XL
Unas horas antes, Henchard, cansado de rumiar en el puente, había vuelto a dirigir sus pasos hacia el centro de la ciudad. Al embocar una calle, vio salir una procesión de un callejón más arriba. Las linternas, los cuernos y la muchedumbre lo sobresaltaron. Al ver los monigotes montados en un burro comprendió de qué se trataba.
La cuadrilla atravesó la calle, enfiló otra y desapareció. Henchard retrocedió unos pasos sumido en graves reflexiones y decidió finalmente volver a casa por el sendero que bordeaba el río. Pero, incapaz de encontrar sosiego, fue a la casa donde se hospedaba su hijastra, donde le dijeron que ésta había ido a casa de la señora Farfrae. Como obedeciendo a un embrujo, y presa de una aprensión indefinible, siguió la misma dirección, esperando encontrarla por la calle ahora que los alborotadores se habían esfumado. Al no conseguirlo, dio el más suave de los tirones a la campana de la puerta, donde lo informaron de lo ocurrido, así como de la orden del médico de llamar urgentemente a Farfrae, cosa que habían hecho enviando a un mozo a buscarlo a la carretera de Budmouth.
—¡Pero si ha ido a Mellstock y a Weatherbury! —exclamó Henchard, ahora indeciblemente preocupado—. ¡No ha cogido la carretera de Budmouth, ni mucho menos!
Pero, ay, Henchard había perdido toda credibilidad. Nadie le creyó, pues sus palabras sonaban a expresiones fútiles e irreflexivas. Aunque la vida de Lucetta parecía depender en aquel momento del regreso de su marido, no mandaron ningún mensajero a Weatherbury. Henchard, en un estado de amarga ansiedad y contrición, decidió ir a buscarlo personalmente.
A este fin salió de la ciudad precipitadamente, corrió por la carretera del este allende el páramo de Durnover, subió una colina situada más allá y siguió corriendo en la moderada oscuridad de aquella noche de primavera hasta llegar a una segunda y casi a una tercera colina, a unas tres millas de distancia. En Yalbury Botton —o Yalbury Plain—, al pie de la colina, se detuvo a escuchar. Al principio no oyó más que los latidos de su corazón, junto al suave suspiro del viento entre las masas de piceas y alerces del bosque de Yalbury, que cubrían las alturas a cada lado; pero de repente le llegó el ruido de unas ruedas ligeras que afilaban sus llantas contra los tramos de la carretera recién adoquinados, acompañado del distante resplandor de las luces.
Supo que era el calesín de Farfrae bajando la colina, pues el vehículo había sido de su propiedad hasta que lo comprara el escocés en la subasta de sus bienes. Henchard volvió sobre sus pasos por Yalbury Plain, pues el calesín había reducido velocidad al pasar entre dos campos sembrados.
Se encontraba en el punto donde la carretera se bifurcaba en dirección a Mellstock. Si Farfrae tomaba aquella dirección, como parecía ser su intención, probablemente retrasaría su regreso un par de horas. Pronto se vio que persistía en aquella intención, pues la luz viró hacia Cuckoo Lane, el mencionado desvío. El faro del calesín alumbró la cara de Henchard, lo que permitió a Farfrae distinguir a la mismísima persona con la que había peleado unas horas antes.
—¡Farfrae! ¡Señor Farfrae! —gritó Henchard jadeando, levantando la mano.
Farfrae dejó que el caballo embocara un poco el desvío antes de deternerse. Luego tiró de las riendas y, como si se dirigiera a un enemigo declarado, dijo por encima de los hombros:
—¿Sí?
—¡Vuelva en seguida a Casterbridge! —grió Henchard—. Ha ocurrido algo grave en su casa que exige su presencia inmediata. He venido corriendo hasta aquí para darle la noticia.
Farfrae permaneció silencioso, y su silencio hizo que a Henchard se le cayera el alma a los pies. ¿Por qué antes de aquello no había pensado en lo que era tan evidente? El, que, cuatro horas antes, lo había incitado a librar una lucha a muerte, estaba ahora, en la oscuridad de la noche, en una carretera solitaria invitándolo a volver por un camino particular, donde podrían asaltarlo sus cómplices, en vez de proseguir por el camino planeado, donde tenía menos riesgo de ser asaltado. Henchard casi vio el discurrir de aquellos pensamientos por la mente de Farfrae.
—Tengo que ir a Mellstock —dijo Farfrae fríamente mientras aflojaba las riendas para proseguir.
—Pero el asunto es más serio que su negocio de Mellstock —imploró Henchard—. Es su esposa. Está enferma. Le contaré más detalles en el camino de vuelta.
La agitación y brusquedad de Henchard aumentaron la sospecha de Farfrae de que se trataba de un ardid para llevarlo al bosque próximo, donde Henchard podría haber tramado llevar a cabo lo que, por prudencia o por falta de coraje, no había podido consumar unas horas antes. Farfrae arreó al caballo.
—Sé lo que está pensando —insistió Henchard corriendo tras él a la desesperada y viendo la imagen de villano sin escrúpulos que se había forjado a los ojos de su antiguo amigo—, pero no soy como usted piensa —se desgañitó—. Créame, Farfrae, he venido sólo por usted y por su mujer. Su mujer está en peligro. No sé nada más; sólo que quieren que vuelva usted. Un mozo suyo ha ido a buscarlo por otra carretera equivocadamente. ¡Oh, Farfrae, créame, por favor! ¡Soy un desgraciado y un miserable, pero mi corazón sigue estando con usted!
Pero Farfrae desconfiaba de él enteramente. Sabía que su mujer estaba embarazada, pero la había dejado poco antes en perfecto estado; y la traición de Henchard era más creíble que su historia. En otro tiempo le había oído observaciones irónicas y amargas, y podía ahora perfectamente tratarse de una más. Aligeró, pues, el paso del caballo y no tardó en alcanzar el altozano que lo separaba de Mellstock, mientras la carrera azorada de Henchard parecía confirmarle que sus intenciones eran, en efecto, aviesas.
El calesín y su conductor se empequeñecieron contra el cielo; los esfuerzos de Henchard para ayudar a Farfrae habían sido vanos. Por aquel pecador arrepentido no iba a haber ninguna alegría en el cielo. Se maldijo como un Job menos escrupuloso, como un hombre vehemente que ha perdido el amor propio, último asidero del ánimo en medio de la pobreza y la desgracia. A aquella sima había bajado tras unos momentos de oscuridad emocional de la que el cercano bosque constituía una inadecuada ilustración. Inició el regreso por el mismo camino de la ida. En cualquier caso, no debía ser motivo de retraso para Farfrae encontrárselo de camino cuando regresara a casa.
Al llegar a Casterbridge, Henchard se acercó de nuevo a casa de Farfrae. Al abrirse la puerta, rostros de angustia se enfrentaron a él desde las escaleras, vestíbulo y rellano. Todos dijeron con el mismo acento de pesar y decepción:
—¡Ah! No es él.
Hacía bastante tiempo que el criado, al descubrir su error, había vuelto a la casa, por lo que todas las esperanzas estaban puestas en Henchard.
—Pero ¿no lo ha encontrado? —preguntó el médico.
—Sí... Pero no le puedo contar más —contestó Henchard, mientras se hundía en un sillón de la entrada—. No vendrá antes de dos horas.
—Hum —dijo el cirujano, volviendo a subir.
—¿Cómo está? —preguntó Henchard a Elizabeth, que formaba parte del grupo.
—Corre grave peligro, papá. Su ansiedad por ver a su marido puede resultar fatal. ¡Pobre mujer! Me temo que la han matado.
Henchard miró a su compasiva interlocutora durante unos instantes, como si la viera bajo una nueva luz; luego, sin más observaciones, salió en dirección a su solitario chamizo. Así acabaría la rivalidad con aquel hombre, pensó. La muerte se iba a llevar la ostra, y Farfrae y él se quedarían con la valva. Pero ¿y Elizabeth-Jane? En medio de su desolación la veía ahora como un pequeño destello de luz. Le había gustado la expresión de su rostro al contestarle desde las escaleras. Había notado afecto en él, y, lo que más necesitaba Henchard ahora era afecto simple y puro. Ella no era suya; pero, por primera vez, tuvo la vaga imaginación de que podría serlo..., si es que seguía amándolo.
Jopp se disponía a acostarse cuando llegó Henchard. Al oírlo entrar por la puerta, dijo:
—La salud de la señora Farfrae parece correr serio peligro.
—Sí —dijo Henchard secamente, sin sospechar en absoluto su complicidad en la arlequinada de la noche y levantando los ojos sólo lo suficiente para ver que el rostro de Jopp expresaba una gran preocupación.
—Ha venido alguien preguntando por usted —agregó Jopp cuando Henchard se disponía a encerrarse en su habitación—. Una especie de viajero o capitán de navío o algo así.
—Ah. No sé quién puede ser.
—Me ha parecido un hombre acomodado. Pelo gris y cara redonda; pero no ha dejado ni nombre ni recado alguno.
—Ni a mí me interesa tampoco lo más mínimo. —Dicho lo cual, Henchard cerró la puerta.
El desvío a Mellstock retrasó el regreso de Farfrae casi las dos horas que Henchard había calculado. Uno de los motivos urgentes para su inmediata presencia era que se necesitaba su autorización para llamar también al médico de Budmouth. Cuando regresó por fin, lamentó amargamente haber interpretado mal las palabras de Henchard.
Se despachó un mensajero a Budmouth, pese a lo avanzado de la noche, y el otro médico llegó de madrugada. Lucetta había mejorado bastante con la llegada de Donald, el cual raras veces, o nunca, abandonaba su cama; y cuando, inmediatamente después de su entrada, ella trató de susurrarle el secreto que oprimía su corazón, él la hizo callar por miedo a que hablar empeorara aún más su estado, asegurándole que ya habría tiempo de sobra para contarle lo que fuera.
Aún no se había enterado de lo de la cencerrada. La grave dolencia y el aborto sufridos por la señora Farfrae cundieron rápidamente por toda la ciudad. Los cabecillas de la cencerrada adivinaron la causa con aprensión y arrepentimiento, y el miedo impuso un silencio sepulcral sobre los detalles de la orgía; por su parte, los que rodeaban a Lucetta no se atrevieron a aumentar la pena de su marido aludiendo al asunto.
Qué, y cuánto, contó finalmente Lucetta a Farfrae acerca de sus antiguas relaciones con Henchard, solos en el desamparo de aquella noche triste, es algo difícil de saber. Que le contó la verdad sobre su pasada intimidad con el comerciante de granos resultó evidente por las propias declaraciones de Farfrae. Pero si, y en qué medida, le habló de otras cuestiones relativas a su conducta posterior —los motivos para venir a Casterbridge para unirse a Henchard, la presunta justificación para abandonarlo tras descubrir que había razones de peso para temerlo (aunque si lo había abandonado había sido más bien por haberse enamorado de un flechazo de otro hombre), el modo de reconciliar moralmente su boda con el otro cuando se hallaba comprometida en cierta medida con el primero...—, todo eso quedó en el exclusivo secreto de su marido.
Además del sereno que cantó las horas y el tiempo en Casterbridge aquella noche, hubo una figura que recorrió Corn Street de cabo a rabo con no menor frecuencia. Fue la de Henchard, cuyo propósito de retirarse a descansar no tardó en revelarse vano: cada cierto tiempo iba a interesarse por el estado de la paciente. Lo hacía tanto por Farfrae como por Lucetta, y por Elizabeth-Jane aún más que por los otros dos. Tras haber perdido sucesivamente todas sus ilusiones, su vida parecía centrarse en la personalidad de su hijastra, cuya presencia apenas había soportado hasta hacía poco. Verla cada vez que iba a preguntar por la salud de Lucetta constituía un consuelo para él.
La última de sus visitas la hizo hacia las cuatro de la mañana, a la luz acerada de la aurora. Lucifer se estaba volviendo día por el páramo de Durnover, los gorriones estaban empezando a posarse en las calles, y las gallinas de los corrales habían empezado a cacarear. Vio que una criada abría la puerta suavemente y retiraba de la aldaba el trozo de tela que amortiguaba su ruido. Atravesó la calle. Los gorriones apenas levantaron el vuelo, pues a aquellas horas del día no temían la agresividad del hombre.
—¿Por qué retiráis la tela? —preguntó Henchard.
La sirvienta se volvió, ligeramente sobresaltada, y estuvo unos instantes sin contestar. Al reconocerlo, dijo:
—Porque ya pueden llamar todo lo fuerte que quieran: ella no volverá a oír más aldabonazos.