XXIX

A aquella hora, Lucetta iba caminando con paso alado por la carretera de Port-Bredy, tal y como Elizabeth había anunciado. No dejaba de ser curioso que hubiera escogido para su paseo vespertino la carretera por la que había vuelto a Casterbridge en un carruaje tres horas antes —si es que algo era curioso en la concatenación de acontecimientos en la que se sabe que cada cosa tiene su debida explicación—. Era sábado, el día del mercado principal, y Farfrae, contra su costumbre, no estaba visible en el puesto que ocupaba habitualmente en la sala de los comerciantes de grano. Sin embargo, se sabía que volvería a la ciudad aquella misma noche, «para estar allí el domingo».

Sin volver la vista atrás, Lucetta había llegado al final de la hilera de árboles que bordeaban esta y otras avenidas de la ciudad, un mojón que marcaba una milla, y allí se detuvo.

Era un valle entre dos suaves pendientes, y la carretera, que seguía el trazado de la calzada romana, se alargaba hacia delante como una línea de agrimensor hasta perderse de vista en la distancia. No se veían ahora ni setos ni árboles, pues la carretera se ceñía a la gran extensión de trigo segado como una cinta a una prenda de vestir. Cerca de allí se divisaba un granero, la única edificación que se levantaba en todo el paisaje.

Miró fijamente la carretera que se encogía en la distancia, pero no aparecía nada en ella, ni siquiera un puntito. Exhaló la palabra «Donald» y volvió el rostro hacia la ciudad, dispuesta a regresar.

Pero la carretera no estaba igual de desierta en aquella dirección: una silueta solitaria se aproximaba, la de Elizabeth-Jane.

A pesar de su soledad, Lucetta pareció contrariada; por su parte, Elizabeth, al reconocer a su amiga, esbozó unos gestos de simpatía antes incluso de poder expresar su sentimiento mediante palabras.

—Se me ocurrió de repente venir a su encuentro —dijo con una sonrisa.

La contestación de Lucetta no llegó a sus labios a causa de un incidente inesperado: por un camino que había a su derecha y que venía a desembocar a la carretera, donde ella estaba, se acercaba un toro con paso incierto; Elizabeth, que estaba mirando al otro lado, no había reparado en el animal.

En el último trimestre de cada año el ganado constituía, además del sustento, el terror de muchas familias de Casterbridge y alrededores, donde la reproducción se llevaba a cabo con un éxito abrahámico. La cantidad de cabezas de ganado que salían y entraban en la ciudad en esta época del año para ser vendidas en subasta pública era muy grande; y todas estas bestias astadas, al vagar de un lado para otro, obligaban a mujeres y niños a cobijarse en el primer lugar que encontraban. En general, los animales habrían vagado sin molestar a nadie; pero, según la tradición de Casterbridge, para conducir el ganado era indispensable proferir gritos espantosos acompañados de muecas y gestos desaforados, esgrimir grandes estacas, llamar a perros callejeros y, en general, hacer cuanto pudiera enfurecer a los aviesos y aterrorizar a los mansos. Era muy corriente descubrir el vestíbulo lleno de niños pequeños, niñeras, mujeres mayores o colegialas que se disculpaban por su presencia con la consabida frase: «Un toro pasaba por la calle».

Lucetta y Elizabeth miraron al animal con recelo mientras éste seguía avanzando indeciso hacia ellas. Era una res voluminosa, de color pardusco, con manchas de barro en las ijadas. Sus cuernos eran espesos y estaban rematados con latón; los orificios de su hocico se asemejaban al Túnel del Támesis visto en los mundonuevos de antaño. Entre ellos, colgando del cartílago de su morro, había un recio anillo de cobre, bien soldado y tan inamovible como el collar de latón de Gurth.[11] Al anillo habían atado un palo de fresno de aproximadamente un metro de longitud, que el toro agitaba violentamente como un mayal. Las dos jóvenes no se alarmaron realmente hasta que no vieron aquel palo, pues era señal de que el toro era demasiado salvaje para ser conducido y que de alguna manera se había escapado, pues la vara era el medio de que se servía el arriero para controlar al animal y mantener sus cuernos a una distancia prudencial. Buscaron un refugio o lugar donde esconderse, y pensaron en el granero situado a poca distancia. Mientras mantuvieron los ojos fijos en el toro, éste había mostrado cierta deferencia en su manera de acercarse; pero en cuanto le dieron la espalda para refugiarse en el granero, sacudió la cabeza decidido a aterrorizarlas al máximo. Las dos jóvenes salieron corriendo despavoridas y, en consecuencia, el toro cargó contra ellas con decisión.

Al granero, que se hallaba detrás de una ciénaga verde, se podía entrar por una de las habituales dobles puertas, que alguien había abierto sujetándola con una estaca, y hacia esta abertura se dirigieron. El interior había sido despejado recientemente para trillar, salvo en un extremo, donde se veía un montón de trébol seco. Elizabeth-Jane se hizo cargo en seguida de la situación:

—Debemos trepar a lo alto —dijo.

Pero, apenas se habían acercado, oyeron al toro precipitarse a través de la ciénaga y entrar como un rayo en el granero, derribando la estaca al pasar y haciéndolo con estrépito, con lo que los tres quedaron apresados en el interior. El perplejo animal las vio y se lanzó corriendo hacia el rincón en el que se habían refugiado. Las jóvenes consiguieron burlar a su perseguidor, de manera que éste topaba contra la pared cuando ellas estaban ya a medio camino hacia el otro extremo. Para cuando las fuerzas le permitían volverse y seguirlas hasta allí, habían pasado ya al otro lado. Y así prosiguió la persecución, mientras el vaho caliente de su hocico llegaba hasta ellas como un siroco, y sin que Elizabeth ni Lucetta dispusieran de un solo momento libre para abrir la puerta. No se sabe qué habría podido ocurrir de haberse prolongado aquella situación; el hecho es que, unos segundo después, un traqueteo en la puerta distrajo la atención del astado: apareció un hombre, que se abalanzó sobre la vara y retorció la cabeza del animal como si se la fuera a arrancar. El retortijón fue tan violento que el recio cuello pareció perder su rigidez y quedar medio paralizado, mientas salía sangre por el morro. El astuto ardid del anillo en el hocico era demasiado para la impulsiva fuerza bruta, y el animal acabó cediendo.

En la oscuridad parcial, el hombre parecía corpulento y decidido. Condujo al toro hasta la puerta, y la luz reveló los rasgos de Henchard. Sujetó al animal fuera y volvió a entrar para socorrer a Lucetta, pues no había reparado en la presencia de Elizabeth, que estaba subida en el montón de trébol. Lucetta estaba histérica, y Henchard la cogió en sus brazos y la llevó hasta la puerta.

—¡Me has salvado! —gritó en cuanto pudo hablar.

—Te he devuelto tu amabilidad —contestó él con ternura—. Tú me salvaste en otro tiempo.

—¿Cómo... cómo es que estás aquí? —preguntó, sin prestar atención a lo que acababa de decirle.

—He venido hasta aquí buscándote. Hace dos o tres días que quiero decirte algo; sin embargo, tú has estado fuera y no he podido. Pero probablemente no te encuentres ahora en el estado más adecuado para conversar.

—Ah, no... ¿Dónde está Elizabeth?

—¡Aquí estoy! —gritó alegremente la que faltaba, la cual, sin esperar a que le colocaran una escalera, se deslizó hasta el suelo por la parte delantera del montón de trébol.

Henchard llevaba a Lucetta a un lado y a Elizabeth Jane al otro, y así avanzaron lentamente por la cuesta de la carretera. Al alcanzar la cima, y empezar a bajar, Lucetta, ya recuperada, recordó que se le había caído el manguito en el granero.

—Yo iré a buscarlo —se ofreció Elizabeth-Jane—. No me importa, pues no estoy tan cansada como usted. —Y volvió apresuradamente sobre sus pasos en dirección al granero, mientras los otros reanudaban el camino.

Elizabeth no tardó en encontrar el manguito, pues era una prenda bastante grande en aquella época. Al salir, hizo una pausa para mirar un instante al toro, que ahora daba más lástima que otra cosa con su hocico ensangrentado y que probablemente había querido jugar con ellas más que matarlas. Henchard lo había sujetado bien metiendo la vara en el quicio de la puerta y asegurándola con una estaca. Luego, al volverse para regresar, vio un calesín verde y negro acercarse por la dirección opuesta; el vehículo iba conducido por Farfrae.

Su presencia parecía explicar el paseo de Lucetta por aquella parte de la ciudad. Donald la vio, se detuvo y fue informado al punto de lo ocurrido. Al decirle Elizabeth Jane el gran peligro que había corrido Lucetta, mostró una turbación que ella no recordaba haberle visto nunca. Estaba tan impresionado por la noticia que la ayudó a subir a su lado sin apenas darse cuenta de lo que hacía.

—¿Dice usted que la va acompañando el señor Henchard? —preguntó al final.

—Sí. La lleva a su casa. Ya deben haber llegado. —¿Y está segura de que ella podrá llegar? Elizabeth Jane estaba completamente segura. —Su padrastro la ha salvado, entonces.

—Así es.

Farfrae frenó el paso del caballo. Ella adivinó la causa. Sin duda creía más prudente no aparecer ahora en medio de los dos. Henchard había salvado a Lucetta, y provocar en ella una posible muestra de afecto por él, que no había participado en el incidente, le debía de parecer un acto tan poco generoso como insensato.

Como el tema inmediato de su conversación se había agotado, Elizabeth se sintió algo cohibida de verse al lado de su anterior pretendiente. Pronto vieron las dos siluetas de los otros haciendo su entrada en la ciudad. El rostro de la mujer se volvía frecuentemente, pero Farfrae no fustigaba al caballo. Al llegar a las murallas, Henchard y su acompañante ya habían desaparecido calle abajo. Farfrae ayudó a bajar a Elizabeth Jane, en vista de que ésta le había expresado su deseo de apearse allí mismo, y él siguió en dirección a los establos situados en la parte posterior de su casa.

Por esta razón entró por la puerta del jardín. Al subir a su habitación, la encontró completamente desordenada: en el suelo se veían varias cajas con sus cosas, así como su librería desmontada en tres piezas. Pero aquel espectáculo no pareció causarle la menor sorpresa.

—¿Cuándo se expedirá todo esto? —dijo a la dueña de la casa, que estaba supervisando la operación.

—Mucho me temo que no antes de las ocho, señor —dijo—. Debe de comprender que hasta esta mañana no hemos sabido que se iba a mudar usted; de lo contrario, ya estaría todo listo.

—Bueno. No importa, no importa —dijo Farfrae con tono jovial—. Las ocho está bien, siempre y cuando no sea más tarde. Y ahora, me voy para no hacerles perder más tiempo, o, de lo contrario, será más bien para las doce. —Dicho esto, salió por la puerta principal y enfiló la calle.

Durante aquel intervalo, Henchard y Lucetta habían mantenido una conversación de muy diferente tenor. Tras la partida de Elizabeth en busca del manguito, el comerciante de granos le habló con franqueza, reteniéndole la mano en el brazo, aunque ella la habría retirado de buena gana.

—Mi querida Lucetta, estos dos o tres días me he muerto de ganas de verte —dijo—; desde que te vi la última vez, he estado dando vueltas a la manera en que obtuve tu promesa la otra noche. Me dijiste que si era un hombre cabal, no debía insistir. Aquello me llegó al alma. Pensé que era la pura verdad. Yo no quiero que seas desgraciada, y sé que casarte ahora conmigo te haría muy desgraciada. Es algo que salta a la vista. Por eso acepto que nuestro compromiso tenga carácter indefinido y que aplacemos los preparativos de la boda hasta dentro de un par de años.

—Pero... ¿no puedo agradecerte lo que acabas de hacer por mí de alguna otra manera? —dijo Lucetta—. Me has salvado la vida. Y la solicitud que muestras por mí es como tener un carbón encendido en la cabeza. Ahora soy una mujer con mucho dinero. Tal vez pueda hacer algo a cambio de tu bondad... Algo en el plano práctico...

Henchard permaneció pensativo. Era evidente que aquello no se lo esperaba.

—Hay una sola cosa que podrías hacer, Lucetta —dijo—. Pero no es exactamente de esa índole.

—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó con renovada aprensión.

—Antes debo contarte algo para que lo entiendas mejor. Es posible que hayas oído que este año me han ido mal las cosas. He hecho lo que no había hecho nunca: especulé con los precios temerariamente, y perdí. Y eso me ha colocado en un serio aprieto.

—Y deseas que te avance algún dinero, ¿no?

—No, no —dijo Henchard, casi enfadado—. Yo no soy un hombre capaz de sacar dinero a una mujer, ni aunque esa mujer sea casi mía, como tú lo eres. No, Lucetta. Pero sí puedes hacer una cosa, que me salvaría del apuro. Mi principal acreedor es Grower, y si hay alguien capaz de hacerme pasar un mal rato, ese alguien no es otro que él. Pues bien, si consigo un plazo de dos semanas más, eso bastaría para enderezar mi situación. Esto sólo se puede conseguir de una manera: haciéndole saber que eres mi futura esposa, que nos casaremos tranquilamente la siguiente quincena. Pero espera. Aún no lo he dicho todo. Esta historia se la contaremos sin perjuicio, por supuesto, de lo que acabo de decirte sobre el aplazamiento de nuestro compromiso. Nadie más tiene por qué saberlo. Así, tú me acompañarías a ver al señor Grower, permitiendo que me dirigiera a ti ante él como futuros esposos. Le pediríamos que lo mantuviera en secreto. Él no tendría entonces ningún reparo en esperar. Para dentro de dos semanas ya estaré en condiciones de hacer frente a mis compromisos; y entonces podré decirle fríamente que lo nuestro se ha aplazado un año o dos. Nadie de la ciudad tiene por qué enterarse de que me has ayudado. Ésta es la manera en que me puedes ayudar en el plano práctico.

Como era ese momento del día que la gente llama «los rubores de la tarde», es decir, el cuarto de hora previo al crepúsculo, no observó al principio el efecto que sus palabras ejercieron sobre Lucetta.

—Si fuera alguna otra cosa... —balbuceó ésta, transmitiéndose a su voz la sequedad de sus labios.

—¡Pero si es una insignificancia! —exclamó Henchard con un profundo reproche—. Es menos de lo que me has ofrecido... Sólo el principio de lo que me has prometido hace poco. Podría decirle eso yo mismo, pero no me creería.

—No es que no quiera... Es que no puedo de ningún modo —dijo con una angustia que aumentaba visiblemente.

—¡Eres irritante! —estalló él—. ¡Lo suficiente para obligarte a que cumplas inmediatamente lo que me has prometido!

—¡No puedo! —insistió desesperadamente.

—Pero ¿por qué no? Sólo unos minutos después de haberte liberado de tu promesa de casarte conmigo ahora...

—Porque... él fue testigo.

—Testigo... ¿de qué?

—Debo decírtelo. Pero no me censures.

—Bien. Escuchemos lo que tienes que decir.

—Testigo de mi matrimonio. El señor Grower fue testigo.

—¿Matrimonio?

—Sí. Con el señor Farfrae. Oh, Michael. Ya soy su esposa. Nos casamos esta semana en Port-Bredy. Había razones poderosas que nos desaconsejaban casarnos aquí. El señor Grower fue testigo porque se encontraba por casualidad en Port-Bredy aquel día.

Henchard se quedó como idiotizado. Lucetta se alarmó tanto de su silencio que murmuró algo sobre prestarle suficiente dinero para hacer frente sin agobios a la quincena de marras.

—¡Que te has casado con él! —dijo Henchard al final—. ¡Cielo santo, te casaste con él mientras estaba en pie tu promesa de casarte conmigo!

—Déjame que te lo cuente —dijo ella con lágrimas en los ojos y un fuerte temblor en la voz—. No, no seas cruel. Yo me había enamorado, pero temía que tú pudieras hablarle del pasado, y aquello me quitaba el sueño. Y luego, después de hacerte la promesa, me enteré de que habías... vendido a tu primera mujer en una feria, como se vende un caballo o una vaca. ¿Cómo podía yo mantener mi promesa después de oír aquello? No podía correr el riesgo de entregarme a ti para siempre. Adoptar tu nombre después de semejante escándalo habría significado humillarme ante toda la ciudad. Pero sabía que perdería a Donald si no lo aseguraba en seguida, pues tú cumplirías tu amenaza de hablarle de nuestra anterior relación mientras existiera una posibilidad de reservarme para ti. Pero no lo harás ahora, ¿verdad, Michael? Pues ya es demasiado tarde para separarnos.

El vuelo de campanas en la iglesia de San Pedro había sonado en honor al nuevo matrimonio mientras Lucetta hablaba; y ahora se oía también por toda la calle la alegre fanfarria de la banda municipal, famosa por el empleo generoso de los timbales.

—Entonces, todo este jaleo se debe precisamente a eso, supongo.

—Sí. Creo que él lo ha dicho, o tal vez también el señor Grower... ¿Puedo dejarte ahora? Mi... se ha tenido que quedar hoy en Port-Bredy, y me ha mandado unas horas antes que él.

—Así que ha sido la vida de su esposa la que he salvado esta tarde...

—Sí, cosa por la que él te estará eternamente agradecido.

—Muy amable de su parte... ¡Ah, mujer falsa! —estalló Henchard—. ¡Me lo habías prometido!

—Sí, sí. Pero lo hice a la fuerza, y además sin conocer todo tu pasado.

—Y ahora a mí se me ocurre algo para castigarte como mereces. Una palabra a este flamante marido sobre cómo me cortejaste, y tu preciosa felicidad se irá al traste en unos segundos...

—¡Michael, ten piedad de mí, y sé generoso!

—Tú no mereces ninguna piedad. Antes, tal vez. Pero, ahora, no.

—Te ayudaré a saldar tu deuda.

—¿Yo, pensionista de la mujer de Farfrae? Ah, no. No sigas ante mi presencia por más tiempo, si no quieres que diga algo peor. Vete de aquí.

Ella desapareció bajo los árboles del paseo meridional mientras la banda se aproximaba por la esquina, despertando los ecos de cada piedra en celebración de su felicidad. Lucetta no prestó atención, sino que tomó una bocacalle en dirección a su casa procurando que nadie la viera.

El alcalde de Casterbridge
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