XVIII

Llegó un barquinazo, que Elizabeth venía previendo desde hacía tiempo, como el que ocupa un pescante prevé la sacudida que promete un bache del camino.

Su madre estaba enferma, demasiado para salir de su habitación. Henchard, que la trataba con amabilidad, salvo en sus momentos de irritación, mandó llamar al punto al médico más rico y con mayor clientela, y al que suponía el mejor. A la hora de acostarse, dejaron una luz encendida toda la noche. Un par de días después, la enferma mejoró.

Elizabeth, que la había velado la noche anterior, no se presentó a desayunar, y Henchard se sentó a la mesa solo. Se sorprendió al ver una carta dirigida a él procedente de Jersey, con una letra que conocía demasiado bien y que había esperado no volver a ver de nuevo. La cogió y la estuvo mirando como quien contempla un cuadro, una visión o el reflejo de una experiencia pasada. Luego la leyó, a modo de colofón intrascendente de sus conjeturas.

La firmante decía que había comprendido por fin la imposibilidad de volverse a ver, ahora que él había contraído nuevas nupcias con su antigua mujer. Reconocía que semejante reunión había sido la única salida decorosa para él, solución que ella no podía por menos de aceptar.

Así pues, tras mucho reflexionar —proseguía— te perdono haberme planteado el dilema, teniendo en cuenta que no me ocultaste nada antes de iniciar nuestras malhadadas relaciones y que me expusiste claramente, aunque a tu manera tosca, el riesgo que había en caso de volverse íntimas, por leve que fuera tras quince o dieciséis años de silencio por parte de tu esposa. Así, considero todo esto más bien una desgracia mía que falta tuya.

Por eso, Michael, debo pedirte que te deshagas de las cartas con las que te perseguí día tras día en pleno torbellino sentimental. Fueron escritas cuando consideraba cruel tu conducta conmigo; pero ahora que conozco más detalles de la situación, reconozco la injusticia de mis reproches.

Estoy segura de que comprenderás que la única condición que hará posible para mí cualquier felicidad futura es que la relación pasada entre nuestras vidas se mantenga secreta fiera de esta isla. Sé que no dirás nada, ni de palabra ni por escrito. Me queda por mencionar una precaución más: ningún escrito mío, ni ningún otro objeto, por insignificante que sea, deberían quedar en tu posesión por negligencia u olvido. A este fin te ruego que me devuelvas cualquier cosa mía que puedas tener, particularmente las cartas escritas en mi primer abandono a los sentimientos.

Gracias por la hermosa suma que me mandaste, como bálsamo para restañar la herida.

Ahora me encuentro camino de Bristol para ver a mi única pariente. Es rica, y espero que haga algo por mí. A mi regreso pasaré por Casterbridge, y por Budmouth, donde tomaré el paquebote. ¿Puedes ir a verme con las cartas y demás menudencias? Estaré en el coche que cambia caballos en el Hotel del Antílope a las cinco y media el miércoles por la noche; llevaré un chal Paisley con una franja roja, para que me reconozcas más fácilmente. Prefiero que me entregues todo en mano a que me lo mandes por correo.

Siempre tuya,

LUCETTA

Henchard respiró profundamente. «Pobre criatura. ¡Ojalá no me hubieras conocido... Juro por mi alma que, si alguna vez me veo en condiciones de casarme contigo, lo haré. Sí, es mi deber.»

La contingencia que tenía en mente era, por supuesto, la muerte de la señora Henchard.

Tal y como le pedía Lucetta, hizo un paquete con sus cartas, lo selló y lo guardó hasta el día en que lo había citado; este plan de devolvérselas personalmente le parecía una pequeña argucia por parte de la joven para intercambiar unas palabras sobre tiempos pasados. El habría preferido no verla; pero, creyendo que no podía haber gran daño en concederle aquel deseo, partió al atardecer y esperó frente a la oficina de postas.

La tarde era fría, y el coche traía retraso. Henchard cruzó al otro lado mientras se cambiaban los caballos; pero no vio a Lucetta ni dentro ni fuera. Concluyendo que debía haber ocurrido algo que modificara sus planes, dio por zanjado el asunto y marchó a casa, no sin cierta sensación de alivio.

Entretanto, la señora Henchard se debilitaba a ojos vistas. Ya no podía salir de la habitación. Un día, después de un buen rato cavilando desasosegadamente, expresó el deseo de escribir. Inmediatamente se puso a su disposición pluma y papel, y la dejaron sola por expreso deseo. Estuvo escribiendo unos minutos, plegó el papel con cuidado, llamó a Elizabeth-Jane para que trajera una vela y cera, y luego, negándose todavía a ser ayudada, selló la hoja, la encabezó y la guardó en su escritorio. Así rezaba el encabezamiento:

Para el señor Michael Henchard. No abrir hasta el día de la boda de Elizabeth-Jane.

Esta última veló a su madre mientras le quedaron fuerzas, noche tras noche. Para aprender a tomar en serio el universo no hay manera más rápida que observar, hacer de «veladora», como dice: la gente del pueblo. Entre las horas en que pasaba el último borrachín y se desperezaba el primer gorrión, el silencio de Casterbridge (exceptuando algún que otro exabrupto por parte del sereno) sólo lo rompía para el oído de Elizabeth el frenético tictac del reloj de la alcoba, que rivalizaba con el tic-tac del de las escaleras, cada vez con mayor fuerza hasta que parecía resonar como un gong; y todo ello mientras esta sensible muchacha se preguntaba por qué había nacido, por qué estaba sentada en aquella habitación ante una vela que la hacía parpadear, por qué las cosas de su alrededor tenían aquella forma concreta y no otra distinta, por qué la miraban con aquel aire de desvalimiento como si esperaran el toque de alguna varita que las liberara de las ataduras terrenales, adónde iba y cómo había empezado aquel caos llamado conciencia que en aquel momento daba vueltas en su interior como un trompo. Sus ojos se le cerraron; seguía velando y, sin embargo, estaba ya dormida.

Una palabra de su madre la despertó. Sin preámbulo alguno, y como continuación de algo en lo que estaba pensando, la señora Henchard dijo:

—¿Recuerdas la nota que os mandaron a ti y al señor Farfrae, en la que se os pedía que os entrevistarais con alguien en Durnover Bargon, y que creísteis que era una triquiñuela para reírse de vosotros?

—Sí.

—No era para reírse de vosotros; era para que os conocierais. Yo las escribí.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Elizabeth, visiblemente sobresaltada.

—Quería... que te casaras con el señor Farfrae.

—¡Oh, mamá! —Elizabeth-Jane inclinó tanto la cabeza que casi se tocó las rodillas. Como su madre no proseguía, preguntó—: ¿Por qué razón?

—Bueno. Yo tenía una. Algún día la sabrás. Me habría gustado que la boda se hubiera celebrado en vida mía. Pero... las cosas no ocurren nunca según nuestros deseos. Henchard lo odia.

—Tal vez vuelvan a ser amigos algún día —murmuró la muchacha.

—No sé. No sé. —Tras esto, su madre guardó silencio, y se durmió; y ya no volvió a hablar del tema.

Unos días después, una mañana de domingo concretamente, Farfrae pasaba por la casa de Henchard cuando observó que todas las celosías estaban cerradas. Tocó la campana tan suavemente que apenas sonó una única nota completa y otra débil, y fue debidamente informado de que la señora Henchard acababa de morir, hacía tan sólo unos minutos.

Al pasar por la fuente pública, encontró a unos cuantos viejos vecinos que iban allí a buscar agua siempre que tenían, como en aquel momento, tiempo para cogerla, pues la de este manantial era más pura que la de los pozos de sus casas. La señora Cuxsom, que llevaba allí un tiempo indefinido con su cántaro, estaba describiendo los incidentes de la muerte de la señora Henchard tal y como los había oído contar a la enfermera.

—Y estaba más blanca que una lápida de mármol —decía la señora Cuxsom—. Y era una mujer tan previsora... que la pobre había pensado en cada detalle de su mortaja. «Sí», dice ella, «cuando me haya ido, y exhalado mi último suspiro, registrad en el cajón superior de la cómoda que hay en el cuarto trasero al lado de la ventana y encontraréis la ropa de mi mortaja. Un trozo de franela que pondréis debajo, y otro más pequeño para la cabeza; y me pondréis también las medias nuevas que están dobladas al lado y las demás cosas. Y no olvidéis los cuatro peniques de una onza cada uno, los más pesados que he podido encontrar, envueltos en trapitos blancos, para hacer peso: dos para el ojo derecho y dos para el izquierdo», dijo. «Y cuando los hayáis usado, y mis ojos no se abran ya más, enterrad los peniques, queridas mías, y no los gastéis por ahí, pues no me gustaría. Y abrid las ventanas en cuanto me hayan llevado, y haced que el lugar resulte lo más alegre posible para Elizabeth-Jane.»

—¡Ah, la pobre mujer!

—Pues bien, Martha siguió sus instrucciones y enterró los peniques en el jardín. Pero ¿me creeréis si os digo que ese tunante de Christopher Coney fue y los desenterró y se los gastó en Los Tres Marineros? «Caray», dijo, «¿por qué la muerte debe robar a la vida cuatro peniques? La muerte no tiene tan buena fama para que debamos respetarla también en esos pormenores», dijo.

—¡Qué barbaridad! —exclamaron sus oyentes en tono condenatorio.

—Lo siento, pero a mí no me parece así —intervino Solomon Longways—. Lo digo hoy, que es mañana de domingo, y ni por seis peniques de plata diría yo nada impropio en tal ocasión. Yo no veo nada malo en eso. Respetar a los muertos es algo que nos mandan las Sagradas Escrituras; y yo no vendería esqueletos —al menos esqueletos respetables— para que los barnicen los estudiantes de anatomía, a menos que estuviera sin trabajo. Pero el dinero escasea, y las gargantas se secan. ¿Por qué la muerte debe robar a la vida cuatro peniques? Yo repito que no hay nada malo en eso.

—Bueno, la pobre mujer no puede hacer ya nada para impedir eso u otras cosas —contestó la tía Cuxsom—. Y le quitarán todas sus llaves brillantes, y abrirán sus cajones, y verán las cosas pequeñas que no quería que viera nadie; y todos sus deseos y costumbres serán como humo...

El alcalde de Casterbridge
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