VIII
De este modo se despidieron mientras, al otro lado, Elizabeth-Jane y su madre seguían pensativas delante de su cena (la madre con el semblante súbitamente iluminado tras oír a Henchard avergonzarse por una acción pasada). El fuerte temblor de la pared denotó ahora que Donald Farfrae había vuelto a tocar su campanilla, sin duda para que le retiraran la cena; luego empezó a canturrear una tonadilla y a caminar de un lado a otro, lo que hacía pensar que estaba interesado en la animación de las voces y cantos de los huéspedes congregados en la planta baja. Salió al pasillo y bajó las escaleras.
Al bajar Elizabeth-Jane la bandeja de Farfrae, que también había servido para su cena y la de su madre, descubrió que el trajín de los sirvientes había alcanzado su punto culminante, como suele ocurrir a tales horas, y, asustada ante la eventualidad de tener que colaborar en el servicio, se deslizó en silencio de un lado a otro observando aquella escena tan nueva para ella, que había pasado varios años encerrada en una cabaña junto al litoral. En el salón principal, que era bastante amplio, había dos o tres docenas de sillas de sólido respaldo colocadas a lo largo de la pared, cada una de ellas ocupada por un alegre contertulio. El suelo estaba enarenado. Un banco negro corrido, empezaba en la misma puerta le permitió observar cuanto allí acontecía sin ser particularmente vista.
El joven escocés acababa de unirse a la concurrencia. Además de varios menestrales que ocupaban asientos de privilegio en el mirador y aledaños, había también otras personas de rango inferior sentadas en simples bancos contra la pared del extremo no iluminado, y que bebían en tazas en vez de en copas. Entre los últimos reconoció a algunos de los que habían estado apostados ante las ventanas de Las Armas del Rey.
Detrás de ellos había una ventanita con un ventilador en forma de rueda en uno de los cristales, que tan pronto se ponía a funcionar con un ruido metálico como se paraba de repente, y volvía a ponerse en marcha otra vez.
Mientras observaba así la escena, le llegaron desde la parte delantera del banco las primeras palabras de una canción, encantadora tanto por la melodía como por el acento particular de quien la cantaba. Antes de bajar ella se habían cantado ya algunas; el escocés parecía haberse ambientado tan pronto que, a petición de algunos de los menestrales, había decidido participar él también en la ronda lírica.
Elizabeth-Jane, que era aficionada a la música, no pudo resistir la tentación de quedarse a escuchar, y cuanto más escuchaba más emocionada se sentía. Nunca había oído una canción como aquélla; por su parte, el resto de la audiencia no debía escuchar cosas semejantes con frecuencia pues prestaba una atención desacostumbrada. Ni cuchicheaba ni bebía ni mojaba la boquilla de la pipa en la cerveza para humedecerla ni brindaba con el vecino. El mismo intérprete estaba emocionado, hasta el punto de que ella creyó ver una lágrima en sus ojos mientras cantaba la canción:
Hogar, hogar querido donde quisiera estar,
hogar, hogar querido de mi añorada tierra,
donde me esperan dos ojos que no cesan de llorar,
pero un rostro hermoso brillará de felicidad
cuando vuelva a pasar por Annan Water con mis bonitas cintas;
cuando las flores se abran y estén verdes los árboles
y la alondra me llame a mi tierra.
Estalló un fuerte aplauso, y un silencio profundo que fue más elocuente aún que el aplauso. Un silencio tal que, cuando el viejo Solomon Longways, uno de los congregados en el rincón oscuro de la estancia, quitó la boquilla de su pipa, demasiado larga, su gesto pareció grosero e irreverente. Luego el ventilador de la ventana se puso a girar espasmódicamente, y el patetismo de la canción de Donald se esfumó temporalmente.
—¡No ha estado mal, no ha estado nada mal! —murmuró Christopher Coney, que también estaba presente. Y, apartando la pipa unos centímetros de la boca, agregó en voz alta—: ¡Por favor, joven, siga con la siguiente estrofa!
—¡Sí, cante otra vez, forastero! —dijo el cristalero, un hombre fornido y de cabeza cúbica, con un delantal blanco ceñido a la cintura—. Nadie consigue emocionar así a los habitantes de esta comarca. —Luego se volvió hacia un lado para preguntar en voz baja—: ¿Quién es ese joven? ¿Dice usted que es escocés?
—Sí, creo que acaba de llegar de las montañas de Escocia —replicó Coney.
El joven Farfrae repitió la última estrofa. Estaba claro que en Los Tres Marineros no se había oído nada tan patético desde hacía mucho tiempo. La diferencia del acento, la sensibilidad del cantante, el intenso sentimiento local y la seriedad con la que alcanzaba el clímax de la canción sorprendieron a este grupo de dignos menestrales, tan propensos a ahogar sus emociones con comentarios jocosos.
—¡Que me condene si nuestra tierra meridional se merece que la canten así de bien! —prosiguió el cristalero mientras el escocés modulaba el final de su canción—. Si exceptuamos a los tontos, los sinvergüenzas, los tullidos, los haraganes, las perdidas y demás ralea, poco queda para hacer una canción sobre Casterbridge o sus alrededores.
—Bien dicho —exclamó Buzzford, el tratante, mirando el grano de la mesa—. Casterbridge es un viejo antro de perdición se mire por donde se mire. La historia cuenta que nos rebelamos contra el rey hace un siglo o dos en la época de los romanos y que muchos de los nuestros fueron ahorcados y descuartizados en el cerro de la horca, y nuestros miembros repartidos por todo el país para venderse como casquería; yo, por mi parte, no tengo inconveniente en creerlo.
—¿Por qué dejó su país, joven, si tanto lo echa de menos? —preguntó Christopher Coney desde el rincón, manifiestamente reacio a cambiar de tema—. Si ha sido por nosotros, no valía la nena, se lo aseguro, pues, como dice el maestro Billy Wills, los de aquí somos gente tosca; y los mejores apenas somos honrados, pues los inviernos son muy duros, hay muchas bocas que llenar y Dios Todopoderoso sólo nos regala unas cuantas patatas para hacerlas. Aquí no pensamos ni en flores ni en rostros hermosos, no; sólo en la forma de las coliflores y de las longanizas.
—¡Cómo dice eso! —exclamó Donald Farfrae mirando gravemente a la cara a los allí presentes—. ¿Que los mejores de ustedes apenas son honrados? ¿Alguno de ustedes se ha llevado algo que no le pertenezca?
—¡No, por Dios, no! —exclamó Solomon Longways con una sonrisa huraña—. No hay que tomar nunca en serio lo que dice. —Y, dirigiéndose a Christopher con mirada de reprobación, agregó—: No tengas tanta familiaridad con un caballero al que no conoces de nada, y que viene prácticamente del polo norte.
Christopher Coney guardó silencio, y como no pudo conseguir ningún apoyo por parte del público, masculló para sí:
—¡Maldita sea! Si yo amara a mi tierra la mitad que ese jovencito, preferiría vivir limpiando la gorrinera de mi vecino antes que abandonarla. Lo que pasa es que no siento más amor por mi tierra que por el penal de la bahía de Botany.
—¡Venga ya! —exclamó Longways—. Deja al joven terminar su canción, o pasaremos aquí toda la noche.
—Ya la he terminado —dijo el joven cantante en tono de disculpa.
—Entonces, por lo que más quiera, cántenos otra —dijo el almacenista. —¿Puede cantar una melodía para las damas, señor? —preguntó una mujer gorda con un delantal de dibujos violeta ceñido con una cinta que su abundoso talle no dejaba ver.
—Déjele respirar un poco, tía Cuxson. Déjele que recobre el resuello —dijo el maestro cristalero.
—¡No es preciso! —exclamó el joven, el cual atacó al punto Oh Nannie con una modulación impecable, seguida de otro par de canciones parecidas, para concluir, por petición general, con Auld Lang Syne.
El joven escocés se había ganado por completo los corazones de los parroquianos de Los Tres Marineros, incluido el del viejo Coney. A pesar de cierta extraña solemnidad, que en determinado momento despertó en ellos cierta sensación de ridículo, empezaron a verlo a través del halo especial que su carácter parecía formar a su alrededor. Casterbridge era un sentimental, Casterbridge era un romántico; pero el sentimiento de aquel forastero era de una índole distinta. O tal vez la diferencia fuera sólo superficial: él era para ellos como el poeta de una escuela nueva que toma a sus contemporáneos por sorpresa; que no es realmente original, pero que es el primero en articular lo que todos sus oyentes han sentido, aunque sólo de manera vaga, hasta entonces.
El silencioso posadero había estado apoyado sobre el banco mientras el joven cantaba; y hasta la señora Stannidge había conseguido despegarse de su sillón del mostrador y acercarse a la puerta, movimiento que había realizado bamboleándose, como el tonel que se hace rodar sobre el aro metálico para que no pierda demasiado la verticalidad.
—¿Piensa quedarse a vivir en Casterbridge, caballero? —preguntó ésta.
—¡Ah, no! —dijo el escocés con melancólica resignación en la voz—. Estoy sólo de paso. Me dirijo a Bristol, donde me embarcaré rumbo al extranjero.
—Pues lo sentimos mucho —dijo Solomon Longways—. Vamos a echar mucho de menos sus preciosas canciones; para una vez que alguien viene a visitarnos... Conocer a un hombre que viene de tan lejos, del país de las nieves perpetuas y donde se puede decir que los lobos y los jabalíes y otros animales salvajes son tan comunes como los mirlos por aquí, en fin, esto es algo que no se ve todos los días, y le aseguro que la gente sedentaria como nosotros aprende mucho cuando un hombre como usted abre la boca.
—¡Qué dice, hombre! Está completamente equivocado respecto a mi tierra —protestó el joven con una mirada trágica, hasta que sus ojos brillaron y sus mejillas se encendieron con un repentino entusiasmo por rectificar los errores que acababa de oír—. No hay nieves perpetuas ni lobos en mi tierra; hay nieve en invierno y, bueno, un poquito en verano sólo algunas veces, y algún que otro mendigo errante que apenas se puede considerar peligroso. Ustedes deberían viajar en verano a Edimburgo, y a Arthur's Seat y alrededores, y luego ir también a los lagos, y a disfrutar del paisaje de las Tierras Altas, en mayo y junio; entonces no volverían a decir que es el país de los lobos y las nieves perpetuas.
—Por supuesto que no. Eso no se le ocurre a nadie que razone un poco —terció Buzzford—. Es la pura ignorancia la que le hace decir tales cosas. Es un pobre pueblerino que no merece estar en buena compañía. No le haga caso, caballero.
—¿Y se lleva usted colchón de borra, cobertor, loza y vajilla o viaja usted con lo puesto, por decirlo pronto? —preguntó Christopher Coney.
—He enviado mi equipaje por delante, aunque no llevo demasiado, pues el viaje es largo. —Los ojos de Donald se perdieron en una mirada ensimismada al agregar—: Pero me dije para mí: no descubriré ninguno de los tesoros de la vida si no me lanzo a la aventura. Y me puse en camino.
Un sentimiento general de pesar se apoderó de la concurrencia, sobre todo de Elizabeth-Jane. Desde su puesto estratégico detrás del banco, le pareció que los pensamientos de Farfrae desprendían sensatez al igual que sus fascinantes melodías habían desprendido cordialidad y apasionamiento. Admiraba el tono de seriedad con que abordaba las cosas serias. No le habían hecho gracia las ambigüedades y picardías de los borrachines de Casterbridge; y con razón: no tenían ninguna. A ella, al igual que a él, le disgustaban las chabacanerías de Christopher Coney y su panda. El parecía tener los mismos sentimientos que ella sobre la vida y sus circunstancias: que había más tragedia que comicidad en ellas; que, aunque se pudiera estar alegre en ocasiones, los momentos de alegría eran interludios y no verdaderos actos del drama. Le parecía extraordinaria la semejanza de sus opiniones.
Aunque era aún temprano, el joven expresó su intención de retirarse. La posadera susurró a Elizabeth que subiera a abrirle la cama. La joven tomó una vela para llevar a cabo su cometido, que era cuestión de unos pocos minutos. Cuando, con la vela en mano, se disponía a bajar de nuevo las escaleras, vio que el señor Farfrae las estaba subiendo. Como ella no pudo echarse para atrás, se encontraron y cruzaron en una vuelta de las escaleras.
Ella debió de parecerle interesante de algún modo, a pesar de su llana forma de vestir, o quizá también a consecuencia de ello, pues era una joven que se caracterizaba por la seriedad y sobriedad de su semblante, que se avenía a la perfección con la sencillez del atuendo. Se ruborizó ante la torpeza del encuentro y pasó por delante de él bajando la vista sobre la llama de la vela que llevaba justo debajo de la nariz. Así, ocurrió que, al verse frente a ella, él le sonrió; y luego, como un hombre temporalmente despreocupado que se lanza a cantar una canción y que después no puede parar, tarareó una antigua cancioncilla que ella había parecido sugerirle:
Al pasar por la puerta de mi hogar,
cuando el día ya tocaba a su fin,
Oh, ¿ a quién vi bajar por las escaleras?
Pues a mi querida y preciosa Peg.
Elizabeth Jane, algo desconcertada, aceleró el paso; y la voz del escocés se apagó tarareando la misma canción tras cerrar la puerta de su habitación.
Con esto se interrumpió por el momento la escena sentimental. Cuando, poco después, la muchacha volvió con su madre, ésta seguía aún meditando sobre un asunto muy distinto a la canción del joven.
—Hemos cometido un error —le dijo en voz baja para que el escocés no la oyera—. Por ningún concepto deberías haber ayudado a servir aquí esta noche. No por nosotras, sino por él. Si nos acepta de buen grado y se hace cargo de nosotras, y luego descubre lo que has hecho mientras nos alojábamos aquí, eso lo mortificará y herirá su natural orgullo de alcalde.
Elizabeth, que tal vez se habría alarmado por este hombre más que su madre de haber conocido el parentesco que los unía, no pareció preocuparse demasiado en aquel preciso momento. Su «él» no era el mismo hombre que el de su pobre madre.
—Por mi parte —dijo—, no me ha importado servirle un poco. Es un hombre muy respetable y educado. Está muy por encima de los hay en la posada. Lo han considerado un ingenuo por desconocer la manera burda en que hablan de sí mismos los de aquí. Por supuesto que la desconoce: es demasiado refinado para conocer ciertas cosas. —Tal fue su ardiente alegato.
Entre tanto, el «él» de su madre no estaba tan lejos como ellas creían. Tras abandonar Los Tres Marineros, se había puesto a pasear por la solitaria calle, pasando varias veces por delante de la posada. El canto del escocés había llegado a sus oídos a través de los orificios de los postigos en forma de corazón y lo habían hecho detenerse ante la ventana.
«¡Qué bien me cae ese joven! —decía para sí—. Supongo que es porque estoy tan solo. Yo le habría dado un tercio de mis beneficios si se hubiera quedado...»