Capítulo XIII

pesar de sus protestas, el desdichado paciente fue recluido bajo llave en su habitación durante tres interminables días. Se hallaba siempre solo menos a la hora de dormir, en que llegaba Kay. En cuanto a Merlín, se veía obligado a darle sus enseñanzas a través del agujero de la cerradura, en el momento en que sabía que la enérgica niñera estaba ocupada lavando la ropa.

La única distracción del chiquillo era observar los nidos de hormiga, que habitualmente tenía Merlín en su cabaña, entre dos placas de vidrio, y que se había traído con él al castillo.

—¿No podríais transformarme en algo, mientras estoy encerrado aquí dentro? —inquirió Verruga desde el otro lado de la puerta, con tono compungido.

—Los conjuros no son válidos a través del ojo de una cerradura.

—¿Cómo decís?

—¡Que no valen de esta forma!

—Ah.

—¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Qué?

—¿Cómo?

—Se arma uno un lío, hablando así —exclamó el mago, mientras lanzaba al suelo su capirote—. ¡Cástor y Pólux, llevadme a…! No, otra vez no. Mi pobre presión arterial…

—¿No podéis convertirme en una hormiga?

—¿En una qué?

—¡En una hormiga! Supongo que habrá conjuros pequeños para las hormigas, que podrán hacerse a través del ojo de la cerradura, ¿no es cierto?

—No creo que debiéramos hacerlo.

—¿Por qué?

—Resulta peligroso.

—En todo caso podríais volverme a mi estado actual, si sale mal la cosa. Pero por favor, transformadme en algo, o voy a perder el juicio.

—Ten en cuenta que las hormigas no son normandas, como nosotros, querido niño. Vienen de las playas africanas, y son beligerantes.

—No sé lo que es un beligerante.

Al otro lado de la puerta hubo un denso silencio.

—Bueno —dijo al fin Merlín—, es pronto para explicártelo, pero algún día lo sabrás. Veamos, ahora. ¿Hay dos nidos de hormigas ahí dentro?

—Sí, y dos láminas de vidrio.

—Colócalas en el suelo, entre los nidos, a modo de puente. ¿Lo has hecho ya?

—Sí.

El lugar donde Verruga se hallaba parecía un gran roquedal lleno de peñas, con una fortaleza chata a un extremo del mismo, entre las placas de vidrio. El fortín tenía unas entradas en la roca, y sobre la entrada de cada túnel se veía un letrero en el que podía leerse:

Todo lo que no está prohibido es obligatorio.

Verruga leyó la advertencia con disgusto, si bien no comprendía lo que quería decir. Entonces pensó: «Voy a explorar un poco los alrededores, antes de penetrar ahí». Había algo que no le animaba a entrar, tal vez el aspecto siniestro del túnel.

Movió Verruga sus antenas con todo cuidado, estudiando el letrero, cobrando seguridad con sus nuevos sentidos, plantando sus Patas en aquel mundo de insectos como si fuera a quedarse en él. Se atusó las antenas con las patitas delanteras, del mismo modo que podía hacerlo un villano con sus mostachos. Bostezó ampliamente —pues las hormigas también bostezan, y hasta se estiran, como los seres humanos—, y de pronto le llamó la atención cierto ruido. No sabía a ciencia cierta si era precisamente un rumor, un olor u otra sensación. En realidad podía decirse que se trataba de una emisión inalámbrica de radio. Le llegaba por medio de las antenas.

Era una especie de música de ritmo monótono, como una pulsación, y las palabras que sugerían eran algo así como luna-duna-tuna, y gato-pato-rato. Se dio cuenta de que las palabras no variaban, y que cuando se habían interrumpido un momento, empezaban de nuevo. Después de una hora o dos, las palabrejas comenzaron a enfermarle.

Durante las pausas de aquella tonada, sentía una voz en el interior de la cabeza, que parecía estar dándole órdenes.

—Los individuos de dos días deberán trasladarse al pasillo del Oeste —decían las consignas, por ejemplo—. El número 210397-WD debe presentarse al destacamento de la sopa, reemplazando al 42436-WD, que se ha caído del nido.

Era una voz agradable, aunque un tanto impersonal, como si su tono fuera algo practicado, una especie de faena circense.

El chico, o tal vez debiéramos decir la hormiga, se alejó del fortín en cuanto se vio en condiciones de poder andar. Comenzó a explorar el desierto roquedal notando una sensación incómoda, sin querer dirigirse al lugar de donde le llegaban las órdenes, a pesar de que el panorama que estaba viendo le aburría. Halló algunos pequeños senderos entre las peñas, caminillos que no parecían tener dirección ni objeto, que no sólo llevaban al almacén de granos, sino a otros muchos lugares que él no llegaba a adivinar. Uno de aquellos senderos terminaba en un terrón con un orificio a un lado. Junto al orificio —de nuevo con la extraña sensación de finalidad indefinida— había dos hormigas muertas. Estaban colocadas cuidadosa pero absurdamente, como si un ser minucioso las hubiese llevado hasta allí y luego hubiese olvidado el motivo que había tenido para hacerlo. Los dos insectos aparecían enrollados sobre sí mismos, y no daba la impresión de que lamentaran su estado. Eran igual que dos sillas, que dos objetos.

Mientras Verruga estaba mirando los dos cuerpos sin vida, llegó otra hormiga conduciendo un tercer cadáver.

—¡Ave, Barbaras! —le dijo la recién llegada.

El muchacho contestó Ave, cortésmente.

En cierto aspecto, Verruga era afortunado. Merlín le inculcó el olor de su propio nido, pues de haber ido a olfatear uno que no le correspondiera, le habrían dado muerte inmediatamente.

La hormiga colocó el cadáver distraídamente, y comenzó a arrastrar los otros en diferentes direcciones. No parecía saber dónde tenía que colocarlos. O más bien pudiera decirse que sabía en qué lugar ponerlos, pero no lo recordaba y por eso se armaba un lío. Era como si a un hombre que tiene una taza de té en una mano y un bocadillo en la otra, se le ocurriese encender un cigarrillo. Pero si bien el hombre terminaría por dejar la taza y el bocadillo, antes de encender el cigarrillo, esta hormiga habría dejado el fósforo y agarrado el cigarro, luego dejaría éste para recoger el bocadillo, después hubiese dejado la taza por el cigarro, y por fin habría dejado el bocadillo por el fósforo. El que lograse su objetivo sólo era una cuestión accidental. El insecto tenía mucha paciencia, aunque no pensaba. Cuando hubiera puesto las tres hormigas muertas en diferentes posiciones, tal vez llegase a colocarlas en línea con el nido, lo cual era su propósito.

Verruga observó las maniobras con una sorpresa que iba transformándose en desagrado y al fin en irritación. Sintió ganas de preguntar a su congénere por qué no pensaba las cosas antes de hacerlas, es decir el mismo sentimiento que experimentan ciertas personas cuando ven hacer mal un trabajo. Luego tuvo deseos de hacerle algunas preguntas, como: «¿Eres un sepulturero?», o bien, «¿Eres un esclavo?», o incluso, «¿Te sientes feliz?».

Pero lo extraordinario del caso es que no podía hacer esas preguntas. Para poder hacerlo habría tenido que traducir su razonamiento a un lenguaje de hormigas por medio de sus antenas, y ahora descubría, lleno de desesperación, que no encontraba ciertas palabras para lo que quería decir. No era capaz de expresar lo que significaban la felicidad, la libertad, el afecto. Sentíase como un mudo tratando de gritar «¡Fuego!».

La hormiga terminó de manipular con los cadáveres y se dirigió hacia el sendero, dejando aquéllos en total desorden. Notó que Verruga se hallaba en su camino, por lo que se detuvo, moviendo las antenas hacia él como si fuera un tanque. Con su mudo y amenazador rostro parecido a un yelmo y la especie de espuelas que tenía en las articulaciones de las patas delanteras, parecía un caballero andante montado sobre un caballo armado, o una combinación de ambos, es decir, un centauro con armadura.

—¡Ave, Barbarus! —dijo de nuevo la hormiga.

—¡Ave!

—¿Qué haces ahí?

—No hago nada —repuso Verruga, sinceramente.

El otro insecto se quedó desconcertado por un momento, lo mismo que el lector se quedaría si Einstein le estuviera explicando las últimas novedades sobre el cosmos. Luego extendió las doce articulaciones de sus antenas, y habló al éter más allá de Verruga.

—Atención —dijo—; 105978-UDC informando desde la zona cinco. Hay un individuo loco en este sector. Corto.

La palabra que realmente empleó para decir «loco», fue No Hecho. Más tarde descubrió Verruga que sólo había dos calificativos en el idioma de las hormigas, Hecho y No Hecho, que se aplicaban a todas las cosas. Si las semillas que encontraban los recolectores eran dulces, eran semillas Hechas. Si alguien las había impregnado con sublimado corrosivo, eran semillas No Hechas. Eso era todo.

La emisión cesó por un momento, y luego la voz respondió:

—Cuartel General contestando a 105978-UDC. ¿Cuál es el número del individuo loco?

—¿Cuál es tu número? —preguntó la hormiga a Verruga.

—No tengo la menor idea —repuso éste.

Cuando tal noticia fue transmitida al cuartel general, llegó un mensaje preguntando si podía aclarar la causa de aquel hecho. La hormiga se lo dijo, empleando las mismas palabras que la voz de la emisora, y casi el mismo tono. Esto hizo sentirse incómodo e irritado a Verruga, dos cosas que le disgustaban mucho.

—En efecto —repuso Verruga sarcásticamente, pues era evidente que las hormigas no entendían de sarcasmos—, me caí de cabeza, y no puedo acordarme de nada.

—Aquí 105978-UDC informando. No Hecho ha sufrido una amnesia al caerse del nido. Corto.

—Cuartel General contestando a 105978-UDC, El número del No Hecho es el 42436-WD. Es el individuo que se cayó del nido esta mañana, cuando trabajaba con la escuadra del mosto. Si está en condiciones de continuar con su tarea…

Decir «estar en condiciones de continuar con su tarea», era muy sencillo en el lenguaje de las hormigas, se decía simplemente con la palabra Hecho, como todo aquello que no era No Hecho. Pero basta ya de disquisiciones lingüísticas. La emisora central prosiguió diciendo:

—Si está en condiciones de continuar con su tarea, ordene a 42436-WD que se una a la escuadra del mosto, reemplazando al número 210021-WD, que fue enviado para sustituirle. Corto.

La hormiga repitió el mensaje.

Parecía no haber mejor explicación que la de haberse caído de cabeza, aunque a las hormigas raramente les ocurre eso. Éstas pertenecían a una especie llamada Messor barbarus.

—Está bien —repuso la hormiga a la central.

Luego, sin prestar más atención a Verruga, el sepulturero se fue en busca de otra hormiga o de cualquier cosa que tuviera que ser enterrada.

Verruga avanzó en dirección contraria, a fin de reunirse con la escuadra del mosto. Repitió varias veces su número, para aprendérselo de memoria, así como el del individuo al que tenía que relevar.

La escuadra del mosto se hallaba en una de las cámaras exteriores de la fortaleza, formando una especie de círculo de adoradores. Verruga entró en el círculo y anunció que el 210021-WD debía regresar al nido principal. Luego comenzó a llenarse con el suave mosto, lo mismo que las demás hormigas. Esto lo hacían raspando las semillas que otros individuos habían recolectado, y masticándolas hasta que se formaba una especie de pasta o sopa, que después tragaban.

Al principio la operación resultó deliciosa para Verruga, que comió ávidamente, pero al cabo de unos minutos el trabajo le satisfizo menos, sin saber bien por qué. Masticó y tragó con premura, imitando al resto de la escuadra, pero habiendo perdido el gusto por aquello, era como darse un banquete de nada, como una pesadilla en la que tuviera que consumir grandes cantidades de masilla, sin poder detenerse nunca.

Había un constante ir y venir en torno al montón de semillas. Las hormigas que estaban de mosto hasta rebosar, se dirigían hacia la fortaleza interior, y eran sustituidas por una procesión de hormigas vacías que llegaban desde el mismo punto. Nunca había una hormiga nueva en aquel desfile, sólo el mismo grupo que iba de una parte a otra, como lo seguirían haciendo durante el resto de sus vidas.

De pronto Verruga se dio cuenta de que lo que comía no llegaba a su estómago. Una pequeña porción de alimento fue asimilada por él al comienzo, pero ahora la masa principal quedaba almacenada en una especie de estómago superior o buche, del cual podría ser devuelta al exterior. Se dijo que cuando se uniese a la procesión que iba hacia el oeste, tendría que vomitar lo almacenado en una especie de despensa, o algo así.

En la escuadra del mosto sus integrantes conversaban entre sí mientras trabajaban. Verruga pensó al principio que aquello era buena señal, y escuchó para enterarse de lo que decían.

—¡Vaya! —dijo uno de los individuos—. Aquí viene una de esas melodías de luna-tuna-duna. Es de las que más me gustan; algo magnífico.

Otra observación:

—Oye, ¿no te parece que nuestro amado Jefe es maravilloso, eh? Dicen que le picaron trescientas veces en la última guerra, y que le concedieron la Cruz al Valor de las Hormigas.

—Qué suerte hemos tenido al nacer en el nido A, ¿no crees? Sería horrible ser una de esas espantosas Bes.

—¡Qué tremendo lo que hizo la 310099-WD! Se explica que la hayan ejecutado inmediatamente, por orden especial de nuestro bienamado Jefe.

—De nuevo esa agradable tonada de luna-tuna-duna. Me parece que…

Verruga se alejó hacia el nido henchido de mosto. Por su parte, no tenía escándalo ni chisme alguno que contar. En realidad lo que relataban las hormigas era como una especie de fórmula, y lo de la ejecución, por ejemplo, sólo variaba en el número del delincuente.

El muchacho se encontró en el vestíbulo de la fortaleza, donde millares de hormigas se alimentaban en los criaderos mientras otras llevaban los gorgojos a diversos compartimientos para que allí tuviesen una temperatura uniforme, lo que conseguían abriendo o cerrando unos pasadizos de ventilación.

En el centro de todo ello la Caudilla estaba sentada felizmente, poniendo huevos, atendiendo a las emisiones de radio, dando directrices y ordenando ejecuciones, al tiempo que le rodeaba un mar de adulación. (Más tarde se enteró Verruga que el método de sucesión entre estas Caudillas variaba de acuerdo con las diferentes clases de hormigas. En las Bothriomyrmex, por ejemplo, la ambiciosa fundadora de un Nuevo Orden podía invadir un nido de Tapinomas, colocándose sobre las espaldas de la antigua tirana. Allí, enmascarándose en el olor de su anfitriona, la primera hormiga iría cortándole poco a poco la cabeza a la segunda, hasta que llegase a reemplazarla del todo, haciéndose con el mando).

Descubrió Verruga que no había almacén para depositar el mosto. Cuando alguien quería comer, le detenían, le abrían la boca y se alimentaban de su interior. No le trataban en modo alguno como un ser racional, y las mismas hormigas se mostraban impersonales en su trato. Él era un camarero mudo que alimentaba a clientes igualmente mudos. Ni siquiera su estómago le pertenecía.

Pero no necesitamos entrar en muchos detalles acerca de las hormigas, que nunca resultan un tema agradable. Bastará decir que el chiquillo siguió viviendo entre ellas, adaptándose a sus costumbres, observándolas a fin de comprender cuanto fuera posible, pero sin hacer nunca preguntas. No sólo ocurría que el lenguaje de las hormigas no poseía los vocablos por los que se interesan los seres humanos —le habría resultado imposible preguntarles si creían en la Vida, la Libertad o la Felicidad—, sino que resultaba hasta peligroso hacer cualquier pregunta. Esto era casi una señal de locura, entre las hormigas. En la vida de ellas no se admitían preguntas, todo venía dictado. Verruga siguió reptando desde el nido a las semillas, y desde ellas al nido, afirmó que la tonada de tuna-luna-duna era preciosa, regurgitó mosto cuando se lo pedían, y trató de comprender lo que veía a su alrededor.

Algo después, esa misma tarde, una hormiga exploradora cruzó sobre el puente que Merlín había ordenado a Verruga que hiciera. Era una hormiga de la misma especie, pero procedía de otro nido. Fue detenida por una de las hormigas sepultureras, que le dio muerte en el acto.

La emisión cambió después de haberse radiado esta noticia, o más bien desde el momento en que unos espías descubrieron que en el otro nido había una buena provisión de semillas.

La tonada de luna-tuna-duna fue sustituida por varias marchas militares, y la serie de órdenes se veían interrumpidas por conferencias sobre la guerra, el patriotismo y la coyuntura económica. La agradable voz aseguraba que la querida patria estaba siendo asediada por una horda de asquerosas hormigas de otro nido, y el coro inalámbrico cantó:

Cuando la sangre ajena surge del cuchillo,

Todo marcha perfectamente.

También se informaba que el Padre Hormiga había ordenado sabiamente que las necias de Otronido debían ser siempre esclavas de las de Estenido. La querida patria sólo tenía un fin, en ese momento: remediar un desgraciado estado de cosas, si no quería perecer toda la raza. Otro motivo era que la propiedad nacional de Estenido se veía amenazada. Las fronteras iban a ser violadas, los animales domésticos —los gorgojos—, serían raptados, y en el mejor de los casos todos padecerían hambre. Verruga escuchó dos de aquellas emisiones, con toda atención, a fin de poder recordarlas más adelante.

La primera decía así:

  1. Somos tan numerosas que nos estamos muriendo de hambre.
  2. Por lo tanto, debemos fomentar las familias numerosas, a fin de que crezca nuestro número y las defunciones por hambre.
  3. Cuando el hambre sea bien evidente, a causa de nuestro crecimiento, lógicamente tendremos derecho a apoderarnos de las semillas de otros pueblos. Además, para entonces dispondremos de un ejército más numeroso y hambriento.

Este lógico razonamiento se puso en práctica, y los dos nidos se prepararon para la contienda —pues debe admitirse que una nación nunca está lo suficientemente muerta de hambre como para que no pueda procurarse más armamentos que el enemigo—. Entonces comenzó la segunda clase de emisiones aleccionadoras.

Esto es lo que se decía en esta ocasión:

  1. Somos más numerosas que ellas, por tanto, tenemos derecho a apoderarnos de su mosto.
  2. Ellas son más numerosas que nosotros; por lo cual están haciendo desesperados intentos para robarnos nuestro mosto.
  3. Somos una raza superior, y nos asiste el derecho natural de sojuzgar a los enclenques.
  4. Ellas son de una raza superior, y están tratando de dominarnos a nosotras, pobres indefensas.
  5. Por consiguiente, debemos atacarlas, en defensa propia.
  6. Si no las atacamos hoy nosotras, ellas nos atacarán mañana.
  7. En todo caso, no es un ataque lo que hacemos, sino que les proporcionamos incalculables beneficios.

Después de esta segunda emisión, comenzaron los servicios religiosos. Éstos databan, según descubrió Verruga más tarde, de un pasado tan fabulosamente antiguo que difícilmente podía establecerse la fecha, de un pasado en el que las hormigas aún no habían implantado el comunismo. Los servicios provenían de una época en la que las hormigas todavía eran como las personas. Resultaban unas ceremonias realmente imponentes.

Un hecho extraordinario era que las hormigas corrientes no se mostraban impresionadas por las marchas ni por los discursos belicosos. Se limitaban a aceptarlos como algo natural. Eran una especie de ritos para ellas, como las tonadas de Luna, etc., o las conversaciones acerca de su Bienamado jefe. No consideraban buenos o malos estos asuntos, ni los tenían por emocionantes o tremendos. No se les ocurría juzgarlos, sino que los aceptaban como un hecho.

Llegó al fin el momento de la guerra. Todo estaba preparado y los soldados se hallaban perfectamente adiestrados. Por las paredes del nido aparecían pintados numerosos letreros de propaganda. A todo esto, Verruga se hallaba desesperado. La continua repetición de voces en su cabeza, que no podía acallar; la falta de intimidad, que llegaba al extremo de que las demás hormigas comieran en su boca, mientras otras le cantaban en el cerebro; la existencia de sólo dos valores; la atroz monotonía, todo ello comenzó a anular en él la alegría de vivir que caracterizaba a su niñez.

Los terribles ejércitos se encontraban a punto de comenzar la batalla, para disputar los imaginarios límites sobre las placas de vidrio, cuando Merlín acudió en auxilio de Verruga. Por medio de su magia logró llevar al precoz estudioso de las costumbres de los animales de vuelta a su lecho, y el chiquillo sintióse sumamente contento al verse de nuevo allí.