Prólogo
Prólogo
Concéntrate.
Una esfera blanca apareció en la negra gruta que era la mente del rey Tithian I, y arrojó una luz brillante sobre las deformadas agujas y lúgubres profundidades del enmarañado terreno de la caverna. Murciélagos de oscuras alas y aves de negro pelaje —siniestros pensamientos a los que su cerebro había dotado de forma— corrieron a refugiarse en lóbregos rincones y nichos, entre graznidos y chillidos de enojo.
—¡Lo he conseguido! —anunció Tithian.
No habrás conseguido nada hasta que lo proyectes, fue la respuesta que resonó en el interior del cerebro del rey.
Tithian abrió los ojos. Frente a él se encontraban las dos cabezas sin cuerpo que lo adiestraban en el difícil arte del Sendero. Una de ellas tenía la tez cetrina y las facciones hundidas, con labios resquebrajados que recordaban al cuero reseco. La otra estaba grotescamente hinchada, con mejillas tumefactas y ojos tan abotagados que no eran más que estrechas hendiduras negras. Ambas llevaban los ásperos cabellos sujetos en largos moños, y tenían la parte inferior de los respectivos cuellos cosida con grueso hilo negro.
—¿Dónde? —inquirió Tithian.
Sobre la arena, respondió Sacha, la grotesca cabeza hinchada.
—Sí. Ya es hora de que tus súbditos aprendan a temerte —aprobó Wyan, la otra cabeza, hablando ahora en voz alta.
Con mucho cuidado para mantener la esfera brillando en el interior de su mente, Tithian miró en dirección al estadio. Desde su pedestal situado encima del tejado de la Torre Dorada, veía la mayor parte de la gran arena de combate, que se encontraba entre la torre y los ladrillos desmoronados del zigurat del anterior monarca. En lugar de estar lleno de gladiadores, el inmenso foso de lucha era ahora un hervidero de artesanos y campesinos libres que cambalacheaban una gran variedad de mercancía: madroños, carnes dulces de lagarto, recipientes de cerámica, cuchillos y cucharas de hueso tallado… Todos ellos habían cubierto sus mercancías con capas harapientas y mantas raídas, pues en estos momentos un vendaval de aire caliente arrasaba el terreno con violentas ráfagas de arena y polvo.
A la vista del bazar, el rey no pudo evitar recordar cómo había iniciado su existencia el mercado. Siguiendo una sugerencia de su amigo de la infancia Agis de Asticles, Tithian promulgó un edicto para convertir el estadio en mercado público, pero, al enviarlo al consejo de asesores para su aprobación, Agis y sus colegas eliminaron la mención de una tasa que el rey deseaba imponer por vender mercancía en el estadio. Sin informar a Tithian de lo que habían hecho, el consejo dio a conocer la proclama por toda la ciudad, y, cuando el rey consiguió ver una copia del edicto que «él» había promulgado, el terreno se había llenado de ciudadanos alborozados.
Perturbados por el recuerdo, los siniestros pensamientos de Tithian alzaron el vuelo y se pusieron a revolotear por su cerebro. El monarca cerró los ojos con fuerza, intentando con desesperación aumentar la intensidad de la luz y obligar a las errantes bestias a regresar a sus nidos. Fue una batalla perdida, pues los furiosos pensamientos no cesaban de surgir en grandes cantidades de sus negros agujeros. Se abalanzaron sobre la luz aullando y chirriando, presas de enloquecido odio, mientras Tithian intentaba rechazarlos, llamando en su ayuda a toda la energía que era capaz de reunir. Un torrente de calor se alzó de las profundidades de su cuerpo y cayó sobre la reluciente esfera.
Un brillante resplandor brotó de los párpados del rey y un trueno ensordecedor estalló sobre la Torre Dorada, sacudiéndola desde los cimientos a los merlones. El estruendo retumbó por todo el pecho de Tithian como un tambor y le hizo zumbar los oídos.
—¿Yo he hecho esto? —exclamó, volviendo a abrir los ojos.
—Se trata de una tormenta —respondió Sacha, poniendo los ojos en blanco.
El rey levantó la vista y comprobó que el día se había vuelto tan oscuro como su ánimo. Una negra neblina de cieno arrastrada por el viento flotaba sobre la ciudad, reduciendo el rojo disco del sol a una sombra rosada de sí mismo. La ondulante masa de tinieblas recordó a Tithian la tormenta vista diez años atrás, pero sabía muy bien que no podía esperar que un aguacero fuera a mitigar la sed de su ciudad. Las nubes de tormenta sobre su cabeza estaban llenas de polvo, no de agua.
—No conseguirías ni sacar chispas golpeando metal, mucho menos vas a conseguir crear un rayo —añadió Wyan—. Tus meditaciones resultan patéticas.
Tithian volvió a cerrar los ojos. La bola de luz del interior de su mente había desaparecido por completo. Todo lo que quedaba en aquella negra gruta era un torbellino de pensamientos siniestros.
—No te molestes en volver a intentarlo —advirtió Sacha.
—Estás a punto de recibir a un mensajero —explicó Wyan.
—Cuando escuches su informe, tu lastimosa mente se olvidará de todas formas de la bola de luz —terminó Sacha, con un mueca siniestra que dejó al descubierto una hilera de amarillentos dientes rotos.
Sabedor de que las maliciosas cabezas no le revelarían las noticias que traía el mensajero aunque se lo preguntase, Tithian desdobló las doloridas piernas y deslizó el enjuto cuerpo, cubierto sólo por un taparrabos, fuera del pedestal. Lamentando la pereza que le había impedido dominar el Sendero de lo Invisible de joven, el rey preguntó:
—¿Soy realmente un caso perdido?
—Por completo —respondió Wyan.
—Rotundamente —añadió Sacha.
El monarca agarró a los dos confidentes por los moños y avanzó hasta el borde del tejado.
—¿Qué haces? —inquirió Wyan.
—Si no tengo la menor esperanza de dominar el Sendero, entonces jamás me convertiré en un rey-hechicero —gruñó Tithian—. ¡Lo que significa que no os necesito a ninguno de los dos! —Tras esto, arrojó las dos cabezas fuera de la torre.
Pero en lugar de ir a caer entre los diáfanos árboles de musgo que crecían al pie del palacio, las cabezas se limitaron a flotar en el aire, a unos tres metros del tejado. Tithian abrió la boca sorprendido, ya que jamás había visto levitar ni a Sacha ni a Wyan, aunque sospechó que debería haber sabido que no serían tan fáciles de destruir. Los singulares personajes no habrían sobrevivido mil años de haber sido tan inofensivos como parecían.
—Resulta bastante divertido —dijo Wyan, mostrando a Tithian la grisácea dentadura.
—Kalak habría cogido un hacha y nos habría despedazado —añadió Sacha—. No eres suficientemente brutal.
—Eso se puede remediar —advirtió Tithian.
—Lo dudo —replicó Wyan—. En el fondo eres un cobarde.
Antes de que Tithian pudiera rebatir las palabras de Wyan, Sacha interpuso:
—¡Hace seis meses que gobiernas Tyr, y la cámara del tesoro de la torre está más vacía que cuando matasteis a Kalak!
Tithian no podía negar la acusación de Sacha, de modo que giró en redondo y miró en dirección al bullicioso distrito de los comerciantes de la ciudad. Ahora que se había vuelto a abrir la mina de hierro, Tyr tornaba a florecer en el negocio mercantil, pero el consejo de asesores utilizaba cada moneda de las tasas de las caravanas para financiar las granjas de pobres que rodeaban la ciudad. Desde luego, todo era cosa de Agis, como lo eran todos los programas que desviaban los tesoros que debieran haber llenado la cámara acorazada del rey.
Leyendo los pensamientos del soberano, Wyan sugirió:
—Asesínalo.
No obstante su pasada relación con Agis, no fue la amistad lo que hizo vacilar a Tithian.
—Eso no haría más que empeorar las cosas —refunfuñó—. Rikus, Neeva y Sadira ocuparían el lugar de Agis al instante. Un noble santurrón ya resulta bastante malo, pero esclavos… —Dejando la frase sin finalizar, el rey se volvió de nuevo hacia las cabezas y vio que se movían lentamente en dirección al tejado.
—Mata a los cuatro —aconsejó Wyan.
—No puedes creer que las cosas sean tan simples —volvió a refunfuñar Tithian—. La mitad de Tyr vio cómo Rikus hería a Kalak, y es del dominio público que Agis y los otros terminaron el trabajo. Si los ejecuto, la ciudad se alzará contra mí.
—Tengo los nombres de varios juglares muy hábiles con los venenos —ofreció Wyan, los hundidos ojos iluminados por un brillo asesino—. Kalak los utilizó a menudo con muy buenos resultados.
—¿Que los cuatro mueran víctimas de misteriosas enfermedades? ¿Tan estúpidos crees que son los ciudadanos de Tyr? —bufó Tithian—. Encontraré otro modo.
El chambelán de Tithian apareció entonces en el tejado, poniendo fin a la discusión. Se trataba de una mujer rubia de proporciones esculturales, con fríos ojos azules y labios que jamás sonreían. Al igual que la mayoría de los miembros de la burocracia del monarca, la habían reclutado de las filas de los templarios que anteriormente servían a Kalak.
Detrás del chambelán apareció un joven ojeroso que llevaba un polvoriento traje de montar de cuero. Aunque iba cubierto de suciedad, Tithian pudo apreciar que sus ropas eran de buena confección y que llevaba los cabellos cuidadosamente recortados. Poseía una nariz de patricio y una mandíbula orgullosa que se abrió de asombro ante la visión de las cabezas flotantes.
—Os presento a Taiy de Ramburt, segundo hijo de lord Ramburt —anunció el chambelán, enarcando una ceja en dirección a las cabezas.
—¿Cómo te atreves a presentarte ante nosotros con estos harapos? —gruñó Sacha—. ¿Y no te enseñó tu padre a inclinarte ante tu rey?
—¡Mátalo! —escupió Wyan.
El color desapareció del rostro de Taiy.
—Os suplico vuestra indulgencia, venerado monarca —dijo el joven, realizando una reverencia.
—La tienes… por el momento —respondió Tithian, divertido por la ansiedad del muchacho—. Esperemos que tus noticias justifiquen mi paciencia.
Taiy se irguió, tragando saliva con fuerza.
—Venerado rey, acabo de regresar de una cacería en la Cuenca del Dragón.
—Eso está cerca de Urik, ¿no es así? —inquirió Tithian, frunciendo el entrecejo.
—Lo cual es el motivo de mi visita —respondió Taiy—. Cuando mi grupo regresaba a la carretera, vimos una gran nube de polvo que se acercaba por el horizonte. Al ir a investigar, descubrí todo un ejército, incluidas máquinas de asedio, una carraca de guerra, exploradores halflings y quinientos semigigantes. Marchaban bajo el estandarte del león que anda como un hombre.
—¡El emblema del rey Hamanu! —siseó Wyan.
—Lleva cinco siglos codiciando nuestras minas de hierro —añadió Sacha, dedicando una mueca a Tithian—. ¿Cómo vas a defender la ciudad? Tu tesoro está vacío y no tienes ejército.
Tithian lanzó un juramento, conteniéndose a duras penas para no golpear al joven noble que le había llevado tan desastrosas noticias. No se habría preocupado de contenerse de no haber sido porque sus súbditos atribuían a su persona el interminable torrente de reformas realizadas por Agis, y Tithian deseaba cultivar su reputación de gobernante noble.
Así pues, el monarca se mordió los labios y contempló la ciudad. Al cabo de un instante una sonrisa perversa le torció la boca. Seguía sin saber cómo detener al ejército de Hamanu, pero acababa de dar con una forma de eliminar el problema que significaban Agis y los tres esclavos sin tener que recurrir a los juglares de Wyan.
Tithian despidió a Taiy con un gesto de la mano, al tiempo que se dirigía a su chambelán para ordenar:
—Haz venir a los esclavos liberados Rikus, Neeva y Sadira, así como a Agis de Asticles. —El rey sintió una punzada de remordimiento al pronunciar el nombre de su viejo amigo, pero hizo a un lado el sentimiento y continuó con el asunto en cuestión—. Diles que la seguridad de Tyr depende de su pronta llegada a mi sala de audiencias.