Capítulo XVI

erruga se levantó temprano a la mañana siguiente. Haciendo un denodado esfuerzo, en cuanto se despertó arrojó a un lado la gran piel de oso bajo la cual dormía, y expuso su cuerpo al mordiente aire helado. Vistióse casi con furia, temblando, mientras lanzaba bocanadas de vaho azulino. Rompió el hielo de la jofaina y sumergió la cara en el agua haciendo un gesto como si estuviera comiendo algo amargo. Hizo «¡Aaah!», y después se frotó las mejillas vigorosamente con una toalla. Sintió entonces un grato calorcillo, y luego se dirigió a las perreras para ver los últimos preparativos que hacía el cazador mayor del rey.

William Twyti, a la luz del día, resultó ser un hombre de aspecto marchito, que tenía una expresión de intensa melancolía. Durante toda su vida se había visto obligado a perseguir animales para la mesa real, y una vez capturados, a cortarlos en los trozos debidos. En realidad era un carnicero distinguido. Tenía que conocer qué trozos del animal debían ser entregados a sus ayudantes, y qué partes comerían los sabuesos. Debía cortarlo todo diestramente, dejando dos vértebras en la cola para que los solomillos tuvieran buen aspecto. Casi desde que tenía memoria se acordaba de haber ido persiguiendo a un corzo o de estar cortándolo en tajadas. Y lo cierto es que no sentía una gran afición por su trabajo. Los venados y los ciervos, los zorros, las martas, los tejones, los lobos, todo eso no era para él más que una serie de cuerpos que había que desollar y cuya carne debía llevar para que sirviera de alimento.

Podíais hablarle de rastros, de jaurías, de fiemos y de cuernos de caza, Y él se limitaba a escucharos cortésmente. Se daba cuenta de que estabais tratando de demostrar vuestros conocimientos sobre ese tema que constituía su trabajo.

Podíais hablarle acerca de un poderoso jabalí que estuvo a punto de acabar con vosotros el invierno anterior, y notabais que os observaba con mirada lejana. A él le habían herido los jabalíes diecisiete veces, y su cuerpo presentaba una serie de cicatrices blanquecinas que se extendían casi hasta las costillas. En verano e invierno nunca dejaba de correr o de galopar detrás de jabalíes y corzos, mientras que sus pensamientos se hallaban en otra parte. Pero había una sola cosa que podía conmover a William Twyti: las liebres. Era lo único de que se le oía alguna vez hablar. Le enviaban siempre de uno a otro castillo, por toda Inglaterra, y cuando se encontraba en las fortalezas, los mayordomos le obsequiaban espléndidamente a la hora de las comidas, y le invitaban con los mejores vinos, pidiéndole que les contara sus proezas de caza. Twyti solía contestar con monosílabos. Pero si alguien mencionaba las liebres, inmediatamente ponía atención a lo que se decía, y después de dejar de un golpe su copa sobre la mesa, se extendía con vehemencia sobre las maravillas de aquel asombroso animal, que resultaba tanto más desconcertante porque unas veces era macho y otras era hembra, cosa que no le ocurría a ningún animal más que a la liebre.

Verruga observó al gran hombre en silencio, durante algún tiempo, y luego fue a ver si faltaba mucho para el desayuno. Advirtió que aún tardaría bastante, pues todo el castillo padecía la misma excitación nerviosa que le había hecho saltar a él tan temprano de la cama. Hasta el propio Merlín se había colocado unos pantalones de montar que iban a estar de moda varios siglos después, en los clubes de equitación.

La caza del jabalí era una empresa distraída. No era como la del tejón, ni la caza a cubierto, ni la del zorro, que hoy se practican. Tal vez lo más parecido fuera la caza del conejo con hurones, sólo que en la del jabalí se empleaban perros, en vez de hurones, Y que el jabalí puede mataros, cosa que no puede hacer el conejo. Además, se empuñaba una lanza, en lugar de una carabina.

Por lo general no se perseguía al jabalí a caballo, lo cual quizá se debiera a que la temporada de caza del jabalí era la de los dos meses de invierno, cuando la nieve podía apelotonarse en los cascos del caballo, haciendo peligroso el galope. Lo cierto es que había que ir a pie, armado sólo con un venablo, y contra un adversario que pesaba bastante más que el cazador, y que podía abrirle a uno de arriba abajo en un instante. Sólo había una regla, en la caza del jabalí: resistir. Si la fiera cargaba contra uno, lo mejor era arrodillarse y apuntarle con la lanza. Se afirmaba bien el extremo opuesto del arma en el suelo, manteniendo la punta hacia el animal. Dicha punta era tan aguzada como una navaja, y tenía una pieza transversal a unas dieciocho pulgadas del extremo, con la cual se impedía que la lanza entrase más de esa longitud en el cuerpo de la bestia. De no ser por esa pieza, el irritable jabalí, al cargar arrolladoramente, hubiera sido atravesado por la lanza longitudinalmente, llegando a matar al cazador mientras estaba así empalado. Pero la cruceta le mantenía alejado a una distancia prudente, aunque con dieciocho pulgadas de acero enterradas en el cuerpo.

El peso del animal era enorme, en ocasiones, y su único objetivo en la vida consistía en eludir la lanza para convertir al cazador en chuletas, mientras el objetivo del cazador era resistir con la lanza pegada al cuerpo, bajo el brazo, hasta que otro cazador llegase para acabar con la fiera. Mientras pudiera aguantar, el cazador sabía que entre el jabalí y él al menos había una lanza de distancia por muy furioso que estuviera el animal. De ahí que resulte comprensible la actitud un tanto reservada con que los cazadores del castillo tomaron su desayuno aquella mañana.

—¡Ah!, a tiempo para el desayuno, ¿eh? —dijo sir Grummore, mientras mordía una chuleta de cerdo.

—Sí, señor —repuso Verruga.

—Hace una bonita mañana para cazar —agregó sir Grummore—. ¿Has afilado ya tu lanza?

—Sí, la he afilado ya —contestó el chico, y se dirigió hacia el aparador para servirse él mismo una chuleta.

—Vamos, Pelinor —dijo sir Héctor—. Servios estos capones; no coméis nada esta mañana.

—No tengo mucho apetito —repuso el rey Pelinor—. Gracias de todos modos, pero esta mañana no siento demasiada hambre.

Sir Grummore alzó su nariz de la chuleta y preguntó agudamente:

—¿Hay nervios?

—No, no —exclamó Pelinor—. No es eso, en realidad. Creo que cené algo anoche que me sentó mal.

—Tonterías, amigo mío —repuso sir Héctor—. Vamos, comed estos pollos, para reponeros.

Y diciendo esto sirvió al infortunado soberano dos o tres capones. Pelinor empezó a comerlos con gesto de desesperación.

—Lo necesitaréis —confirmó sir Grummore—, al menos, al fin del día.

—¿Eso creéis?

—Lo sé muy bien —repuso sir Grummore, y guiñó un ojo a su anfitrión. Verruga notó que sir Héctor y sir Grummore parecían comer con un placer exagerado. Él no creía poder comer más de una chuleta, y en cuanto a Kay, se mantenía alejado del comedor.

Cuando hubo concluido el desayuno, se consultó a William Twyti, y el grupo de cazadores dirigióse hacia el lugar de la caza. Tal vez los sabuesos hubieran parecido de mala raza, a un entendido de nuestros días. Eran media docena de alanos blancos y negros, con cuerpo de galgo y cabeza de bull-terrier, u otra peor. Ésos eran los perros apropiados para la caza del jabalí, y llevaban bozales a causa de su gran ferocidad. Había otros canes más, que acompañaban a los cazadores trotando de modo algo más apacible.

Con los sabuesos iban los peones. Merlín, con su pantalón de montar, tenía bastante parecido con Lord Baden-Powell, sólo que este último no usaba barba. Por su parte, sir Héctor iba ataviado con prendas de cuero —no era correcto cazar con armadura—, y avanzaba junto a Twyti con la preocupada e importante expresión que siempre ha caracterizado a los dueños de sabuesos. Sir Grummore venía después, jadeando y preguntando a todo el mundo si habían afilado bien sus lanzas. El rey Pelinor avanzaba detrás de los siervos, pensando que el número proporcionaba más seguridad.

Allí se encontraban todos los habitantes varones del poblado, desde Hob, el cetrero, hasta el viejo y desnarigado Wat, y todos llevaban una lanza, la horca, o la hoja de una guadaña sujeta a un palo. Algunas muchachas acompañaban a los hombres, con las provisiones para la jornada. Era lo habitual en un día de caza.

Al llegar al bosque se les unió el último cazador. Era un hombre alto, de aspecto distinguido, vestido todo de verde y que empuñaba un arco de siete pies.

—Buenos días, amo —dijo con acento placentero a sir Héctor.

—Ah, sí —repuso éste—. Sí, sí, buenos días. Sir Héctor llevóse al recién llegado a un lado, y dijo con un fuerte susurro, que oyó todo el mundo:

—Por todos los cielos, querido amigo, tened cuidado. Éste es el propio cazador mayor del rey, y los otros dos son el rey Pelinor y sir Grummore. Os ruego que seáis buena persona, y que no digáis nada inconveniente. ¿Lo haréis, verdad?

—Desde luego —contestó el hombre de verde, tranquilizando a sir Héctor—, pero creo que será mejor que me presentéis.

Sir Héctor enrojeció visiblemente y dijo en voz alta:

—Ah, Grummore, ¿queréis venir un minuto, por favor? Deseo presentaros a un amigo, llamado Wood. Con W, no con H. Sí, es un viejo amigo. Y éste es el rey Pelinor. El señor Wood, el rey Pelinor.

—Ave —dijo el rey Pelinor, que aún no había perdido el hábito, cuando se ponía nervioso.

—¿Cómo estáis? —preguntó sir Grummore—. Supongo que no tendréis parentesco con Robín Hood, ¿verdad?

—No, no, claro que no —intervino sir Héctor, apresuradamente—. Es Wood, no Hood. Wood, con W.

—Mucho gusto —dijo Robín.

—Ave —repitió el rey Pelinor.

—Vaya, pues resulta curioso que también vistáis de verde, como Robín Hood —manifestó sir Grummore.

—Sí, es curioso, ¿eh? —dijo angustiado sir Héctor—. Viste así porque se le ha muerto una tía. Se cayó de un árbol.

—Ah, perdón —repuso sir Grummore, lamentando haber tocado aquel delicado tema—. Ya imaginaba que todo era normal.

—Bueno, señor Wood —manifestó sir Héctor, cuando se hubo recuperado—. ¿Hacia dónde vamos?

En seguida entró Twyti en la conversación, y se barajaron una serie de términos técnicos. Después se inició la caminata hacia el invernal bosque, y comenzó la diversión.

Verruga había perdido el aspecto asustado que le impidió desayunar con ganas. La caminata y el viento helado le habían estimulado, por lo que sus ojos relucían ahora casi con tanto brillo como los cristales de hielo a la luz del sol, mientras que la sangre le corría tumultuosa por las venas, ante la excitación de la caza. Observó al hombre que sostenía a dos de los sabuesos por la traílla, y vio que los canes hacían cada vez más esfuerzos mientras se iban acercando al cubil del jabalí. Advirtió cómo uno a uno los demás perros iban poniéndose inquietos y comenzaban a lanzar pequeños aullidos. Luego Robín se paró, examinó el suelo, y el cortejo se detuvo. Habían llegado al lugar del peligro.

La caza del jabalí era como la del osezno, pues había que contener al animal. El objeto de la caza era matar a la bestia lo más rápidamente posible. Verruga situóse en el círculo de cazadores que rodeaba la guarida de la fiera, apoyó una rodilla en la nieve, y aseguró el extremo inferior de su lanza en el suelo, preparado para lo que pudiese ocurrir. Notó el silencio que cayó sobre el grupo, y vio a Twyti que hacía una seña al perrero para que soltase a los sabuesos. Los dos primeros canes se internaron inmediatamente entre la maleza que rodeaban los cazadores. Ambos corrieron sin hacer el menor ruido.

Pasaron cinco largos minutos durante los cuales no sucedió nada. Los corazones latían aceleradamente en todos los pechos, y una pequeña arteria del costado de cada cuello latía con la misma violencia que el correspondiente corazón. Las cabezas se volvían rápidamente de lado a lado, al tratar de asegurarse cada hombre de que tenía próximo a un vecino, y el hálito de la vida se estremecía con el viento del norte, mientras cada uno pensaba en lo hermosa que era la existencia, que un afilado colmillo podía arrebatar a uno de ellos dentro de un momento, si las cosas marchaban mal.

El jabalí no expresó esta vez su furia por medios ruidosos. No se oyó rugido alguno entre la maleza, ni el ladrido de los perros. De pronto, a un centenar de yardas de donde estaba Verruga, apareció un animal negro, junto al borde del claro. No parecía precisamente un jabalí, o al menos no se lo pareció al chico en los primeros segundos de haberle avistado. El animal se lanzó contra sir Grummore antes de que Verruga se diera cuenta de que era la presa que buscaban.

La oscura bestia corrió sobre la nieve alzando una blanca polvareda a su paso. Sir Grummore, que también parecía un ser negro al resaltar contra la blancura de la nieve, preparó su arma, y el jabalí dio un salto. Un fuerte gruñido llegó claramente con el viento del norte, y a continuación se vio al animal que salía huyendo. Más tarde, y no antes, Verruga pareció darse cuenta de algunos detalles que no creyó haber visto cuando el jabalí estaba cerca. Recordó la hirsuta crin que se alzaba sobre el lomo del animal, así como el breve fulgor de los colmillos, y las salientes costillas, la cabeza gacha y la llamarada rojiza que despedían los ojos porcinos.

Sir Grummore se puso en pie, ileso, sacudiéndose la nieve y culpando a su lanza del fracaso. Unas gotas de sangre se veían sobre el helado manto. El cazador mayor se llevó el cuerno a los labios, y los alanos fueron soltados mientras las trepidantes notas de la llamada se difundían por el bosque. En seguida comenzó la acción. Los perreros que habían desalojado al jabalí de su escondite, comenzaron la persecución, llevando de las traíllas a los sabuesos, que ladraban ferozmente. Todos los cazadores emprendieron la carrera y comenzaron a gritar.

—¡Ahé, ahé! —chillaban los peones—. ¡Adelante, sire, adelante!

—¡Cuidado, caballeros! —exclamó Twyti, preocupado—. ¡Dejad espacio a los sabuesos!

—Digo yo —manifestó el rey Pelinor—. ¿No ha visto nadie adónde fue? ¡Qué día más emocionante!

—¡Atención, Pelinor! ¡Atención, peones, sabuesos! ¡Il est hault! ¡Il est hault! —exclamó sir Héctor.

Los gritos de los cazadores repercutieron entre los árboles, y la vibración hizo que la nieve se deslizase sin ruido desde sus ramas a la tierra.

Verruga viose corriendo al lado de Twyti.

Todo dependía allí del sonido que emitían los perros al ladrar, así como de las notas que los cazadores lanzaban con sus cuernos, señalando dónde estaba la fiera y lo que hacía. Sin aquel aparato se habrían perdido todos entre la espesura, y aun con aquello, la mitad de los cazadores se extraviaron en el bosque.

Verruga se pegó a Twyti como si fuera una garrapata. Podía moverse tan rápidamente como el cazador, porque si bien éste tenía la experiencia de toda una vida, el chiquillo era más pequeño y pasaba con mayor facilidad entre los obstáculos, además de haber sido enseñado no hacía mucho por Lady Mariana. Notó que Robín se mantenía al lado de ellos, pero el gruñido de sir Héctor y el balido del rey Pelinor pronto quedaron atrás. Sir Grummore se cansó en seguida, habiendo quedado agotado por la emoción del ataque del jabalí, y quedóse atrás asegurando que su lanza ya no estaba lo suficientemente aguzada. Kay permaneció a su lado, a fin de no perderse. Los peones se confundieron pronto porque no comprendían bien las notas del cuerno. En cuanto a Merlín, se le rompieron los pantalones de montar y se detuvo a arreglarlos por medios mágicos.

El sargento de armas, con el pecho más saliente que nunca, gritaba «¡tally-ho!»[2] y decía a todo el mundo la dirección que debían seguir, aunque había perdido el sentido de la orientación. Encabezando un desconsolado grupo de aldeanos, en fila india, se alejó a paso redoblado en dirección contraria. Hob aún seguía corriendo, algo más atrás.

—¡Guaf, guaf! —jadeó el cazador mayor, dirigiéndose a Verruga como si fuese un sabueso—. No tan rápido, pequeño. Creo que los perros se han perdido.

Mientras hablaba Twyti, Verruga advirtió que los ladridos de los canes se hacían más débiles y quejumbrosos.

—Deteneos —dijo Robín—, o podemos echarnos encima del animal.

Los ladridos se extinguieron del todo.

—¡Guaf! ¡Guaf! —gritó el cazador mayor—. ¡Ahé, ahé! ¡Ahohó, ahohó!

Luego echóse el tahalí hacia adelante, y alzando el cuerno hasta los labios emitió una llamada.

Escuchóse el lejano y débil ladrido de uno de los perros.

—¡Ahohó! ¡Escuchad a Beaumont! —gritó Twyti.

Los ladridos del sabueso que mandaba la jauría se fueron aproximando, cada vez más confiados.

Poco después se oyó muy cerca a Beaumont, seguido de los demás canes del grupo. El alboroto aumentó aún más con la excitación de los alanos, que sedientos de sangre olfateaban la presa.

—Ya la tienen —declaró Twyti, brevemente, y los tres echaron a correr de nuevo.

Con el fin de alentar a los sabuesos, el cazador mayor iba tocando su cuerno mientras corría: tu-tururú, turururú.

El irritado jabalí se había ocultado entre unas zarzas, y tenía el trasero introducido en el hueco de un tronco caído, hallándose en posición inexpugnable. Se mantenía a la defensiva con el labio superior encogido en una mueca feroz. La sangre le manchaba el hirsuto pelo del lomo y se deslizaba por una de sus patas, mientras la espuma del hocico la caía desde los labios a la nieve, derritiéndola. Sus ojillos malignos miraban en todas direcciones. Los sabuesos le rodeaban, ladrándole desde cierta distancia. Beaumont, el perro que encabezaba la jauría real, se retorcía a los pies de la fiera, con el espinazo roto. El jabalí no prestaba atención al sabueso herido, que no podía hacerle daño alguno. El aspecto del animal era estremecedor, con su negro pelaje cubierto de sangre.

—¡Ahé, ahé! —exclamó el cazador mayor.

Luego Twyti avanzó empuñando la lanza, y los sabuesos, alentados por la presencia de su amo, fueron avanzando con él paso a paso.

La escena cambió tan repentinamente como se desploma un castillo de naipes. El jabalí abandonó su escondite y se adelantó sobre Twyti. Cuando lo hizo, los alanos le cercaron, sujetándole fieramente por el lomo, el cuello y las patas, de modo que lo que se arrojó sobre Twyti no fue un jabalí sino un amasijo de animales. El cazador mayor temía usar la lanza por miedo a herir a los perros. La avalancha de animales siguió cargando, como si los perros no influyeran para nada. Twyti se dispuso a invertir la posición de la lanza, para impedir el ataque con el extremo posterior del arma, pero cuando volvía ésta, los colmillos de la fiera se abatieron sobre él. Saltó hacia atrás, tropezó en una raíz, y la lucha alcanzó su punto culminante. Verruga comenzó a dar saltos en torno al grupo, agitando la lanza lleno de desesperación pero sin decidirse a dar el golpe decisivo.

Entonces, Robín dejó caer su lanza, desenvainó la espada y acercóse al amasijo de animales. Con toda calma cogió a un sabueso por una pata, aunque el animal no abandonó su presa. De todos modos quedaba el suficiente espacio, y la espada penetró una, dos, tres veces en el cuerpo del jabalí. Todo el grupo se vino abajo, como si se tratase de arena. La caza había terminado.

Twyti, el cazador mayor, retiró lentamente una pierna del jabalí. Luego se puso en pie, se palpó la rodilla con la diestra, movió la pierna inquisitivamente en varias direcciones, hizo una señal de conformidad y enderezó el cuerpo. A continuación recogió su lanza sin decir una palabra, y se aproximó cojeando a Beaumont.

Arrodillóse Twyti junto al perro y le cogió la cabeza entre las manos. Después le acarició lentamente y dijo:

—¡Escuchad a Beaumont! Calma, Beaumont, mon ami. Oyez a Beaumont, el valiente. Ahé, pobre Beaumont, ahé, ahé.

El perro lamió las manos de su amo, pero no pudo mover la cola. El cazador mayor hizo una seña a Robín, que estaba detrás, y luego miró a los ojos a su sabueso.

—Beaumont, el valiente, duerme ahora. Viejo amigo Beaumont, descansa; duérmete, mi sabueso.

Entonces la espada de Robín sacó de este mundo a Beaumont, para dejar que corriese en libertad por la constelación de Orión, revolcándose entre las estrellas.

Verruga no quiso mirar a Twyti durante unos minutos. El extraño hombre de rostro inexpresivo se puso en pie sin decir una palabra y azotó a los demás sabuesos para que abandonasen la presa, como solía hacerse. Luego se llevó el cuerno a los labios y emitió las cuatro prolongadas notas del toque de muerte, sin que vacilara su llamada. No obstante, Verruga entristecióse, pues creyó ver que el cazador mayor estaba llorando.

El toque de muerte de la presa atrajo a los cazadores perdidos, que se congregaron al cabo de un tiempo. Hob ya se encontraba allí cuando llegó sir Héctor, apartando la maleza con el pie de su lanza y jadeando con aire importante.

—¡Magnífico, Twyti! —exclamó—. Espléndida pieza, a fe mía. Ésa es la forma de cazar una fiera, diría yo. ¿Cuánto puede pesar?

Los demás fueron llegando por grupos, y en uno de ellos venía el rey Pelinor exclamando «¡Tally-ho! ¡Tally-ho!», sin saber que la caza había concluido. Cuando se lo explicaron, murmuró el último «Tally-ho» con voz débil y luego se quedó callado. Por último se presentó la fila india del sargento de armas, todavía marchando a paso redoblado. El sargento dio la voz de alto, y les dijo muy satisfecho que de no haber sido por él, todos se habrían perdido. Merlín apareció sujetándose los pantalones, por haber fracasado su magia. Sir Grummore llegó dando grandes zancadas, acompañado por Kay, y aseguró que se trataba de una de las cazas más emocionantes que había presenciado, aun cuando no la hubiese visto completa. A continuación se inició la operación de «preparar» al jabalí.

En medio de la excitación general, el rey Pelinor, que no entendía demasiado de aquello, cometió el error de preguntar cuándo iban a dar a los sabuesos su recompensa. Ahora bien, como todo el mundo sabe, el premio de los sabuesos consiste en entregarles las entrañas de la presa, presentadas sobre la piel del animal (sur le quir); pero, como todos saben, igualmente, a un jabalí cazado no se le desuella. Le quitan las entrañas sin desollarle, y al no haber piel, no hay recompensa. Ésta se entrega más tarde, cuando se asan las entrañas al fuego, al tiempo que se cuece el pan. He ahí explicado el error del buen rey Pelinor.

De todos modos, el soberano se inclinó sobre la fiera muerta lanzando interminables vivas, hasta que sir Héctor le dio un golpe de plano con la espada.

—Me parece que sois un tropel de brutos —dijo el rey, volviéndose, y a continuación se alejó por el bosque, mascullando algo.

El jabalí quedó dispuesto, los sabuesos recibieron un premio, y los peones, que charlaban de pie en pequeños grupos, pues se habían mojado de haberse sentado en la nieve, comieron las provisiones que las muchachas trajeron en las cestas. Abrióse un barrilillo de vino que previsoramente había mandado llevar sir Héctor, y la reconfortante bebida fue distribuida entre todos los presentes. Se ataron por pares las patas del jabalí, y se introdujo entre ellas un largo palo, para poder transportarlo entre dos hombres. Cuando todos se alejaban, Twyti quedóse un momento rezagado y emitió el toque de presa.

En ese momento reapareció el rey Pelinor. Aun antes de vérsele, pudieron oír los demás sus caídas entre la maleza, y sus gritos de «¡Eh, escuchad! ¡Venid aquí, ha ocurrido algo tremendo!».

Por fin se presentó dramáticamente al borde del claro, y en ese instante una estremecida rama dejó caer toda su nieve encima del soberano. Pero Pelinor no hizo caso. Salió de debajo del montón de nieve, como si no lo hubiese notado, y siguió vociferando:

—¡Eh, escuchad, escuchad!

—¿Qué ocurre, Pelinor? —preguntó sir Héctor.

—¡Venid pronto! —gritó aún el rey, y volviéndose lleno de aturdimiento desapareció de nuevo en la espesura.

—¿Estará en sus cabales? —dijo sir Héctor—. ¿Qué os parece?

—Un personaje muy excitable —repuso sir Grummore.

—Será mejor que le sigamos, para ver lo que le ocurre.

La columna avanzó calladamente en pos del rey Pelinor, siguiendo su errática marcha gracias a las huellas que dejaba en la nieve.

El espectáculo que se presentó a la vista de todos fue algo que no esperaban. En medio de un pequeño claro se hallaba sentado el rey Pelinor, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Sobre las piernas tenía una enorme cabeza parecida a la de una serpiente, a la que daba golpecitos con una mano. Después del cuello se iniciaba un largo cuerpo, delgado y amarillo, con manchas en la piel. El cuerpo terminaba por unas patas de león, cuya pezuñas eran de corzo.

—Vamos, vamos —estaba diciendo el rey—. De verdad que no pensaba dejarte. Sólo quise dormir un tiempo en una cama de plumas. Por favor, bestia, no te mueras; no me vayas a dejar sin fiemos para siempre.

Cuando vio a sir Héctor, el rey tomó el mando de la situación. La angustia le confería autoridad.

—A ver, sir Héctor —exclamó—. No os quedéis ahí como un gaznápiro. Traed el barrilillo de vino en seguida.

Cuando tuvo el barril a su lado, Pelinor vertió una generosa cantidad de vino en la boca de la Bestia Bramadora.

—¡Pobre criatura! —dijo el rey Pelinor, lleno de indignación—. Estaba desfalleciente; muriéndose casi, porque nadie se tomaba interés por ella. No sé cómo pude quedarme tanto tiempo en casa de sir Grummore, sin dedicar un solo pensamiento a mi querida bestia. Mirad esas costillas, digo yo. Parecen los aros de un barril. Y estaba echada sobre la nieve, casi sin voluntad de vivir. Vamos, vamos, bestezuela, a ver si puedes tomar otro trago de este vinillo. Te hará mucho bien.

Pelinor siguió palmeando a la Bestia Bramadora, y lleno de remordimiento agregó:

—Y yo durmiendo en un lecho de plumas, como… como un perro faldero.

—Pero ¿cómo la encontrasteis? —tartamudeó sir Grummore.

—Ocurrió cuando alguien me dio de plano con su espada, como a un imbécil. Vine por aquí y la vi tendida en este matorral, medio cubierta de nieve y con lágrimas en los ojos, sin nadie que la cuidase. Eso ocurre por no llevar una vida metódica. Antes era diferente. Nos levantábamos al mismo tiempo, las pesquisas se hacían en horas establecidas, e íbamos a dormir a las diez y media. Pero mirad ahora. La pobre está deshecha, y será vuestra la culpa, Grummore, si se muere. De vos y de vuestro lecho de plumas.

—¡Pero, Pelinor! —exclamó sir Grummore.

—Callad, callad —dijo el rey, en seguida—. No os quedéis tartamudeando ahí como un bobo. Haced algo. Traed otro palo, para que podamos llevarnos a la buena bestezuela a casa. ¿No lo comprendéis, Héctor? Debemos transportarla al castillo y colocarla ante el fuego de la cocina. Mandad a alguien para que haga preparar leche y pan. Y vos, Twyti, o como os llamen, dejad de trompetear con ese cuerno y corred a calentar algunas mantas.

»Cuando lleguemos a casa —prosiguió diciendo el rey Pelinor—, lo primero que debemos hacer es darle una buena comida, y luego, si ya es de mañana, nos ejercitaremos un poco en la pesquisa, durante un par de horas, como en los viejos tiempos. ¿Qué me dices a eso, eh, Bramadora? Tú irás por el camino alto y yo por el bajo. Vamos, Robín Hood, o quien rayos seáis —quizá penséis que no lo sé, pero sí que lo sé—, basta ya de apoyaros en vuestro arco, con ese aire negligente. Arrimad el hombro, y decid a ese musculoso sargento que os ayude a llevar el animalito. Vamos, a ver, levantadla despacio. Así, con cuidado, no vayáis a tropezar, cabezas de chorlito. Ahora, atención, de frente, ¡march!

»Y en cuanto a vos, Grummore —agregó el rey, casi sin haber terminado de hablar—, podéis quedaros con vuestro lecho de plumas y prenderle fuego».