Capítulo IV

erruga comenzó a parlotear antes de haber cruzado la mitad del puente levadizo.

—¡Mirad a quién he traído! —exclamó—. ¡Mirad, he estado de exploración! Me dispararon tres flechas, todas con franjas negras y amarillas. El búho se llama Arquímedes. He conocido al rey Pelinor, y éste es mi preceptor, el mago Merlín. Hice una búsqueda para encontrarle. Iba en busca de la Bestia Bramadora, bueno, me refiero al rey Pelinor. Sucedió algo terrible, allí en el bosque. Merlín hizo que los platos se lavaran ellos mismos. Hola, Hob. Mira, hemos traído a Cully de vuelta.

Hob miró al chiquillo y éste enrojeció al darse cuenta de que hablaba demasiado. De todos modos, era una gran satisfacción volver a casa con nuevos amigos y después de haber recuperado el halcón perdido.

—Bueno, amo —repuso Hob, ásperamente—, creo que aún tendremos que hacer de vos un halconero.

Hob se acercó a Cully, pues no podía permanecer más tiempo alejado del halcón, pero también dio unas palmaditas afectuosas en la cabeza de Verruga. En realidad, Hob no sabía bien a quién de los dos se alegraba más de ver. Cogió a Cully en su puño, con el ademán del cojo que se coloca la pierna de palo después de haberla perdido.

—Merlín lo atrapó —dijo Verruga—. Envió a Arquímedes para que le enseñara el camino de casa. Pero Arquímedes volvió y nos dijo que Cully había matado una paloma y se la estaba comiendo. Nos acercamos, y sólo conseguimos ahuyentarle. Entonces Merlín clavó seis plumas de la cola de la paloma, que había quedado allí, en torno a ella, formando un círculo, e hizo un lazo por fuera de las plumas con un largo cordel. Uno de los extremos del lazo lo ató a un palo que clavó en el suelo, y luego fue a ocultarse detrás de unos matorrales reteniendo el otro extremo del cordel. Dijo que no emplearía su magia en aquello, pues en las Grandes Artes no debía emplearse la magia, como no debía utilizárselo para hacer una hermosa estatua. Ésta había que hacerla esculpiéndola con cincel. Entonces Cully descendió para terminar con la paloma que dejara, y en ese momento tiramos del cordel. El lazo se deslizó por encima de las plumas, y cogió al halcón por las patas. ¡Qué enfadado se puso! Pero le dimos la paloma.

Hob hizo una reverencia a Merlín, el cual le devolvió la cortesía. Ambos se miraron con expresión de grave afecto, dándose cuenta de que eran maestros en el mismo arte. Cuando estuvieran a solas hablarían de cetrería, pese a que Hob era por naturaleza un hombre silencioso. Esperarían a que llegase ese momento.

—¡Mira, Kay! —exclamó Verruga, cuando aquél apareció con la vieja niñera y otras personas que acudían a darles la bienvenida—. Mira, he conseguido un mago como preceptor nuestro. Tiene una mostacera que anda.

—Me alegro de que hayas vuelto —repuso Kay.

—Cielos, ¿dónde habéis dormido, amo Art? —preguntó la niñera, dirigiéndose a Verruga—. Mirad ese jubón, todo desgarrado y sucio de barro. Y el disgusto que nos habéis dado, sólo yo me lo sé. Ah, ese pelo, lleno de hierbas y de hojillas. Mi pobre corderito descarriado…

Sir Héctor salió en ese momento apresuradamente, y besó a Verruga en ambas mejillas.

—Vaya, vaya, vaya —dijo enternecido—. Aquí estamos de nuevo, ¿eh? Qué demonios estuviste haciendo, ¿eh? Has tenido trastornada a toda la casa esta noche.

Pero interiormente el anciano sentíase orgulloso de Verruga, que había permanecido fuera del castillo por un halcón, y más contento le producía aún que lo hubiese recuperado, pues a todo esto Hob mantenía al ave bien alta en la mano, para que todo el mundo pudiera verla.

—Señor —dijo Verruga—, he realizado esa búsqueda que queríais iniciar para conseguirnos un preceptor, y le he encontrado. Mirad, es este caballero, que se llama Merlín. Se ha traído algunos de sus tejones, erizos, ratones y hormigas en su asno blanco, porque no quería dejar que se murieran de hambre. Es un gran mago, y puede hacer que las cosas vuelen por el aire.

—Ah, un mago —manifestó sir Héctor, al tiempo que se calaba los anteojos y miraba de cerca a Merlín—. Espero que será magia blanca, ¿verdad?

—Desde luego —repuso Merlín, que permanecía en actitud paciente entre el corrillo de curiosos, con los brazos cruzados sobre la túnica, mientras Arquímedes se erguía muy rígido encima de su cabeza.

—Bien, necesito algunas referencias vuestras —añadió sir Héctor—. Es lo acostumbrado.

—Aquí están —dijo Merlín, extendiendo una mano vacía.

Al momento aparecieron en ella algunas tablillas firmadas por Aristóteles, un pergamino de Mecateo de Mileto, y una hoja mecanografiada y rematada con la firma del rector del Colegio de la Trinidad, al que Merlín no recordaba haber conocido. En esos documentos se daban excelentes referencias de Merlín.

—Lo tenía todo en la manga —dijo sir Héctor, como quien conoce el truco—. ¿Podéis hacer algo más?

—¡Árbol! —dijo el mago, y al momento apareció un enorme moral en medio del patio, con sus exquisitos frutos azules, dispuestos para ser arrancados. Y ello era aún más notable, puesto que las moras sólo adquirieron fama desde los días de Cromwell.

—Lo hace con espejos —aseguró sir Héctor.

—¡Nieve! —agregó Merlín—. Y un paraguas —añadió apresuradamente.

Antes de que hubiera terminado de hablar, el claro cielo de verano adquirió un frío tono broncíneo, mientras caían los mayores copos de nieve que jamás vieran los presentes. Una pulgada de nieve cubrió el suelo antes de que alguien pudiese hablar, y todos temblaron de frío. Sir Héctor tenía la nariz azul, y de la punta de la misma le colgaba un carámbano. Todos, menos Merlín, quedaron con los hombros cubiertos de nieve. El mago se hallaba en medio, con el paraguas en alto para proteger al búho.

—Eso lo consigue con hipnotismo —sentenció sir Héctor, mientras le castañeteaban los dientes—. Pero ya basta. Estoy seguro de que será un excelente preceptor para los chicos.

La nevada cesó inmediatamente, y el sol volvió a brillar.

—Hemos podido coger una pulmonía —dijo preocupada la niñera.

Merlín cerró el paraguas y lo lanzó al aire, donde desapareció.

—Imaginaos, el pequeño buscando a un preceptor como éste —manifestó sir Héctor—. Vaya, vaya, vaya. Nunca deja uno de maravillarse.

—No creo que haya sido precisamente una búsqueda —intervino Kay—. Después de todo, sólo iba a atrapar al halcón.

—Y lo encontró, amo Kay —dijo Hob, con tono de reproche.

—Bueno —aseguró el chico—, apostaría a que el anciano lo cazó por él.

—Kay —dijo Merlín, con voz repentinamente terrible—. Siempre has sido un charlatán altivo y malintencionado. Tus penas vendrán por tus propias palabras.

Esto hizo que todo el mundo se sintiera impresionado, y Kay, en lugar de experimentar su habitual arrebato de cólera, bajó la cabeza. En realidad, no era una mala persona, sino un chico inteligente y activo, aunque orgulloso, apasionado y terco. Era de esas personas que nunca serán ni líderes ni segundones, pero que tienen un corazón anhelante, lleno de impaciencia, dentro del cuerpo que le aprisiona. Merlín se arrepintió en seguida de su severidad, y obtuvo del aire una pequeña daga de caza de plata, que entregó al niño. La empuñadura de la daga representaba el diminuto cráneo de un armiño, y le gustó mucho a Kay.