[9]

Elizabeth Jane escribió una línea con garabatos desiguales, Henchard se sintió muy avergonzado y, diciéndole en tono autoritario: «Déjalo, yo la terminaré», la despidió ipso facto.

Su predisposición a ser útil llegó a resultar contraproducente. Es preciso reconocer que a veces se mostraba provocadora e innecesariamente deseosa de apechugar con trabajos manuales. Iba a la cocina en vez de tocar el timbre, «para no hacer a Foebe venir dos veces»; se ponía de rodillas, pala en mano, cuando el gato volcaba el cubo del carbón; más aún, daba constantemente gracias a la doncella por todo, hasta que un día, después de marcharse ésta, Henchard dijo irritado:

—¡Bendito sea Dios! ¿Por qué no dejas de dar las gracias a la doncella como si fuera una diosa? ¿No le pago una docena de libras al año para que trabaje para ti?

Elizabeth pareció tan visiblemente afectada por aquella exclamación que Henchard se arrepintió unos minutos después y le dijo que no quería ser grosero con ella.

Estos episodios domésticos eran como esas pequeñas rocas afiladas que, más que revelar, sugieren sólo lo que se esconde en el fondo. Pero los brotes de furor de Henchard le producían menos terror que su frialdad. La creciente frecuencia de este último talante abrió los ojos a la joven mostrándole que cada vez le profesaba menor afecto. Cuanto más atractivos resultaban su aspecto y modales como consecuencia de sus inteligentes esfuerzos por mejorar, más enojado parecía él. A veces lo sorprendía acechándola con unas miradas de odio que no podía soportar. Como no estaba al tanto de su secreto, era una cruel ironía que su animosidad hacia ella hubiera empezado a mostrarse justo cuando la joven adoptó su apellido.

Pero la prueba más difícil estaba aún por llegar. Elizabeth se había acostumbrado a ofrecer por las tardes un vaso de sidra o cerveza y pan con queso a Nance Mockridge, que trabajaba en el patio aparvando el heno. Al principio Nance respondía a este ofrecimiento con muestras de gratitud; pero luego empezó a verlo como algo natural. Un día en que Henchard se hallaba en el lugar, vio a su hijastra entrar en el patio para cumplir con esta costumbre; como no había ningún sitio libre para dejar las provisiones, Elizabeth se dispuso a colocar dos gavillas de heno a modo de mesa, mientras Mockridge contemplaba tranquilamente con las manos en las caderas los preparativos en su honor.

—¡Elizabeth, ven aquí! —exclamó Henchard. Ella obedeció.

—¿Por qué diablos te rebajas de esa manera? —dijo, reprimiendo la ira—. ¿No te lo he advertido al menos cincuenta veces, eh? ¡Mira que rebajarte a servir a una jornalera de la fama de Nance? ¿No ves que vas a dejar mi honra por los suelos?

Estas palabras fueron pronunciadas lo suficientemente fuerte para que llegaran a oídos de Nance, que estaba dentro del granero y saltó inmediatamente ante aquella alusión ofensiva a su nombre. Acercándose a la puerta, gritó, sin pensar en las consecuencias:

—Ya que habla de eso, señor Michel Henchard, le puedo decir que ella ha servido en peores circunstancias.

—Entonces debió de guiarla más la caridad que el sentido común —replicó él.

—Oh, no, nada de eso. No fue por caridad, sino para que le pagaran por sus servicios; y en un local público de esta cuidad.

—¡Eso no es cierto! —gritó Henchard indignado.

—Pregúnteselo a ella —dijo Nance, cruzando indolentemente sus brazos desnudos, para poder rascarse los codos con comodidad.

Henchard miró a Elizabeth Jane, cuya tez, ahora rosa y blanca por culpa del enclaustramiento, perdió casi todo el color que le quedaba.

—¿Qué significa eso? —le preguntó—. ¿Es verdad o mentira?

—Es verdad —dijo Elizabeth Jane—. Pero fue sólo...

—¿Lo hiciste, o no lo hiciste? ¿Dónde fue eso?

—Una noche en Los Tres Marineros, sólo un rato, cuando nos alojamos allí.

Nance miró con aire triunfal a Henchard y se dio media vuelta en dirección al granero, pues, ya que esperaba el despido inmediato, decidió aprovechar al máximo su victoria. Sin embargo, Henchard no dijo nada de despedirla. Desproporcionadamente sensible a tales cuestiones a causa de su propio pasado, tenía el aspecto de una persona hundida hasta la última indignidad. Elizabeth lo siguió hasta la casa con aire culpable; pero una vez dentro dejó de verlo. Como tampoco lo vio el resto del día.

Convencido del daño irreparable que semejante hecho debía haber causado a su reputación en Casterbridge, a pesar de que hasta entonces no había tenido noticia de ello, Henchard manifestó a partir de aquel día una clara aversión a verse en presencia de aquella joven que no era de los suyos. La mayoría de las veces comía con los agricultores en uno de los dos hoteles principales, dejándola en la más absoluta soledad. De haber visto cómo utilizaba ella aquellas horas de silencio tal vez habría tenido motivos para modificar su juicio sobre el carácter de la muchacha: leía y tomaba notas sin cesar, estudiando hechos con dolorosa aplicación, sin retroceder nunca ante cualquier tarea que se hubiera impuesto. Asimismo, abordó el estudio del latín alentada por el pasado romano de la ciudad en que vivía. «Si no estoy bien informada, no quiero que sea por culpa mía», solía decirse en medio de las lágrimas que ocasionalmente se deslizaban por sus mejillas de seda cuando se sentía anonadada por la solemne oscuridad de muchas de estas obras educativas.

Así fue transcurriendo la vida de esta criatura muda, de profundos sentimientos y grandes ojos, a la que nadie comprendía. Trató de enfriar, con paciente fortaleza, su incipiente interés por Farfrae juzgándolo no correspondido e impropio de una señorita decente. Cierto que, por motivos que sólo ella conocía, desde el despido de Farfrae había abandonado su habitación en la parte trasera, que le permitía ver el patio, y que ella había ocupado con tanto celo, por otra que daba a la calle. Pero por lo que al joven se refería, cuando pasaba por delante de la casa casi nunca giraba la cabeza.

El invierno estaba ya en puertas, y el tiempo inestable la obligó a permanecer más tiempo aún dentro de casa. Pero en Casterbridge había ciertos días del principio del invierno, días de cansancio del firmamento que seguían a airadas tempestades del suroeste— en que, si lucía el sol, el aire parecía como de terciopelo. Esos días los aprovechaba ella para sus visitas periódicas a la tumba de su madre, en el cementerio romano-británico, cuyo rasgo más curioso era precisamente que siguiera sirviendo de lugar de sepultura. Los restos de la señora Henchard se mezclaban con los de mujeres que yacían adornadas con horquillas de cristal y collares de ámbar, y de hombres que tenían en sus bocas monedas de Adriano, Póstumo y los Constantinos.

Su hora favorita para acudir a aquel lugar eran las diez y media de la mañana, cuando las avenidas de la ciudad estaban tan desiertas como las de Karnak: los comerciantes se habían encerrado ya en sus tiendas y los ociosos no habían salido todavía a pasear. Elizabeth-Jane paseaba y leía por allí, levantando de cuando en cuando la vista del libro para meditar en algo, y así alcanzaba el camposanto.

Un día, al acercarse a la tumba de su madre vio una figura oscura y solitaria en medio del paseo de grava: estaba también leyendo, pero no un libro; lo que absorbía su atención era la inscripción grabada en la lápida de la señora Henchard. A aquel personaje, que guardaba luto igual que ella y era aproximadamente de su misma edad y estatura, se le podría haber confundido con su espectro o su doble de no haberse tratado de una dama vestida con mucha más elegancia. En efecto, pese a ser Elizabeth-Jane relativamente indiferente a la ropa, salvo algún capricho pasajero o por algún motivo especial, sus ojos se quedaron fascinados ante la consumada elegancia con que vestía la desconocida. También su porte tenía una flexibilidad que parecía evitar la angularidad del movimiento menos por elección que por predisposición. Fue toda una revelación para Elizabeth el que los seres humanos pudieran alcanzar aquella fase de perfección externa —nunca lo había sospechado—. Sintió como si hubiera perdido toda su frescura y gracia a causa de la proximidad de aquella dama. Y eso pese a que a Elizabeth se la podía describir ahora como hermosa, mientras que la joven desconocida era simplemente bonita.

De haber sido envidiosa habría podido odiar a aquella mujer. Pero no la odiaba. Antes bien, se permitía el placer de sentirse fascinada. Se preguntaba de dónde habría salido aquella forastera. El modo de andar pesado y vulgar que predominaba fundamentalmente en Casterbridge, así como sus dos estilos de vestir, el pueblerino y el inadecuado, revelaban por igual que aquella figura no era de allí, incluso aunque el libro que llevaba en la mano, probablemente una guía de viajero, no lo hubiera sugerido.

La desconocida se alejó de la tumba de la señora Henchard y desapareció por una esquina. Elizabeth se acercó a su vez a la tumba; junto a ella vio dos pisadas bien marcadas, lo que significaba que la dama había estado allí bastante tiempo. Volvió a casa pensando en lo que había visto, como podía haber pensado en el arco iris, la Aurora Boreal, una mariposa rara o un camafeo.

Si, fuera de casa, había visto cosas interesantes, dentro le esperaba uno de sus malos días. Henchard, cuyo mandato de dos años como alcalde estaba tocando a su fin, era consciente de que no iba a ser elegido para cubrir una vacante de regidor, mientras que Farfrae tenía muchas probabilidades de formar parte del cabildo municipal. Por este motivo, su descubrimiento de que Elizabeth había hecho de sirvienta en la misma población de la que él era alcalde le roía las entrañas como un veneno. Según una investigación que había ordenado personalmente, había sido ante Donald Farfrae —ese advenedizo traidor— ante quien ella se había humillado de aquella forma. Y, aunque la señora Stannidge no parecía otorgar demasiada importancia a aquel incidente —los alegres parroquianos de Los Tres Marineros habían agotado el tema hacía tiempo—, Henchard tenía un carácter tan altivo que aquel simple gesto de economía le parecía punto menos que una catástrofe social.

Justo a partir de la tarde en que habían llegado a Casterbridge su mujer con su hija había sucedido algo misterioso que había cambiado su suerte. Aquella cena en Las Armas del Rey con sus amigos había significado su Austerlitz: desde entonces había ganado batallas, pero la tendencia general había sido hacia el desastre. No figuraba en la lista de los futuros regidores —esa aristocracia de la ciudadanía— como había esperado, idea que lo atormentaba especialmente.

—Bueno, ¿se puede saber dónde has estado? —preguntó con sequedad a Elizabeth.

—He estado paseando por los Walks y el camposanto hasta quedarme derrengada, papá. —Se llevó la mano a la boca, pero demasiado tarde...

Aquello bastó para enfurecer más aún a Henchard, ya bastante castigado por los fracasos de la jornada.

—¡No pienso seguir consintiendo que hables así! —tronó—. Conque «derrengada», ¿eh? Se diría que trabajas en una granja... Un día me entero de que has estado sirviendo en locales públicos. Hoy te oigo hablar como a un gañán. Estoy hasta el cogote, ¿sabes? Si esto sigue así, esta casa no podrá albergarnos a los dos.

Aquella noche, a la hora de dormir, en lo único agradable en que pudo pensar fue en la dama que había visto por la mañana, y en la esperanza de volver a verla.

Entretanto, Henchard no podía conciliar el sueño, convencido de la tontería que había cometido, movido por los celos, al prohibir a Farfrae dirigirse a una joven que no tenía ningún parentesco con él, mientras que, si les hubiera permitido seguir cortejándose, tal vez se hubiera librado de ella. Finalmente, se dijo a sí mismo, saltando de satisfacción y dirigiéndose al escritorio: «¡Ah, pensará que esto significa la paz, y una buena dote, y no que quiero librarme de ella y que no se va a llevar ningún bocado...». Así, escribió lo siguiente:

A la atención del señor Farfrae.

Muy señor mío:

Pensándolo mejor, he decidido no interferir en su cortejo de Elizabeth-Jane, en caso de que ésta siga interesándole. Retiro, por tanto, mis objeciones al respecto, a excepción de que el cortejo no deberá tener lugar en mi casa.

Atentamente,

SR. HENCHARD

A la mañana siguiente, como hacía buen tiempo, Elizabeth-Jane volvió al camposanto; pero, mientras buscaba a la dama, se vio sorprendida por la aparición de Farfrae, que pasaba al otro lado de la verja. Este levantó la vista unos instantes de un cuaderno en el que parecía estar anotando unas cuentas mientras caminaba. La viera o no, el caso es que no se dirigió a ella y desapareció.

Indebidamente deprimida por un sentimiento de nulidad, pensó que probablemente Farfrae la menospreciaba, y con este ánimo se sentó en un banco. Tan negros pensamientos le vinieron que acabó diciendo en voz alta:

—¡Ah, ojalá me hubiera muerto junto con mi querida mamá!

Detrás del banco había un pequeño paseo junto al muro que la gente prefería a veces al camino de grava. Le pareció que alguien estaba tocando el banco; se volvió y vio, inclinado sobre ella, un rostro velado, pero el velo no lograba ocultar los rasgos. Era el rostro de la desconocida que había visto el día anterior.

Elizabeth-Jane, consciente de haber sido oída, pareció turbada unos instantes, aunque su turbación estaba mezclada con cierto placer.

—Sí, la he oído —dijo la dama en tono jovial en respuesta a su mirada—. ¿Qué cosa tan grave le ha ocurrido para decir eso?

—No... No puedo decírselo —dijo Elizabeth llevándose la mano a la cara para ocultar su repentino sonrojo.

Permanecieron un rato en silencio; luego Elizabeth notó que la joven dama se había sentado a su lado.

—Adivino lo que le ocurre. Esta era su madre —dijo la desconocida señalando la tumba. Elizabeth la miró como preguntándose si debía confiar en ella. La elegante dama parecía tan deseosa de entablar conversación que la muchacha decidió hacerlo.

—Sí, era mi madre —dijo—. Y mi única amiga.

—Pero... su padre, el señor Henchard. ¿Vive todavía?

—Sí, vive todavía —dijo Elizabeth Jane.

—¡Y no es amable con usted!

—No quisiera quejarme de él.

—¿Ha mediado alguna desavenencia?

—Sí, algo así.

—¿Es usted tal vez responsable?

—Sí, en muchos aspectos —admitió la dócil Elizabeth con un suspiro—. Barrí los carbones cuando debía haberlo hecho la criada y dije que estaba «derrengada»; y él se enfadó conmigo.

Aquella contestación pareció despertar la simpatía de la dama.

—¿Sabe qué impresión producen en mí sus palabras? —dijo con candidez—. Que es un hombre con un temperamento muy fuerte, un poco orgulloso y tal vez también ambicioso. Pero no es un mal hombre. —Su interés por no condenar a Henchard, al tiempo que tomaba partido por ella, le pareció extraño.

—Oh, no, claro que no es malo —convino la joven con su habitual sinceridad—. Además, ha dejado de ser amable conmigo sólo desde hace poco, desde que murió mamá; aunque a mí se me ha hecho toda una eternidad. Se puede decir que todo es fruto de mis defectos; y mis defectos son fruto de mi historia.

—¿Cuál es su historia?

Elizabeth-Jane miró a su interlocutora con un tinte de melancolía. Vio que la estaba mirando, bajó los ojos y luego le pareció que debía volver a mirarla de nuevo.

—Mi historia no es nada alegre ni atractiva —dijo—. Y, sin embargo, se la puedo contar, si realmente le interesa.

La dama le aseguró que le interesaba, y Elizabeth-Jane le contó el relato de su vida según ella lo conocía, que se aproximaba bastante al verdadero, salvo el episodio de la venta en la feria.

Contrariamente a lo que había imaginado, su nueva amiga no se mostró particularmente sorprendida, cosa que la reconfortó, hasta que recordó que debía volver a esa casa en la que últimamente la trataban con tan poca consideración.

—¡No sé cómo voy a volver! —murmuró—. Estoy pensando en marcharme. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Adónde voy a ir?

—Sí, tal vez le convendría marcharse cuanto antes —dijo su amiga en tono afable—. Yo no me iría lejos. Ahora que habla usted de eso, yo voy a necesitar pronto a alguien que viva en mi casa, en parte como ama de llaves y en parte como compañera. ¿Le gustaría venirse conmigo? Pero tal vez...

—¡Oh, sí! —exclamó Elizabeth con lágrimas en los ojos—. Desde luego que me gustaría. Haría lo que fuera para ser independiente. Tal vez mi padre me querría entonces. Pero...

—¿Pero qué?

—Soy una persona muy deficiente. Y una compañera para usted debe ser completísima.

—Oh, no necesariamente.

—¿No? A veces no puedo evitar emplear el lenguaje de los campesinos.

—No se preocupe. Me gustará oírlo.

—Ah, y además hay otra cosa —sonrió Elizabeth con un tinte de desolación—. Aprendí casualmente a escribir con una letra que no es la de mujer. Y supongo que usted querrá a alguien que sepa escribir con letra bonita, ¿no?

—Pues... no, en realidad.

—¿Cómo? ¿Que no quiere que escriba con letra de señorita? —exclamó Elizabeth llena de júbilo.

—Pues no precisamente. —Pero ¿dónde vive usted?

—En Casterbridge. Mejor dicho, viviré aquí después del mediodía.

Elizabeth expresó su asombro.

—He pasado unos días en Budmouth mientras me habilitaban una casa que llaman aquí con el nombre de HighPlace Hall, una antigua casa de piedra que mira al mercado. Dos o tres habitaciones están ya listas para ser ocupadas, pero no todas. Esta noche voy a dormir en la casa por primera vez. Bien, ¿por qué no medita usted mi propuesta y viene a verme aquí la semana que viene el primer día de buen tiempo a decirme si aún sigue interesada?

Elizabeth, con los ojos brillantes ante la perspectiva de acabar con una situación que se había vuelto insoportable, asintió llena de alegría, y ambas se despidieron a las puertas del camposanto.

El alcalde de Casterbridge
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