16: La legión roja

16

La legión roja

Rikus no comprendía cómo podía sentirse tan solo. Se encontraba encima de una torre de vigilancia que daba sobre el inmenso foso de los esclavos de Hamanu. Ante él, ocupando las callejas que discurrían entre las largas hileras de lastimosos corrales de adobe, aguardaban diez mil hombres y mujeres; todos ellos entonaron su nombre. Sus propios guerreros se movían activamente por las estrechas calles, organizando a los recién liberados esclavos en compañías.

En el extremo opuesto de los escuálidos fosos, apenas visible por entre las espesas nubes de humo que se elevaban del barrio de los templarios, se alzaba el imponente muro de piedra del recinto central del rey. A lo largo de la cresta de la impresionante barrera había docenas de soldados y templarios, todos ellos observando los preparativos de Rikus con gran interés. En la fortaleza situada tras ellos se encontraban los negociados de los templarios, la arena de los gladiadores y los cuarteles de la guardia imperial: una numerosa compañía de semigigantes al mando de templarios experimentados en las tácticas de guerra. A juzgar por los ruidos que surgían por encima del muro, parecía muy probable que los guardas no tardarían en abandonar la seguridad de su alcázar.

De todos modos, Rikus no creía que la inminente amenaza de un contraataque fuera el motivo de su sombrío estado de ánimo. Hasta el momento, la batalla se había desarrollado más o menos como había previsto, a pesar del gran número de bajas. El enfrentamiento con los arqueros le había costado trescientos guerreros, pero después de esto la legión no encontró más que una resistencia mínima en su avance hacia los corrales de esclavos. En estos momentos, los tyrianos controlaban el distrito templario y los corrales de esclavos, es decir, casi una cuarta parte de la ciudad.

Desde luego que Rikus tenía razones para estar satisfecho con esos resultados, pero su rápida victoria había sido seguida de un contratiempo sin importancia. El mul esperaba que los esclavos se levantaran en espontánea sublevación en cuanto los liberaran, pero, una vez muertos sus capturadores, los esclavos se acurrucaron mansamente en el interior de sus cabañas, tan atemorizados de sus liberadores como lo habían estado de sus opresores. Rikus se había visto en la necesidad de enviar a sus guerreros a los fosos para sacar a la tímida multitud de sus cuchitriles.

Mientras Rikus se veía obligado a desperdiciar un tiempo valioso llamando a los esclavos a las armas, las fuerzas de Hamanu se habían movido con sorprendente rapidez para aislar a los tyrianos del resto de la ciudad. A los pocos minutos de la penetración inicial, la guardia de corps privada de la aristocracia tenía ya obstruidas las entradas al barrio de los nobles, mientras que, al mismo tiempo, compañías pertenecientes a la guarnición de Urik acordonaban el otro extremo del barrio de los templarios. Hamanu había conseguido incluso deslizar varios miles de soldados alrededor de la ciudad para cerrar la puerta de esclavos desde el exterior. Todo había ocurrido a tal velocidad que los centinelas del mul apenas si tuvieron tiempo de dar la alarma antes de que las tropas urikitas ocuparan sus lugares.

—No muestres ese aspecto tan preocupado, Rikus —lo animó Neeva, ascendiendo por la escalera de hueso que conducía al interior de la torre—. Hace que la legión se ponga nerviosa.

—No puedo evitarlo —repuso el mul, bajando la vista para contemplarla mientras ascendía por la trampilla—. Las cosas no están saliendo según el plan.

—¿Plan? —inquirió Neeva, con una sonrisa burlona—. ¿He oído que estás preocupado por un plan?

Rikus sintió que el color le inundaba las mejillas y desvió los ojos.

—Ya me has oído —refunfuñó—. Los esclavos tardaron demasiado en rebelarse. Tendremos que abrirnos paso fuera de aquí según los términos urikitas.

—No resultará fácil, pero podemos hacerlo —replicó Neeva, colocándose a su lado y examinando los corrales de esclavos—. Se nos han unido más de diez mil esclavos, y nos queda todavía casi un millar de nuestros guerreros. —Se detuvo y miró hacia la enorme pared que protegía el recinto de Hamanu—. Es el rey-hechicero quien me preocupa.

—Déjamelo a mí.

—Eso pienso hacer. Pero me sentiría muchísimo mejor si supiera cómo vas a detenerlo.

Rikus posó la mano sobre la empuñadura de su espada.

—Cuando se inicie la batalla, tendrá que dar la cara. Yo estaré esperando.

—¿Y qué pasa con su magia? —inquirió Neeva, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué pasa con el Sendero?

—Mi espada y mi cinturón también son mágicos —respondió el mul—. En cuanto al Sendero, recibiré ayuda.

No de mí, interpuso Tamar. No hasta que Caelum y los enanos estén muertos.

Cuando llegue el momento, me ayudarás, replicó Rikus. Me necesitas vivo para recuperar el libro.

¿Tan seguro estás de eso?, preguntó Tamar.

No tienes elección, contestó Rikus.

Neeva concedió a Rikus su momento de silencio, esperando que le diera detalles de cómo pensaba oponerse a la maestría de Hamanu en el arte del Sendero. Al ver que no lo hacía, inquirió:

—¿Qué clase de ayuda?

—De una clase que no puedo explicar… aún —repuso Rikus, mirando a la puerta que conducía a la avenida principal.

Los templarios de Styan custodiaban la puerta, pues allí su presencia no era tan probable que alarmase a los esclavos urikitas. En un amplio patio adoquinado situado detrás de los templarios se encontraban Caelum y los enanos.

—Será mejor que te reúnas con tu compañía —dijo Rikus—. No tardaremos en estar listos para el combate.

La gladiadora regresó a la escalera. Una vez allí vaciló un instante, los ojos de color esmeralda fijos en el mul.

—Rikus, ¿has…?

La voz se le quebró de emoción y dejó que la frase muriera en sus labios, pero el mul no necesitaba escuchar el resto para saber lo que Neeva había querido preguntar. Rikus aún no sabía cómo contestarle, pues nada había cambiado desde que ella había exigido su fidelidad y amor en el Cráter de Huesos.

—Buena lucha, Neeva —dijo Rikus, volviendo la cabeza.

—Y a ti también, Rikus —respondió ella, iniciando el descenso por la escalera—. Golpea fuerte y rápido. Es nuestra única posibilidad.

Cuando Neeva se hubo marchado, Rikus llamó a Gaanon, K’kriq y Jaseela a la torre; sin embargo, no tuvo tiempo de discutir la inminente batalla con ellos, pues, mientras los dos últimos ascendían al reducido habitáculo, la voz de una mujer resonó sobre los corrales de esclavos.

—¡Cautivos del poderoso Hamanu, escuchadme bien!

Los esclavos callaron al instante, evidentemente acostumbrados a obedecer a la voz amplificada por medio de la magia.

—¡Vuestro jefe os ha entregado a Hamanu, y es únicamente por la voluntad de Hamanu que sobreviviréis! —tronó la mujer, apareciendo ante su vista en la parte superior de la muralla de la fortaleza del rey.

Vestía la sotana amarilla de un templario, y sostenía en la mano un bastón dorado de mando.

—K’kriq, ¿quién es esa? —inquirió Rikus.

—Raisa, Templaría de Trabajo —respondió el thri-kreen—. Una mujer brutal que se encarga de los esclavos.

—¡El poderoso Hamanu os permitió penetrar en Urik, os permitió ahuyentar a sus arqueros de las murallas…, pero ya no os permitirá nada más! —proclamó Raisa—. La ciudad está acordonada y no podéis escapar. ¡No podéis oponeros a la voluntad de Hamanu!

Un murmullo de desprecio recorrió las filas de guerreros. Las bien alineadas columnas empezaron a romperse a medida que los esclavos se volvían hacia la mujer y furiosos gladiadores tyrianos se giraban también a su vez para contemplar coléricos a Rikus.

El mul agarró a Gaanon del brazo.

—Consigue una lanza y hazla callar —ordenó.

El semigigante obedeció al punto y, dejándose caer fuera de la torre de un salto, se abrió paso por entre los atestados fosos de esclavos.

—¡Cautivos de Hamanu, grande es vuestra desesperación, pues en este día se os ha devuelto a la esclavitud… o a la muerte! —continuó la mujer—. Arrojad las armas, y Hamanu el clemente os alimentará tal y como alimenta a sus otros esclavos…

—¡Para que podamos morir en sus canteras! —gritó Rikus.

Aunque gritó con toda la fuerza de sus pulmones, su voz resonó dócil y tímida comparada con el mágico tronar de las órdenes de la templaria. No obstante, los corrales se encontraban tan silenciosos que supo que sus palabras habían llegado incluso al otro extremo del inmenso conjunto de fosos.

—Es mucho mejor morir dentro de unos años que morir hoy —respondió la mujer—. Arrojad las armas. El poderoso Hamanu no tendrá piedad de aquellos que desobedezcan. No tenéis elección.

—¡Sí que podéis elegir! —exclamó Rikus.

—¡No escuchéis al mul! —tronó la mujer, ahogando la voz de Rikus—. ¡Os conducirá a la muerte!

Empezó entonces a repetir estas frases una y otra vez, impidiendo que pudiera escucharse la voz del mul. Rikus abandonó sus intentos de hacerse oír y se volvió a Jaseela.

—Envía un mensaje a las compañías para que se preparen para la batalla.

La aristócrata no se dirigió inmediatamente a cumplir su encargo. En lugar de ello, miró en dirección a la puerta, donde los templarios seguían montando guardia de mala gana.

—Alguien advirtió a Hamanu para que nos esperara —siseó—. ¡Por eso los urikitas han actuado con tanta rapidez para acorralarnos!

—¡Ahora no hay tiempo para eso! —le espetó Rikus—. Haz lo que he ordenado.

A pesar de lo dicho, el mul también pensaba lo mismo que Jaseela. La facilidad con que Hamanu había colocado en su puesto a las tropas sugería ciertamente que el rey-hechicero había estado esperando el ataque. Como no deseaba creer que su ataque sobre Urik hubiera sido algo previsible, el mul prefirió pensar que la presencia de su enemigo había procedido de la adivinación mágica; cualquier cosa excepto su propia imprudencia.

El mul miró la puerta. Styan y sus templarios permanecían en sus puestos. Muchos lanzaban nerviosas miradas a Rikus y a la mujer de la muralla, que seguía atronando con su llamada a la rendición. Detrás de los templarios, los enanos de Caelum empuñaban las armas y se hallaban en disciplinada formación. Neeva se hallaba junto a Caelum a la cabeza de la compañía, los ojos clavados en los templarios que tenía delante.

Satisfecho de que nada inquietante ocurriera allí, Rikus volvió a mirar los corrales de esclavos. Tuvo el tiempo justo de ver cómo una larga asta salía disparada de ellos y volaba directamente hacia el pecho de la mujer, pero, a unos pocos centímetros de su objetivo, la lanza dio contra una barrera invisible y se detuvo bruscamente. Un grito de asombro resonó en todo el enclave. Mientras la lanza caía inofensiva al suelo, la templaría alzó los brazos y se retiró de la vista.

Aprovechando el silencio que siguió, Rikus chilló:

—Guerreros de Tyr, hombres liberados de Urik. Vosotros elegís. ¡Podéis seguir viviendo unos pocos años trabajando en las canteras de Hamanu, o podéis tomar las armas y luchar!

Un inquieto rumor recorrió los corrales, pero Rikus no escuchó la atronadora aclamación que esperaba.

Alzó la mano para pedir silencio y continuó:

—Ya sabéis qué esperar si regresáis a vuestros corrales. Si decidís luchar, sólo puedo prometer que, ganemos o perdamos, moriréis libres.

Sus palabras fueron seguidas de un largo y doloroso silencio mientras cada esclavo meditaba sobre el valor de una vida de esclavitud. Aquí y allá, Rikus vio a hombres y mujeres asustados que se retiraban al refugio de sus cabañas, pero la mayoría de los esclavos urikitas y todos los tyrianos permanecieron en sus compañías.

Por fin, un anciano de aspecto macilento gritó:

—¡Viva o muera, lucharé junto a Tyr!

Seis templarios aparecieron entonces en lo alto del muro de la fortaleza y, a los pocos segundos, empezaron a lanzar una lluvia de rayos blancos y bolas de fuego doradas sobre los corrales de esclavos. Rikus descubrió a Raisa entre ellos justo cuando la mujer alzaba una mano en su dirección.

—¡Salta, K’kriq! —aulló.

El thri-kreen saltó directamente fuera de la torre, y Rikus se dejó caer por la trampilla; la mano sana golpeó los escalones de la escalera en un intento apenas logrado de frenar su caída. Fue a chocar contra el suelo en el mismo instante en que un tremendo trueno sacudía la torre y una lengua de fuego amarillo descendía por la escalera tras él. Gateó a un lado justo antes de que la torre se desplomara convertida en un ascua ardiente.

K’kriq agarró a Rikus con las cuatro manos y lo arrastró detrás de las llameantes ruinas de la construcción, donde quedaría fuera de la vista de los templarios urikitas.

—¿Herido?

—No —respondió Rikus—. Estoy…

La respuesta del mul se vio interrumpida por los gritos de unos enanos que sonaron a su izquierda. Miró hacia donde se encontraba la compañía y quedó cegado por una brillante explosión de luz dorada que estallaba en aquellos instantes en medio de la formación. Un trueno aterrador resonó sobre los adoquines, seguido casi al momento por un coro de gritos de guerra urikitas. Los gritos de furia de enanos moribundos no tardaron en dejarse oír.

Cuando la visión del mul volvió a aclararse, descubrió una riada de miembros de la guardia imperial de Hamanu que surgían por la puerta y despachaban a la compañía de Caelum con cruel eficiencia. Los semigigantes llevaban armaduras hechas de escamas de inix, y empuñaban en una mano largas lanzas de madera, mientras que en la otra sujetaban escudos hechos con caparazones de driks. De sus cintos colgaban enormes espadas de obsidiana.

—¿Qué le ha sucedido a Styan? —inquirió Rikus, buscando en vano alguna señal de los hombres del templario.

—Creo que le debemos una disculpa a Caelum —repuso Jaseela, acercándose a él—. Toda la compañía de Styan nos ha traicionado.

—Pero esclavos con nosotros —dijo K’kriq, atisbando por la esquina de la torre en llamas.

Rikus siguió la mirada del thri-kreen y observó que la mayoría de los esclavos intentaban ansiosamente avanzar para unirse a la batalla.

—Esos trabajadores de las canteras no conseguirán abrirse paso por entre los semigigantes de la puerta —suspiró Jaseela, sacudiendo la cabeza ante la situación en los corrales de esclavos.

—Demos a Hamanu algo de qué preocuparse —decidió Rikus. Se volvió y señaló la pared que separaba el recinto de los esclavos del barrio de los templarios—. Toma a las compañías de esclavos y escala ese muro.

—¿Y luego qué? —preguntó Jaseela.

—Envía a las primeras diez compañías a los otros barrios de la ciudad. Su misión es destruir todo lo que puedan: obstruir pozos, derribar edificios, quemar carpas, todo lo que pueda originar problemas. Si se encuentran con una compañía urikita, tienen que huir, no plantar cara. Cuanto más caos creemos en la ciudad, mejor.

—¿Y el resto? —inquirió Jaseela.

—Toma el resto del ejército y ataca la avenida de los esclavos. Penetra en el barrio de los nobles y saquéalo también. Cuantas más preocupaciones tenga Hamanu, más fácil me resultará tenderle una emboscada.

—¿Hacer qué? —exclamó Jaseela, contemplando al mul anonadada con el lado desfigurado de su rostro. Meneó la cabeza como si el gladiador estuviera loco, y luego añadió—: Los gladiadores tienen razón: o te has vuelto loco, o esa cosa de tu pecho se ha apoderado de ti.

Rikus se sintió demasiado herido para responder inmediatamente. Aunque era consciente del resentimiento de los gladiadores desde el episodio del Cráter de Huesos, aún no había oído a nadie expresar en voz alta sus dudas.

—¿Es eso lo que dicen mis guerreros?

—Sí —respondió Jaseela—. ¿Y quién puede culparlos? Fue una locura traemos a Urik… ¡Y ahora esto!

—Traje la legión aquí porque es la única forma de salvarla —saltó Rikus—. La rebelión de los esclavos obligará a Hamanu a hacer regresar a su ejército, y de este modo nuestros guerreros podrán volver a casa.

—No lo creo. —Jaseela sacudió la cabeza—. No tienes que atacar a Hamanu para empezar la revuelta.

—Puede que no —admitió Rikus—. Pero si lo mato, los esclavos de Urik serán libres y Tyr tendrá un enemigo menos. Si me mata, el tiempo que gano luchando puede ser la diferencia entre iniciar o no la rebelión para el resto de vosotros.

La mejilla sin desfigurar de la mujer se ruborizó violentamente y, tras una corta pausa, esta preguntó:

—¿Crees que regresarás?

—Eso espero —respondió él con una mueca.

La aristócrata cerró los ojos unos segundos.

—Siento lo que dije —manifestó—. Lamento que tus guerreros duden de tus motivaciones. No lo mereces.

Rikus arrugó la frente, no muy seguro de cómo tomar la disculpa y tampoco demasiado seguro de que Jaseela tuviera que disculparse.

—Gracias —dijo con cierto embarazo—. Ahora ve a reunir a tus compañías.

Jaseela asintió y, desenvainando su espada, corrió hacia la primera de las compañías de esclavos. Rikus se volvió hacia los enanos a tiempo de ver cómo una de las rojas bolas solares de Caelum estallaba en la puerta. Una pareja de semigigantes rugió de dolor, para luego desplomarse convertidos en un amasijo de huesos carbonizados y cenizas.

Varios de los templarios de Styan aparecieron entonces al otro lado de la puerta, retrocediendo ante un enemigo que Rikus no veía. El mul se sintió intrigado, pues, si habían cambiado de bando, no podía imaginar ante quién retrocedían. A los pocos segundos escuchó un tremendo estrépito, y un puñado de pequeñas rocas aparecieron volando por los aires y cayeron sobre los templarios, que se desplomaron sin vida.

Dos de los templarios de amarillo de Hamanu ocuparon el lugar de los hombres de Styan y extendieron las manos en dirección a la batalla. De las puntas de sus dedos chisporrotearon haces de rayos que fueron saltando de enano a enano; más de una docena de guerreros de Caelum cayeron de esta forma, inundando el aire con el hedor de la carne quemada. Finalmente, los candentes relámpagos fueron a estrellarse contra el suelo, y una lluvia de fragmentos de adoquín voló por los aires. Cuando los fragmentos volvieron a posarse en el suelo, Rikus contempló con alivio que Neeva y Caelum seguían entre los que continuaban con vida.

Desgraciadamente, al resto de la compañía de Caelum no le iba tan bien. Aunque entre veinte y treinta semigigantes heridos se revolcaban rugiendo en el suelo, las losas estaban cubiertas de la sangre y entrañas de enanos muertos. Rikus calculó que habrían caído ya más de un centenar, y no pasaría mucho tiempo antes de que los demás corrieran la misma suerte.

Por suerte, la ayuda ya estaba en camino. La mayoría de los guerreros tyrianos habían estado en los fosos de esclavos organizando a los esclavos urikitas, y ahora corrían ya hacia la puerta para unirse a la lucha. Rikus calculó que llegarían con tiempo suficiente para impedir que la guardia imperial consiguiera llegar a los fosos.

Viendo que no tenía más órdenes que dar, el mul dirigió la mano hacia la espada y, no sin cierta sorpresa, advirtió que había estado tan ocupado que ni siquiera había pensado en desenvainarla.

—Cada vez me parezco más a un general —rezongó el mul.

—Demasiado lejos de la caza —coincidió K’kriq—. No divertido.

En cuanto Rikus rozó la empuñadura del Azote, los horrorosos sonidos de la batalla se agolparon en sus oídos, todos a la vez: gritos de muerte, entrechocar de armas, explosiones ensordecedoras, oficiales gritando órdenes, su propia respiración atronadora entrando y saliendo de sus pulmones, el ritmo cuádruple del corazón del thri-kreen. Por un momento, el mul se tambaleó, demasiado aturdido por el increíble estrépito para moverse.

—¡Vamos ya! —gritó K’kriq agarrándolo por el hombro.

Encogiéndose ante lo que le sonó como un alarido bestial, Rikus se concentró en el palpitar del corazón de K’kriq y dijo:

—No tienes que venir conmigo. —Al momento los sonidos de la batalla se convirtieron en simples sonidos de fondo. Rikus era vagamente consciente de cada sonido individual, pero estos ya no lo agobiaban—. ¿Comprendes lo que voy a hacer?

K’kriq extendió las antenas para indicar una respuesta afirmativa.

—Ir cazar pieza importante —contestó—. K’kriq viene.

Rikus sonrió y empezó a avanzar a lo largo del borde del foso en dirección a la fortaleza de Hamanu. A su espalda, los estallidos y truenos de la magia de guerra resonaban casi sin cesar desde la puerta, y los alaridos de los moribundos se difuminaban en un único y prolongado chillido.

El mul se movía despacio a lo largo de la base de la pared que separaba el recinto de los esclavos de la avenida situada fuera, atento al menor sonido que pudiera captar. Con la ayuda del Azote, no le costaba nada escuchar los ruidos ahogados que venían del otro lado del muro: el ruido de botas claveteadas, templarios de guerra gritando órdenes a los semigigantes de la guardia imperial, la pesada respiración de los mensajeros que corrían arriba y abajo cubriendo la distancia que mediaba entre la puerta y la fortaleza de Hamanu. A menudo, una potente explosión o un alarido de dolor se imponían temporalmente por encima de los otros sonidos provenientes de la calle.

Rikus y K’kriq llevaban recorridos casi cincuenta metros a lo largo del muro, cuando Gaanon los alcanzó y se colocó tras ellos sin una palabra. Una pequeña compañía de guerreros seguía al semigigante.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Rikus.

—Jaseela nos dijo lo que ibas a hacer —respondió el semigigante.

—¿Y? —inquirió el mul, tras una corta pausa.

—Nos ofrecimos para ayudar —respondió uno de los hombres, un bruto de mandíbula cuadrada llamado Canth—. Durante las últimas semanas, algunos de nosotros no comprendíamos lo que hacías —dijo—. Pero ahora… bien, no podemos dejar que intentes esto tú solo.

—Os doy la gracias —sonrió Rikus—. Me irá bien un poco de ayuda.

Antes de continuar su camino, el mul dedicó un momento a estudiar la batalla que se desarrollaba cerca de la puerta. El patio de acceso había quedado reducido a un erial de cráteres humeantes, cubierto de cuerpos carbonizados de enanos, gladiadores y semigigantes enemigos. Los urikitas habían retrocedido, y los gladiadores tyrianos se abrían paso fuera de los fosos de esclavos. Más allá, varias hileras de esclavos urikitas escalaban la pared septentrional con ayuda de cuerdas y desaparecían por el otro lado, imperturbables ante la andanada de magia de guerra que se lanzaba sobre ellos desde la fortaleza de Hamanu.

Hecha su comprobación, Rikus se volvió de nuevo hacia la pared y siguió adelante. Por fin, a unos doce metros de distancia de la fortaleza de Hamanu, el mul oyó lo que había estado esperando oír.

—Poderoso monarca, la guardia imperial lucha valientemente en vuestro nombre —decía una nerviosa voz masculina—. Sin duda os dais cuenta de ello.

—Lo único que veo es que mi guardia se ve obligada a retroceder —respondió una voz dura y tensa.

Se produjo un corto silencio antes de que el hombre replicara:

—Los tyrianos son gladiadores, poderoso Hamanu. Están entrenados para…

—Esta batalla me ha costado ya más esclavos de los que podemos ganar capturando a los tyrianos —profirió el monarca—. Si perdemos muchos más, los oficiales de la guardia imperial tendrán que trabajar en mis canteras de obsidiana.

El mul no necesitó escuchar más.

—Hamanu está al otro lado —susurró—. Levántame para que eche una mirada, Gaanon.

El semigigante depositó su enorme mazo a un lado y, obedientemente, hizo un estribo con las manos para que el mul apoyara el pie.

Rikus descubrió el motivo de la cólera de Hamanu en cuanto Gaanon lo levantó lo suficiente para poder atisbar por encima del muro. A poca distancia, avenida abajo, los cadáveres de semigigantes y templarios urikitas cubrían el suelo tan densamente que ocultaban el pavimento. Gladiadores tyrianos salían en tropel por a puerta que conducía a los fosos de esclavos, y se lanzaban violentamente al ataque contra la guardia imperial.

A pesar de lo alentadora que le resultó al mul aquella visión, fue otra, no obstante, la que atrajo su atención. A pocos metros de la puerta, yacían los cuerpos de gran parte de la compañía de Styan desperdigados a lo largo del bulevar, sus formas inertes caídas bajo los pies de la guardia imperial. La mayoría de los cadáveres empuñaban espadas u otras armas, por lo que era evidente que habían muerto combatiendo. Rikus incluso distinguió la larga cabellera gris de Styan, coronando un cuerpo sin vida caído sobre uno de los pocos semigigantes que habían perecido en la batalla. Lo que fuera que hubiese sido el templario, y sin importar cuántos problemas había causado, el mul comprendió ahora que no podía haber sido el traidor.

«Si Styan no es el traidor, entonces ¿quién lo es?», se preguntó Rikus, frunciendo el entrecejo.

¿Por qué tiene que existir un espía?, replicó Tamar. Tú eres lo bastante estúpido para ser tu propio traidor. Sólo un loco intentaría esto.

Rikus hizo caso omiso del espectro y bajó la mirada hacia Gaanon.

—Acaba de subirme y luego envía a todos los demás tan rápido como puedas.

En un instante, Rikus se encontró contemplando la avenida de los esclavos desde lo alto del estrecho muro. Permaneció inmóvil durante menos de un segundo, tan sólo el tiempo suficiente para observar que la calle a sus pies estaba atestada de semigigantes, y vislumbrar fugazmente a un preocupado templario de guerra de pie junto a un hombre alto y vigoroso vestido con una túnica dorada. En la mano, el hombre alto sostenía un largo bastón de acero puro, con un enorme globo de obsidiana en la parte superior. Como no deseaba que su víctima advirtiera su presencia ni un segundo antes de lo necesario, Rikus saltó al suelo. Aunque la figura no llevaba corona, el globo de obsidiana que remataba su bastón no dejaba en la mente del mul la menor duda de que se trataba de Hamanu. Las cristalinas esferas negras permitían a aquellos que dominaban tanto el arte de la hechicería como del Sendero extraer la energía vital de hombres y animales para sus conjuros. Únicamente un rey-hechicero podía controlar una magia tan poderosa.

El plan de Rikus fue tan precipitado como su caída. Sólo incidir sobre el rey la sombra del mul, Hamanu levantó los ojos y, dirigiéndole una mueca burlona, realizó un ligerísimo movimiento con la muñeca.

Rikus sintió que el mundo daba un bandazo. Siguió cayendo, pero a cámara lenta, y mientras caía medio metro más tuvo tiempo suficiente para estudiar el rostro de su adversario. El rey-hechicero teníalos cabellos plateados y muy cortos, la oscura piel tirante sobre las crueles facciones y los ojos tan amarillos y despiadados como el oro.

El mul blandió la espada, intentando vencer la terrible sensación de temor que empezaba a apoderarse de él, pero la espada apenas se movió, y el mul sólo pudo desesperarse ante la facilidad con que Hamanu sabía repelido su ataque.

¡Idiota!, rio Tamar. Le has permitido que utilice el Sendero contigo.

¡Ayúdame!, exigió Rikus, aunque no pudo evitar que la desesperación se reflejara en su súplica.

Caelum sigue vivo, replicó Tamar. No haré nada… hasta estar segura de que desbaratarás el plan del enano y me entregarás el libro.

Ya te lo he prometido, dijo Rikus.

Y a los enanos, también, respondió el espectro. Necesito más seguridades.

¡Hamanu me matará! ¿Cómo encontrarás el libro entonces?

Si quieres mi ayuda, jura por la vida de Neeva, repuso Tamar, haciendo caso omiso de su pregunta. De lo contrario, permitiré que Hamanu te mate… y tu legión perecerá.

Mientras Rikus seguía descendiendo, Hamanu sonrió, mostrando cuatro largos colmillos y una boca llena de incisivos afilados como agujas.

Lo juro, respondió el mul.

Una horrible sensación de culpabilidad se apoderó del mul, pero no intentó justificar su duplicidad. El momento de escoger entre las dos promesas hechas llegaría más tarde… si vivía lo suficiente para que llegara.

Prepárate, advirtió Tamar.

Rikus sintió una inquietante punzada en el corazón mientras Tamar luchaba por liberarlo. Volvió a intentar blandir la espada, pero sin más efecto que en la intentona anterior; simplemente siguió cayendo hacia Hamanu a una velocidad retardada. Sin dejar de sonreír, el rey-hechicero se apartó sin el menor esfuerzo de la trayectoria de Rikus, colocando el bastón de acero en posición defensiva.

¡Es demasiado fuerte!, informó Tamar, con voz asustada ahora y débil por el esfuerzo. Tienes que ayudar. Imagínate sobre el suelo, donde deberías estar si cayeras de forma normal.

Rikus desvió la mirada a los adoquines situados a los pies del rey-hechicero y se imaginó a sí mismo allí de pie. Un chorro de energía surgió de las profundidades de su ser, y volvió a sentir la extraña punzada en el corazón cuando Tamar reunió también todas sus energías.

De improviso, el mul se encontró caído en la calle. No recordaba haberse liberado del control mental de Hamanu, ni de haber sentido cómo su cráneo golpeaba contra las piedras, ni tampoco la sensación de caer mientras recorría los últimos metros hasta el suelo. En un instante, se encontró sencillamente con el rostro apretado contra los ardientes adoquines; la visión era una borrosa mancha blanca y el cuerpo, una masa dolorida.

Rikus rodó sobre el lado bueno de su cuerpo y descubrió que había aterrizado entre Hamanu y un templario de guerra hecho un manojo de nervios. Más de una docena de sobresaltados semigigantes lo contemplaban por encima de los hombros de ambos hombres con expresión escandalizada. Varios de los guardas levantaron las lanzas para atacar, pero el rey-hechicero los detuvo con un movimiento de la mano.

Hamanu utilizó el bastón para hacer un ademán al templario de guerra.

—Niscet, el esclavo es tuyo para que lo elimines.

Con el rostro pálido, el templario de guerra hizo ademán de desenvainar la espada de acero que pendía de su cinto.

—No, Niscet —dijo el rey—. Con las manos.

—Poderoso monarca, el gladiador va armado. ¡No puedo matarlo sin un arma!

—¿No? —replicó Hamanu, sus apuestas facciones animadas por el resplandor de una satisfacción brutal—. ¡Cómo lo siento por ti!

Rikus rodó en dirección a Niscet y lanzó la espada hacia arriba. La hoja abrió una larga hendidura en el abdomen del templario, cortando a través de la armadura de escamas oculta bajo su sotana amarilla. El templario lanzó un grito de dolor y, mientras el mul iba a estrellarse contra sus piernas, cayó boca abajo sobre Rikus.

El mul salió de debajo del moribundo y se incorporó con cierta dificultad. Mientras giraba en redondo para dominar la situación, pudo ver cómo K’kriq y varios gladiadores saltaban el muro; luego se encontró cara a cara con un par de semigigantes que se habían adelantado para proteger a Hamanu.

—Dejadme a este patético aspirante a regicida —dijo el rey-hechicero, interponiéndose entre los dos guardas. Clavó los amarillos ojos en el mul y preguntó—: Rikus, ¿no es así?

Por toda respuesta, Rikus saltó al frente, blandiendo el Azote contra el cuello del rey-hechicero. A pocos centímetros del blanco, la hoja tintineó como si hubiera golpeado piedra. Una reluciente aureola azul envolvió el cuerpo de Hamanu, y chispas rojas y negras saltaron por los aires cuando la espada mágica del mul penetró a través de la barrera. Rikus lanzó un grito triunfal, saboreando ya la visión de la cabeza del monarca desprendiéndose de su cuello.

El grito del mul calló bruscamente cuando el Azote alcanzó la carne de Hamanu. El rey-hechicero dirigió una rápida mirada a la hoja, colocó con toda tranquilidad un dedo bajo ella y la apartó a un lado. Se veía una fina línea de negruzca sangre roja allí donde el golpe de Rikus había rozado a Hamanu, pero aparte de esto el rey se encontraba ileso.

—¡Contéstame! —tronó Hamanu.

La voz del rey-hechicero rugió sobre Rikus como el trueno. Los oídos del mul, sensibilizados aún más por la magia del Azote, vibraron víctimas de un dolor insoportable. Rikus retrocedió tambaleante, aturdido, el cerebro atenazado por un terrible dolor agudo, y no se detuvo hasta llegar al centro de la calle, donde sintió las puntas de un par de lanzas en la espalda. Levantó la mirada y vio los rostros enfurecidos de dos semigigantes cerniéndose sobre él.

Hamanu siguió al mul, los colmillos al descubierto y los coléricos ojos dorados clavados en la figura encogida del gladiador.

—Tú eres Rikus, ¿verdad? —inquirió otra vez.

El mul asintió.

Detrás del rey-hechicero, los gladiadores de Rikus seguían pasando por encima de la pared y, lanzando feroces gritos de guerra, se unían al combate contra la guardia imperial. Los tyrianos habían conseguido ya alejar a los semigigantes del muro y poco a poco conducían la batalla hacia Hamanu.

Durante un momento, el rey-hechicero contempló a Rikus con una expresión de perplejidad. Por fin sacudió la cabeza.

—Eres un idiota muy osado, tyriano. Hubo una época en que me habría divertido tu audacia… pero ya no.

Dicho esto, Hamanu murmuró un conjuro. Rikus notó cómo le extraían un chorro de energía de lo más profundo de su ser, igual que cuando Sadira utilizaba su bastón para lanzar un hechizo. Un nauseabundo sentimiento de horror se apoderó del gladiador, pues comprendió lo que significaba la sensación: preparándose para utilizar su magia del dragón, el rey-hechicero extraía el poder del cuerpo de Rikus. Las rodillas del mul empezaron a temblar, y su respiración se volvió más trabajosa. En las profundidades de la bola de obsidiana que coronaba el bastón de acero de Hamanu, empezó a parpadear una fantasmal luz roja.

Una oleada de rabia inundó a Rikus mientras se daba cuenta de hasta qué punto se encontraba totalmente en poder de Hamanu. Decidido a no quedarse ocioso mientras le arrebataban la vida, el mul se apartó de un salto de las lanzas apoyadas contra su espalda, al tiempo que blandía el Azote contra el bastón del monarca y lo cortaba antes de que ni los semigigantes ni Hamanu se dieran cuenta de lo que sucedía. El globo de obsidiana cayó al suelo y se rompió en una docena de fragmentos. Se produjo un brillante fogonazo rojo; luego una resplandeciente voluta de humo escarlata se elevó de entre los pedazos y se enroscó sobre sí misma, chisporroteando y siseando como una serpiente enloquecida.

Los dos semigigantes lanzaron un grito de asombro, pero la sorpresa no impidió que intentaran clavar sus lanzas en el mul. Rikus se defendió con el Azote de Rkard y rompió las lanzas antes de que lo alcanzaran. Con la esperanza de que una estocada fuera más efectiva en la carne de Hamanu que su anterior cuchillada, el mul dio impulso a la espada y dirigió la punta contra el corazón de su adversario. El rey-hechicero se limitó a levantar los ojos del destrozado globo de obsidiana y a mirar con rabia a su atacante.

Mientras la hoja se acercaba al cuerpo de Hamanu, la aureola del monarca volvió a centellear con una luz azulada. El Azote atravesó la mágica barrera, produciendo a su paso una lluvia de ardientes chispas, y enseguida se escuchó un fuerte chasquido cuando alcanzó su objetivo y se detuvo en seco. La hoja se dobló como el flexible arco de un arquero.

Rikus ni siquiera vio el contraataque del rey-hechicero. Simplemente sintió que algo lo golpeaba en la barbilla con la fuerza de un mazo de un semigigante. Todo se volvió negro, y las rodillas del mul estuvieron muy cerca de doblarse. Hamanu volvió a golpear, y esta vez Rikus notó cada uno de los nudillos de la mano del monarca; el golpe lo levantó del suelo y lo envió volando por los aires, para acabar estrellándose contra los semigigantes cuyas lanzas había cortado. Rikus se desplomó en el suelo a sus pies, tan furioso como asustado, seguro de que no tardaría en sentir sus enormes espadas haciéndolo pedazos.

Pero los golpes no llegaron. En lugar de ellos, mientras su visión empezaba a aclararse, Rikus escuchó un poderoso rugido que resonaba por toda la avenida. Cerca del muro, la feroz batalla que se desarrollaba entre sus gladiadores y los semigigantes se interrumpió bruscamente. Gritos de terror y exclamaciones de sorpresa inundaron el aire.

Rikus miró en dirección a Hamanu y lanzó un grito, sobresaltado. En el lugar del rey-hechicero había ahora un monstruoso cruce entre Hamanu y un león gigantesco; con dos veces la altura de un semigigante, la criatura poseía un cuerpo poderoso cubierto de pelaje dorado, una larga cola rematada en un enorme mechón, y las potentes patas traseras de un gran felino. Los brazos de la bestia recordaban los de un humano, aunque los músculos eran sinuosos y las manos terminadas en zarpas. Alrededor de su cuello colgaba una larga melena dorada, y sobre ella se aposentaba la cabeza de Hamanu, con la boca, repleta de afilados dientes, alargada en forma de pequeño hocico.

El gran hombre-león hizo un gesto a los semigigantes que se cernían sobre Rikus para que se apartaran, y clavó los dorados ojos sobre el mul.

—Existe una diferencia entre osadía e insolencia —gruñó—. Ahora exigiré el precio que debe pagarse por confundir ambas cosas.