XXVII

Eran vísperas de la cosecha. Como los precios estaban a la baja, Farfrae compraba. Como ocurría tantas veces, los agricultores, tras haber contado con una mala cosecha, se pasaron al otro extremo y empezaron a vender (en opinión de Farfrae) con demasiada temeridad, al dar ahora por descontada una buena cosecha. Así, él siguió comprando trigo viejo a un precio relativamente ridículo, pues la producción del año anterior, aunque no muy grande, había sido de excelente calidad.

Cuando empezó la recolección, Henchard había liquidado sus operaciones de manera desastrosa y se había desembarazado de sus compras con unas pérdidas enormes. Durante tres días hizo un tiempo excelente, y luego se dijo Henchard: «¿Y si ese maldito brujo llevara razón después de todo?».

En efecto, tan pronto como las guadañas empezaron a actuar, la atmósfera empezó a humedecerse hasta el punto de que el mastuerzo habría podido crecer en ella sin necesidad de ningún otro alimento; rozaba, cual franela mojada, las mejillas de la gente que salía a la calle. Después se levantó un viento cálido y huracanado; algunas gotas sueltas de lluvia aún se estrellaban contra los cristales de las ventanas; la luz del sol irrumpía como un abanico abierto rápidamente, proyectaba el patrón de la ventana sobre el suelo de la habitación con una claridad lechosa y sin brillo y se retiraba con la misma rapidez con la que había aparecido.

A partir de aquel día y hora quedó claro que no iba a haber un cosecha tan buena como se había creído. Si Henchard hubiera esperado un poco, podría al menos haber evitado las pérdidas, aunque no hubiera registrado beneficios. Pero la paciencia era una cualidad ausente en su temperamento. Permaneció silencioso ante este vuelco de la situación climática. Todos sus pensamientos parecían converger en la conclusión de que algún poder extraño estaba trabajando en su contra.

«Me pregunto —se decía con recelo— si no habrá alguien que ha puesto al fuego una imagen mía de cera o esté removiendo un brebaje maléfico para ocasionar mi ruina. Yo no creo en tales cosas, pero ¿y si fuera verdad?» Aun así, no podía admitir que el causante de todo aquello, si es que había algún causante, pudiera ser Farfrae. Aquellos ataques aislados de superstición los tenía Henchard cuando se sentía deprimido, cuando lo abandonaba su característica visión práctica de las cosas.

Entretanto, Donald Farfrae no dejaba de prosperar. Había comprado en un mercado tan deprimido que la actual estabilidad de los precios bastó para reportarle un montón de oro allí donde había habido sólo un poco.

«Caramba, pronto será alcalde», se dijo Henchard. Sin duda debía de resultarle particularmente duro a él tener que seguir la estela triunfal de aquel hombre en su camino hacia el Capitolio.

La rivalidad de los amos había pasado también a los empleados.

Las sombras de la noche septembrina habían caído ya sobre Casterbridge. Los relojes habían dado las ocho y media y ya asomaba la luna. Las calles de la ciudad estaban curiosamente silenciosas para una hora tan relativamente temprana. De repente se oyó a lo largo de la calle el ruido de unos cascabeles y de ruedas de carro; a lo que siguieron unas voces de ira debajo de la casa de Lucetta. Ésta corrió a la ventana, acompañada por Elizabeth-Jane, y levantó las persianas.

La vecina casa del mercado y el ayuntamiento colindaban con la iglesia, salvo en la planta baja, donde un pasillo arqueado daba acceso a un gran espacio cuadrado llamado Bull Stake. En el centro se levantaba una columna de piedra, a la que antiguamente se ataban los bueyes para azuzarlos con perros, a fin de que su carne se volviera más tierna antes de ser sacrificados en los mataderos anejos.

El pasillo que conducía a aquel lugar se hallaba obstruido por dos carros tirados por cuatro caballos, uno de ellos cargado con gavillas de heno; los caballos se habían adelantado unos a otros y cabezas y patas traseras estaban todas liadas. Habría quedado paso libre para otros vehículos de haber ido ambos carros sin carga; pero uno de ellos estaba repleto de heno hasta las ventanas de la alcoba de Lucetta.

—Seguro que lo has hecho a propósito —exclamó el carretero de Farfrae—. Los cascabeles de mis caballos se pueden oír a media milla de distancia en una noche como ésta.

—Si hubieras marchado con cuidado y no de manera tan atolondrada, me habrías visto de sobra —replicó airado el mozo de Henchard.

Según las normas de circulación, el mozo de Henchard tenía la culpa y no tuvo más remedio que recular hasta la calle principal. Pero, al intentarlo, la rueda posterior rozó con la pared del camposanto, y, toda la montaña de heno se volcó, mientras dos de las cuatro ruedas y las patas del caballo de la limonera quedaban al aire.

En vez de preocuparse por recoger la carga, los dos hombres se enzarzaron en una pelea a puñetazo limpio. Antes de terminar el primer asalto, apareció en el lugar Henchard, al que alguien había corrido a llamar.

Henchard agarró a los dos hombres por el cuello y los lanzó en direcciones opuestas; luego se volvió hacia el caballo que estaba en el suelo y logró destrabarlo. Tras preguntar qué había pasado, y viendo el lamentable estado de su carro y de su carga, empezó a echar pestes contra el empleado de Farfrae

Lucetta y Elizabeth-Jane habían acudido para entonces a la esquina de la calle, desde donde, a la luz de la luna, vieron el montón de heno desparramado y pasaron varias veces al lado de Henchard y de los carreteros. Las mujeres habían presenciado lo que nadie más había visto: el origen del accidente. Lucetta tomó la palabra:

—Yo lo he visto todo, señor Henchard. Y ha sido su mozo el que ha tenido la culpa.

Henchard hizo una pausa en sus invectivas y se volvió.

—¡Oh! No la había visto, señorita Templeman —dijo—. ¿Que ha tenido la culpa mi mozo? Ah, seguramente. Seguramente. Pero permítame que le diga que el carro del otro venía vacío, y sin duda tiene más culpa.

—No. Yo lo he visto también —dijo Elizabeth Jane—. Y le puedo asegurar que no ha podido hacer nada para evitarlo.

—No puede fiarse usted de lo que dicen —murmuró el mozo de Henchard.

—¿Por qué no: —preguntó Henchard bruscamente.

—¿Que por qué? Pues verá, señor, porque todas las mujeres están de parte de Farfrae, que es de esos señoritos que se meten en el corazón de una doncella como el gusano en el cerebro de una oveja, haciendo que a sus ojos lo torcido parezca derecho.

—Pero... es que no sabes quién es la dama de la que estás hablando de esa maneras? ¿No sabes que yo la cortejo desde hace algún tiempo? Así que ándate con cuidado

—Ah. No. Aparte de los ocho chelines semanales, no sé nada, señor

—¿Y que el señor Farfrae lo sabe perfectamente? El es muy vivo para los negocios, pero no haría nada tan solapado como lo que estás sugiriendo.

Ya fuera o no porque Lucetta había oído aquel diálogo en voz baja, lo cierto es que su blanca figura desapareció hacia el interior de su casa, y la puerta se cerró antes de que Henchard pudiera alcanzarla para seguir conversando con ella. Esto lo desalentó, pues lo que había dicho aquel hombre había bastado para que deseara hablar con ella más detenidamente. En aquel momento apareció el viejo guardia.

—Stubberd, encárguese de que nadie pase por aquí esta noche —le dijo el comerciante de trigo—. La carga debe quedarse donde está hasta mañana, pues todos los peones siguen trabajando en el campo. Si se empeña en pasar algún coche o carromato, dé órdenes para que se desvíe por la calle trasera, ¡y que se vaya al diablo! ¿Algún caso para mañana en el Ayuntamiento?

—Sí. Uno muy curioso, señor.

—Ah. ¿De qué se trata?

—De una vieja, señor, sorprendida perjurando y alterando el orden público nada menos que junto a los muros de la iglesia, señor, como si fuera una taberna. Eso es todo, señor.

—Ah. El alcalde se ha ausentado de la ciudad, ¿no es cierto?

—Así es, señor.

—Muy bien. Entonces, allí estaré. No olvide vigilar este heno. Buenas noches, agente.

Durante aquellos momentos, Henchard había decidido seguir a Lucetta, a pesar de su actitud esquiva, y llamó a su puerta.

La contestación que recibió fue que la señorita Templeman lamentaba no poder verlo de nuevo aquella noche, pues tenía un compromiso en la ciudad.

Henchard se apartó de la puerta hacia el lado opuesto de la calle, donde permaneció junto a su heno en solitaria ensoñación, pues el guardia se había ido y los caballos ya habían sido retirados. Aunque la luna brillaba poco, aún no se habían encendido las farolas, y Henchard se refugió en la sombra de una de las pilastras que soportaban el pasadizo que daba acceso a Bull Stake, y desde allí se dispuso a vigilar la fachada de Lucetta.

En su alcoba se veía entrar y salir luces de vela. Era evidente que se estaba vistiendo para la cita, por extraño que pudiera parecer a aquella hora. Las luces se apagaron, los relojes dieron las nueve y, casi en aquel mismo momento, Farfrae apareció por la esquina opuesta y llamó a la puerta. Era indudable que ella había estado esperándolo dentro, pues al instante abrió la puerta en persona. Juntos salieron por un camino posterior en dirección a la parte occidental de la ciudad, evitando así la calle de enfrente. Adivinando adónde se dirigían, decidió seguirlos.

La cosecha se había aplazado tanto por los caprichos del tiempo que, cada vez que hacía bueno, todos los brazos se ponían a la obra para salvar lo que de aprovechable quedaba de las cosechas dañadas. A causa del acortarniento de los días, los cosecheros trabajaban también a la luz de la luna. De ahí que aquella noche los campos de trigo colindantes a dos lados del cuadrado que formaba Casterbridge estuvieran animados por la presencia de los recolectores. Sus gritos y risas habían llegado a Henchard mientras estaba en la casa del mercado, y, a juzgar por el atajo que habían tomado Farfrae y Lucetta, no le cabía duda de que se dirigían hacia ese lugar.

Casi toda la ciudad había acudido al campo. En la villa de Casterbridge aún se conservaba la costumbre ancestral de ayudarse unos a otros en épocas de especial necesidad; y así, aunque el trigo pertenecía al sector agrícola de una pequeña comunidad —la que vivía en el barrio de Durnover—, el resto de la población no estaba menos interesada en su recolección.

Al llegar a lo alto del camino, Henchard cruzó la umbrosa avenida que corría por la muralla, se deslizó por un terraplén verde y se detuvo en un campo segado. Las gavillas estaban dispuestas a modo de pabellones por toda la extensión amarilla, y las más alejadas se perdían de vista bajo el resplandor de la luna. Se había situado en un punto apartado de las operaciones inmediatas; pero los otros dos habían entrado también en aquel lugar, y pudo verlos serpentear entre las gavillas. No parecía importarles el rumbo de sus pasos, pues al cabo de unos minutos enfilaron hacia el punto donde se hallaba Henchard. De haber tropezado con él, la situación habría resultado harto engorrosa, por lo que decidió esconderse tras la gavilla más próxima.

—Tiene mi permiso —estaba diciendo Lucetta alegremente—. Diga lo que le apetezca.

—Bien, entonces —contestó Farfrae, con un apasionamiento de enamorado que Henchard no le había oído nunca— tenga por seguro que contará con muchos admiradores a causa de su posición, riqueza, talento y belleza. Pero ¿sabrá resistir la tentación de contar con tantos y contentarse con uno solo, bastante ordinario?

—¿Y sería ése el que está hablando ahora? —dijo ella riendo—. Muy bien, señor, ¿y qué más?

—Ay, me temo que lo que siento me va a llevar a olvidar los modales.

—Si es ésa la causa, espero que no vuelva a tenerlos nunca... —Tras ciertas frases quebradas, que Henchard no alcanzó a entender, ella añadió—: ¿Está seguro de que no se sentirá celoso?

Farfrae le cogió la mano mientras le aseguraba que no.

—Sabe perfectamente, Donald, que no amo a nadie más —dijo ahora—. Pero me gustaría obrar a mi manera en algunas cosas.

—¡En todas! ¿A qué cosa especial se refiere usted?

—¿Y si no quisiera vivir siempre en Casterbridge, por ejemplo, tras descubrir que no soy feliz aquí?

Henchard no oyó la contestación. Podría haber oído aquello y otras muchas cosas más; pero no le hacía demasiada gracia representar el papel de espía. Ellos prosiguieron hacia el centro de la actividad, donde las gavillas iban pasando, a un promedio de una docena por minuto, a los carros y carromatos listos para el acarreo.

Lucetta insistió en despedirse de Farfrae al acercarse a los trabajadores. El tenía que decirles algo, y, aunque le rogó que lo esperara unos minutos, ella no cedió y volvió a casa sola.

Henchard abandonó al instante la era y la siguió. Su estado mental era tal cuando llegó a la casa de Lucetta que no tocó la campanilla, sino que abrió la puerta y se dirigió directamente a su cuarto de estar, esperando encontrarla allí. Pero, al no ver allí a nadie, se dio cuenta de que, en su precipitación, se le había anticipado. Sin embargo, no tuvo que esperar mucho, pues pronto oyó el frufrú de su vestido en el vestíbulo, seguido de un suave ruido al cerrarse la puerta. Unos momentos después, apareció.

La luz era tan tenue que Lucetta no reparó al principio en la presencia de Henchard. Al verlo allí, dejó escapar un pequeño grito, casi de terror.

—¡Cómo puedes asustarme así! —exclamó, sulfurada—. Son más de las diez y no tienes derecho a sorprenderme aquí a estas horas.

—No sé si tengo derecho o no. En cualquier caso, tengo la excusa. ¿Es imprescindible que tenga que pararme a pensar en el código de conducta?

—Es demasiado tarde para recibir decorosamente, y podrías causarme algún perjuicio.

—Vine a verte hace una hora y no quisiste recibirme, y ahora creía que estabas en casa. Eres tú, Lucetta, la que se porta mal conmigo. No está bien de tu parte darme con la puerta en las narices de esta manera. Tengo un pequeño asunto del que hablarte, que pareces haber olvidado.

Ella se hundió en un sillón, completamente pálida.

—No quiero oír hablar de ese asunto. No quiero... —dijo a través de sus manos, mientras él, de pie cerca del borde de su falda, empezaba a recordarle los días de Jersey.

—Pero deberías escucharme —dijo él.

—Lo nuestro terminó, y por culpa tuya. ¿Por qué no me dejas ahora la libertad que he conseguido con tanto dolor? Si yo hubiera descubierto que me habías propuesto matrimonio por puro amor, ahora me podría sentir ligada a ti. Pero en cuanto me enteré de que lo habías planeado por pura compasión, casi como un deber desagradable, porque te había cuidado durante tu enfermedad y comprometí mi buen nombre, y tú creías deberme una reparación, a partir de entonces mis sentimientos hacia ti se fueron enfriando.

—Entonces, ¿por qué viniste a buscarme a esta ciudad?

—Creí que debía casarme contigo por razones de conciencia, puesto que estabas libre, aunque... ya no me gustabas igual que antes.

—¿Y por qué no sigues pensando lo mismo ahora?

Permaneció en silencio. Era demasiado evidente que la conciencia había impuesto su ley hasta que el nuevo amor hizo su irrupción y ocupó el lugar de esa ley. Pero, al tiempo que se daba cuenta de esto, olvidaba por un momento la razón que justificaba parcialmente su argumento: que haber descubierto el mal carácter de Henchard la disculpaba de no arriesgar en sus manos su felicidad tras haber escapado de ellas una vez. Lo único que pudo decir fue:

—Yo era una pobre muchacha entonces, y ahora las circunstancias me han cambiado tanto que apenas soy la misma persona.

—Eso es cierto. Y eso hace que el caso resulte algo engorroso para mí. Pero yo no quiero tocar tu dinero. Quiero que cada penique de tu propiedad se destine exclusivamente a tu persona. Además, este argumento no vale nada. El hombre en que estás pensando no es mejor que yo.

—¡Si fueras tan bueno como es él, me dejarías en paz! —gritó apasionadamente.

Aquella frase hizo saltar a Henchard:

—Tú no puedes rechazarme si quieres obrar con rectitud —exclamó—. Y si esta misma noche no prometes ser mi esposa ante un testigo, te aseguro que revelaré nuestros años de intimidad por el bien de otros hombres.

Un aire de resignación se apoderó de ella. Henchard notó su amargura; y si el corazón de Lucetta se hubiera entregado a cualquier hombre que no hubiera sido Farfrae, probablemente se habría compadecido. Pero lo había suplantado el trepador (como él lo llamaba) que se había encumbrado subiéndose a sus hombros, y no pudo mostrar ninguna compasión.

Sin mediar otra palabra, Lucetta tocó la campanilla y pidió que llamaran a Elizabeth-Jane, que estaba en su habitación. Ésta apareció, sorprendida en medio de sus elucubraciones. Tan pronto como vio a Henchard, avanzó hacia él cumpliendo con su deber.

—Elizabeth-Jane— —le dijo cogiéndola por la mano—. Quiero que oigas esto. —Y, volviéndose a Lucetta—: ¿Quieres casarte conmigo, sí o no?

—Si tú lo deseas, no tengo más remedio que decir sí. —¿Dices sí, entonces?

—Sí.

En cuanto hubo dado su promesa, cayó de espaldas, desvanecida.

—¿Qué cosa tan terrible le ha hecho decir, papá, que ha perdido el conocimiento? —preguntó Elizabeth, arrodillándose junto a Lucetta—. No la obligue a hacer nada en contra de su voluntad. Yo he vivido con ella y sé que no tiene mucha resistencia.

—No seas simplona —dijo Henchard secamente—. Esta promesa lo deja libre para ti, si es que lo quieres. ¿No crees?

Estas palabras hicieron que Lucetta se despertara sobresaltada.

—¿Lo deja libre para quién? ¿De quién estáis hablando? —preguntó excitada.

—De nadie, por lo que a mí respecta —dijo Elizabeth con firmeza.

—Ah. Bueno... En ese caso, ha sido un error mío —dijo Henchard—. Pero el asunto es entre la señorita Templeman y yo. Ella acepta ser mi esposa.

—Por favor, no hable de eso ahora —le rogó Elizabeth, cogiendo una mano de Lucetta.

—No lo haré, si ella lo promete —dijo Henchard.

—Ya lo he prometido —gimió Lucetta, con los miembros caídos como mayales de pura aflicción y debilidad—. Michael, por favor, no hables de eso más.

—No lo haré —dijo. Y, cogiendo el sombrero, se marchó. Elizabeth-Jane siguió arrodillada junto a Lucetta.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Ha llamado a mi padre Michael como si lo conociera desde hace tiempo. ¿Cómo es que tiene un poder tan grande sobre usted para haberle prometido ser su esposa en contra de su voluntad? Ah, usted me esconde muchos secretos...

—Y tal vez usted me esconda también alguno —murmuró Lucetta con los ojos cerrados, sin pensar, en su ingenuidad, que el secreto del corazón de Elizabeth tenía por objeto precisamente al joven que había ofuscado el suyo.

—Yo no haría nada contra usted —balbuceó Elizabeth, haciendo un gran esfuerzo para controlar sus emociones—. No logro entender cómo mi padre puede dominarla a usted de esa manera. No simpatizo con él en esto en absoluto. Iré a hablar con él y a pedirle que la deje libre.

—No, no —dijo Lucetta—. Que sea como haya de ser.

El alcalde de Casterbridge
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