IX
Cuando, a la mañana siguiente, Elizabeth-Jane abrió la ventana, percibió la brisa tonificante del otoño casi con la misma proximidad que si hubiera estado en una aldehuela alejada. Casterbridge era el complemento del mundo rural circundante; no su contraste urbano. Las abejas y mariposas de los trigales altos que bajaban a las praderas no daban rodeos, sino que enfilaban la calle principal sin ninguna conciencia de estar atravesando latitudes extrañas. En otoño, las aéreas esferas de los vilanos de cardo llegaban flotando hasta la misma calle, se alojaban en los escaparates de las tiendas y se introducían por los canalones. Innumerables hojas pardas y amarillas se deslizaban por el pavimento y se colaban por las puertas de los zaguanes rozando suavemente el suelo, como faldas de visitantes asustadizas.
Al oír voces, una de ellas bastante próxima, se retiró hacia dentro y siguió mirando desde detrás de las cortinas. El señor Henchard —ahora vestido no como una autoridad, sino como próspero hombre de negocios— se había detenido en medio de la calle, y el escocés estaba mirando desde la ventana contigua. Henchard, al parecer, se alejaba de la posada sin reparar en la persona que había conocido la noche anterior. Pero de repente retrocedió, y Farfrae abrió la ventana un poco más.
—Supongo que se marcha usted pronto, ¿no? —dijo Henchard mirando hacia arriba.
—Así es; ahora mismo, señor alcalde —dijo el otro—. Creo que voy a ir andando hasta que me alcance el coche de postas.
—¿En qué dirección?
—En la que usted va ahora mismo.
—Entonces, ¿por qué no caminamos juntos hasta lo alto del pueblo?
—Si espera un minuto... —dijo el escocés.
Unos instantes después, apareció el forastero con una bolsa, que Henchard miró como a un enemigo. Era la prueba irrefutable de que el joven se reafirmaba en su decisión de marchar.
—Ah, mi querido amigo —le dijo—; debería usted habérselo pensado mejor y quedarse conmigo...
—Sí, sí. Tal vez habría sido una decisión más sensata —dijo Donald mirando con ojos entornados las casas más alejadas—. No le miento si le digo que mis planes son un tanto vagos.
Ya habían dejado atrás las inmediaciones de la posada, y Elizabeth-Jane no los oía. Pero notaba que seguían conversando: Henchard se volvía hacia el otro de vez en cuando, subrayando con un gesto alguna observación. De este modo dejaron atrás el hotel Las Armas del Rey, la casa del mercado, el camposanto de San Pedro y subieron hasta el final de la larga calle, donde se volvieron más pequeños que dos granos de trigo; de repente torcieron a la derecha y embocaron la carretera de Bristol, y allí desaparecieron por fin de su vista.
«Era un buen hombre, y se ha ido, —dijo para sí—. Yo no era nada para él, y no había ninguna razón para que se despidiera de mí.»
Aquel pensamiento simple, con su latente carga de agravio, había tomado cuerpo a partir de este detalle: al salir el escocés a la puerta, la había visto por casualidad, pero había mirado a otra parte sin saludarla con la cabeza ni sonreírle ni decirle palabra alguna.
—Todavía sigues meditando, mamá —dijo volviéndose hacia dentro.
—Sí, estoy pensando en la simpatía repentina que ha sentido el señor Henchard por el joven. Siempre fue así. Y pienso yo: si se aficiona tanto a personas que no están emparentadas con él, ¿no podría mostrarse igual de cordial con sus propios parientes?
Mientras debatían sobre esta cuestión, pasaron por la calle cinco grandes carromatos cargados de heno hasta la altura de sus ventanas. Venían del campo, y los jadeantes caballos habían estado viajando probablemente una buena parte de la noche. De la lanza de cada uno pendía un pequeño letrero sobre el que se leía la siguiente inscripción en letras blancas: «Henchard, tratante de trigo y heno». Aquella visión renovó el convencimiento de su esposa de que, por mor de su hija, no debía escatimar esfuerzos para reunirse con él.
El debate continuó durante el desayuno, y al final la señora Henchard decidió, para bien o para mal, enviar a Elizabeth-Jane con un mensaje para el alcalde, en el que le diría que su pariente Susan, viuda de un marinero, se hallaba en el pueblo; así pues, le dejaría a él decidir si reanudaba o no la relación. Dos cosas la habían empujado a tomar aquella determinación: oírle decir que se consideraba un viudo solitario, y que se sentía avergonzado de cierta antigua transacción. Ambas cosas le daban esperanza.
—Si dice que no —le advirtió a Elizabeth-Jane cuando ésta ya tenía el sombrero puesto, lista para marchar—, si piensa que no conviene a la buena situación que ha alcanzado en el pueblo que lo visitemos como... sus parientes lejanas, le dices: «Entonces, señor, preferimos no entrometernos en su vida; abandonaremos Casterbridge con el mismo sigilo con que hemos venido, y volveremos a nuestra tierra»... Casi prefiero que diga esto, pues no lo veo desde hace muchos años, y nuestro parentesco es... tan lejano...
—¿Y si dice que sí? —preguntó la más optimista de las dos.
—En ese caso —contestó la señora Henchard con prudencia— pídele que me escriba una nota precisando cuándo y cómo piensa vernos, o a mí sola si lo prefiere.
Elizabeth-Jane avanzó unos pasos en dirección a la escalera.
—Y dile también —apostilló la madre— que sé perfectamente que no tiene ninguna obligación con nosotras; que me alegro de que haya prosperado; que espero que viva muchos años y con toda suerte de venturas. Y ahora, márchate.
Así, algo a regañadientes pero reprimiendo su renuencia, aquella pobre mujer que sabía perdonar despidió a su hija, desconocedora de la trascendencia de su recado.
Eran alrededor de las diez de la mañana de un día de mercado cuando Elizabeth enfiló la calle principal, sin ninguna prisa especial, pues para ella su misión se reducía a las consabidas gestiones de un pariente pobre para cazar a otro rico. Las puertas de las casas estaban en su mayor parte abiertas dada la templanza del clima otoñal, indicio de que los plácidos burgueses no temían robos de paraguas. Al fondo de los largos y rectos pasillos se podían ver, como al final de un túnel, los verdes jardines traseros, adornados con capuchinas, fucsias, geranios encarnados, alhelíes amarillos, becerras y dalias, una fiesta visual que destacaba sobre unos muros grises, restos de un Casterbridge más vetusto aun que el venerable Casterbridge que se veía en la calle. Las fachadas antañonas de las casas se elevaban bruscamente desde la misma acera, sobre la que sobresalían miradores a modo de bastiones,
obligando al peatón apresurado a ejecutar cada pocos metros un gracioso movimiento de chassez-déchassez. El transeúnte se veía también obligado a realizar otras figuras terpsicóreas[5] para eludir escalones, limpiabarros, trampillas de sótanos, contrafuertes de iglesias y saledizos de muros que, originalmente disimulados, se habían alabeado y retorcido.
Además de aquellos obstáculos fijos, que manifestaban cierta falta de consideración hacia las normas urbanas, la acera y la calzada se hallaban igualmente ocupadas por otros obstáculos móviles. En primer lugar, estaban los carromatos que hacían el trayecto entre Casterbridge y Mellstock, Weatherbury, Hintocks, Sherton-Abbas, Kingsbere, Overcombe y otros muchos pueblos y aldeas de los alrededores. Sus dueños, suficientemente numerosos para constituir una tribu, tenían rasgos distintivos casi suficientes para constituir una raza. Los carros que acababan de llegar estacionaban a cada lado de la calle en apretada fila, formando en algunos lugares un muro entre la acera y la calzada. Más aún, cada tienda exponía la mitad de sus artículos en la acera, sobre mesas improvisadas y cajas, y ocupaban cada semana un poco más de calzada a pesar de las reconvenciones de los dos ancianos y pusilánimes agentes de policía, hasta que no quedó más que un desfiladero tortuoso y estrecho para uso de los vehículos, lo que permitía buenas oportunidades para la destreza con las riendas. Los toldos que pendían sobre la acera en el lado soleado de la calle estaban tendidos de tal manera que arrancaban los sombreros de los viandantes de un papirotazo, como por obra de las manos invisibles del Duende de Cranstoun, tan celebrado por los cuentistas románticos.
Caballos en venta dispuestos en fila tenían las patas delanteras en la acera y las traseras en la calle, olisqueando ocasionalmente el hombro de algún niño que iba camino de la escuela. Y el mínimo espacio libre delante de cualquier casa era utilizado por los vendedores de cerdos como cubículo donde concentrar sus animales[6].
Los pequeños propietarios, campesinos, lecheros y lugareños que acudían a comerciar en aquellas antiguas calles se comunicaban no sólo mediante palabras. En los centros metropolitanos, no oír las palabras de nuestro interlocutor equivale a no entender lo que dice. Aquí, el rostro, los brazos, el sombrero, el bastón, el cuerpo entero hablaban tanto como la lengua. Para expresar satisfacción, el comerciante de Casterbridge hinchaba los carrillos, guiñaba los ojos o echaba hacia atrás los hombros, gestos que eran inteligibles desde el otro lado de la calle. Si se expresaba extrañeza, aunque todos los carros y carretas de Henchard pasaran traqueteando por la calle, el estado anímico se percibía por la boca carmesí abierta y los ojos abiertos como platos. La cavilación se traducía atacando el musgo de los muros contiguos con la punta del bastón o cambiando el sombrero de la horizontal a la oblicua. Una sensación de aburrimiento se expresaba agachándose, abriendo las piernas romboidalmente y torciendo los brazos. Al parecer, la picardía y el subterfugio apenas tenían cabida en las calles de este honrado municipio. Y se dice que los abogados del juzgado más próximo proporcionaban de vez en cuando buenos alegatos a la parte contraria por pura generosidad (aunque al parecer por una desafortunada casualidad) cuando defendían su propia causa.
Así, Casterbridge era en casi todos los aspectos el polo, foco o centro neurálgico de la vida rural circundante, en lo cual difería de las numerosas poblaciones industriales, que son como cuerpos extraños enquistados —floraciones rocosas— en un mundo verde con el que no tienen nada en común. La villa de Casterbridge vivía de la agricultura alejándose de la fuente de su riqueza sólo un poco más que las aldeas vecinas. Sus habitantes acusaban cada fluctuación igual que los labradores, pues afectaba a sus ingresos en igual medida; y por la misma razón participaban de las penas y alegrías de las familias aristocráticas que vivían en diez millas a la redonda. Hasta en los banquetes que daban las familias burguesas, los temas de discusión eran el trigo, las enfermedades del ganado, las siembras, las cosechas, los vallados y las plantaciones, y la política se abordaba menos desde su punto de vista de burgueses que disfrutaban de derechos y privilegios que del de los campesinos.
Todas las venerables costumbres que deleitaban la vista por su pintoresquismo, y en cierto modo por su carácter razonable en aquella poco corriente y añeja plaza de mercado eran novedades metropolitanas a los ojos ingenuos de Elizabeth-Jane, que venía de anudar redes de pesca en una cabaña junto al mar. No necesitó preguntar demasiado para dar con lo que buscaba. La casa de Henchard, una de las mejores, estaba recubierta de viejo ladrillo rojo y gris. La puerta de entrada estaba abierta, y, como en otras casas, se podía ver hasta el fondo del jardín: una distancia de casi un cuarto de milla.
El señor Henchard no se encontraba en la casa, sino en el almacén. La llevaron hasta el verde jardín y a través de una puerta que había en la pared, tachonada con clavos oxidados que hablaban de generaciones de árboles frutales que habían crecido apoyándose en ella. La puerta daba a un patio, donde la dejaron para que se desenvolviera como buenamente pudiera. Era un lugar flanqueado de graneros, dentro de los cuales se descargaban toneladas de forraje aparvado desde los carromatos que había visto pasar aquella mañana por delante de la posada. En otros puntos del patio había graneros de madera con basamento de piedra a los que se accedía mediante una escalera de mano así como un almacén de varias plantas. Siempre que se abrían las puertas de estos lugares Se podían ver en el interior montones de sacos de trigo a reventar, como en espera de una hambruna que no iba a llegar.
La muchacha empezó a pasear por este lugar, incómodamente consciente de la inminente entrevista, hasta que, cansada de esperar, se aventuró a preguntar a un mozo en qué parte podía encontrar al señor Henchard. Este la condujo hasta una oficina que ella no había visto antes, y, tras llamar a la puerta, oyó una voz que decía: «¡Adelante!».
Elizabeth giró el pomo. Ante sus ojos, sentado a una mesa frente a algunas bolsas de muestras, se hallaba no el tratante de granos, sino el joven escocés, el señor Farfrae, sopesando con ambas manos unos cuantos granos de trigo. Su sombrero pendía de una percha detrás de él, y las rosas de su maleta brillaban en un rincón de la habitación.
La muchacha, mentalmente preparada para hablar con el señor Henchard, y sólo con él, se sintió por un momento confundida.
—Sí, ¿qué desea? —dijo el escocés, como si llevara mandando allí desde hacía mucho tiempo.
Ella dijo que deseaba ver al señor Henchard.
—Ah, sí. ¿Puede esperar un minuto? Ahora mismo está ocupado —dijo el joven, no reconociéndola al parecer como a la muchacha de la posada. Le acercó una silla, le rogó que se sentara y volvió prestamente a sus bolsas de muestras. Mientras Elizabeth-Jane está sentada aquí, perpleja ante la visión del joven, explicaremos brevemente la razón por la que Farfrae se encontraba allí.
Cuando los dos hombres habían desaparecido aquella mañana por la carretera de Bath y Bristol, avanzaron en silencio, salvo por algún que otro comentario intrascendente, hasta que enfilaron una avenida construida sobre las murallas de la ciudad llamada Chalk Walk, que conducía a un punto donde confluían las escarpaduras del norte y el oeste. Desde este elevado punto del terraplén cuadrado se divisaba una vasta extensión. Un sendero escarpado bajaba por la verde ladera, e iba del sombreado paseo de la muralla hasta una carretera del fondo. Era por este sendero por el que el escocés tenía que bajar.
—Bueno, le deseo toda clase de éxitos —dijo Henchard, alargando la mano derecha y apoyando la izquierda sobre una cancela que marcaba el inicio de la bajada. Aquel acto tenía la poca elegancia de un hombre cuyo amor propio ha sido herido y su deseo contrariado—. Pensaré a menudo en la ocasión en que usted me ayudó a ver el quid de la cuestión.
Agarrando aún la mano del joven, hizo una pausa y añadió sopesando bien las palabras:
—Mire, yo no soy el típico hombre que deja que se pierda una ocasión por no hablar con claridad. Antes de que se marche usted para siempre, voy a preguntárselo una vez más: ¿definitivamente no se queda usted? Más claro no se lo puedo decir. Ya ve usted que no es sólo el egoísmo lo que me hace insistirle, pues mi negocio no es tan científico que exija una inteligencia fuera de lo común. Otros ocuparían sin duda el puesto de manera competente. Tal vez haya algo de egoísmo, pero hay algo más que no voy a repetirle. ¡Vamos, quédese conmigo y dicte usted mismo las condiciones! Yo las aceptaré de buen grado y sin rechistar, pues, ¡caramba!, Farfrae, usted me cae muy bien.
El joven mantuvo un momento la mano en la de Henchard. Miró hacia las tierras fértiles que se extendían a sus pies, y luego hacia atrás, al paseo umbroso que llegaba hasta lo alto de la ciudad, y se sonrojó:
—La verdad es que no me había esperado esto. Desde luego que no —dijo—. Sin duda es la Providencia. ¿Puede alguien ir en contra de ella? No; no me iré a América. Me quedaré aquí a trabajar con usted.
Su mano, que había permanecido inerte en la de Henchard, volvió a apretar con fuerza.
—Entonces, trato hecho —dijo Henchard.
—Trato hecho —dijo Donald Farfrae.
El rostro del señor Henchard irradiaba una satisfacción enorme.
—Ahora es usted mi amigo —exclamó—. Vayamos a mi casa para fijar las condiciones con total claridad, y nos quedamos así tranquilos.
Farfrae recogió su maleta y volvió sobre sus pasos por la North-West Avenue en compañía de Henchard, ahora un hombre henchido de confianza.
—Yo soy el tipo más distante del mundo cuando alguien me es indiferente —dijo—. Pero cuando alguien me cae bien, me cae bien de verdad. Bueno, ahora estoy seguro de que usted desea tomar otro desayuno; tan temprano no ha podido comer mucho, aun cuando en ese lugar hubieran tenido algo consistente que ofrecerle, cosa que dudo. Así que véngase a mi casa; allí tomaremos algo sólido y redactaremos un contrato si lo desea, aunque mi palabra es la mejor garantía. Yo siempre puedo hacer una buena comida por la mañana. Acabo de empezar una espléndida empanada de pichón. Y puedo servirle cerveza casera, si le apetece, por supuesto.
—Es aún demasiado temprano para eso —dijo Farfrae con una sonrisa.
—Cierto, no me había dado cuenta. Yo no bebo a causa de mi promesa; pero estoy obligado a elaborarla para mis empleados.
Hablando de esta manera volvieron hasta la casa de Henchard, adonde entraron por la puerta trasera reservada a los vehículos. Dejaron zanjado el asunto mientras desayunaban, y Henchard llenó el plato del joven escocés con suma prodigalidad. Y no quedó tranquilo hasta que no se llevó a la oficina de correos una carta que hizo escribir a Farfrae en la que pedía que le trajeran el equipaje de Bristol. Acto seguido, este hombre impulsivo declaró a su nuevo amigo que debía quedarse a vivir en su casa, al menos hasta que encontrara un alojamiento apropiado.
Luego le enseñó la casa, los almacenes de grano y otras mercancías; y, finalmente, lo condujo al despacho, donde iba a encontrárselo Elizabeth.