X
Mientras seguía sentada junto al escocés, un hombre se acercó a la puerta en el preciso momento en que Henchard abría otra interior para recibirla. El recién llegado avanzó más deprisa que el tullido de Betesdá y se le adelantó. Elizabeth pudo oír lo que decía a Henchard:
—Soy Joshua Jopp, señor alcalde, que tenía cita con usted; el nuevo gerente.
—¿El nuevo gerente? Está en su despacho —dijo Henchard bruscamente.
—¿En su despacho? —exclamó el hombre con aire anonadado.
—Le dije el jueves —dijo Henchard—; y como usted no ha respetado la cita, he contratado a otro gerente. Al principio creía que se trataba de usted. ¿Cree acaso que uno puede estar esperando cuando está en juego el propio negocio?
—Usted dijo el jueves o el sábado, señor alcalde —dijo el recién llegado, sacando una carta.
—Pues bien, llega usted demasiado tarde —dijo el tratante de granos—. No puedo decir nada mas.
—Pero usted me había contratado prácticamente —murmuró el otro.
—Previa entrevista —puntualizó Henchard—. Lo siento por usted, lo siento de veras. Pero ya no tiene remedio.
No se dijo una palabra más, y el hombre salió, cruzándose con Elizabeth-Jane al pasar. Esta vio que su boca temblaba de rabia, y que una amarga decepción se dibujaba en todo su rostro.
Elizabeth-Jane entró ahora, y se plantó ante el dueño del lugar. Sus pupilas oscuras —que siempre parecían desprender una chispa de luz roja, aunque físicamente eso fuera imposible— se movieron maquinalmente bajo sus cejas oscuras hasta posarse en ella.
—Y bien, ¿qué le trae aquí, señorita? —dijo secamente.
—Quiero hablar con usted, señor. No de negocios.
—Ya... Supongo. —La miró con mayor atención.
—Señor, me mandan para que le diga —prosiguió inocentemente, que una parienta política suya, Susan Newson, viuda de un marinero, se halla en la ciudad; y para que le pregunte si desea usted verla.
El vivo rouge et noir del semblante de Henchard sufrió un ligero cambio.
—Ah... Susan... ¿Vive todavía? —preguntó con voz entrecortada.
—Sí, señor.
—¿Es usted su hija?
—Sí, señor. Su única hija.
—¿Cómo se llama... usted? Su nombre de pila...
—Elizabeth-Jane, señor.
—¿Newson?
—Elizabeth-Jane Newson.
Esto sugirió al punto a Henchard que la transacción de sus primeros años de casado realizada en la feria de Weydon no constaba en la historia familiar. Era más de lo que podía haber esperado. Su mujer se había portado con generosidad con él pese a su falta de consideración, y no había revelado su mala acción ni a su hija ni al mundo.
—Estoy... muy interesado por esta noticia —dijo—. Y como no es una cuestión de negocios, sino una noticia grata, supongo que debemos charlar en casa.
Para sorpresa de Elizabeth, la invitó con suma delicadeza a salir de su despacho y de la oficina contigua, donde Donald Farfrae estaba revisando recipientes y muestras con la atención desmedida de un principiante. Henchard la precedió a través de la puerta de la pared al escenario, repentinamente cambiado, del jardín y las flores, y así hasta llegar a la casa. En el comedor aún quedaban sobras del opíparo desayuno preparado para Farfrae. Estaba amueblado profusamente con pesados muebles de caoba tapizados de un rojo muy vivo. Junto a la pared había varias mesas abatibles, con hojas tan bajas que casi tocaban el suelo y con patas que imitaban las de un elefante; sobre una de ellas había tres enormes volúmenes en folio: una Biblia familiar, un Josefo[7] y otro titulado Los deberes del hombre. En el rincón de la chimenea había un emparrillado con una pantalla de chapa acanalada y semicircular adornada con urnas y guirnaldas en relieve; las sillas eran de un estilo que desde entonces ha dado fama a los nombres de Chippendale y Sheraton, aunque es muy posible que estos ilustres carpinteros no hubieran visto nunca —ni oído hablar— de tales dibujos.
—Tome asiento, Elizabeth Jane, tome asiento —dijo el alcalde con un temblor en la voz al pronunciar su nombre; después de sentarse él también, dejó las manos suspendidas entre las rodillas, mientras miraba la alfombra—. ¿Así que su madre se encuentra bien?
—Está algo estropeada, señor, con tanto viaje.
—Viuda de un marinero. ¿Cuándo murió?
—Perdimos a papá la primavera pasada.
Henchard parpadeó al oír la palabra «papá» aplicada a otro.
—¿Vienen de América o Australia? —preguntó.
—No. Llevamos algunos años viviendo en Inglaterra. Yo tenía doce cuando volvimos de Canadá.
—Ah... Ya veo. —Mediante aquella conversación descubrió las circunstancias que habían envuelto a su mujer y a su hija en tan completa oscuridad, al punto de que él las creía muertas desde hacía tiempo. Aclaradas estas cosas, volvió al presente—. ¿Y dónde se aloja su madre?
—En Los Tres Marineros.
—Y usted es su hija Elizabeth Jane —repitió Henchard. Se levantó, se acercó a ella y la miró a la cara—. Creo —dijo de pronto volviéndose con los ojos humedecidos— que debe llevar una nota a su madre de mi parte. Me gustaría verla... ¿Su marido, que en paz descanse, no le ha dejado mucho dinero?
Sus ojos repararon en el vestido negro de Elizabeth, el cual, aunque decente —era el mejor que tenía—, estaba decididamente pasado de moda incluso para un habitante de Casterbridge.
—No mucho —dijo, contenta de que lo hubiera adivinado sin verse obligada a decírselo.
Henchard se sentó a la mesa y escribió unas líneas; luego sacó del bolsillo un billete de cinco libras, que metió en el sobre con la carta, añadiéndole, como si se le hubiera ocurrido de repente, cinco chelines. Cerrando el sobre con cuidado, lo encabezó con «Señora Newson: posada Los Tres Marineros» y se lo dio a Elizabeth.
—Entrégueselo personalmente, por favor —dijo Henchard—. No sabe cuánto me alegra verla por aquí, Elizabeth-Jane. Tenemos mucho de que hablar. Pero no ahora.
Le cogió la mano al despedirse, y la agarró con tanto afecto que ella, poco acostumbrada a este tipo de manifestaciones, se emocionó: varias lágrimas afloraron a sus ojos color gris claro. Tan pronto como Elizabeth se hubo marchado, Henchard dio rienda suelta a sus sentimientos; cerró la puerta y se sentó un rato con el torso rígido, mirando fijamente la pared como si allí estuviera escrita su historia.
—¡Cielo santo! —exclamó de repente poniéndose en pie—. ¡Cómo no se me había ocurrido! Seguro que se trata de unas impostoras, y Susan y la chica están muertas en realidad.
Sin embargo, había algo en Elizabeth-Jane que le aseguró rápidamente que, por lo que a ella se refería al menos, no podía haber duda alguna. Unas horas aclararían la cuestión sobre la identidad de su madre; pues él había dispuesto en su nota verla por la tarde.
—¡Siempre llueve sobre mojado! —exclamó Henchard.
Su interés, vivamente excitado, por su nuevo amigo, el escocés, se había visto ahora eclipsado por este acontecimiento; y Donald Farfrae lo vio tan poco durante el resto del día que se asombró del tornadizo carácter de su patrón.
Entretanto, Elizabeth había llegado a la posada. Su madre, en vez de apoderarse de la nota con la ansiedad de una mujer pobre que espera ayuda, se emocionó al verla. No la leyó inmediatamente, sino que preguntó a Elizabeth que le describiera cómo había sido recibida y las palabras exactas que había pronunciado el señor Henchard. Elizabeth estaba de espaldas cuando su madre abrió la carta. Rezaba así:
Ven a verme a las ocho de la tarde, si puedes, al Ring, en la carretera de Budmouth. Es un lugar fácil de encontrar. No puedo decirte más ahora. Esta noticia me ha dejado muy afectado. La muchacha parece no saber nada. Que siga así hasta que nos hayamos visto.
M. H.
No decía nada acerca de las cinco guineas que adjuntaba. Aquella cantidad era muy importante; significaba implícitamente que la volvía a comprar. Ella esperó con inquietud hasta la caída de la tarde, y dijo a Elizabeth Jane que el señor Henchard le pedía que fuera a verlo, ella sola. Pero no le dijo nada sobre el lugar exacto del encuentro ni le dejó ver la nota.