2: La barrera negra

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La barrera negra

El abrasador viento había dejado de soplar, y los vapores de la incendiada carraca se alzaban al cielo en tiesas columnas. Rikus se encontraba de pie a la sombra de la fortaleza móvil, bebiendo de uno de los toneles de agua que sus guerreros habían sacado de la bodega. Alrededor del barril se encontraban también Neeva, Sadira, Agis y los comandantes de los tres contingentes distintos que formaban la legión: el templario Styan, la mujer noble Jaseela y un gladiador semigigante liberado de nombre Gaanon. El thri-kreen K’kriq aguardaba pacientemente detrás del mul, sin mostrar el menor interés ni en el agua ni en la compañía.

El resto de la legión no estaba muy lejos, agrupada en un centenar de pequeños grupitos de quince o veinte guerreros. El centro de cada grupo lo ocupaba un barril de agua urikita, de la que se atiborraban los tyrianos. Rikus no tardaría en dar la orden de vaciar los toneles en las estériles arenas athasianas, y era natural que intentaran utilizar tanto de aquel preciado líquido como pudieran.

—¿Estás loco, Rikus? —le espetó Agis, arrojando su cazo de madera dentro del abierto tonel de agua. Indicó con un brazo a los semigigantes muertos, los driks lisiados y las desarmadas máquinas de asedio que cubrían las rojas arenas del valle—. Una cosa es quemar una carraca o matar a unos cuantos driks, y otra muy diferente atacar a una legión bien entrenada de regulares urikitas.

Rikus miró al oeste, en dirección a la arenosa colina por la que había desaparecido el ejército enemigo no hacía mucho. Hasta ahora, ninguno de los observadores enviados tras los urikitas había regresado, y tomaba su ausencia como una indicación de que la columna seguía en dirección a Tyr. El hecho de que el enemigo no se hubiera detenido a luchar lo angustiaba tanto como lo sorprendía. La facilidad con que habían estado dispuestos a abandonar sus máquinas de asedio y la carraca le sugería que estaban seguros de poder saquear Tyr sin ellas.

—Nuestro ataque se realizará por la retaguardia —dijo Rikus, los ojos entrecerrados con expresión decidida—. Eso nos da cierta ventaja.

—¡Que te superen cinco a uno en número no es ninguna ventaja! —exclamó Agis.

Los tres comandantes de la compañía desviaron la vista, no queriendo tomar parte en la discusión entre Agis y Rikus.

—Más que un deseo de proteger Tyr, esto es tu deseo de llevar a cabo tu insignificante venganza sobre la familia Lubar —continuó Agis, bajando la voz.

—La venganza de un esclavo jamás es insignificante —dijo Neeva—. Lo sabrías si tu espalda hubiera sentido alguna vez el contacto del látigo.

Antes de que la discusión pudiera seguir adelante, K’kriq levantó dos de los quitinosos brazos en dirección al cielo, e inquirió:

—¿Quién eso?

Rikus levantó la vista y una exclamación ahogada escapó de sus labios. Allí, flotando en lo más alto del abrasador cielo rosa, estaba la cabeza en forma de nube del rey Tithian. Parecía hecha de una brumosa luz verde, aunque su nebulosa naturaleza no impedía que las afiladas facciones y la aguileña nariz del rey se destacaran con toda nitidez.

Mientras los compañeros de Rikus se volvían para ver qué era lo que este contemplaba, los guerreros tyrianos empezaron a dar gritos de encantada sorpresa. Entretanto la miraban, la cabeza descendió como un meteoro hasta quedar a menos de treinta metros sobre sus cabezas, con lo que tapó tanta extensión de cielo que el día se oscureció y adoptó los tonos morados propios del atardecer. Toda la legión estalló en unos colosales vítores que el mul sabía tardarían bastante en apagarse. Al igual que el resto de Tyr, la mayoría de los gladiadores atribuían al astuto rey el crédito de haberlos liberado. No sabían nada del papel desempeñado por Agis para obligarlo a promulgar el famoso Primer Edicto.

—¡Tithian! ¿Qué hace aquí? —exigió Neeva, aullando para hacerse oír por encima del tumulto.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Rikus—. ¡Pensaba que no sabía magia!

—No sabe —repuso Sadira. Gesticuló en dirección a la cara y farfulló un conjuro; al cabo de un momento, añadió—: Y eso no me parece magia normal.

—Tampoco se trata del Sendero —observó Agis, frotándose las sienes—. Percibo la presencia de los pensamientos de Tithian, pero su poder ha sido ampliado más allá de lo que él es capaz de conseguir.

Agis y Sadira se estudiaron mutuamente con expresiones preocupadas, mientras Rikus y Neeva aguardaban nerviosos su conclusión. Por fin, fue Agis quien se atrevió a mencionar la posibilidad que preocupaba a los cuatro:

—Podría tratarse de magia de dragón.

—¿Magia de dragón? ¿Qué es eso? —inquirió Jaseela.

Las palabras de la mujer de sedosos cabellos sonaron algo confusas y mal articuladas, ya que, en una batalla anterior al derrocamiento de Kalak, un semigigante la había golpeado en la cabeza. Ahora, uno de sus ojos de color avellana caía medio cerrado sobre un pómulo aplastado, la nariz descendía por su rostro como la sinuosa cola de una serpiente, y los gruesos labios dibujaban una mueca torcida que se inclinaba tanto que llegaba a tocar la rota línea de su mandíbula.

—Magia de dragón es hechicería y el Sendero utilizados a la vez —explicó Sadira.

—Tithian no puede hacer eso…, ¿verdad? —jadeó Neeva.

En ese momento, el rey se decidió a hablar y cortó toda respuesta.

—Soldados de Tyr, os he estado observando —dijo Tithian. Su voz resonó sobre el campo de batalla como un trueno y acalló al instante a los guerreros—. ¡Habéis ejecutado mi plan a la perfección!

—¡Su plan! —bufó Rikus; el comentario se perdió en medio del clamor que brotó de entre las filas de la legión.

—Habéis conseguido una gran victoria para Tyr —continuó Tithian—. A vuestro regreso encontraréis vuestra recompensa.

Esta vez, incluso la voz del rey se perdió en medio del estruendo de las aclamaciones.

Al cabo de unos momentos, los delgados labios del rey volvieron a moverse, y la legión calló de inmediato.

—Nuestros enemigos han sido muy estúpidos al regresar —tronó Tithian, sus brillantes ojillos volviéndose hacia la colina—. Haréis correr a los urikitas ante vosotros como elfos ante el dragón.

Un murmullo de alarma se extendió por las filas de la legión cuando los guerreros miraron al oeste. Con gran sorpresa por su parte, Rikus vio que una altísima barrera de total oscuridad recorría ahora la cima de la pequeña colina. No podía saber qué se ocultaba al otro ado, pero adivinó al instante que los urikitas habían regresado para salvar lo que pudieran de sus máquinas de asedio y de la carraca.

Antes de que el mul pudiera dar la orden de que vaciaran los toneles de agua, Tithian continuó su discurso:

—¡Matad a los urikitas, y recordad lo que os espera en Tyr! —exclamó el rey, mientras su brillante figura comenzaba a disiparse en transparentes volutas de vapor amarillo—. ¡Con la estrategia que he dado a Rikus, Tyr no puede perder!

Todos los ojos se volvieron hacia el mul.

—No me ha dado nada —protestó el gladiador, hablando en voz baja de modo que sólo los que se encontraban junto a él pudieron oírlo.

—Claro que no —confirmó Agis con ojos llenos de furia—. Lo que intenta es que nos maten.

—¡El rey no haría algo así! —objetó Styan. El templario era un hombre de aspecto fatigado con ojos hundidos y cabellera gris que le caía sobre los hombros. Al igual que el resto de su compañía, llevaba la sotana negra que lo identificaba como miembro de la burocracia del rey—. ¡Sugerir algo así sería traición!

Mientras Styan hablaba, Rikus observó que este deslizaba un pequeño cristal de divino verde al interior del bolsillo de la negra sotana. El mul supo al instante cómo se había enterado el rey de su victoria con tanta rapidez. Ya había visto en una ocasión a otro de los espías de Tithian utilizando este tipo de cristal mágico para comunicarse con su señor.

—Styan, ¿te comunicó el rey a ti su estrategia? —preguntó Rikus.

—No. ¿Cómo iba a hacerlo? —Como la mayoría de los templarios, Styan era un embustero experimentado. La única señal que dio de que ocultaba la verdad fue sacar la mano del bolsillo.

—Si eso es cierto, Agis debe de tener razón en cuanto a las intenciones de nuestro rey —siguió Rikus. Dirigió una rápida mirada al oeste y observó que la barrera de oscuridad descendía por la colina a marcha lenta.

—Yo también creo que Agis tiene razón —asintió Jaseela, uno de los pocos ciudadanos de Tyr que intuía la verdad con respecto al rey—. Sin Agis y vosotros tres para controlar su influencia, a Tithian le resultaría fácil conseguir que el consejo de asesores aceptara los edictos que intenta promulgar en beneficio propio.

Rikus miró a Agis, Sadira y Neeva.

—Vosotros tres abandonad la batalla y regresad para mantener a raya a Tithian.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Neeva.

—Acabar con los urikitas… y matar a su comandante —respondió Rikus, dedicando una ojeada a la colina. La negra barrera había descendido hasta más allá de la mitad y se encontraba a menos de medio kilómetro de su legión—. Me reuniré con vosotros después de la batalla.

—¡No puedo creer que digas eso! —exclamó el noble, boquiabierto—. ¿Cómo esperas ganar la batalla ahora?

—Porque tengo que hacerlo —le espetó Rikus—. Incluso aunque pudiera convencer a los gladiadores de que se batieran en retirada, los urikitas saldrían en nuestra persecución. Luchando, al menos conseguimos el tiempo que necesitáis para llegar a la ciudad.

—Ganaremos —declaró Gaanon.

El semigigante, con la piel quemada por el sol, la nariz aplastada y una enorme boca de dientes separados, era, al igual que muchos de los de su raza, un imitador consumado que intentaba adoptar las costumbres y aspecto de aquellos a quienes admiraba. En la actualidad, se había rasurado todo el pelo del cuerpo y, como Rikus, se cubría únicamente con un taparrabos de cáñamo.

—Perder es morir —siguió Gaanon, repitiendo su frase favorita de sus días como gladiador.

—Yo también me quedo —anunció Neeva.

—Y también yo y mis servidores —añadió Jaseela.

El mul miró a Styan. Ante su sorpresa, el templario asintió de mala gana.

—Las órdenes del rey eran muy claras —dijo el veterano—. Nos hemos de quedar con la legión.

—¿Qué es lo que has hecho para enojar a nuestro maravilloso rey? —inquirió Jaseela, enarcando la ceja de su ojo sano.

—Tus chistes no son divertidos —replicó Styan.

Rikus se volvió hacia K’kriq y, tras explicarle la situación en urikita, le sugirió que acompañara a Agis y a Sadira de regreso a Tyr.

—¡No! —exclamó el thri-kreen—. Quedar con partida de caza. Conducir carromato para ti, aplastar barrera negra.

—¿Sabes pilotar la carraca? —preguntó Rikus.

—Phatim hacía conducir K’kriq cuando él dormir —explicó el thri-kreen—. Marchar, detener, girar.

—Entonces te quedas —declaró el mul, dando una calurosa palmada al duro caparazón del thri-kreen.

El mul estudió la posición de la barrera de oscuridad y descubrió que ya había llegado al pie de la colina, a sólo doscientos metros de donde ellos se encontraban. Ordenó a Gaanon y a los gladiadores que vertieran el agua urikita sobre la carraca en llamas, y luego se volvió hacia Agis y Sadira.

—Lo mejor será que os pongáis en marcha.

—Luchad bien —dijo Agis, levantando las manos con las palmas hacia afuera en el tradicional gesto de despedida—. Mi deseo es que los soldados de Hamanu no lo hagan.

—No importará —respondió Rikus, apretando las dos manos que el noble había vuelto hacia él para devolverle el saludo—. Caerán igual.

—Eso es lo que esperamos —dijo Sadira. Se colocó al otro lado del mul y le apretó el brazo—. Haz lo que debas, amor, pero ten cuidado. —Dirigió una mirada a Neeva y añadió—: Os quiero a los dos, a ti y a Neeva, de vuelta.

—No nos sucederá nada —replicó Rikus. Tomó la cabeza de la joven entre ambas manos y le dio un prolongado beso—. Tú y Agis sois los que debéis tener cuidado. Después de todo, a nosotros sólo nos superan en número, mientras que vosotros dos os enfrentáis a Tithian.

Tras esto, Agis y Sadira se alejaron corriendo de la batalla. Rikus se volvió a Styan y Jaseela e indicó al templario que condujera a su compañía al flanco izquierdo de la barrera de oscuridad y a Jaseela que llevara a la suya al derecho.

Al ver que no les facilitaba más instrucciones, Styan inquirió:

—¿Y qué deseas que hagamos una vez que estemos allí?

—Luchar —respondió Rikus, ceñudo—. ¿Qué es lo que crees?

—Tu plan de batalla no me parece muy completo —opinó Jaseela—. ¿Hemos de obligar a los flancos a replegarse, deslizamos por detrás y atacar por la retaguardia, mantener nuestras posiciones, o qué?

—¿Cómo puedo deciros eso? Al igual que vosotros, no tengo ni idea de lo que va a suceder —respondió Rikus, indicándoles con un gesto que regresaran junto a sus compañías—. Ya sabréis qué hacer cuando llegue el momento.

En cuanto Jaseela y Styan se fueron, Rikus ordenó a los gladiadores que se colocaran detrás de la carraca y se volvió hacia el vehículo. Del interior del enorme carromato surgía el ahogado siseo y chisporroteo de unas llamas moribundas, y gigantescas oleadas de vapor blanco brotaban de todas las aberturas. Los ayudantes de Gaanon se dedicaban a alzar los enormes toneles de agua hasta la puerta de la bodega; en el interior los vapores eran tan espesos que Rikus apenas si pudo distinguir la figura del semigigante cuando este agarró uno de los barriles y desapareció en las profundidades del carromato.

Por lo que el mul pudo distinguir, la parte trasera del vehículo había quedado reducida a la estructura de huesos de mekillot. Más allá de la puerta de la bodega, la carraca seguía más o menos intacta, con columnas de humo gris alzándose de los niveles superiores y vapor de los inferiores. Estaba claro que el carromato ya no podría volver a transportar pertrechos, pero podría servir para atravesar una fila de urikitas… suponiendo que fuera eso lo que los tyrianos encontraran al otro lado de la negra barrera.

—Romped esos toneles y recoged las armas —aulló Rikus, moviendo el brazo para indicar el gran número de barriles de agua que todavía esperaban ser trasladados al carromato—. La carraca aguantará el tiempo suficiente para lo que queremos.

Mientras los guerreros obedecían, condujo a Neeva y a K’kriq al interior del humeante vehículo. Avanzaron a trompicones, tosiendo y jadeando, siguiendo el camino que conducía a la cubierta del piloto gracias a las verdes aureolas de luz que despedían las esferas de cristal de las paredes. A pesar de que Gaanon había apagado ya la mayoría de fas llamas de esta parte del carromato, las paredes y suelos estaban salpicadas todavía de ascuas anaranjadas y fuegos humeantes. El calor en el interior de los pasillos era tan denso y opresivo que escaldaba la piel desnuda de Rikus y le abrasaba nariz y labios cada vez que respiraba.

K’kriq los condujo hasta la cubierta del piloto sin prestar la menor atención al calor. Mientras subían por la escalera, Rikus escuchó el siseo del agua al evaporarse y vio a Gaanon arrojando agua de un enorme barril como si se tratara de un simple cubo; no obstante, de poco servían los esfuerzos del semigigante, ya que el fuego se había abierto paso a través de la pared posterior en varios lugares y las llamas amarillas se alzaban por entre las tablas en muchos más. Por fortuna, el aire en la cubierta estaba ahora despejado pues todo el humo que penetraba en la habitación era expulsado al exterior por los agujeros de la pared trasera.

—¡Es suficiente, Gaanon! —gritó Rikus—. Coge tu garrote.

El semigigante lanzó un suspiro de alivio y aplastó el barril de agua, medio lleno aún, contra la pared en llamas. Gaanon desapareció en medio de la nube de humo resultante, pero el sonido de sus fuertes pisadas informó al mul que el colosal gladiador se dirigía hacia la escalera.

Rikus siguió a K’kriq hasta el sillón del piloto. Tras detenerse el tiempo necesario para pisotear el cuerpo medio carbonizado de Phatim, el thri-kreen se quedó inmóvil y miró más allá del cristal a los gigantescos caparazones de los mekillots. Unos cincuenta metros por delante de los grandes reptiles se encontraba la negra cortina de los urikitas.

El thri-kreen se concentró unos momentos, y al punto los cuatro mekillots alzaron las cabezas protegidas por gruesos caparazones y empezaron a avanzar lentamente. La carraca dio un tirón e inició su familiar balanceo. La distancia entre el carromato y la barrera urikita se redujo rápidamente.

Al ver que la negra cortina no mostraba la menor reacción ante el avance de la carraca, Rikus masculló intrigado:

—¿Qué les pasa? ¡No pensarán dejar que taladremos su formación!

—A lo mejor no nos ven a través de esta cortina negra —sugirió Neeva—. Por lo que sabemos, a lo mejor no hay nadie al otro lado.

Un brillante rayo plateado surgió de la barrera, y Rikus comprendió que su compañera estaba equivocada.

—¡Magia! —exclamó el mul.

K’kriq giró en redondo y utilizó dos de sus manos para agarrar a los dos gladiadores e introducirlos bajo su caparazón. En ese mismo instante, se escuchó por toda la cubierta el tintineo del cristal al hacerse pedazos, que ahogó incluso el tronar del rayo mágico que acababa de hacer trizas la ventana. Los pedazos de cristal arañaron uno de los hombros del mul que había quedado fuera del caparazón, y dejaron varias laceraciones largas pero superficiales en su dura piel. Neeva escapó sin un rasguño.

Un par de humeantes bolas rojas surgieron a toda velocidad de la negra barrera, pero, en lugar de dirigirse a la cubierta del piloto, las llameantes esferas chisporrotearon en dirección a las cabezas de los mekillots que iban delante. Los cuatro reptiles se detuvieron en seco y encogieron las cabezas al chocar contra ellas las rojas esferas. Enormes torrentes de fuego se deslizaron sobre sus caparazones; la tierra retumbó, y la carraca se paró con un violento vaivén cuando las enormes bestias se desplomaron en el suelo.

Los mekillots permanecieron inmóviles mientras volutas de fuego danzaban sobre sus caparazones, pero los gigantescos animales no parecían ni estar asustados ni heridos. Al cabo de unos instantes, después de que las llamas se hubieron desvanecido en delgadas columnas de humo, los animales volvieron a ponerse en pie y tiraron de la carraca poniéndola de nuevo en marcha. Esta vez, avanzaron con mayor rapidez, en el equivalente mekillot de una carrera. Sin apartar la mirada de los animales, K’kriq indicó con uno de los brazos la parte posterior de la cubierta.

—Id —dijo—. Mal lugar para pieles blandas.

—¿Qué pasará contigo? —preguntó Rikus, tomando a Neeva y dirigiéndose al fondo de la habitación.

En respuesta, el thri-kreen se dejó caer al suelo e introdujo patas y brazos bajo el caparazón, dejando tan sólo a la vista sus ojos compuestos.

Neeva empezó a descender por la escalera sin decir una palabra. Detrás de ella, Rikus esperó un momento para echar una ojeada a la parte frontal de la cubierta. Los mekillots situados a la cabeza habían alcanzado la cortina de oscuridad, y, en cuanto las puntas de sus hocicos desaparecieron en el interior de la negra barrera, el mul escuchó el chisporroteo de nuevas bolas de fuego.

Con un grito de alarma, se arrojó por la abertura de la escalera, derribando a Neeva al pasar rodando junto a ella. Ambos gladiadores fueron a chocar de cabeza contra la enorme figura de Gaanon, y los tres cayeron al suelo hechos un ovillo. Un potente estallido resonó sobre sus cabezas. Largas llamaradas rojas descendieron por la pared, les lamieron piernas y espaldas, y se detuvieron justo antes de llegar al suelo.

Cuando Rikus consiguió girarse para mirar a lo alto, todo lo que vio fue un infierno de llamas sobre sus cabezas. Había llamas de todos los colores: rojas, amarillas, blancas, azules, y, según le pareció, incluso negras. No distinguía ni paredes ni techo; sólo un fuego enfurecido.

No obstante el holocausto, la carraca seguía adelante.

Rikus y sus compañeros recogieron sus armas y se incorporaron. Incapaz de creer que el thri-kreen hubiera podido sobrevivir a tal tormenta de fuego, el mul se llevó la mano a la frente para luego dirigirla en dirección al lugar donde imaginaba yacerían los restos carbonizados de K’kriq.

—Luchaste como el dragón —dijo, otorgando al guerrero-mantis el saludo de despedida más honorable al que podía aspirar un gladiador.

Tras esto, el mul guio a los otros dos en dirección a la puerta de la bodega. Llegaron a ella justo en el momento en que la carraca pasaba del lado tyriano de la barrera al lado urikita. Desde este lado, la pared no era opaca. Más bien poseía la cualidad traslúcida de una lámina finísima de obsidiana, y los guerreros tyrianos resultaban visibles en el otro lado como borrosas figuras que corrían.

Rikus comprendió al instante que su utilización de la fortaleza móvil había desbaratado los cuidadosos planes de batalla de su oponente. Los regulares urikitas habían estado dispuestos en largas hileras detrás de la negra barrera, y la mayoría de ellos corrían ahora ciegamente en dirección al carromato. Cientos se encontraban reunidos ya cerca de la carraca para esperar a los gladiadores tyrianos. Con algunas de sus lanzas apuntando al carromato y algunas a los gladiadores que lo seguían, los soldados se encontraban en un desorden total, y Rikus no dudó que sus gladiadores los diezmarían pronto.

Pese a ello, observó que los urikitas parecían algo más organizados en el extremo opuesto del valle. Una compañía bastante numerosa marchaba en dirección al flanco de Jaseela, por lo que suponía que, al otro lado del enorme carromato, otra compañía de urikitas de un tamaño similar debía de haberse lanzado sobre los templarios de Styan.

Una serie de brillantes fogonazos centellearon cerca de la parte frontal del vehículo, seguidos inmediatamente por varias detonaciones ensordecedoras. El olor a madera quemada y huesos carbonizados inundó la nariz de Rikus, y la carraca se detuvo de improviso. Atisbando por el hueco de la puerta, el mul descubrió a un reducido grupo de templarios vestidos de amarillo de pie cerca de la parte frontal del carromato; sus dedos humeantes apuntaban al grueso eje que conectaba los mekillots al vehículo.

Detrás de la carraca, la primera oleada de gladiadores surgió de entre las tinieblas aullando gritos de guerra y cargó contra los desorganizados urikitas.

—¡Al ataque! —gritó el mul, levantando sus cahulaks.

Rikus saltó del humeante carromato y se sumergió en la brillante luz roja que lo envolvía todo. Apenas si había puesto los pies en tierra cuando un par de soldados urikitas lo atacaron con sus lanzas, al tiempo que levantaban los escudos para protegerse el rostro. El mul hizo girar uno de los cahulaks y descabezó las dos armas.

Antes de que pudiera terminar con sus adversarios, el jubiloso grito de guerra de Gaanon resonó potente a su espalda; el semigigante se deslizó frente al mul y descargó su enorme garrote sobre los dos desarmados urikitas. Los escudos se hicieron añicos como si fueran de cristal, y el golpe lanzó a los dos desventurados contra el resto de sus compañeros; media docena de hombres cayeron derribados. Neeva apareció tras Gaanon, aplastando huesos y desgarrando carne a diestro y siniestro con su hacha.

Rikus tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que sus compañeros se abrieran paso hasta el centro de las filas urikitas.

—¡Aguardad! —gritó, golpeándolos en los hombros con los mangos de sus cahulaks—. Dejádselos a los otros. Venid conmigo.

El mul se dirigió a la parte delantera del carromato, donde los templarios de amarillo de Hamanu seguían atacando a los mekillots con rayos de energía y bolas de fuego. Aunque ya no estaban sujetos a la carraca, los reptiles seguían llevando los arreos y giraban en dirección a las filas urikitas.

Ante la sorpresa del mul, la figura del thri-kreen permanecía encogida sobre el eje central entre los últimos mekillots. El caparazón estaba negro de hollín, y uno de sus cuatro brazos colgaba inerte a un costado, pero, al parecer, el guerrero-mantis seguía controlando a los reptiles.

Los templarios se encontraban tan absortos en su tarea de detener a K’kriq que no se dieron cuenta de que Rikus y sus dos acompañantes se les acercaban por detrás. El mul eliminó a cuatro con una rápida sucesión de golpes. En los pocos segundos que empleó en ello, Neeva y Gaanon acabaron con los otros cinco.

Al detenerse el mágico bombardeo, K’kriq levantó ligeramente la cabeza por entre los dos mekillots, y alzó una de sus manos en forma de pinza en dirección a Rikus, anunciando:

—¡La caza es buena!

Los mekillots controlados por el thri-kreen volvieron a ponerse en marcha y en su avance mordieron y pisotearon a los soldados amontonados cerca de la carraca, abriendo una amplia avenida de destrucción en medio de la multitud. Ayudados por la confusión y el miedo que parecía haberse apoderado del enemigo, los gladiadores tyrianos aprovecharon entonces para caer sobre sus adversarios como un ciclón sobre un campo de pharos. En cuestión de segundos, el olor a sangre derramada inundó la nariz de Rikus y los alaridos de los urikitas moribundos atronaron sus oídos.

—¿Ahora qué? —preguntó Gaanon.

Antes de contestar, Rikus dedicó unos instantes a estudiar los progresos de K’kriq. El thri-kreen dirigió sus mekillots directamente contra una hilera de urikitas que se lanzaban a la batalla, seguidos de cerca por cientos de gladiadores. La maniobra detuvo bruscamente la carga enemiga y obligó a los que iban a la cabeza a dar media vuelta y huir a toda velocidad para salvar el pellejo. Los soldados que no caían víctimas de las cortantes mandíbulas de los enormes reptiles eran eliminados rápidamente por los guerreros de Rikus.

—Da la impresión de que K’kriq tiene totalmente controlada esta parte de la batalla —anunció el mul, volviendo la mirada en dirección al terreno situado detrás de la zona de combate—. Vayamos en busca del comandante.

—Este no es el momento de pensar en venganzas —objetó Neeva.

—Claro que sí —replicó Rikus. Divisó a un grupito de figuras sobre el desnivel de una pequeña duna de arena que había ido resbalando de las rocosas paredes del valle. Varios mensajeros se alejaban corriendo de ellas en dirección a la creciente desbandada provocada por los mekillots de K’kriq—. Como mucho, podemos matar sólo a unos miles de urikitas. El resto huirá, se reagrupará, y es probable que ataque igualmente Tyr algo más tarde. Pero, si matamos a su comandante hoy, daremos por finalizada la batalla de una vez por todas.

Dicho esto, Rikus regresó a la parte trasera del carromato y reunió a un pequeño ejército de gladiadores de la larga hilera que seguía atravesando la barrera de oscuridad. Tras enviar al resto al otro lado de la carraca a reforzar a los guerreros que no disponían de la ayuda de los mekillots de K’kriq, se encaminó a la duna con sus hombres. Llegaron al pie de la duna corriendo y sudando profusamente. Rikus encabezó la carga por la empinada ladera, y sólo se detuvo a descansar cuando se encontraron a unos diez metros de la cima. Arriba estaba una reducida hilera de urikitas, con las lanzas apuntando a los gladiadores y atisbando por encima de sus escudos mientras aguardaban llenos de nerviosismo el ataque tyriano.

Rikus ordenó a los que lo acompañaban que se desplegaran, decidiendo permitir a los urikitas contemplar lo que les esperaba al tiempo que facilitaba a sus guerreros unos instantes de reposo. Aprovechó la oportunidad para mirar por encima del hombro y descubrió que la batalla iba mejor incluso de lo que se había atrevido a desear. Jaseela había hecho girar su flanco de nuevo en dirección a la batalla principal. La extensión de arena que separaba su compañía de la carraca estaba teñida de sangre urikita y cubierta con los cuerpos de más de dos mil soldados enemigos. Varios miles más huían del escenario de la batalla en una riada interminable, seguida de cerca por grupos vociferantes de gladiadores tyrianos.

En el otro extremo de la carraca, la escena no resultaba tan desequilibrada. Aun con los refuerzos extras enviados por Rikus, los tyrianos se encontraban en inferioridad de condiciones y apenas si podían resistir el enconado ataque. Styan y sus templarios no hacían gran cosa para mejorar la situación, limitándose a acosar el flanco urikita con incursiones poco entusiastas que eran repelidas con facilidad.

De todos modos, el mul no se sentía preocupado. Tras derrotar a la mitad de la legión enemiga, K’kriq avanzaba en dirección al punto conflictivo tan deprisa como sus animales podían transportarlo. Sin embargo, y mientras Rikus lo observaba, el thri-kreen condujo de improviso a los mekillots hasta un grupo de gladiadores. Los reptiles empezaron entonces a aplastar y morder no a soldados urikitas, sino a guerreros tyrianos.

—¡Nos ha traicionado! —exclamó Gaanon, empezando a retroceder duna abajo.

—Eso no tiene sentido —interpuso Rikus, sujetando el brazo del semigigante—. ¿Por qué se habría molestado entonces en ayudarnos de buen principio? —Estudió con más atención la lejana figura del thri-kreen, y pudo vislumbrar que la cabeza de K’kriq estaba vuelta en dirección a la cima de la duna.

El mul miró de nuevo la duna, y no tardó en descubrir lo que buscaba. En medio de la línea enemiga, protegido por una pareja de fornidos guardaespaldas, había un hombrecillo calvo de constitución débil y facciones delicadas. Apretaba los pálidos labios en actitud concentrada, y sus ojos grises estaban fijos en la figura de K’kriq. Sobre el peto de bronce que cubría su escuálido pecho, el hombre de aspecto enfermizo llevaba una capa verde decorada con la serpiente de dos cabezas de Lubar.

—¡Maetan! —siseó Rikus.

—¿Qué? —inquirió Neeva.

—Maetan de la familia Lubar —explicó el mul, señalando al hombrecillo.

Rikus no había visto a Maetan desde hacía más de treinta años, cuando lord Lubar llevó a su delicado hijo a ver los fosos de gladiadores de la familia, pero el mul reconoció de inmediato la barbilla puntiaguda y la nariz delgada que caracterizaban ya entonces el rostro del muchacho.

—Su padre era un maestro en el arte del Sendero. Imagino que su hijo también lo es —añadió.

—Se ha hecho con el control de la mente de K’kriq —conjeturó Neeva.

Rikus asintió, luego hizo una señal con la mano a sus gladiadores para que avanzaran, esperando distraer así la concentración del doblegador de mentes y volver a liberar al thri-kreen.

—¡Atacad!

Un oficial urikita aulló una orden con voz chillona, y una negra nube de lanzas descendió sobre ellos desde lo alto de la loma. Rikus se agachó rápidamente, y Neeva lo imitó a la vez que utilizaba el mango de su hacha para desviar un proyectil que volaba bajo. Gaanon, al igual que docenas de otros guerreros, no logró ser tan veloz. Una de las jabalinas le acertó de pleno en la pierna, y arrancó un rugido de dolor al semigigante.

Maldiciendo la eficiencia con que el enemigo había detenido la carga, Rikus miró en dirección a Gaanon. El semigigante estaba caído en la empinada ladera, sujetando con ambas manos una lanza que había ido a clavarse en su muslo.

—Todo irá bien —dijo Gaanon, arrancándose la lanza de la pierna—. Dame un poco de tiempo.

—Quédate ahí —ordenó Rikus, quitándole la lanza de las manos—. Sólo conseguirás que te hagan daño.

Giró en redondo y arrojó el arma contra Maetan. Uno de los guardaespaldas arrojó al doblegador de mentes al suelo y se colocó en la trayectoria de la lanza; el urikita lanzó un sonoro gruñido, y luego cayó de la cima de la duna para resbalar ladera abajo como un ovillo desmadejado.

Maetan dedicó una rápida mirada furiosa a Rikus e, incorporándose, retrocedió fuera de la cima hasta que sólo se vieron sus grises ojos por encima de ella. El mul volvió su atención hacia K’kriq el tiempo suficiente para comprobar que el thri-kreen y sus mekillots seguían bajo el control del doblegador de mentes. Rugiendo de cólera, el gladiador levantó sus cahulaks y reanudó la carga. Ahora, sin más lanzas que arrojar, los urikitas no pudieron hacer otra cosa que sacar sus cortas espadas de obsidiana y aguardar el asalto.

Nada más alcanzar la cumbre, Rikus se vio obligado a esquivar a toda velocidad la centelleante punta de un mandoble dirigido a su estómago. Contraatacó lanzando contra las piernas del soldado urikita un cahulak, que le segó la carne por detrás de la rodilla. Mientras el aullante soldado se sujetaba la mutilada pierna, Rikus aprovechó para lanzar al desdichado fuera de la cima y enviarlo rodando ladera abajo.

Comprendiendo lo poco ventajoso de su posición, el oficial urikita gritó una nueva orden y toda la línea de soldados dio dos pasos atrás. Seguido de Neeva y el resto de los gladiadores, Rikus gateó hasta la cima de la duna, teniendo buen cuidado de mantener una mano libre para protegerse. Pero tan pronto como los tyrianos alcanzaron la cresta, el oficial enemigo ordenó a sus hombres que volvieran a avanzar, con la intención de arrojar a los gladiadores fuera de la duna.

La estrategia podría haber funcionado contra adversarios corrientes, pero los gladiadores estaban acostumbrados a luchar desde posiciones de desventaja. Cuando los soldados avanzaron, los tyrianos los rechazaron de muchas formas diferentes. Rikus detuvo el mandoble de su adversario con un cahulak y, enganchando el otro en la espalda del hombre, utilizó el propio impulso del urikita para lanzarlo fuera de la cima. Neeva balanceó en el aire su enorme hacha y cercenó los tobillos de su oponente antes de que este pudiera atacarla. Algunos gladiadores rodaron a los pies del enemigo, protegiéndose con un centelleante molinete de sus espadas, mientras que otros saltaban en el aire con sorprendente velocidad, para luego golpear a los asombrados soldados con todas sus fuerzas. Cuando finalizó el choque inicial, la mitad de la compañía urikita yacía en la arena desangrándose, sin haber conseguido desalojar de la duna más que a un puñado de soldados tyrianos.

Los supervivientes retrocedieron lentamente, con el miedo pintado en el rostro. Los gladiadores permanecieron inmóviles en sus puestos con una expresiva sonrisa sanguinaria en la cara, dejando que el mismo miedo de los urikitas actuara a su favor. Rikus utilizó la momentánea pausa para buscar la diminuta figura de Maetan y, siguiendo las miradas resentidas de varios soldados enemigos, no tardó en descubrir al doblegador de mentes descendiendo a toda velocidad por la suave ladera del otro lado de la duna.

El mul miró por encima del hombro y vio que los mekillots de K’kriq giraban de nuevo en dirección a la carraca. Devolviendo la mirada a la hilera de urikitas aterrados que tenía delante, el mul aulló:

—¡Matadlos!

Al ver que los gladiadores se adelantaban, los urikitas empezaron a arrojar los escudos al suelo y a correr en pos de su comandante. En su pánico, dejaron una brecha asombrosamente grande entre ellos y los anonadados gladiadores, que no estaban acostumbrados a ver huir aterrorizados a sus oponentes. El oficial urikita empezó a perseguir frenéticamente a los que huían, maldiciendo su cobardía y matando a sus propios hombres por la espalda. Una vez superada la sorpresa inicial provocada por la desbandada, los tyrianos se unieron a la persecución con un coro de alaridos de júbilo.

Maetan se detuvo cerca de la base de la duna y levantó los ojos para contemplar la masa de soldados que lo seguía. La sombra del doblegador de mentes empezó a alargarse, extendiéndose por la arena como una negra mancha de tinta sobre un pergamino. Seguía conservando la forma de un hombre, pero no las proporciones. Las extremidades eran largas y fibrosas, con un cuerpo sinuoso que parecía más propio de un reptil que de un ser humano. Cuando alcanzó una longitud equivalente a cuatro o cinco veces la altura de Maetan, un par de ojos de color zafiro empezaron a brillar en la cabeza. Una larga hendidura azul celeste apareció en el lugar donde debiera haber estado la boca, y una serie de volutas de gas negro brotaron de la abertura para elevarse hacia el cielo.

Se abrió una brecha entre los pies de la sombra y los de Maetan, y la fantasmal criatura rodó sobre su estómago; luego su cuerpo empezó a tomar consistencia y adoptó una postura arrodillada. Una vez que hubo alcanzado una forma totalmente tridimensional, el ser se puso en pie; era tan alto como un gigante y se alzaba por encima de los hombres que se movían a como los enormes árboles del bosque de los halfings.

Los urikitas interrumpieron su retirada al tiempo que de entre sus desorganizadas filas surgían atemorizados murmullos que pronunciaban una única palabra: «¡Umbra!».

Neeva sujetó a Rikus por el hombro y lo detuvo.

—¡Espera! —exclamó—. No puedes hacer esto solo.

El mul redujo el paso lo suficiente para mirar a su alrededor y darse cuenta de que la aparición de Umbra había detenido también a sus gladiadores. Los guerreros permanecían inmóviles sobre la ladera, boquiabiertos por el asombro y con los ojos clavados en la gigantesca sombra en forma de bestia. Rikus no se habría atrevido a decir que estaban asustados, pero desde luego sí estaban fascinados.

Umbra señaló con un dedo a los urikitas que huían y, con una voz que sonaba como un zumbido y tan profunda que parecía insondable, dijo:

—¡Luchad! ¡Resistid y luchad, o juro que os llevaré conmigo cuando regrese al mundo de las tinieblas!

Como para dar más énfasis a su amenaza, la criatura ascendió hasta la mitad de la duna en dos largas zancadas e, inclinándose, cerró los sinuosos dedos alrededor de los torsos de dos urikitas. Sus pechos y la parte media de sus cuerpos desaparecieron en la oscuridad. Suplicaron misericordia en vano, mientras la sombra de Umbra se deslizaba lentamente hasta sus pies y ascendía luego hasta sus cabezas. En un instante, los cuerpos de los dos desgraciados desaparecieron, fundidos con la negra forma de la criatura.

—¡Ahora, formad vuestras filas! —gritó Umbra, señalando a los tyrianos—. ¡Para la defensa de Lubar y la gloria de Urik, morid como héroes!

Los urikitas dieron media vuelta y se alinearon, con las negras espadas apuntadas en dirección a los tyrianos.

—¡Por la libertad de Tyr! —aulló Rikus, lanzándose a la carga.

—¡Por Tyr! —gritó Neeva echando a correr tras él. Al cabo de unos instantes, un centenar de voces gritaban lo mismo.

Rikus alcanzó al enemigo antes de que este hubiera vuelto a formar por completo su barrera defensiva, y arremetió contra él como un torbellino de cahulaks rotantes y puntapiés. Casi sin darse cuenta, arrancó las espadas de un par de manos urikitas y derribó a otros dos con bien dirigidos golpes a sus rodillas que los dejaron fuera de combate. Situada a la derecha de Rikus, Neeva partió a un defensor casi en dos, para luego matar a otro de un golpe de revés al arrancar el hacha del cuerpo del primero.

Nada más acabar Rikus y Neeva con sus oponentes se escuchó un tremendo estrépito que resonó por toda la duna provocado por el resto de los gladiadores al caer sobre las filas enemigas. El entrechocar del hueso y las armas de obsidiana llenó el aire, seguido por un creciente coro de gritos de dolor. Un puñado de soldados enemigos arrojó las armas al suelo y se dio la vuelta para huir, pero Umbra evitó que la desbandada se extendiera atrapando a los cobardes y absorbiéndolos.

Rikus vislumbró el negro filo de una espada dirigiéndose veloz hacia sus costillas. Detuvo el golpe con el mango de un cahulak, y cortó la garganta del soldado con la ayuda del otro. Su adversario soltó la espada y se giró, cubriéndose con ambas manos la sangrante herida abierta bajo su barbilla.

Alguien chocó contra la espalda del mul y este giró en redondo para enfrentarse a un nuevo enemigo, pero se detuvo en seco al darse cuenta de que se trataba de una de sus propias gladiadoras, una semielfa de cabellos rojos llamada Drewet que había obtenido renombre en la arena de los gladiadores al matar ella sola a un gigante. Un urikita moribundo colgaba del otro extremo de su lanza de dos puntas, pero detrás de ella no había más que tyrianos.

El mul miró en dirección contraria y vio que, al otro lado de Neeva, los gladiadores tyrianos daban buena cuenta de los pocos urikitas que todavía quedaban con vida. Maetan seguía inmóvil al pie de la duna. Se encontraba solo, contemplando la batalla sin dar la menor muestra de preocupación.

Rikus estaba a punto de iniciar el descenso por la ladera cuando un murmullo de exclamaciones de sorpresa surgió de las filas tyrianas; Umbra había abierto la azulada boca y se encontraba vuelto hacia el campo de batalla. Un fino chorro de oscuridad brotaba por entre los labios de la criatura y caía sobre los gladiadores como una neblina espesa y pegajosa. A medida que la ondulante masa negra se extendía por la ladera, Umbra se encogía como si vomitara su propio cuerpo sobre la duna. Gritos horrorizados y chillidos de dolor se elevaban de todo aquel al que tocaba el negro vapor.

—¡Corred! —gritó Rikus. Agarró la muñeca de Neeva y echó a correr hacia adelante a toda velocidad; describiendo un ángulo en dirección a la base de la duna, se alejó de la cada vez más extensa nube de vapor.

De nada les sirvió correr. La negra niebla los alcanzó al poco tiempo, lamiendo sus piernas como las aguas del estanque de un oasis. Al instante, una gélida oleada de dolor se extendió por los pies de Rikus y se elevó por sus muslos. Lo más parecido a aquella sensación que había sufrido en su vida habían sido las lluvias glaciales de las montañas, pero este dolor era cien veces peor. La lluvia había resultado molesta y le había producido escalofríos, pero la oscuridad le aguijoneaba a piel y le entumecía la carne hasta los mismos huesos; se le agarrotaron las articulaciones, y las piernas se convirtieron en un doliente peso muerto.

Rikus sintió que se le doblaban las rodillas; oyó entonces gritar a Neeva a su lado y, empujándola hacia el frente con todas sus fuerzas, la hizo caer de bruces unos cuantos pasos por delante de él. Al cabo de unos instantes, el mul se desplomaba boca abajo sobre la arena.

La oscuridad no alcanzó al resto de su cuerpo. Permaneció tendido cuan largo era sobre la duna, lanzando sonoros gemidos mientras su cerebro luchaba por comprender las contradictorias sensaciones de la ardiente arena bajo su pecho y el glacial entumecimiento de sus piernas. Miró por encima del hombro y vio que Umbra había desaparecido, o más bien había extendido todo su cuerpo sobre la suave ladera. El mul se encontraba al borde de la oscura forma, las piernas perdidas en la oscuridad a su espalda. Además de él y de Neeva, Drewet y quizás otros seis gladiadores habían escapado de la gélida nube, algunos por márgenes aún más escasos que el mul. Casi toda la compañía había quedado sepultada.

Neeva se acercó cojeando a Rikus y se arrodilló junto a su cabeza.

—¿Estás herido? —preguntó.

—No siento las piernas —respondió Rikus y, mientras lo decía, una idea terrible pasó por su mente—. ¡Sácame de aquí, por favor! —Miró la oscuridad que se extendía a partir de sus muslos—. ¡Mis piernas deben de haber desaparecido!

—Tranquilízate —repuso Neeva, agarrando al mul por debajo de los brazos—. Todo irá bien.

Tiró de él para sacarlo de la zona en sombras. Sus piernas estaban blancas como el marfil, pero al menos permanecían en su lugar. El mul se llevó una mano al muslo; jamás había tocado algo tan helado, y seguía sin sentir nada en la pierna.

—¿Qué les sucede? —exclamó, preguntándose si el calor regresaría a sus miembros congelados.

Mientras hablaba, la negra sombra de Umbra se encogió hasta recuperar el tamaño de un hombre normal. Allí donde había yacido la criatura en forma de sombra, la arena estaba limpia y reluciente. No se veía ni un solo cadáver, ni armas desperdigadas, ni siquiera un charco de sangre que indicara que hubiera tenido lugar una batalla en la duna.

La sombra se deslizó ladera abajo y recuperó su puesto a los pies de Maetan. El comandante urikita apenas si pareció darse cuenta de ello y siguió estudiando el lugar con expresión de fastidio. Finalmente, un pequeño chorro de arena se elevó alrededor de su cuerpo, ocultando al doblegador de mentes de la vista del mul.

Rikus se alzó del suelo con dificultad y consiguió erguirse sobre las entumecidas piernas, pero, al intentar correr ladera abajo, las rodillas permanecieron tiesas como rocas, y cayó boca abajo sobre la ardiente loma.

El chorro de arena de Maetan se elevó por encima del suelo; luego se alejó por los aires hasta el valle y se quedó flotando sobre las cabezas de un grupo de soldados urikitas a los que perseguía una multitud de gladiadores sedientos de sangre. Por unos instantes, Rikus temió que Maetan aguardara una oportunidad de lanzar algún devastador ataque mental, pero tras describir un semicírculo en el aire, el torbellino se alejó por el valle a toda velocidad.

Neeva ayudó a Rikus a ponerse en pie.

—Odio tener que admitirlo, pero estoy algo sorprendida —anunció, pasando el pesado brazo del mul sobre sus hombros—. Hemos vencido.

—Aún no —repuso Rikus, contemplando cómo desaparecía de la vista el chorro de arena—. No hasta que tengamos a Maetan.