XXIV

La pobre Elizabeth, que no sospechaba en absoluto que su mala estrella hubiera podido perjudicar de aquella manera las incipientes atenciones de Farfrae para con ella, se alegró al oír a Lucetta expresar su deseo de que se quedara.

Pues, además de que aquella casa era un hogar, la vista panorámica del mercado tenía tanto atractivo para ella como para Lucetta. El carrefour era como el convencional Espacio Abierto en los grandiosos dramas teatrales, donde los incidentes que se producen casi siempre afectan a los que viven en los alrededores. Agricultores, comerciantes, lecheros, curanderos, vendedores ambulantes... se daban cita allí de semana en semana, y desaparecían al caer la tarde. Era la encrucijada de todas las órbitas.

De un sábado para otro era ahora para las dos jóvenes como de un día para otro. Emocionalmente hablando, no vivían durante los intervalos. Adondequiera que fueran de paseo los demás días, el día de mercado las encontraba con toda seguridad en casa. Ambas deslizaban miradas furtivas por la ventana a los hombros y nuca de Farfrae. Su rostro lo veían raras veces, pues, ya por timidez, ya para no distraerse de los negocios, él evitaba mirar en dirección a sus aposentos.

Así fue pasando el tiempo hasta que cierta mañana de mercado trajo nuevas sensaciones. Elizabeth y Lucetta se hallaban desayunando cuando ésta recibió de Londres un paquete con dos vestidos. Llamada por Lucetta, Elizabeth se levantó de la mesa y, al entrar en la alcoba de su amiga, vio los dos vestidos extendidos en la cama, uno de color cereza oscuro y el otro de un color más claro, con sendos guantes en la punta de cada manga, sendos sombreros en cada cuello y una sombrilla atravesada encima de los guantes. Lucetta estaba junto a la sugerida figura humana en actitud contemplativa.

—Yo no lo pensaría tanto —dijo Elizabeth, en alusión a la intensidad con que Lucetta estaba deshojando mentalmente la margarita de qué modelo le sentaría mejor.

—Decidir sobre vestidos nuevos es una tarea difícil —dijo Lucetta—. Durante toda la primavera que viene vas a ser o esa persona —dijo señalando con el dedo una de las combinaciones o esa otra, totalmente distinta —señalo ahora a la otra—; y una de las dos, no se sabe cual podría resultar poco recomendable.

La señorita Templeman decidió finalmente correr el riesgo o de ser la persona de color cereza. El vestido le sentaba que ni pintado, y pasó con él al salón seguida de Elizabeth.

La mañana era excepcionalmente diáfana para aquella época del año. El sol caía de plano sobre las casas y la acera de enfrente, derramando una luz intensa en la casa de Lucetta. De repente, tras un estrépito de ruedas, se añadió a esta constante luz una serie fantástica de irradiaciones circulares sobre el techo, y las compañeras se acercaron a la ventana. Justo enfrente se había detenido un vehículo difícil de describir, como si lo hubieran colocado allí para una exposición.

Era un nuevo invento agrícola llamado «sembradora de tracción animal», desconocido hasta la fecha, en su forma moderna, en aquella parte del país, donde para sembrar se utilizaba aún el venerable saco sementero como en los tiempos de la Heptarquía. Su llegada ocasionó el mismo revuelo en el mercado del grano que habría ocasionado una máquina voladora en Charing Cross. Los gañanes se agolparon en derrededor, las mujeres se acercaron hasta cierta distancia, y los niños se deslizaban por debajo y por su interior. La máquina estaba pintada de verde, amarillo y rojo chillones, y en su conjunto parecía un híbrido de avispón, saltamontes y gamba, aumentados enormemente; aunque también se podía haber comparado con cualquier instrumento de música vertical, despojado de la parte delantera. Eso es lo que le pareció a Lucetta.

—Caramba, parece tata especie de piano agrícola —dijo.

—Tiene algo que ver con el trigo —dijo Elizabeth

—Me pregunto a quién se le habrá ocurrido la idea de traerlo hasta aquí.

Donald Farfrae acudió al pensamiento de ambas como el potencial innovador, pues aunque él no era agricultor propiamente hablando, estaba estrechamente vinculado al negocio de la agricultura. Y, como en respuesta a sus pensamientos, Farfrae en persona apareció en aquel momento, miró la máquina, la rodeó y se dispuso a manejarla como si entendiera algo de su funcionamiento. Las dos observadoras se sobresaltaron al verlo aparecer; Elizabeth abandonó la ventana, se dirigió a la parte posterior de la habitación y se quedó allí, como si estuviera contemplando el revestimiento de la pared. Pero, antes de que se diera cuenta de lo que había hecho, Lucetta, animada por la coincidencia de su nuevo atavío con la visión de Farfrae, dijo en voz alta:

—Vamos a ver ese ingenio, sea lo que sea.

Elizabeth-Jane se puso al instante el sombrero y el chal, y ambas salieron a la calle. De entre todos los agricultores allí congregados, la propietaria adecuada de la nueva máquina parecía Lucetta, pues era la única que rivalizaba con ella en color.

Las dos mujeres la examinaron con curiosidad: las filas de tubos en forma de trompeta, unos dentro de otros, y los pequeños vertedores, parecidos a cucharillas de sal, que volcaban la simiente en la parte superior de los tubos, que la depositaban a su vez en la tierra. Alguien dijo de repente:

—Buenos días, Elizabeth-Jane.

Esta alzó la vista. Era su padrastro.

Su saludo había sido algo seco e intempestivo, y Elizabeth-Jane, perdiendo momentáneamente la serenidad, tartamudeó sin pensar:

—Papá, le presento a la dama con la que vivo, la señorita Templeman.

Henchard se llevó la mano al sombrero, que se quitó con saludo tan amplio que llegó a rozarse la rodilla. La señorita Templeman se inclinó.

—Encantada de conocerle, señor Henchard —dijo—. Es ésta una máquina bastante curiosa.

—Sí —replicó Henchard, el cual procedió a explicársela, esforzándose por hacerla parecer ridícula.

—¿Quién la ha traído? —preguntó Lucetta.

—Oh, eso no me lo pregunte a mí, señora —dijo Henchard—. Este cacharro... Es imposible que pueda funcionar. Lo ha traído uno de nuestros mecánicos por recomendación de un mequetrefe con ínfulas que imagina... —Sus ojos se toparon con la mirada implorante de Elizabeth-Jane, y no terminó la frase, pensando que el escocés probablemente seguía cortejándola.

Henchard se dio media vuelta y se alejó. Luego se oyó algo que a su hijastra le pareció una alucinación. Esta creyó oír farfullar a Henchard las siguientes palabras:

—Te has negado a verme...

Unas palabras de reproche dirigidas a Lucetta... Elizabeth no podía creer que las hubiera pronunciado su padrastro; tal vez estaban dirigidas a alguno de los agricultores con polainas amarillas que había a su lado. Sin embargo, Lucetta parecía silenciosa; además, aquel incidente pasó inmediatamente a un segundo plano gracias a un canturreo que sonaba como desde el interior de la máquina. Henchard había desaparecido ahora dentro del mercado cubierto, y ambas mujeres miraron hacia la sembradora. Vieron detrás de ella la espalda inclinada de un hombre que estaba metiendo la cabeza en su mecanismo para tratar de desentrañar sus sencillos secretos. La canción canturreada rezaba de esta manera:

Una tarde de verano,

poco antes del crepúsculo,

Kitty, con su bonito vestido marrón,

llegaba a la montañosa Gowrie.

Elizabeth Jane había descubierto al punto quién era el cantante y se sintió culpable de no sabía qué. Lucetta la reconoció después y, más dueña de sí, dijo con cierto tono burlón:

—La muchacha de Gowrie cantada dentro de una sembradora... ¡Qué portento!

Satisfecho al fin de su revisión, el joven se incorporó y su mirada se cruzó con la de las dos mujeres.

—Estamos contemplando esta maravilla de sembradora —dijo las señorita Templeman—. Pero, al parecer, su rendimiento deja mucho que desear, ¿no? —añadió basándose en la información recién obtenida de Henchard.

—¿Que deja mucho que desear? Ah, nada de eso —la corrigió Farfrae en tono grave—. Esta máquina va a revolucionar el arte del sembrado en estos lares. Los sembradores ya no tendrán que lanzar la simiente a voleo, de manera que una pueda caer en el camino, otra entre cardos, y todo eso. Cada grano irá directamente a su lugar apropiado, y a ningún otro.

—Entonces, el romanticismo del sembrador habrá desaparecido para siempre —observó Elizabeth Jane, que congeniaba con Farfrae al menos en la lectura de la Biblia—. «Quien observe viento adverso no sembrará», como dijo el Maestro; pero esas palabras no tendrán ya sentido. Cómo cambian las cosas...

—Ya, es cierto... Así es la vida —reconoció Donald, con la mirada fija en un punto lejano—. Pero estas máquinas son ya muy corrientes en el este y norte de Inglaterra —añadió a modo de disculpa.

Lucetta parecía al margen de este intercambio de citas, pues su conocimiento de las Sagradas Escrituras era algo limitado.

—¿Es suya esa máquina? —preguntó a Farfrae.

—Ah, no, señora —dijo él confuso y deferente al oír su voz, aunque hablando con Elizabeth-Jane había estado tranquilo—. No, no. Yo me he limitado a recomendar su adquisición.

En el silencio que siguió Farfrae pareció verla sólo a ella; parecía haber pasado de la simple percepción de Elizabeth a una esfera de la existencia de mayor brillantez y prestancia. Lucetta, advirtiendo que Farfrae estaba aquel día dividido entre sus facetas mercantil v romántica, le dijo alegremente:

—Bueno, no vaya a olvidarse de su máquina por nosotras —y volvió a entrar en la casa junto con su compañera.

Esta última tuvo la impresión de haber estado de más, aunque no se explicaba por qué razón. Lucetta se lo explicó en parte al decirle, una vez que estuvieron solas en el salón:

—El otro día tuve ocasión de hablar con el señor Farfrae. Por eso lo conocía ya.

Lucetta se mostró muy amable con Elizabeth aquel día. Juntas vieron cómo el mercado se llenaba de gente y cómo después se iba vaciando con el lento declinar del sol en la parte alta de la ciudad, mientras sus rayos enfilaban la calle de punta a punta. Los calesines y los carros fueron desapareciendo uno tras otro hasta que no quedó un solo vehículo en la calle. La hora del mundo rodado había terminado para dejar paso al mundo peatonal. Los gañanes del campo acudían ahora en tropel desde las aldeas con sus mujeres e hijos para la compra semanal, y en vez del estrépito de ruedas y cascos de caballos no se oía más que el ruido de muchos pasos. Aperos, agricultores y clase adinerada..., todo esto había desaparecido. El carácter del comercio de la ciudad había pasado del volumen a la multiplicidad, y ahora corrían peniques como se habían manejado libras en las primeras lloras del día.

Lucetta y Elizabeth contemplaban este espectáculo, pues, aunque era de noche y las farolas estaban encendidas, tenían las contraventanas abiertas. Junto al vago parpadeo de la lumbre hablaron más libremente.

—Su padre se ha mostrado algo distante con usted —dijo Lucetta.

—Sí. —Y, olvidando el momentáneo misterio de la probable conversación de Henchard con Lucetta, prosiguió—: Es porque no me cree respetable. He tratado de serlo más de lo que nadie puede imaginar, pero en vano. La separación entre mi madre y mi padre fue para mí muy desafortunada. No sabe lo que es tener una de estas sombras en la vida.

Lucetta pareció estremecerse.

—Yo no conozco ese tipo concreto de sombras —dijo—. Pero se puede tener una sensación de deshonra, de vergüenza, en otros aspectos.

—¿Ha tenido usted alguna vez ese sentimiento? —preguntó la joven inocentemente.

—Oh, no —se apresuró a contestar Lucetta—. Estaba pensando en... lo que ocurre a veces cuando una mujer se ve inmersa en situaciones extrañas a los ojos del mundo sin tener ella culpa.

—Se debe sentir muy desdichada después.

—Y muy nerviosa, pues es posible que las demás mujeres la desprecien, ¿no?

—No exactamente despreciarla, aunque tampoco mostrarle afecto o respeto.

Lucetta volvió a estremecerse. Su pasado no estaba en modo alguno a salvo de averiguaciones, ni siquiera en Casterbridge. Para empezar, Henchard no le había devuelto el aluvión de cartas que le había escrito en medio de su primer brote de pasión. Posiblemente las había destruido; pero lamentó profundamente haberlas escrito.

El reencuentro con Farfrae y el comportamiento de éste con Lucetta habían conseguido que la reflexiva Elizabeth observara más a su brillante y amistosa compañera. Unos días después, al tropezarse sus ojos con los de Lucetta mientras ésta se disponía a salir, en cierto modo supo que las señorita Templeman estaba acariciando la esperanza de ver al atractivo escocés. Este hecho estaba impreso con grandes rasgos en las mejillas y ojos de la mujer para cualquiera que, como era el caso de Elizabeth-Jane, la conociera un poco. Lucetta siguió su camino y cerró la puerta de la calle.

Un espíritu de vidente se apoderó de Elizabeth, empujándola a sentarse junto al fuego y a adivinar acontecimientos a partir de datos percibidos con tanta seguridad como si los hubiera visto con sus propios ojos. Así, siguió mentalmente a Lucetta. Vio su encuentro con Donald como por casualidad, vio la mirada especial de éste cuando encontraba a una dama, con una intensidad añadida por ser ésta Lucetta. Se representó los gestos apasionados del escocés; contempló la indecisión de ambos entre la renuencia a separarse y el deseo de no ser observados; columbró el estrecharse de sus manos, cómo probablemente se separaban mostrando rigidez en sus contornos y movimientos generales, y sólo en detalles menores la chispa de la pasión, invisible así a todo el mundo menos a sí mismos. Esta silenciosa pitonisa no había terminado de pensar en estas cosas cuando Lucetta llegó sin hacer ruido por detrás y la hizo sobresaltarse.

Todo era verdad, tal y como ella se lo había figurado. Lo podría haber jurado. La fuerte luminosidad de sus ojos destacaba sobre el color subido de sus mejillas.

—Ha visto usted al señor Farfrae, ¿verdad? —dijo Elizabeth recatadamente.

—Sí —reconoció Lucetta—. ¿Cómo lo ha adivinado?

Esta se arrodilló sobre la lumbre y tomó las manos de su amiga con emoción entre las suyas. Pero al final no le dijo cuándo y cómo lo había visto, ni qué le había dicho él.

Aquella noche Lucetta no pudo conciliar el sueño. Por la mañana le entró fiebre y, a la hora del desayuno, dijo a su compañera que estaba muy preocupada por una cosa, algo relacionado con una persona por la que sentía un vivo interés. Elizabeth la escuchó con la mejor disposición del mundo.

—Esa persona, una dama, admiró en otro tiempo a un hombre mucho, muchísimo.

—Ah —dijo Elizabeth Jane.

—Fueron muy íntimos, demasiado incluso. El no pensaba tan profundamente en ella como ella en él. Pero, en un momento de impulso, puramente por reparación, él le propuso hacerla su esposa. Ella aceptó. Pero surgió una complicación inesperada en el curso de los acontecimientos, aunque ella había estado hasta entonces tan comprometida con él que creía que le iba a ser imposible pertenecer a otro hombre, por razones de conciencia, aun cuando se lo hubiera propuesto. Después de aquello estuvieron un buen tiempo separados, durante el cual ninguno de los dos oyó hablar del otro; y ella creyó que su vida había tocado a su fin.

—Ah. Pobre muchacha.

—Sufrió mucho por él; aunque yo añadiría que a él no se le debería culpar enteramente de lo ocurrido. Al final, el obstáculo que los separaba desapareció providencialmente; y él volvió para casarse con ella.

—¡Qué maravilla!

—Pero en el intervalo, ella, mi pobre amiga, conoció a un hombre que le gustó más. Y ahora viene el problema: ¿podía ella honradamente despedir al primero?

—¿Un hombre nuevo que le gustó más? Mal asunto.

—Sí —dijo Lucetta, mirando apenada a un niño que daba vueltas al manubrio de la fuente pública—. Mal asunto. Aunque hay que recordar que se vio arrastrada a una posición equívoca con el primer hombre por un accidente..., que no era tan educado ni tan refinado como el segundo y que ella había descubierto en el primero ciertas particularidades que lo hacían menos deseable como marido de lo que había imaginado al principio.

—No sé qué decir —señaló Elizabeth —Jane con aire meditabundo—. Es muy difícil. Se necesitaría a un papa para resolver este problema.

—Usted misma parece preferir no hacerlo, ¿verdad? —Lucetta mostró en su tono implorante cuánto se apoyaba en el juicio de Elizabeth.

—Sí, señorita Templeman —admitió Elizabeth—. Preferiría no hacerlo.

Sin embargo, Lucetta pareció aliviada por el simple hecho de haber abierto su alma a alguien, y poco a poco fue mejorando de sus dolores de cabeza.

—Tráigame un espejo. ¿Qué aspecto tengo? —preguntó con languidez.

—Pues... un aspecto algo cansado —contestó Elizabeth, mirándola como un crítico examina un cuadro de dudosa autenticidad. Le alargó el espejo, y Lucetta se miró en él con ansiedad.

—Me pregunto si me conservo bien —dijo tras un lapso.

—Bueno..., no se conserva nada mal.

—¿Dónde parezco peor favorecida?

—Debajo de los ojos. Le noto algunas ojeras.

—Sí. Ése es mi punto flaco, lo sé. ¿Cuántos años cree que me quedan para seguir pareciendo atractiva?

Era curioso que Elizabeth, siendo más joven, pareciera a Lucetta docta y experimentada en estas cuestiones.

—Digamos que unos cinco años —dictaminó—. O, si lleva una vida sin sobresaltos, hasta diez. Sí, sin amor se podría calcular unos diez años.

Lucetta pareció ponderar aquellas palabras como si de un veredicto inalterable e imparcial se tratara. No le contó mas cosas sobre su pasado sentimental, Vinculado a una tercera persona; y Elizabeth, que a pesar de su filosofía tenía un corazón muy tierno, suspiró aquella noche en la cama pensando que la bonita y rica Lucetta no le concedía su total confianza y no le decía nombres y fechas, pues no se le escapaba que el «ella» del relato era la propia Lucetta.

El alcalde de Casterbridge
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