Capítulo I
os lunes, miércoles y viernes tenían Caligrafía
gótica y Rudimentos de Lógica, mientras que el resto de la semana
había Lógica Aristotélica, Astrología y repaso de asignaturas. La
gobernanta siempre se hacía un lío con el astrolabio, y entonces
acostumbraba a desquitarse con Verruga, golpeándole en los
nudillos. No castigaba de este modo a Kay, porque cuando éste fuera
mayor sería sir Kay, el dueño de la heredad. Verruga se llamaba así
porque más o menos rimaba con Arte[1], que era a su vez una
contracción de su verdadero nombre. Había sido Kay quien le pusiera
aquel apodo. A Kay no le llamaban más que de esta forma, pues era
demasiado digno para admitir un apodo, y se habría irritado si
alguien hubiese pretendido asignárselo. La gobernanta era pelirroja
y tenía una misteriosa herida que le proporcionaba un gran
prestigio y que ella enseñaba a puertas cerradas ante las mujeres
del castillo. Se creía que dicha herida se hallaba localizada en
las posaderas de la mujer, y parece que le fue causada al sentarse
por error, durante una merienda campestre, sobre los punzones de
una armadura. En cierta ocasión la gobernanta quiso enseñar su
herida a sir Héctor, el padre de Kay. La dama se puso histérica, y
fue despedida. Más tarde se supo que había estado encerrada en un
manicomio durante tres años.
Por las tardes el plan de estudios era el siguiente: los lunes y los viernes, justas y equitación; los martes, cetrería; los miércoles, esgrima; los jueves, arquería; los sábados, teoría de la caballería, con el conocimiento de los acordes que debían ser tocados en cada ocasión; terminología de la caza y reglas del cazador. Si se cometía algún error en la persecución o matanza de un animal, por ejemplo, el cazador debía agacharse sobre el cuerpo de la bestia muerta, o se le golpeaba con la espada de plano. Esto era una broma, como la de serle afeitada la cabeza al que cruzara la línea central en el torneo. A Kay nunca le pegaban con la espada, aunque cometía errores con frecuencia.
Cuando ya se habían librado de la gobernanta, sir Héctor dijo en una ocasión:
—Al fin y al cabo, maldición, no podemos consentir que los muchachos correteen todo el día como unos rufianes, ¿eh?, maldición. Debemos proporcionarles una educación de primera clase. Cuando yo tenía su edad, ya me aprendía mi Latín y todas esas monsergas a las cinco de la mañana. Ah, sí, fue la época más feliz de mi vida… Alcanzadme el oporto, por favor.
Sir Grummore Grummursum, que se hospedaba allí aquella noche porque le había sorprendido el crepúsculo durante una larga caminata, aseguró que cuando tenía esa edad le azotaban todos los días porque se iba por las mañanas a cazar con los halcones, en lugar de quedarse a estudiar. Atribuía a esta falta de aplicación el hecho de que nunca había logrado pasar del pretérito pluscuamperfecto del verbo Haber. El maldito tiempo era el tercero por abajo, en la página noventa y siete de la gramática, según creía recordar. Y diciendo esto, entregó el oporto que le pedían.
—¿Qué tal os han ido las pesquisas hoy? —preguntó sir Héctor.
—No del todo mal. En realidad, ha sido un día bastante bueno, a fe mía. Sorprendí a un fulano llamado sir Bruce Sans Pitié, rebanándole la cabeza a una doncella en los matorrales de Weedon; le perseguí hasta la hacienda de Mixbury, en el Bicester, y le perdí de vista en el bosque de Wicken. Creo que llegó a hacer sus buenas veinticinco millas corriendo.
—Un tipo bastante ligero —comentó sir Héctor—. Pero volviendo a lo de los muchachos y el Latín, amábo, amábis, amábit y todo eso —agregó el anciano caballero—, y lo de corretear como rufianes, ¿qué me aconsejaríais vos?
—Ah —repuso sir Grummore, tocándose la nariz con un dedo y guiñando un ojo a la botella—, eso exige mucha reflexión, si no os importa que lo diga.
—No me importa en absoluto —dijo sir Héctor—. Es más, lo considero una atención de vuestra parte. Os quedo muy agradecido, de verdad. Pero servios de este oporto, por favor.
—Buen oporto es éste.
—Me lo ha regalado un amigo mío.
—Prosiguiendo con los chicos —manifestó sir Grummore—, ¿cuántos son, lo sabéis acaso?
—Son dos, contándolos a ambos, claro está —aseguró sir Héctor.
—¿No podéis enviarlos a Eton, tal vez? —inquirió cautamente sir Grummore—, aunque esté algo lejos, ya se sabe.
No habló exactamente de Eton, ya que el Colegio de la Blessed Mary no fue fundado hasta 1440, pero sería una institución parecida. Del mismo modo, tampoco bebían oporto, sino hidromiel, aunque la mención de un vino moderno hace que todos nos entendamos mejor.
—No me importa la distancia —declaró sir Héctor—, sino el hecho de que ese gigante, como demonios se llame, está en el camino. Hay que pasar por sus terrenos, ¿comprendéis?
—¿Y cómo se llama el gigante?
—No puedo recordarlo en este momento, por mi vida. Es un tipo que vive cerca de Burbly Water.
—Galapas —dijo sir Grummore.
—El mismo fulano.
—La otra solución —declaró sir Grummore— sería ponerles un preceptor.
—Ah, decís uno de esos que enseñan.
—Eso es, un preceptor; ya sabéis, uno que enseña.
—Pero servios más oporto —dijo sir Héctor—; lo necesitáis, después de tanta persecución.
—Ha sido un día espléndido —aseguró sir Grummore—. Aunque no parece que en estos tiempos les dé mucho por matar. Corres veinticinco millas para luego perder la pista o que se te desvanezca por completo. Lo peor es tener que iniciar una nueva búsqueda.
—Nosotros matamos a todos nuestros gigantes —dijo sir Héctor—. Ahora te hacen correr un buen rato, pero desaparecen.
—Se les pierde el rastro —dijo sir Grummore— por mejor decir. Siempre pasa lo mismo con los grandes gigantes en las tierras extensas. Se les pierde el rastro.
—Pero aun en el caso de que quisiera ponerles un preceptor —prosiguió sir Héctor—, no veo de qué forma podría conseguirlo.
—Anunciándolo.
—Ya lo anuncié. Fue voceado por el noticiero de Humberland y anunciador de Cordoyle.
—La única otra forma —dijo sir Grummore—, sería iniciar una pesquisa.
—Queréis decir una búsqueda para dar con un preceptor, ¿verdad? —aclaró sir Héctor.
—Justamente.
—Hic, Haec, Hoc —dijo sir Héctor—. Tomad un poco más de esta bebida, sea cual sea su nombre.
—Hunc —sentenció sir Grummore.
Así quedó decidido. Cuando sir Grummore Grummursum se fue a su casa al día siguiente, sir Héctor se hizo un nudo en el pañuelo para no olvidarse, en cuanto tuviera tiempo, de iniciar una pesquisa, a fin de dar con un preceptor, y como no estaba seguro de cómo podría conseguirlo, dijo a los chicos que sir Grummore había sugerido que entretanto no se comportaran como rufianes. Luego se fueron a dirigir la faena del henaje.
Era el mes de julio, y todos los hombres que no estuviesen impedidos, así como las mujeres de la heredad, trabajaban ese mes en los campos, bajo la dirección de sir Héctor. En cualquier caso, a los muchachos se les hubiera permitido perder las clases en aquella época.
El castillo de sir Héctor se alzaba en un vasto claro de un bosque aún más vasto. Tenía un patio de armas y un foso con barrera. El foso quedaba cruzado por un puente de piedra fortificado y que terminaba mediado el foso. La otra mitad quedaba cubierta por un puente levadizo de madera, que se levantaba todas las noches. En cuanto se salvaba el puente levadizo, el recién llegado se encontraba en el extremo de la calle del poblado —sólo tenía una calle—, la cual se extendía a lo largo de una media milla, y estaba flanqueada por casas de adobe con techo de paja. La calle dividía la extensión del claro del bosque en dos grandes campos; en el de la izquierda se cultivaba en centenares de estrechas parcelas, mientras que el de la derecha se deslizaba hacia un río y servía para el pastoreo. La mitad de este último campo estaba vallado para obtener heno.
Era, pues, julio y el tiempo era el propio de julio, como acontecía en la vieja Inglaterra. Todo el mundo estaba muy bronceado, igual que si fueran pieles rojas, y los dientes y los ojos relumbraban al sol. Los perros deambulaban con la lengua colgando, o se echaban jadeantes a la sombra, en tanto que los caballos de la hacienda tenían cubierta de sudor la brillante piel, y se espantaban los tábanos con la cola, o con las gruesas patas, cuando se les posaban en el vientre. En los campos de pastoreo las vacas vagaban indolentes, y algunas correteaban con la cola al aire, lo que irritaba mucho a sir Héctor.
Sir Héctor se encontraba de pie encima de un gran montón de heno, desde donde podía ver lo que hacía todo el mundo, y vociferar órdenes que llegaban hasta el último rincón del campo de doscientos acres, lo cual le congestionaba bastante el rostro. Los mejores segadores se aplicaban a su tarea formando una línea donde el heno aún no había sido cortado, y sus guadañas refulgían bajo los fuertes rayos solares. Las mujeres disponían el heno seco en largas fajas con sus rastrillos de madera, y los dos chicos las seguían a cada lado de las franjas, volviendo las mieses con sus horcas y dejándolas a punto para la recogida. A continuación venían las grandes carretas, rechinando sus grandes ruedas de madera, y que arrastraban caballos fornidos o lentos bueyes blancos. Un hombre se hallaba encima de la carreta para guiarla y recibir el heno, mientras que otros dos iban a cada lado, recogiendo la mies que habían vuelto los chicos. La carreta avanzaba por la senda, entre dos fajas de heno cortado, y era cargada por turno estricto desde delante a atrás. El hombre de la carreta gritaba con fuerza donde quería que le arrojasen cada montón de heno con la horca. Los cargadores regañaban a los chicos cuando no colocaban el heno adecuadamente, o si se rezagaban, les amenazaban con una azotaina, cuando les tuvieran a mano.
Cuando una carreta quedaba cargada, la llevaban hasta el montón de heno sobre el que estaba sir Héctor, y allí la descargaban. El montón ascendía con rapidez porque la carga se colocaba metódicamente, no como en la actualidad. Sir Héctor volvía a trepar entonces a la cima del montón, y mientras los demás se afanaban a su alrededor, haciendo el verdadero trabajo, él sudaba y jadeaba con su horca, revolviendo la mies mientras gritaba que todo se derrumbaría cuando llegasen los vientos del Oeste.
A Verruga le gustaba la faena del henaje, y se desenvolvía con eficacia. Kay, que tenía dos años más, era bastante menos hábil en aquellos menesteres, y trabajaba el doble que Verruga, obteniendo sólo la mitad del resultado de aquél. Pero aborrecía que le ganasen en cualquier cosa, y luchaba con la condenada hierba —que odiaba con toda su alma—, hasta que llegaba a sentirse enfermo.
El día siguiente al de la visita de sir Grummore, hacía un calor bochornoso que tenía a mal traer a los hombres que se afanaban desde un ordeño al otro, y luego de nuevo hasta el anochecer, en su batalla con los ardientes rayos solares. El heno era para ellos como un elemento más, igual que el agua o el aire, y en él se hundían, se sumergían, y hasta parecían respirar. Las semillas y briznas de la mies llenaban el aire y revoloteaban ante sus bocas y las ventanas de la nariz, y se les introducían en las ropas, haciéndoles cosquillas. Cierto es que no llevaban puesta mucha ropa, y las sombras que se apreciaban entre sus húmedos músculos eran del tono oscuro de su piel. Los que temían los truenos se sintieron enfermos desde por la mañana.
La tormenta estalló durante la tarde. Sir Héctor mantuvo a su gente trabajando hasta el mismo momento en que los relámpagos cruzaron el cielo sobre sus cabezas, y entonces, con el firmamento tan oscuro como si fuera de noche, la lluvia comenzó a caer sobre la gente, dejándolos calados al momento, y sin permitirles ver más allá de las cien yardas. Se pusieron a cubierto debajo de las carretas, cubriéndose con el heno para resguardar sus cuerpos mojados del viento, que ahora soplaba muy frío, y todos bromearon mientras el cielo se desplomaba sobre los campos. Kay estaba temblando, aunque no de frío, pero también pretendía lanzar pullas, como los demás, porque no quería demostrar que estaba asustado. Con el último rayo, el más intenso, hasta los hombres se estremecieron involuntariamente, y cada uno vio el estremecimiento de su compañero, hasta que todos rieron para olvidar su vergüenza.
Pero aquello significaba el fin de la recolección de las mieses, y el comienzo de los juegos. Los dos chicos fueron enviados a casa para que se cambiaran de ropas. La anciana dama que había sido su niñera les trajo jubones y calzas recién salidos de la plancha y les regañó por haberse mojado de aquella forma, culpando a sir Héctor de haberles tenido tanto tiempo bajo la lluvia. En cuanto se hubieron puesto las ropas secas y limpias, los chiquillos corrieron hacia el patio, ahora fresco y brillante por la lluvia recién caída.
—Voto porque saquemos a Cully, para ver si cazamos algunos conejos —exclamó Verruga.
—Los conejos no salen con esta humedad —dijo Kay desdeñosamente, satisfecho de haber cogido a Verruga en tamaño error.
—Bah, no importa, pronto estará todo seco.
—Entonces, voy a buscar a Cully.
Kay quería llevar siempre el halcón cuando iban de caza, y tenía derecho a hacerlo, no sólo porque era mayor que Verruga, sino porque también era el hijo legítimo de sir Héctor. Verruga, en cambio, no era hijo legítimo. Él no alcanzaba a comprender esto, pero le hacía sentirse desgraciado porque Kay, a causa de ello, parecía considerarle como un poco inferior. También era diferente por no tener padre ni madre, y Kay le había enseñado que ser diferente era algo malo. Nadie le hablaba de eso, pero Verruga lo pensaba cuando se hallaba solo, y le dolía. No le gustaba que la gente sacara a relucir el tema, pero como los otros chicos lo hacían cuando se planteaba un problema de procedencia, había tomado por costumbre ceder siempre ante el miedo a que saliese a relucir el problema. Por otra parte, Verruga admiraba a Kay y era un seguidor nato. Era de esas gentes que se complacen venerando a un héroe.
—¡Vamos, pues! —gritó Verruga, y salieron corriendo hacia el pabellón de cetrería, volcando algunas carretillas a su paso.
El pabellón de cetrería era uno de los lugares más importantes del castillo; se hallaba al lado de las caballerizas y de la perrera, y estaba orientado al Sur. Las ventanas exteriores eran pequeñas, porque así lo exigía la fortificación, pero las que daban al patio eran grandes y dejaban entrar el sol. Tenían unas tablillas clavadas muy juntas, verticalmente; carecían de vidrios, y para evitar las corrientes de aire a los halcones, en las ventanas pequeñas se colocaban cueros delgados. Al final del pabellón de cetrería había un pequeño hogar con unos taburetes a su alrededor, como las habitaciones donde los palafreneros se sientan a limpiar los arneses en las noches de lluvia, después de la caza del zorro. Además de los taburetes había un caldero, un banco con numerosos cuchillos de pequeño tamaño y otros instrumentos de cirugía, y algunos anaqueles con diversos jarros. Éstos tenían etiquetas en las que podía leerse cardamomo, jengibre, azúcar cande, y los nombres de otras especias y medicamentos.
También se veían cueros colgados, algunos de los cuales tenían cortes cuyos trozos servían para confeccionar caperuzas y traíllas para halcones. Colgadas de una hilera de clavos había una serie de campanillas y cascabeles de plata, todos ellos con el nombre «Héctor» grabado en él. En un estante especial, el mejor de todos, se encontraban las caperuzas, algunas tan antiguas que se confeccionaron para los halcones antes de que Kay naciera; otras diminutas, para los azores, y otras nuevas, espléndidas, que habían sido hechas para pasar las largas noches invernales. Casi todas estas caperuzas llevaban los colores de la casa de sir Héctor: el cuero era blanco, con franela roja a los lados, y un copete gris azulado en la parte superior, hecho con plumas de garza. Sobre otro banco reposaban una serie de objetos de los que suelen hallarse en cualquier taller, como herramientas, alambres, rollos de cordel, además de una botella de cuero, algunos guanteletes raídos para la mano izquierda, clavos, un par de anzuelos y varias tablillas de madera en las que se leía: Conays 11111111, Harn 111, etc. La caligrafía no era demasiado buena.
A todo lo largo del pabellón, que estaba ahora iluminado por el sol poniente, se extendían una serie de perchas a las que se hallaban sujetas las aves. Había dos pequeños azores que no hacía mucho eran polluelos, un viejo halcón peregrino que no se empleaba demasiado en aquella región boscosa, pero que se tenía para guardar las apariencias, un cernícalo con el que los chicos habían aprendido los rudimentos de la cetrería, un pequeño gavilán que sir Héctor, amablemente, guardaba allí para el sacerdote de la parroquia y, en su propia jaula, al final, se encontraba el halcón Cully.
El pabellón de cetrería se conservaba muy limpio, con serrín en el suelo, para recoger los excrementos, que se cambiaba diariamente. Sir Héctor visitaba el lugar todos los días a las siete de la mañana y los dos halconeros le esperaban muy rígidos ante la puerta. Sí olvidaban siquiera cepillarse el pelo, los hacía recluir en una mazmorra.
Kay se colocó uno de los guanteletes en la mano izquierda y llamó a Cully, que se hallaba en su jaula abierta. Pero el halcón, con las plumas bien pegadas al cuerpo y su expresión malévola, le miró fijamente y no hizo caso alguno. Entonces Kay se le acercó y lo cogió con el guantelete.
—¿Crees que debemos hacerle volar? —preguntó Verruga, con gesto de duda—. Ten en cuenta que está mudando el plumaje, Kay.
—Pues claro que podemos hacerle volar, tonto —repuso el aludido—. Está deseando que le saquen un poco, ya lo verás.
Así pues, echaron a andar a través del henar, advirtiendo que la hierba, antes cuidadosamente rastrillada, se hallaba ahora empapada por la lluvia, habiendo perdido su hermoso aspecto. Se encaminaron hacia el lugar de caza, donde comenzaban los árboles, aislados primero, pero agrupándose luego para formar la espesura del bosque. Bajo aquellos árboles se veían por centenares los orificios de las madrigueras, y tan juntos estaban que el problema no era hallar un conejo, sino encontrarlo lo suficientemente alejado de su agujero.
—Hob dice que no debemos hacer volar a Cully hasta que se haya levantado al menos un par de veces —advirtió Verruga.
—Hob no entiende nada de esto. Nadie sabe cuándo un halcón está dispuesto a volar, más que quien lo lleva. Además, Hob es sólo un villano —concluyó Kay, mientras desataba la traílla del halcón.
Cuando el ave advirtió que le habían quitado las correas a fin de que quedase dispuesto para la caza, hizo algunos movimientos como si pretendiera iniciar el vuelo. Alzó la cresta y erizó las suaves plumas de la espalda y las patas. Pero en el último momento lo pensó mejor y se quedó quieto. Aquellos movimientos eran lo que hacían que Verruga anhelase llevarlo. Deseaba coger el halcón de manos de Kay, para demostrar su experiencia. Estaba seguro de que lograría poner a Cully de buen talante haciéndole cosquillas en las patas y hacia arriba, en las plumas del buche. Deseaba sostener el halcón, en lugar de caminar detrás, con el estúpido señuelo. Verruga sabía que al chico mayor le molestaban mucho sus consejos, y por eso prefería callarse. Del mismo modo que en la caza moderna nunca deben hacerse críticas al hombre que manda, así en cetrería era importante no distraer al halconero con opiniones y consejos.
—¡So-ho! —gritó Kay, levantando el brazo para que el halcón pudiese alzarse más fácilmente. Un conejo cruzó unos matorrales frente a ellos, y Cully inició el vuelo. El batir de alas sorprendió al conejo, que permaneció inmóvil por un instante. Luego el ave asesina comenzó a hender el aire, aunque de mala gana, como indecisa, cosa que aprovechó el conejo para ocultarse en una madriguera. Siguió ascendiendo el halcón, hasta que se posó en la rama de un árbol y plegó las alas. Luego Cully miró a sus amos, abrió el pico con un iracundo graznido de fracaso, y se quedó inmóvil. Los dos corazones parecían haberse inmovilizado.
