bieldos de madera, carros nuevos de color amarillo, verde y rojo, guadañas formidables y horcas con púas suficientes para ensartar a una familia no muy numerosa. Contrariamente a su costumbre, Henchard salió un sábado por la tarde rumbo a la plaza del mercado sintiendo que le gustaría pasar unos minutos por el lugar de sus antiguos triunfos. Farfrae, para quien seguía siendo casi un extraño, estaba unos peldaños más abajo de la puerta de la Bolsa de Cereales —lugar al que solía acudir a estas horas— y parecía estar pensando en algo que veía a cierta distancia.
Los ojos de Henchard siguieron los de Farfrae, y vieron que el objeto de su mirada no era ningún labriego exhibiendo muestras, sino su propia hijastra, que acababa de salir de una tienda situada al otro lado de la calle. Ella, por su parte, no se había dado cuenta de la atención del escocés, menos afortunada que las jóvenes cuyas plumas, como las del ave de Juno, se proveen de ojos de Argos siempre que hay posibles admiradores a la vista.
Henchard se alejó, pensando que tal vez no había nada importante, después de todo, en aquella mirada de Farfrae a Elizabeth-Jane. Sin embargo, no podía olvidar que el escocés había mostrado en otro tiempo un tierno interés por ella, aunque de índole fugaz. Rápidamente volvió a aflorar a la superficie ese rasgo de su idiosincrasia que había gobernado sus actos desde el principio y que lo había convertido en el hombre que fundamentalmente era. En vez de pensar que una unión entre su preciada hijastra y el emprendedor y próspero Donald podía ser bueno para ella y para sí mismo, se enfureció ante la sola posibilidad.
En otro tiempo, aquella instintiva aversión se habría concretado en una medida concreta. Pero ya no era el Henchard de antaño. Se había impuesto a sí mismo aceptar los deseos de Elizabeth Jane, en cualquier asunto que fuera, como un mandamiento inquebrantable. Temía que un comentario adverso pudiera hacerle perder la consideración que se había ganado tras meses de absoluta devoción, convencido de que era mejor conservar esta consideración estando ella lejos que despertar su antipatía teniéndola cerca.
Pero el simple pensamiento de esta separación enfebreció su espíritu, y por la noche dijo con una inquietud disfrazada de tranquilidad:
—Elizabeth, ¿has visto hoy al señor Farfrae?
Elizabeth-Jane se sobresaltó ante aquella pregunta, y contestó con cierta confusión:
—No.
—Ah. Bueno, bueno, no pasa nada... Es sólo que lo he visto en la calle cuando estábamos los dos allí.
Se preguntó si su turbación le confirmaba una nueva sospecha: que los largos paseos que daba últimamente, así como la cantidad de nuevos libros que tenía, tuvieran algo que ver con el escocés. Ella no lo sacó de dudas, y por temor a que el silencio pudiera perjudicar su actual cordialidad, cambió de tema de conversación.
Por temperamento, Henchard era el hombre menos dado a actuar furtivamente, para bien o para mal. Pero el sollicitus timor de su amor, la dependencia del afecto de Elizabeth en que había caído (o, en otro sentido, a que había subido) lo habían desnaturalizado. A menudo sopesaba y ponderaba durante horas el significado de determinado acto o frase suya, cuando en otro tiempo le habría hecho una pregunta a quemarropa. Y ahora, inquieto por la idea de una pasión por Farfrae que pudiera desplazar por completo su apacible afecto filial, observaba más de cerca sus idas y venidas.
No había ningún secreto en los movimientos de Elizabeth-Jane más allá de lo que su reserva habitual permitía; y hay que afirmar inmediatamente que se la podía haber culpado de mantener alguna que otra conversación con Donald cuando se encontraban por casualidad. Fuera cual fuera el origen de sus caminatas por la carretera de Budmouth, lo cierto es que su vuelta solía coincidir con la aparición de Farfrae en Corn Street para darse un paseíto de veinte minutos por aquella ventosa carretera..., con objeto de sacudirse de la ropa las simientes y las granzas antes de sentarse a tomar el té, como solía decir él. Henchard se dio cuenta de esto un día que fue al Ring; desde su escondite, tuvo el ojo puesto en la carretera hasta que los vio aparecer y acercarse. Le embargó una angustia de muerte.
«¡También me va a robar a ésta! —sollozó—. Pero está en su legítimo derecho. Yo no debo entrometerme.»
El encuentro, en realidad, era muy inocente; la relación entre los jóvenes no estaba tan avanzada como suponía el celoso Henchard. De haber sorprendido su conversación, habría oído esto:
Donald. —Le gusta pasear por aquí, ¿verdad, señorita Henchard? —con inflexión en la voz y mirada de admiración.
Elizabeth. —Sí, últimamente he escogido esta carretera para pasear. No tengo grandes motivos para ello.
Donald. —Pero eso puede ser una razón para otros. Elizabeth (ruborizándose). —Eso yo no lo sé. Sin embargo, un motivo es que me gustaría ver un poco el mar cada día.
Donald. —¿Hay un motivo secreto?
Elizabeth (con renuencia). —Sí.
Donald (con el pathos de una de las baladas de su país). —Ah, dudo de que sea bueno tener secretos. Los secretos han arrojado una sombra muy negra sobre mi vida. Sabe perfectamente a qué me refiero.
Elizabeth reconoció que lo sabía, pero se abstuvo de confesarle por qué le atraía el mar. Ella misma no podía explicárselo del todo, pues no sabía que el secreto era posiblemente que, además de sus años pasados junto al mar, llevaba sangre de un marinero.
—Gracias por los nuevos libros, señor Farfrae —añadió con timidez—. Me pregunto si debería aceptar tantos.
—¡Ah! ¿Y por qué no? Yo siento mayor placer proporcionándoselos que usted recibiéndolos.
—¡Eso no puede ser!
Siguieron juntos hasta la entrada de la ciudad, donde sus caminos se bifurcaron.
Henchard se prometió a sí mismo que los dejaría a su aire y no pondría ninguna traba en su camino, fuera éste el que fuera. Si estaba escrito que se tenía que quedar sin ella, que así fuera. En la situación que se crearía con su posible matrimonio, él no veía ningún locus standi entre ellos. Farfrae siempre lo miraría por encima del hombro; y no ya sólo por su pobreza, sino sobre todo por su comportamiento en el pasado. Así, Elizabeth se convertiría en una extraña para él, y el final de su vida sería la soledad sin ningún amigo.
Ante aquella perspectiva tan amenazadora, no podía evitar mostrarse en guardia. Ciertamente, al vivir bajo su custodia, dentro de ciertos límites, le asistía el derecho a vigilarla. Los encuentros en determinados días de la semana acabaron siendo rutinarios.
Al final, obtuvo la prueba definitiva. Estaba detrás de una pared cerca del lugar en el que Farfrae y ella se habían encontrado. Oyó al joven llamarla «Mi queridísima Elizabeth-Jane» y luego vio que la besaba mientras la muchacha miraba furtivamente a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba.
Cuando se alejaron, Henchard salió de su escondite y los siguió cabizbajo hasta Casterbridge. La amenaza que se cernía sobre aquella relación amorosa seguía en pie. Tanto Farfrae como Elizabeth-Jane debían seguir considerándolo, a diferencia del resto de la gente, el verdadero padre de la joven —desde que se lo comunicara a ambos por separado en la época en la que él había compartido la misma creencia—; y aunque Farfrae tal vez no pusiera ninguna objeción a tenerlo de suegro, íntimos no iban a poder volverlo a ser nunca más. De este modo, Elizabeth, su único asidero afectivo en este mundo, lo iría abandonando conforme fuera cayendo bajo el influjo de su marido, hasta acabar despreciándolo.
De haber entregado ella su corazón a cualquier otro hombre que aquel que había sido su rival, al que había maldecido y con quien había peleado a muerte en otro tiempo —cuando su espíritu no se había doblegado aún—, habría dicho: «No me importa». Pero el cuadro que se dibujaba ante sus ojos era demasiado duro de soportar.
Hay una cámara exterior del cerebro en la que a veces se permite a los pensamientos no reconocidos como nuestros, no deseados y de índole nociva divagar unos momentos antes de ser expulsados al lugar de donde vinieron. En aquellos momentos asaltó a Henchard uno de tales pensamientos:
«¿Y si le dijera a Farfrae que su prometida no es hija de Michael Henchard, es decir, que, legalmente, no es hija de nadie? ¿Cómo recibiría semejante información ese ciudadano tan relamido? Posiblemente renegaría de Elizabeth-Jane, y ella volvería a ser mía otra vez».
Pero, con un estremecimiento, exclamó: «¡Dios no lo quiera! ¿Por qué me asaltan pensamientos tan diabólicos siempre que me esfuerzo por todos los medios en mantener al diablo alejado de mí?».