XXXII
En la parte baja de la ciudad había dos puentes.
El primero, de ladrillo envejecido por el tiempo, se hallaba al final de la calle principal, donde una bocacalle torcía en dirección a las callejuelas de Durnover, que se hallaba más abajo; de manera que este puente formaba el punto de intersección entre la respetabilidad y la indigencia. El segundo puente, de piedra, estaba más alejado y por él pasaba la carretera; en realidad, estaba casi en las praderas, aunque aún dentro de los límites urbanos.
Aquellos dos puentes eran expresivos. Todos sus salientes estaban completamente gastados, en parte por el clima, pero sobre todo por la fricción producida por generaciones de paseantes sin rumbo, cuyos pies inquietos se habían topado año tras año contra sus parapetos al detenerse allí a meditar sobre el curso de sus negocios. En el caso de los ladrillos y piedras más deleznables, hasta las superficies más lisas estaban agujereadas por la misma combinación de causas. La mampostería de la parte alta estaba sujeta con hierro, pues no era inhabitual que los más desesperados arrancaran trozos de piedra y los lanzaran al río, en abierto desafío a la autoridad.
En efecto, alrededor de este par de puentes gravitaban todos los fracasados de la ciudad; los fracasados en los negocios, el amor, la sobriedad, el delito. No estaba claro por qué los infelices de Casterbridge solían elegir los puentes para sus meditaciones en lugar de las balaustradas, los portones o las cancelas.
Existía una marcada diferencia de estatus entre los que frecuentaban el puente próximo, de ladrillo, y los que frecuentaban el puente más alejado, de piedra. Los más plebeyos preferían el primero, adyacente a la ciudad; no les importaba la mirada del ojo público. Sus éxitos no habían sido demasiado grandes, y, aunque pudieran sentirse descorazonados, no veían su fracaso con ninguna sensación de vergüenza. Solían llevar las manos en los bolsillos, una correa alrededor de las caderas o rodillas, y botas que requerían muchos lazos pero que nunca parecían llevar ninguno. En vez de suspirar por sus desgracias, escupían, y, en vez de decir: «Una espada ha atravesado mi alma», decían: «La suerte me ha dado la espalda». Jopp, en su época de miseria, había estado aquí a menudo, como también la tía Cuxsom, Christopher Coney y el pobre Abel Whittle.
Los misérables que frecuentaban el puente más alejado eran de una estofa más distinguida. Entre ellos figuraban ciudadanos en quiebra, hipocondríacos, personas de las que se decía que habían «perdido su situación» por culpa propia o por mala suerte, los fracasados en las profesiones liberales, gente culta pero mal vestida que no sabía cómo librarse de las horas engorrosas entre el desayuno y el almuerzo, o de las más engorrosas aún entre el almuerzo y el anochecer. Los ojos de esta fauna casi siempre miraban por encima del parapeto el curso del agua. De los hombres sorprendidos mirando de aquella manera se podía afirmar que el mundo no los había tratado bien por una u otra razón. Mientras que a los desgraciados del puente más próximo a la ciudad no les importaba que los vieran, y tenían la espalda hacia el parapeto para poder ver así a los transeúntes, los que se acercaban a este otro nunca miraban hacia la calzada ni se volvían al oír pasos, sino que, enfrascados en su mundo, observaban la corriente siempre que se acercaba un extraño, como si algún pez les interesara, aunque hacía ya muchos años que cualquier cosa con escamas había sido presa de pescadores furtivos.
Así cavilaban y cavilaban. Si su agravio era la opresión, querían ser reyes; si la pobreza, millonarios; si el pecado, santos o ángeles; si el amor desdeñado, Adonis cortejados en muchas leguas a la redonda. Se sabía que algunos de los que se quedaban ahí pensando tanto tiempo con la mirada fija habían acabado con los huesos arrastrados por las aguas, y que eran descubiertos a la mañana siguiente, definitivamente liberados de sus zozobras, ya en las proximidades ya en una laguna profunda llamada Agua Negra, más abajo del río.
A este puente acudía Henchard, como habían acudido otros desafortunados antes que él; solía dirigirse por la ribera que bordeaba el lado más frío de la ciudad. Allí se hallaba una tarde ventosa mientras el reloj de la iglesia de Durnover daba las cinco. Mientras el viento llevaba las notas a sus oídos a través de la húmeda llanura, pasó un hombre por detrás de él, que lo saludó llamándolo por su nombre. Henchard se volvió ligeramente y vio que el transeúnte era Jopp, su antiguo capataz, ahora empleado en otra parte, a quien, aunque odiaba, había acudido en busca de alojamiento, pues Jopp era el único hombre de Casterbridge cuyas apreciaciones despreciaba el arruinado comerciante hasta el punto de la indiferencia.
Henchard le devolvió el saludo de manera apenas perceptible, y Jopp se detuvo.
—Esos dos se han mudado a su nueva casa hoy mismo —dijo Jopp.
—Ah —dijo Henchard con aire ausente—. ¿Y de qué casa se trata?
—De su antigua casa.
—¿Que se han mudado a mi antigua casa? —Y, encolerizado, añadió—: ¿Tenían que mudarse precisamente a mi casa entre todas las que hay en la ciudad?
—Bueno, como alguien tenía que vivir allí, y usted no podía, no veo que le haga ningún daño.
Era cierto. Farfrae no creía hacerle ningún daño con aquello. Tras haberse hecho con los patios y almacenes, había adquirido la casa por las evidentes ventajas de la contigüidad. Y, sin embargo, saber que ocupaba aquellas amplias habitaciones mientras él, el antiguo inquilino, estaba viviendo en una casucha amargó a Henchard hasta un grado indescriptible.
Jopp prosiguió:
—¿Y se acuerda usted de aquel individuo que compró todos sus mejores muebles en la subasta? Pues era el apoderado de Farfrae. No han llegado a moverse de su sitio, y él ya se ha hecho con el contrato de arrendamiento.
—¿Mis muebles también? A este paso acabará comprando también mi cuerpo y mi alma...
—No se ha dicho que no vaya a hacerlo, el día que usted los venda. —Y, tras plantar aquella cizaña en el corazón de su otrora dominante amo, Jopp prosiguió su rumbo, mientras Henchard se quedaba mirando la rápida corriente y le parecía que el puente retrocedía con él.
La llanura ennegreció y el cielo adquirió un tono gris más oscuro. Cuando el paisaje tuvo el aspecto de un cuadro manchado de tinta, otro viajero se aproximó al gran puente de piedra. Conducía un calesín y se dirigía a la ciudad. El vehículo se detuvo en medio del arco central.
-¿Señor Henchard? —Era la voz de Farfrae. Henchard volvió la cara.
Farfrae, tras comprobar que había acertado, dijo al mozo que lo acompañaba que prosiguiera él solo, se apeó y avanzó hacia su antiguo amigo.
—Señor Henchard, he oído decir que está usted pensando en emigrar, o algo así —dijo—. ¿Es eso cierto? Tengo razones de peso para preguntárselo.
Henchard contuvo su respuesta unos instantes, y dijo al final:
—Sí, es cierto. Me voy a donde quería ir usted hace unos años, cuando se lo impedí y conseguí que se quedara. Qué vueltas da la vida, ¿verdad? ¿Recuerda usted cuando estuvimos en Chalk Walk, donde lo convencí para que se quedara? Entonces usted no tenía nada y yo era dueño de la casa de Corn Street. Pero ahora yo me encuentro sin un ochavo, y el dueño de esa casa es usted.
—Sí, sí. La he comprado. Así son las cosas; vaya que sí... —dijo Farfrae.
—Ya, cierto —exclamó Henchard, adoptando una actitud sarcástica—. Unas veces arriba y otras abajo. Ya me he acostumbrado a ello. ¿Qué tiene de particular, después de todo?
—Escúcheme un momento, si me puede dedicar un poco de su tiempo —dijo Farfrae—. Igual que yo le hice caso en otro tiempo, no se vaya. Quédese aquí.
—Pero si no me queda otro remedio, señor mío —dijo Henchard desdeñosamente—. Apenas me queda dinero para aguantar un par de semanas más. Aún no me siento con ánimo para volver al trabajo asalariado; pero no puedo seguir sin hacer nada, y mi única salida está en marcharme a otra parte.
—No. Lo que yo le propongo es esto, si quiere escucharme. Véngase a vivir a su antigua casa. Tenemos habitaciones de sobra. Estoy seguro de que a mi mujer no le importará... hasta que se le presente a usted una buena oportunidad.
Henchard se estremeció. Sin duda el cuadro que Donald, sin darse cuenta, le había pintado, vivir con él bajo el mismo techo que Lucetta, era demasiado sorprendente para contemplarlo con ecuanimidad.
—No, no —dijo con brusquedad—. Nos pelearíamos.
—Usted tendría una parte de la casa para usted solo —dijo Farfrae—, y nadie se metería en su vida. Vivirá mucho más saludablemente que aquí junto al río, donde vive ahora.
Henchard volvió a negarse.
—No sabe usted bien lo que me pide —dijo—. Sin embargo, no puedo por menos de darle las gracias.
Entraron en la ciudad juntos, igual que cuando Henchard había convencido al joven escocés para que se quedara.
—¿Por qué no entra a cenar algo? —dijo Farfrae cuando alcanzaron el centro de la ciudad, donde sus caminos se bifurcaban.
—No, no.
—Por cierto, casi se me había olvidado. He comprado buena parte de sus muebles.
—Sí, eso me han dicho.
—A decir verdad, no es que yo quisiera los muebles para mí; quería que usted se llevara lo que deseara, cosas que pudieran recordarle algo especial u objetos particularmente útiles para usted. Lléveselos a su nueva casa. No me quitará usted nada. Podemos arreglarnos con menos perfectamente, y además voy a tener oportunidades de comprar otros.
—¿Cómo? ¿Me los da a cambio de nada? —preguntó Henchard—. ¡Pero usted pagó a los acreedores por ellos!
—Ah, claro. Pero seguro que tienen más valor para usted que para mí.
Henchard se emocionó un poco.
—A veces... pienso que he sido injusto con usted... —dijo con un desasosiego en su rostro que las sombras de la noche ocultaron. Le estrechó de repente la mano y se alejó como si no quisiera traicionar sus sentimientos. Farfrae lo vio girar a la altura de Bull Stake y perderse en dirección a Priory Mill.
Entretanto, Elizabeth Jane, alojada en una habitación del último piso, no mayor que la cámara del profeta[12] y con el vestido de seda de sus días gloriosos guardado en una caja, hacía ganchillo con mucha maña las horas que no dedicaba a devorar los libros que caían en sus manos.
Como su cuarto estaba casi enfrente de la antigua residencia de su padrastro, que ahora era de Farfrae, podía ver a Donald y a Lucetta entrar y salir de la casa con el rebosante entusiasmo que se esperaba de su nueva situación. Se esforzaba por no mirar hacia allí, pero habría sido necesaria una naturaleza sobrehumana para apartar los ojos cuando oía la puerta de la casa.
Mientras llevaba aquella vida tranquila, se enteró de que Henchard se había resfriado y estaba en la cama, posiblemente a consecuencia de sus paseos por los prados con tiempo húmedo. Se presentó en su casa inmediatamente. Esta vez estaba decidida a verlo como fuera, y subió decididamente las escaleras. Lo encontró sentado en la cama, con un abrigo echado por los hombros. Al principio Henchard se mostró enojado por la visita.
—Vete, vete —dijo—. No quiero verte.
—Pero, papá...
—No quiero verte —repitió.
Sin embargo, ya se había roto el hielo, y Elizabeth se quedó. Arregló la habitación, dio algunas instrucciones a las personas que vivían abajo y, cuando marchó, su padrastro se había reconciliado con la idea de que hubiera ido a visitarlo.
El efecto de sus cuidados, o de su simple presencia, fue una rápida recuperación. Pronto se sintió suficientemente bien para salir. Ahora parecía ver las cosas bajo una nueva luz. Ya había desechado la idea de emigrar, y pensaba más en Elizabeth. Lo que peor soportaba era pasar el tiempo sin hacer nada. Un día, con una mejor opinión sobre Farfrae que la que había tenido durante un tiempo, y con la sensación de que el trabajo asalariado no era algo de lo que hubiera que avergonzarse, se presentó estoicamente en el patio de Farfrae para pedir que lo admitieran como un aparvador más. Fue contratado en el acto.
La contratación de Henchard se hizo a través de un capataz, pues a Farfrae le parecía preferible no relacionarse en persona con el ex comerciante de granos más que lo estrictamente imprescindible. Aunque deseaba ayudarle, conocía de sobra su temperamento impredecible y le pareció más oportuno tratarse a distancia. Por ese motivo prefería darle por medio de una tercera persona las órdenes de ir a aparvar a tal o cual granja.
Durante cierto tiempo la cosa funcionó bien, pues era costumbre ir a los respectivos heniles a aparvar, antes de acarrearlo, el heno comprado en las distintas granjas de los alrededores, de manera que Henchard se hallaba a menudo ausente durante la semana. Cuando terminó esta fase, y Henchard se había acostumbrado a esta nueva vida, lo llevaron a trabajar al patio de la casa, en compañía de los demás peones. Y, así, el que fuera en otro tiempo próspero comerciante y alcalde y muchas más cosas hacía ahora de peón en los almacenes y graneros que antes habían sido de su propiedad.
«Bueno, yo empecé en la vida trabajando como jornalero, ¿no? —se decía en tono retador—. Entonces ¿por qué no voy a poder hacerlo otra vez?» Pero su aspecto era ahora muy distinto al que había tenido en sus años jóvenes. Entonces había llevado ropa limpia y adecuada, de tonos claros y alegres; polainas amarillas como caléndulas, pantalones de pana inmaculados cual lino nuevo y un alegre pañuelo en el cuello estampado de flores. Ahora llevaba lo que había sido un traje azul en su época de hombre público, un sombrero de seda color ladrillo y un corbatín de satén, en otro tiempo negro y ahora manchado y raído. Trabajaba vestido de esta guisa, desplegando una actividad considerable —pues aún no pasaba de los cuarenta y pico años— y viendo, junto con los demás jornaleros del patio, cómo Donald Farfrae entraba y salía por la puerta verde que conducía al jardín, a la casa grande, y a Lucetta.
A principios del invierno se rumoreó por toda Casterbridge que el señor Farfrae, que ya formaba parte del consistorio, iba a ser propuesto para ocupar el cargo de alcalde al cabo de un par de años.
«Sí. Ha sido lista, muy lista», se dijo Henchard para sus adentros al oír un día esto mientras volvía al henil de Farfrae. En esto pensaba mientras aparvaba sus gavillas, y aquella noticia avivó su antigua visión de Donald Farfrae como un rival triunfante que le había pasado por encima.
«¡Un individuo tan joven propuesto para ser alcalde! —musitó con un esbozo de sonrisa en la comisura de la boca—. Pero lo que le hace subir como la espuma es el dinero de ella. ¡Ja! ¡Qué malditamente irónico es todo esto! Aquí estoy yo, su antiguo amo, trabajando como jornalero suyo, y él haciendo ahora de amo mío, con mi casa y mis muebles y la que puedo considerar mi mujer...»
Daba vueltas a aquellos pensamientos cien veces al día. Durante todo el período de sus relaciones con Lucetta, nunca había deseado hacerla suya con la desesperación con que ahora lamentaba su pérdida. No era una codicia mercenaria de su fortuna lo que lo roía, aunque gracias a aquella fortuna la había deseado tanto, por ese aire de independencia y descaro que atrae a los hombres de su hechura. Le había permitido tener servidumbre, casa y elegantes vestidos, una situación asombrosamente novedosa a los ojos de Henchard, que la había conocido en sus tiempos difíciles.
Estos pensamientos acabaron sumiéndolo en un estado de abatimiento, y aquella alusión a la probable elección de Farfrae para ocupar el sillón consistorial hizo que renaciera en él su antiguo odio. Al mismo tiempo padeció un cambio moral, cuya expresión más importante era esta significativa frase:
—Sólo me quedan dos semanas... Sólo me quedan doce días...
Y así sucesivamente, y la cifra iba menguando de día en día.
—¿Por qué dice usted que le quedan sólo doce días? —le preguntó Solomon Longways, que trabajaba con él en el granero pesando avena.
—Porque dentro de doce días habré cumplido mi promesa.
—¿Qué promesa?
—La de no probar una gota de alcohol. Dentro de doce días hará exactamente veintiún años que la hice, y ese día espero ponerme muy alegre, ¡vive Dios!
Elizabeth-Jane estaba sentada a la ventana un domingo y desde allí oyó en la calle una conversación en la que se mencionaba el nombre de Henchard. Se estaba preguntando de qué se estaría hablando exactamente cuando una tercera persona que pasaba por allí hizo la misma pregunta que ella tenía en la cabeza.
—Michael Henchard ha vuelto a beber después de veintiún años sin tomar ni gota.
Elizabeth Jane se incorporó, se puso sus cosas y salió.