XXIII
En realidad, justo antes de salir de detrás de la cortina se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que su visitante pudiera ser otra persona; pero ya era demasiado tarde para retroceder.
El visitante, muchos años más joven que el alcalde de Casterbridge; era rubio, sonrosado, esbelto y guapo. Llevaba unas bonitas polainas de paño con botones blancos, lustrosas botas relucientes con infinitos agujeros para los cordones, ligeros tirantes de pana bajo un chaleco y chaqueta de velvetón negro; y, en la mano, un bastón con puño de plata. Lucetta se sonrojó y dijo con una curiosa mezcla de mohín y risa en el rostro:
—¡Oh, me he equivocado!
El visitante, por el contrario, no se rió en absoluto.
—¡No sabe cómo lo siento! —dijo en tono de disculpa—. He venido a preguntar por la señorita Henchard y me han acompañado hasta su habitación. Le aseguro que en ningún caso me habría presentado ante usted de forma tan indiscreta, de haberlo sabido.
—He sido yo la indiscreta —dijo ella.
—Pero ¿acaso me he equivocado de casa, señora? —dijo el señor Farfrae, parpadeando un poco en medio de su confusión y golpeándose nerviosamente las polainas con el bastón.
—Oh, no. Siéntese, caballero. Descanse un poco ya que ha subido hasta aquí —contestó Lucetta en tono gentil, para tranquilizarle—. La señorita Henchard vendrá en seguida.
En realidad, esto no era exactamente cierto; pero la hiperbórea vivacidad de aquel joven, su seriedad y su encanto especial, como un instrumento musical bien tensado, todo lo que había despertado a primera vista el interés de Henchard, de Elizabeth —Jane y de la alegre feligresía de Los Tres Marineros, hizo que a Lucetta le resultara también atractiva su inesperada presencia. El vaciló, miró el sillón, pensó que no había peligro en ello (aunque sí lo había) y se acomodó.
La repentina entrada de Farfrae fue simplemente el resultado del permiso de Henchard para volver a ver a Elizabeth, en caso de que pretendiera cortejarla. Al principio no había prestado demasiada atención a la brusca carta del alcalde; pero una transacción comercial excepcionalmente afortunada lo puso en buenas relaciones con todo el mundo y le reveló que podía casarse perfectamente, si así lo decidía. ¿Y quien más agradable, ahorrativa y satisfactoria en todos los sentidos que Elizabeth-Jane? Aparte de sus recomendaciones personales, de dicha unión se seguiría la reconciliación con su antiguo amigo Henchard, si todo transcurría con normalidad. Así, olvidándose de la brusquedad del alcalde, aquella mañana, camino de la feria, fue a visitarla a su casa, donde le habían informado debidamente de que se había mudado a la casa de la señorita Templeman. Algo estimulado al no encontrarla esperándole —así de antojadizos son los hombres—, acudió rápidamente a High-Place Hall, donde encontró no a Elizabeth, sino a la dueña de la casa.
—La feria de hoy parece muy importante —dijo ella cuando, por una distracción natural, sus ojos buscaron la escena bulliciosa del exterior—. Las numerosas ferias y mercados de ustedes me tienen muy interesada. ¡En cuántas cosas pienso mientras miro desde aquí!
Él pareció vacilante sobre cómo contestar. De la calle llegaba un vago vocerío; entre las voces, como pequeñas olas en un mar en calma, una se elevaba constantemente por encima de las demás.
—¿Mira usted a la calle a menudo? —preguntó. —Sí, muy a menudo.
—¿Busca a alguien que conoce?
¿Por qué tenía que haber contestado como contestó?
—Miro simplemente como a un cuadro. Pero —prosiguió, dirigiéndole una mirada de simpatía— ahora ya puedo hacerlo: puedo buscarle a usted. Usted está siempre ahí, ¿no es cierto? Ah, no me torne en serio. Pero es divertido buscar a alguien a quien se conoce en medio de la multitud, aunque no se tenga necesidad de él. Se libra una de esa terrible opresión de estar rodeada de una turbamulta y no tener a nadie que nos ponga en contacto con ella.
—Sí. Tal vez vive usted demasiado sola, señora.
—Nadie sabe lo sola que estoy.
—Pero usted es rica, según dicen.
—Si es así, no sé cómo disfrutar de mis riquezas. Llegué a Casterbridge pensando que me gustaría residir aquí. Pero... me pregunto si será así.
—¿De dónde es usted, señora?
—De cerca de Bath.
—Y yo de cerca de Edimburgo —murmuró él—. Es mejor quedarse en casa, es cierto; pero un hombre debe vivir donde puede hacer dinero. Es una pena, pero es siempre así... Sí, a mí me ha ido muy bien este año. Vaya que sí —prosiguió con sincero entusiasmo—. ¿Ve a ese hombre con un abrigo de cachemir pardo? Pues en otoño le compré una gran cantidad de trigo cuando estaba a bajo precio, y luego, cuando subió un poco, vendí todo el que tenía. Sólo me reportó un pequeño beneficio; mientras, los agricultores se guardaban su trigo esperando un momento más propicio, sí, aunque las ratas estaban royendo sus almiares. Y, justo cuando lo vendí, los mercados empezaron a bajar, y entonces aproveché para comprar el trigo a quienes habían estado aguantando tanto tiempo a un precio menor que el que se pagaba cuando mi primera compra. Y luego —exclamó impetuosamente, con el rostro iluminado— lo vendí unas semanas después cuando empezó a subir de nuevo... Y así, contentándome con pequeños beneficios, aunque frecuentes, no tardé en ganar quinientas libras. ¡Sí, señor! —Bajó la mano sobre la mesa, olvidándose por completo de dónde estaba—. Y mientras... los que habían estado esperando un momento más oportuno se quedaron sin ganar nada...
Lucetta lo miró con interés crítico. Era un nuevo tipo de persona para ella. Los ojos de él se posaron también por fin sobre la dama, y sus miradas se cruzaron.
—Veo que la estoy aburriendo —dijo.
—En absoluto —dijo ella, sonrojándose. —¿De veras que no?
—Todo lo contrario. Me parece muy interesante.
Ahora le tocó a Farfrae exhibir unas manchas de rubor. —Bueno, me refiero a todos ustedes, los escoceses —añadió rápidamente a modo de corrección—. Están libres de los extremos del sur. Nosotros, los meridionales, más ordinarios, somos todos o de una manera o de otra: cálidos o fríos, apasionados o indiferentes, mientras que en ustedes se dan las dos modalidades al mismo tiempo.
—No entiendo bien lo que quiere decir, señora. Le ruego que se exprese con mayor claridad.
—Bueno, se ilusionan ustedes pensando en cómo prosperar. Luego se ponen tristes al pensar en Escocia y los amigos.
—Sí, a veces pienso en mi hogar —dijo con sencillez.
—Igual me ocurre a mí, dentro de lo que puedo... La casa en la que nací era muy vieja, y la demolieron para hacer nuevas edificaciones, de manera que apenas tengo ahora un hogar en el que poder pensar. —Lucetta no añadió, como podría haber hecho, que la casa se hallaba en St. Helier, y no en Bath.
—Pero las montañas, y la niebla, y las rocas siempre están ahí, ¿no? ¿Y no le parecen un hogar?
Ella sacudió la cabeza.
—Pues a mí, sí —murmuró él. Y se vio cómo su pensamiento volaba hacia tierras nórdicas. Ya fuera por su origen escocés, ya por sus características personales, era completamente cierto lo que Lucetta había dicho, que en la trama vital de Farfrae se daban dos vertientes (la comercial y la romántica) que resultaban muy distintas a veces. Al igual que los filamentos de un cordón trenzado, aquellos contrastes podían yuxtaponerse, pero no confundirse.
—¿Le gustaría volver a su país? —preguntó ella.
—Ah, no, señora —dijo Farfrae, volviendo repentinamente a la realidad.
Fuera de las ventanas, la feria había alcanzado ahora su punto culminante. Era la más importante del año, y difería bastante del mercado de unos días antes. Semejaba una gran mancha parda salpicada de motas blancas; tal era la impresión que daban los jornaleros que buscaban trabajo. Las mujeres, con sus amplios sombreros cual entoldados de un carro, sus faldas de algodón y sus chales a cuadros, se mezclaban con los blusones de los carreteros, pues todos participaban por igual en la feria. Entre la multitud, en la esquina de la calle, un viejo pastor atrajo las miradas de Lucetta y Farfrae por su inmovilidad. Era, obviamente, un hombre escarmentado. Debía de haber batallado muy rudamente en la vida, pues, para empezar, era un hombre de escasa corpulencia. Estaba ahora tan encorvado por el duro trabajo y los años que quien se le hubiera acercado por detrás difícilmente habría visto su cabeza. Había plantado el tallo de su cayado en la cuneta y se apoyaba sobre su empuñadura, abrillantada como plata por la larga fricción de las manos. Se había olvidado por completo de dónde estaba, y de para qué había venido, pues tenía los ojos clavados en el suelo. Unos metros más allá se concertaban unas negociaciones relacionadas con él, pero él no las oía: parecía como si estuvieran pasando por su cabeza agradables visiones de sus éxitos en la juventud, cuando su habilidad le había abierto todas las puertas a las que había llamado.
Las negociaciones en curso tenían como actores principales a un agricultor de la comarca y al hijo del propio anciano. Al parecer, se había presentado una seria dificultad: el agricultor no se quería llevar la corteza sin la miga; es decir, al anciano sin el joven. Y el hijo tenía una novia en su caserío actual, la cual estaba a un lado esperando el resultado con labios pálidos.
—Siento abandonarte, Nelly le dijo el joven con emoción—. Pero, ya ves, no puedo matar de hambre a mi padre, y él se queda sin trabajo el día de la Anunciación. Son sólo treinta y cinco millas.
Los labios de la joven temblaron.
—¡Treinta y cinco millas! —murmuró—. ¡Ah, eso es demasiado! No volveré a verte más.
Era realmente una distancia insalvable para la flecha del dios Cupido, pues los jóvenes de Casterbridge eran como los jóvenes de cualquier otro lugar.
—Ah, no, no. No volveré a verte nunca —insistía ella mientras el muchacho le cogía la mano con fuerza. En aquel momento volvió el rostro hacia la casa de Lucetta para ocultar su llanto. El agricultor dijo al joven que le daba media hora de plazo para contestarle y se alejó, dejando al grupo sumido en la tristeza.
Los ojos de Lucetta, inundados de lágrimas, se cruzaron con los de Farfrae. Para su sorpresa, también los de éste se habían humedecido.
—Es muy duro —dijo ella con vehemencia—. Los amantes no deberían estar separados por un motivo así. Ah, si yo pudiera dejaría a la gente que viviera y se amara a su antojo.
—Tal vez yo pueda conseguir que no se separen —dijo Farfrae—. Necesito a un joven carretero. Y tal vez pueda contratar también al anciano. Sí, no me resultará muy gravoso, y estoy seguro de que me harán apaño de alguna manera.
—Oh, qué bueno es usted —exclamó ella, encantada—. Vaya a decírselo, y hágame saber después s si lo ha conseguido.
Farfrae salió, y ella lo vio hablar con el grupo. Los ojos de todos brillaron, y el trato se cerró rápidamente. Farfrae volvió junto a Lucetta inmediatamente después.
—Ha demostrado usted tener un gran corazón —dijo Lucetta—. Yo, por mi parte, he decidido permitir a mis criadas tener novio si así lo desean. Haga usted como yo.
Farfrae se puso algo serio, y meneó la cabeza un poco.
—Yo debo mostrarme un poco más estricto —dijo.
—¿Por qué?
—Usted es... una mujer próspera; y yo, un comerciante de heno y trigo que pugna por abrirse paso.
—Yo soy una mujer muy poco ambiciosa.
—Bueno, no sé cómo explicarme. No sé conversar con las damas, ambiciosas o no, se lo aseguro —dijo Donald, con gravedad teñida de pesar—. Procuro ser correcto con la gente.
—Veo que es usted tal y como dice —replicó ella, imponiéndose inteligentemente en estos intercambios del corazón. Bajo la impresión de aquella observación de reconocimiento personal, Farfrae volvió a mirar a la abigarrada multitud.
Dos agricultores se daban la mano y, como estaban bastante cerca de las ventanas, sus observaciones se podían oír igual de bien que otras anteriores.
—¿Ha visto usted al joven señor Farfrae esta mañana? —preguntó uno de ellos—. Me prometió estar aquí a las doce de la mañana pero me he recorrido toda la feria una docena de veces y no he visto ni rastro de él, aunque suele ser hombre de palabra.
—Caramba, se me había olvidado este compromiso —murmuró Farfrae.
—Ahora debe irse, ¿verdad? —dijo ella.
—Sí —replicó él. Pero aún seguía allí.
—Es mejor que se marche —le urgió ella—. Puede perder un cliente.
—Por favor, señorita Templeman, va a conseguir que me enfade —exclamó Farfrae.
—Entonces supongamos que no acude y se queda un poco más.
Él miró con impaciencia al agricultor que lo estaba buscando y que, fatídicamente, siguió en dirección a Henchard; luego se dirigió de nuevo a Lucetta:
—Me gustaría quedarme, pero me temo que debo marchar —dijo—. No conviene desatender los negocios, ¿verdad?
—Ni un solo minuto.
—Es cierto. Vendré en otra ocasión, señora, si me lo permite.
—Por supuesto —dijo ella—. Lo que nos ha ocurrido hoy a los dos es bastante curioso.
—Algo sobre lo que deberemos pensar cuando estemos solos.
—Oh, no lo sé. Después de todo, son cosas que suelen ocurrir.
—No. Yo no diría eso. No...
—Bueno. Sea como fuere, ya ha pasado, y el mercado le llama.
—Sí, sí. ¡El mercado, los negocios! Ojalá no existieran los negocios en el mundo!
Lucetta casi se echó a reír. Habría reído con ganas de no haber sido por la pequeña emoción que la embargaba en aquel momento.
—¡Cómo ha cambiado usted! —dijo—. No debería cambiar tan fácilmente...
—A mí nunca se me habría ocurrido decir semejante cosa antes de venir aquí, y estar con usted... —dijo el escocés con una mirada sencilla, avergonzada, de disculpa, por su debilidad.
—Si tal es el caso, sería mejor que no siguiera mirándome. Dios mío, creo que lo he corrompido por completo...
—Sea ése el caso o no, la veré en mis pensamientos... En fin, debo marcharme. Gracias por el placer de la visita.
—Gracias a usted por haberse quedado.
—Tal vez me reencuentre con mi espíritu mercantil cuando lleve unos minutos fuera de aquí —murmuró—. Pero no sé... No sé.
Mientras se iba, ella dijo con vehemencia:
—Puede que con el paso del tiempo oiga usted hablar de mí en Casterbridge. Si oye decir que soy una coqueta, cosa que alguien podría creer a causa de algunos incidentes de mi vida pasada, no le haga caso, pues no lo soy.
—Juro que no lo creeré —dijo él con fervor.
Así acabó la visita. Ella había encendido el entusiasmo del joven hasta hacerlo rebosar por completo de sentimentalismo, mientras que él, al ofrecerle una nueva forma de entretener su ocio, había conseguido despertar en ella un interés bastante serio. ¿Por qué le había ocurrido aquello? Ninguno de los dos podría haber contestado a aquella pregunta.
En sus años más jóvenes, Lucetta difícilmente se habría fijado en un comerciante. Pero una serie de altibajos, coronados por la imprudencia cometida con Henchard, la habían vuelto indiferente a la profesión de las personas. Durante sus años de pobreza había sido rechazada por la sociedad a la que había pertenecido, y no tenía intención especial de volver a ella. Su corazón anhelaba un arca en la que poder refugiarse y descansar. No le importaba que fuera blanda o áspera, siempre y cuando fuera cálida.
Farfrae salió de la casa sin acordarse en absoluto de que había ido allí para ver a Elizabeth. Desde la ventana, Lucetta lo vio abrirse paso entre la muchedumbre de agricultores y gañanes. Por sus andares notó que era consciente de su mirada, y toda ella se fue detrás de aquel joven modesto, rebelándose contra la corazonada de que no era para ella y haciendo votos para que volviera a verlo. Farfrae entró finalmente en el mercado cubierto, y allí lo perdió de vista.
Tres minutos después, cuando ya había abandonado la ventana, varios golpes a la puerta, más fuertes que numerosos, resonaron por toda la casa, y la doncella subió precipitadamente.
—El alcalde —anunció.
Lucetta se había reclinado y estaba mirando con aire soñador a través de sus dedos. No contestó de inmediato, y la doncella repitió la información, añadiendo:
—Dice que siente no disponer de demasiado tiempo.
—Oh. Entonces dígale que, como tengo jaqueca, no voy a retenerlo hoy.
Transmitido el mensaje, oyó cómo cerraban la puerta. Lucetta había ido a Casterbridge a reavivar los sentimientos de Henchard. Pero, ahora que los había reavivado, era indiferente al resultado.
Su visión de Elizabeth —Jane como elemento perturbador había cambiado, y ya no sentía necesidad de deshacerse de la joven por causa de su padre. Al entrar ésta, en su dulce ignorancia del giro que habían tomado los acontecimientos, Lucetta se le acercó y le dijo con absoluta sinceridad:
—Estoy muy contenta de que haya vuelto. Se quedará a vivir aquí mucho tiempo, ¿verdad?
Qué idea tan original: Elizabeth como perro guardián para mantener alejado a su padre... Y aun así no era una idea desagradable. Henchard se había desentendido de Lucetta todos estos días, tras comprometerla seriamente en el pasado. Lo menos que podía haber hecho al quedar libre, y más siendo ella rica, era responder con afecto y rapidez a su invitación.
Sus emociones se elevaron, cayeron, se ondularon, la llenaron de locas conjeturas por su carácter repentino Así concluyeron las experiencias de Lucetta aquel día.