11: Makla

11

Makla

—¡Detente donde estás! —ordenó el centinela.

El enano se alzó de detrás de una roca baja y movió la larga lanza de un lado a otro entre Rikus y K’kriq. Junto al robusto guarda, una gladiadora semielfa lanzó un gemido mientras levantaba una pequeña roca y la depositaba sobre la barrera. Dedicó al mul y al thri-kreen una mirada indiferente, para luego volverse a recoger otra pesada piedra.

—Ya sabes quién soy —masculló Rikus, contemplando con expresión torva la escena que se desarrollaba ante él.

En ambas direcciones, se veía a gladiadores trabajando para rodear el campamento de un muro de piedras, mientras que los enanos de Caelum, colocados cada cincuenta o cien metros, escudriñaban obedientemente las sombras del atardecer, cada vez más espesas. En el centro del campamento, los templarios formaban un apiñado círculo, su atención vuelta al interior hacia la resplandeciente luz de un formidable fuego de campamento.

Tras esperar un poco más a que el centinela enano apartara la lanza, el mul la apartó a un lado con un violento manotazo y saltó sobre la pared de rocas. Asió al enano por el cuello y lo levantó del suelo.

—¿Qué sucede aquí?

—Tengo órdenes —jadeó el enano, llevándose la mano a la pequeña hacha que le colgaba al cinto—. No se permite que nadie penetre en el campamento sin el permiso de Styan.

Antes de que el centinela pudiera sacar el arma, Rikus entregó al enano a K’kriq.

—Si grita o saca el hacha, mátalo —le advirtió.

El thri-kreen aceptó al centinela con tres brazos, chasqueando las mandíbulas de expectación. El enano apartó la mirada del arma, pero no abandonó sus esfuerzos por intentar impedir a Rikus que entrara en el campamento.

—Tienes que esperar aquí hasta que Styan prepare un recibimiento adecuado.

Rikus hizo caso omiso del enano y se acercó a la gladiadora semielfa que trabajaba en la construcción de aquella sección del muro. Quitándole una pesada roca de las manos, preguntó:

—¿Qué es lo que sucede, Drewet?

—Construimos un muro —respondió la semielfa, frunciendo el entrecejo, confusa.

—¿Para qué? —inquirió Rikus—. ¿Y por qué son mis gladiadores los únicos que trabajan en ella?

—Porque estas son las órdenes que dio Styan —contestó Drewet, encogiéndose de hombros.

—¡Styan! —rugió el mul. Se dio la vuelta y arrojó la roca que había tomado de las manos de Drewet; la piedra abrió un agujero en la sección del muro que ella había estado construyendo. Todos los gladiadores de las cercanías dejaron de trabajar y miraron en dirección al alboroto—. ¿Por qué tiene nadie que hacer lo que él diga?

La semielfa enarcó las puntiagudas cejas.

—Porque él es tu segundo en el mando, claro.

¡Segundo en el mando! —tronó Rikus—. ¿Es eso lo que os ha dicho?

—Nos lo dijo cuando desapareciste en la ciudadela —dijo ella, sus ojos castaños centelleando ahora de rabia—. Al quedarse Neeva y Caelum a esperarte, parecía natural.

—¿Natural? ¿Pensasteis que pondría a un templario al mando de mi legión? —chilló Rikus—. ¿Para que pudiera trataros como a un puñado de esclavos?

Sin esperar respuesta, se volvió a los gladiadores que tenía cerca.

—¡Los días en que construíamos muros para los templarios han pasado! —bramó—. Pasad el mensaje y venid conmigo. ¡Styan tiene algunas disculpas que ofrecer!

Dejando a K’kriq para controlar al centinela enano en el límite del campamento, Rikus cogió a Drewet y se encaminó en busca de los templarios. A medida que corría la noticia del engaño de Styan, largas series de gritos furiosos empezaron a sonar por el perímetro del campamento, y, cuando el mul llegó hasta donde se encontraba la compañía de Styan, una multitud enfurecida de gladiadores lo seguía ya, y los templarios se habían dado la vuelta para ver qué ocurría. Al ver aproximarse a Rikus, desenvainaron las espadas.

—Haceos a un lado o moriréis —dijo Rikus. No sacó su propia arma, temiendo que, enojado como estaba, fuera a utilizarla—. No estoy de humor para desafíos.

—Las órdenes de Styan son dejar que sólo tú…

Rikus lanzó el brazo al frente y aplastó la nariz de su interlocutor con el puño. Mientras el anonadado templario caía al suelo, el mul alzó la ensangrentada mano y anunció:

—Styan no es quien manda. Soy yo. El siguiente que ponga eso en duda morirá.

Drewet se colocó a un lado del mul, y al punto Gaanon se abrió paso al frente para colocarse al otro. Al igual que Rikus, no sacaron las armas. Tras un momento de vacilación, los templarios abrieron de mala gana un estrecho corredor por entre sus filas. Flanqueado por Gaanon y Drewet, Rikus se abrió paso por entre los reunidos, ampliando el corredor a su paso.

En el centro del grupo, el mul encontró a Styan sentado en una gran piedra cuadrada que alguien —sin duda un gladiador— había trasladado allí para que sirviera de asiento al templario. El mul se alegró al ver que ni Jaseela, ni Neeva, ni Caelum habían decidido legitimar la usurpación de Styan uniéndose a su campamento.

Mientras Rikus se acercaba al fuego, Styan levantó la mirada y clavó los hundidos ojos en el rostro del mui.

—Me alegra que nos hayas alcanzado —dijo, el rostro bañado por la luz naranja de las llamas—. Te habríamos echado de menos en la batalla de mañana…

—Ponte en pie —ordenó Rikus.

Styan paseó la mirada por los reunidos y frunció el entrecejo mientras intentaba descubrir cuál era el estado de ánimo tanto de sus templarios como de los gladiadores de Rikus. Por fin, indicó con la arrugada mano un trozo de suelo junto a la base de la roca en la que estaba sentado.

—Siéntate —dijo.

Rikus asió al templario por la melena gris y lo obligó a ponerse en pie.

—¡Hijo bastardo de una elfa del arroyo! —aulló Styan. Varios templarios se adelantaron para defender a su jefe, pero el anciano hizo un gesto para que no intervinieran y se volvió hacia Rikus—. ¿Qué crees que estás haciendo?

Rikus tiró de Styan hacia adelante y lo empujó en dirección a Drewet y el resto de los gladiadores.

—Discúlpate, y ordena a tus templarios que hagan lo mismo.

—¿Por qué? —quiso saber el templario—. ¿Por mantener los odres de nuestros guerreros llenos y no desperdiciar la vida en ataques estúpidos?

—Por tratar a mis gladiadores como a esclavos —masculló Rikus—. Tyr es una ciudad de hombres libres, y esta es una legión de hombres libres. Un guerrero no trabaja mientras otro cuenta chistes junto al fuego.

—¡Bien dicho! —gritó un gladiador.

—¡Desde que desapareciste, Rikus, se han dedicado a dormir mientras nosotros trabajábamos! —añadió otro.

—Discúlpate —instó Rikus. Acercó los labios al oído del templario y agregó—: Luego te castigaré por usurpar el mando, y por todas las mentiras que has contado.

Styan palideció y respondió con voz temblorosa:

—¡Jamás!

De algún punto en el grupo de templarios, una voz de hombre gritó:

—¡Yo no pediré perdón a ningún esclavo!

—¡Entonces morirás! —fue la inmediata respuesta.

Siguió un entrechocar de armas, y el invisible templario lanzó un grito de agonía. La noche se llenó de gritos furiosos y alaridos de dolor mientras las dos compañías tyrianas se destrozaban mutuamente. Los cadáveres empezaron a caer unos tras otros, casi todos de templarios.

Styan giró en redondo para enfrentarse a Rikus, dejando un puñado de cabellos en la mano del mul.

—¿Ves lo que has hecho? —chilló—. Deberíamos luchar contra los urikitas, no los unos contra los otros.

—Por lo que he visto, tus hombres son tan malos como los urikitas. No los echaré en falta, ni tampoco Tyr.

—No es tan sencillo —escupió el templario—. ¿Qué pasa con los enanos? Ellos me siguen.

—Entonces morirán contigo —respondió Rikus, bajando la mano hasta su daga—. No me importa.

—Aguarda —dijo Styan, posando suavemente una mano en la muñeca del mul. Clavó los ojos en Rikus durante un momento más, mientras oía los gritos de sus templarios que caían víctimas de los enfurecidos gladiadores del mul—. Lo harías —afirmó—. Sacrificarías a la mitad de tu legión para conservar su mando.

—Sólo a la mitad que no sirve de nada —respondió Rikus, sacando la daga.

Styan dedicó al cuchillo una mueca de desprecio.

—Eso no será necesario. —Se volvió y, levantando las manos, gritó—. ¡Me disculpo, hombres libres de Tyr!

Al ver que sólo unos pocos combatientes dejaban de luchar, Rikus rugió:

—¡Es suficiente! ¡Deteneos!

La potente voz del mul llegó a los oídos de muchos más guerreros que la de Styan, y, a medida que transmitían la orden del mul a sus compañeros, la refriega fue apaciguándose. Muy pronto, tanto templarios como gladiadores miraban a Styan, y los únicos sonidos que podían escucharse entre la multitud eran los gemidos de los heridos.

—Pido disculpas —dijo Styan, clavando los cansados ojos en el rostro de Drewet—. Mis templarios se disculpan. No era nuestra intención ofenderte a ti ni a ningún otro esclavo liberado.

Drewet dirigió una rápida mirada al mul con expresión interrogante; al ver que el mul asentía, volvió a mirar al templario.

—Acepto tus disculpas, en mi nombre y en el de mis compañeros.

Un tenso silencio flotó sobre los reunidos. Nadie se movió para ayudar a los heridos. Ambas compañías parecían percibir que, aunque se había alcanzado una tregua, la cuestión del mando de la legión no se había resuelto aún. Rikus mantuvo los negros ojos clavados en Styan, aguardando que el anciano reconociera su derrota.

Por fin, Styan miró al mul y, con voz débil, preguntó:

—En cuanto a la cuestión de haber usurpado el mando, ¿cuál será mi castigo?

Alguien entre las filas de los gladiadores arrojó al frente un látigo arrollado, y este fue a aterrizar a los pies del templario.

—¡El látigo! —se escuchó decir.

Rikus asintió, se inclinó y, recogiendo el látigo, lo entregó a Drewet.

—Veinticinco latigazos —dijo—. Y, cuando los des, recuerda todas las veces que un templario te ha azotado.

—Lo haré —respondió Drewet, tomando la enrollada tira de cuero.

Gaanon condujo a Styan a la roca que el templario había utilizado como trono. Allí, el semigigante le quitó la sotana y lo obligó a tumbarse sobre la piedra.

Cuando Drewet dio el primer golpe, la muchedumbre empezó a dispersarse. El asunto había quedado resuelto y, tanto gladiadores como templarios, habían visto azotar a demasiados hombres durante el reinado de Kalak y no les resultaba precisamente agradable la visión de una piel desollada.

* * *

Makla se encontraba al pie de la montaña cubierta de ceniza, una pequeña aldea rodeada por tres lados por una alta empalizada de costillas de mekillot. Dentro de esta barrera había docenas de fosos de esclavos, cada uno rodeado por un muro de ladrillos coronado de afilados segmentos de obsidiana. Distribuidos al azar por entre los corrales estaban los barracones que alojaban a la guarnición, así como las sucias cabañas de los artesanos que suministraban a los comerciantes de esclavos látigos, cuerdas y otros utensilios de esclavitud.

En el centro del poblado, tres mansiones de mármol rodeaban una plaza pública por tres de sus lados. En el centro de esta plaza se encontraba una gran cisterna de humeante agua, de la cual salía un canal de arcilla en dirección al cuarto costado de la plaza, para terminar en el extremo de un corto muelle de madera. El muelle descansaba sobre los bajíos del Lago de los Sueños Dorados, una extensión de agua cuya inmensidad se perdía en las nubes de apestoso vapor que se alzaban de sus hirvientes profundidades.

—Parece terriblemente tranquilo —dijo Rikus, mirando a lo alto. Los primeros rayos de luz que preceden al amanecer empezaban a cruzar el firmamento, proyectando un débil resplandor fantasmal sobre el montañoso terreno a sus pies.

Los compañeros del mul no contestaron, pues todos contemplaban fascinados el lago de color azufre. Ningún miembro de la legión había visto jamás tanta agua junta, y la espectacular visión había desviado sus mentes de la batalla que se aproximaba.

—A estas horas, las cuadrillas de trabajadores de la cantera que han de salir ya deben de estar preparándose para ponerse en marcha —dijo Rikus, intentando dirigir la atención de sus lugartenientes hacia el asunto pendiente.

—A lo mejor no va a salir nadie —sugirió Gaanon. Imitando la túnica que Rikus llevaba para ocultar el rubí de Tamar, el semigigante había cosido dos mantas de lana juntas y se las había colgado sobre los hombros a guisa de capa—. Las tierras altas parecen peligrosas hoy —continuó, señalando con un enorme dedo al este del poblado.

En la dirección indicada por Gaanon se alzaba una cordillera de montañas volcánicas cubiertas de gruesas capas de ceniza y de piedras de grano grueso. Cerca de la cima de muchos de los picos, lagos de piedra derretida proyectaban una cúpula de luz naranja hacia el oscuro cielo. En los sinuosos cañones, llameantes cortinas de un rojo incandescente colgaban sobre lentos ríos de roca ardiente. Era en ese desolado desierto de cenizas y lava por el que las cuadrillas de trabajadores de las canteras deambulaban días seguidos, buscando y cortando largas tiras de cristalina obsidiana negra.

—La Cresta Humeante siempre tiene aspecto peligroso, Gaanon —dijo Rikus—. Eso no impediría a los jefes de las canteras enviar fuera a sus cuadrillas.

—¿Qué importa? —inquirió Neeva, dirigiendo una agria mirada al mul. Aunque Caelum le había curado la herida del estómago, todavía le quedaba una fea cicatriz roja—. Nos has traído aquí arriba en medio de la oscuridad para que pudiéramos atacar al amanecer. No perdamos pues la ventaja de la sorpresa de la que tanto hablas.

—Muy bien —saltó Rikus—. Sigamos con ello.

El mul se encaramó a lo alto de la loma, y miró abajo al otro extremo de su silenciosa legión. Con la excepción de los enanos, que permanecían tozudamente de pie, los guerreros yacían sobre sus espaldas, los pies bien clavados en la ceniza suelta para no resbalar por la empinada ladera. En todo el grupo, nadie se movía ni profería ni tan sólo un susurro.

—¡Preparaos! —ordenó Rikus, manteniendo la voz lo bastante baja para que el viento matutino no la transportara hasta Makla.

Mientras los guerreros se ponían en pie, el mul volvió a descender por la ladera y envió a sus subcomandantes loma arriba a organizar el ejército. Neeva hizo intención de seguirlos, pero Rikus la detuvo. Había intentado explicarse con ella aquella noche, pero, al parecer enojada por lo de su herida, se había negado a hablar con él.

El mul aguardó a que los otros se hubieran alejado lo suficiente, y luego dijo:

—No quiero empezar esta batalla con mala sangre entre nosotros. —Señaló la larga cicatriz de su estómago—. Sabes que jamás te atacaría adrede.

—Sé que no querías cortarme —respondió Neeva, mirándolo a los ojos con frialdad—. Eso no significa que no me hagas daño.

—¡Jamás lo haría! —exclamó Rikus—. ¿Qué he de hacer para demostrarlo?

—Explicarte. ¿A quién gritabas cuando me atacaste? Era como si estuvieses en trance. —Señaló el pecho del mul, en el punto donde la túnica ocultaba la purulenta llaga—. ¿Y por qué no puede Caelum librarte de ese rubí?

El mul bajó la mirada a sus pies.

—No te dije la verdad antes. La joya no tiene nada que ver con Umbra —respondió, casi en un murmullo.

Neeva permaneció silenciosa unos instantes.

—¿Por qué me mentiste? —preguntó al cabo.

—Porque Caelum estaba allí —respondió Rikus, sosteniendo su mirada—. Si te digo cómo ha llegado a mí esta piedra, tienes que prometerme que no se lo dirás.

—¿Dejaste que Caelum intentara curarte sin saber a lo que se enfrentaba? —masculló Neeva.

¡No se lo digas!, lo instó Tamar; la voz llegó hasta Rikus a través de los latidos de su propio corazón.

¡Cállate!, ordenó Rikus. Y a Neeva le respondió:

—Júralo, o no te lo puedo decir.

Neeva lanzó un bufido de repugnancia, pero se llevó la mano al odre de agua que colgaba de su hombro.

—Lo juro por mi vida.

Si lo sabe, se lo contará al enano, advirtió el espectro. La mataré antes de permitirlo.

¡No!, protestó Rikus.

Y lo haré con tus propias manos, le aseguró el espectro. Por eso hice que la hirieras con tu espada: para que supieras que puedo hacerlo.

—¿Bien? —lo apremió Neeva.

—No te lo puedo decir —repuso el mul, desviando la mirada.

—Lo juré por mi vida —repuso Neeva, frunciendo el entrecejo—. ¿No es eso suficiente?

—Lo es. pero me equivoqué al pensar que te lo podía contar —se disculpó él—. No importa sobre qué lo jures.

Una de las comisuras de Neeva se torció en una mueca burlona.

Esto no funciona entre nosotros. Si no confías en mí, entonces no hay nada más que decir. —Hizo intención de alejarse.

—Espera. —Rikus la agarró por el brazo—. Claro que confío en ti… Esto es por tu propio bien.

Yo decido lo que es bueno para mí —replicó Neeva, liberándose de un tirón—. Será mejor que decidas si confías en mí o no…, y tienes que escoger entre mí y Sadira. Ya me has tratado como a una de tus aduladoras jovencitas durante demasiado tiempo.

Dicho esto, se volvió hacia la cima de la ladera, desde donde Jaseela y los otros subcomandantes contemplaban la escena con las cejas enarcadas. Detrás de ellos, las cabezas y hombros de la legión tyriana empezaban a aparecer por encima de la cresta de la loma.

—Tu ejército aguarda tus órdenes —escupió Neeva, empuñando un hacha de armas de obsidiana que Gaanon le había dado—. Intenta servirlo mejor de lo que sirves a tus amantes.

—Sirvo a ambos lo mejor que puedo —respondió Rikus, apretando los dientes.

El mul empuñó su espada e hizo una señal a la legión para que descendieran hacia el poblado. Unos pocos gritos de guerra poco entusiastas surgieron de las gargantas inundadas de cenizas, pero el sonido resultó un chillido lastimero comparado con los convencidos rugidos que acompañaban generalmente los ataques de los guerreros.

La legión corrió ladera abajo, resbalando en la cascada de ceniza volcánica suelta alrededor de sus pies, y entre nubes de polvo de ceniza que flotaban por encima de sus cabezas. No tardó en dar la impresión de que toda la ladera se abalanzaba sobre Makla. El suelo temblaba bajo los pies de Rikus, y la arremolinada nube de hollín gris no le permitía ver más allá de la punta de su espada. A falta de gritos de guerra tyrianos, el sonido de toses inundaba la oscura mañana.

El poblado no parecía preparado para un ataque por sorpresa. Unos cuantos centinelas dieron la alarma, y un potente portazo anunció que acababan de cerrar la puerta principal. Rikus no tardó en escuchar cómo algunos oficiales gritaban órdenes a sus soldados a medida que estos salían corriendo de los barracones, pero el mul no detectó la menor señal del gran ejército que temía estuviese reunido en el poblado.

Una vez que la legión llegó al pie de la montaña, no tardó demasiado en dejar atrás la nube de ceniza. Sin molestarse en atacar la entrada principal, Rikus condujo a los hombres directamente a la empalizada; al llegar allí, empezó a atacar las cuerdas de cabello de gigante trenzado que sujetaban las costillas de mekillot. Una espada corriente, en especial una con una hoja de obsidiana o hueso afilado, no habría cortado las resistentes cuerdas, pero el Azote de Rkard las cercenaba como si fueran cáñamo.

No bien el mul hubo cortado las cuerdas, Gaanon sujetó una costilla y, gimiendo por el esfuerzo, la arrancó de su sitio. Sin una sola palabra a Rikus, Neeva se deslizó por la abertura y desapareció en el interior del poblado; al cabo de un momento, la mujer lanzó un grito de rabia, seguido por el grito de dolor de un semigigante urikita. El suelo retumbó cuando este último se desplomó.

Rikus se volvió a K’kriq y señaló la abertura.

—Ve con Neeva —ordenó—. Asegúrate de que nada le sucede.

—¿Lleva huevos? —inquirió el thri-kreen, incapaz de imaginar ningún otro motivo por el que una hembra mereciera protección.

—Limítate a defenderla —repitió el mul, haciendo una seña a Gaanon para que lo ayudara a abrir más aberturas. Cada vez que derribaban una nueva costilla de mekillot, otro de sus lugartenientes conducía a su compañía o a un grupo de gladiadores al interior del poblado.

Cuando las dos últimas compañías estuvieron listas para pasar a través del muro, el sol miraba ya a hurtadillas por encima del montañoso horizonte. Sin apenas poder penetrar las nubes de hollín volcánico que se elevaban de los irregulares picos de la Cresta Humeante, la roja esfera iluminaba el pueblo con un lóbrego resplandor rosáceo. Rikus aprovechó la tenue luz para mirar atrás a lo largo de la empalizada y, en cuanto comprobó que su legión se abría paso al interior sin problemas, condujo al otro lado al resto de sus guerreros.

* * *

—No parece necesario dejar que los esclavos destruyan mi poblado —se quejó Tarkla San, contando con los dedos el número de brechas abiertas en la empalizada de Makla.

—Los pueblos pueden reconstruirse —respondió Maetan—. El honor de mi familia es otra cuestión.

El doblegador de mentes y la gobernadora imperial se encontraban a poco más de un kilómetro de la puerta principal de Makla, detenidos a poca distancia de la base de la escarpada cresta de una cordillera de basalto negro. En la estrecha garganta situada al otro lado de la cordillera aguardaba la nueva legión de Maetan, un improvisado ejército compuesto por rezagados de la primera batalla, la guarnición del poblado y el ejército particular de la familia Lubar.

—No puedo creer que un comandante de tu estatura tema a una turba de esclavos —dijo Tarkla, con los azules ojos fijos en su poblado. Los muchos años pasados en un puesto fronterizo habían dejado profundos surcos en la correosa piel de la anciana, y las preocupaciones del cargo habían dibujado una mueca permanente en los flojos pliegues de su rostro—. Los superas casi en una proporción de tres a uno.

—Tarkla, ¿has combatido alguna vez contra gladiadores?

—Claro que no —negó la anciana, meneando la cabeza.

—Luchan como fieras salvajes, no como soldados. La única forma de destruir a los esclavos tyrianos es acorralarlos y matarlos de hambre para que ataquen… según nuestras condiciones —repuso el doblegador de mentes—. Déjame a mí la táctica de ataque.

—En lo que respecta a mi poblado, no te dejo nada a ti —dijo ella—. Afirmaste que el ejército era tan numeroso que no podíamos defender Makla. Resulta claro que estabas equivocado. Habría sido sencillo contenerlos hasta que llegaran los refuerzos.

—No hay refuerzos —señaló Maetan. Volvió ligeramente el cuerpo de espaldas a la gobernadora, para que esta no pudiera ver cómo su mano se acercaba al mango de su daga.

—Pero tus mensajeros…

—Fueron tan sólo a la hacienda de mi familia, para que los exploradores tyrianos creyeran que enviaba a buscar más soldados —respondió el doblegador de mentes—. Puesto que el ejército de mi familia ya está aquí, no llegará más ayuda.

—¿Sacrificaste mi pueblo por nada? —jadeó Tarkla—. ¡El rey se enterará de esto!

—No, no se enterará —dijo Maetan, sacando silenciosamente el puñal de su funda—. Ya he perdido una legión imperial. Si quiero evitar más humillaciones a mi familia, debo destruir a los esclavos tyrianos sin arriesgar otra.

—¿Sacrificarías Makla para proteger tu honor? —inquirió Tarkla, con el entrecejo fruncido, dando un paso atrás.

Antes de que pudiera alejarse más, Maetan la sujetó y le hundió la daga en el corazón.

—Era inevitable —respondió.

El poblado estaba extraordinariamente silencioso. Un puñado de semigigantes urikitas y unas cuantas docenas de soldados del pueblo habían caído justo en el interior de la empalizada, pero no se veía ningún signo real de combates. Los templarios y la mayoría de los gladiadores de Rikus se precipitaban hacia el centro del pueblo, ansiosos por tomar el control del suministro de agua lo antes posible.

—Algo no marcha bien aquí —rezongó Rikus, estudiando la relativa calma.

El mul condujo a su pequeño grupo de gladiadores hacia la puerta principal. Durante el trayecto vio quizás una docena de escaramuzas entre sus guerreros y los guardas del pueblo, pero no había muchas señales del encarnizado combate que había esperado. Allí, Rikus se encontró con Caelum y sus enanos, que montaban guardia estoicamente situados fuera del alcance de las flechas que pudieran lanzarse desde la torreta de la entrada.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Rikus.

Desde donde se encontraba veía perfectamente una serie de rostros atemorizados que atisbaban por cada aspillera del edificio de dos plantas.

—Cuando sonó la alarma, la mayor parte de la guarnición corrió a defender el torreón de la puerta —respondió Caelum.

—No contaron con tu espada y mi fuerza —conjeturó Gaanon, con una rápida mirada a las brechas que entre él y el mul habían abierto.

—Puede —dijo Caelum, sin dejar de contemplar el edificio—. Pero no me parece a mí que toda la guarnición del poblado pueda caber ahí dentro.

—No debería —confirmó Rikus.

—He enviado a unos cuantos de los míos a registrar el resto del pueblo —siguió Caelum.

—Bien —contestó Rikus, sin prestar demasiada atención—. Envía a la mitad de tus nombres en busca de agua…

—Pero estamos vigilando la torre —objetó Caelum.

—Es por eso por lo que sólo debes enviar a la mitad —respondió Rikus, meneando la cabeza ante la testarudez del enano—. Cuando regresen tus exploradores, hazme saber qué han encontrado. Estaré junto a la cisterna.

El mul se volvió en dirección al centro del poblado, pero no se dirigió directamente a la plaza. De camino hacia allí, fue asomando la cabeza al interior de los barracones y abriendo corrales de esclavos. Los barracones mostraban señales de estar habitados, pero faltaban los uniformes de los soldados y las armas, como si hubieran ordenado partir a la guarnición de improviso. También la mayoría de los corrales de esclavos estaban vacíos, pero Rikus encontró por fin uno en el que un puñado de desgraciados con manos y pies profusamente vendados se apiñaban atemorizados.

—¡Salid de ahí! —gritó Rikus, bajándoles la escalera que servía para entrar y salir—. Sois libres ahora.

Los esclavos lo contemplaron con miradas suspicaces.

—Venimos de Tyr —explicó Gaanon—. ¡Hemos capturado Makla, de modo que salid!

Los macilentos esclavos se miraron entre sí y luego se encaminaron cojeando a la escalera. Una vez fuera del foso, se mantuvieron con los ojos fijos en el suelo, como habrían hecho en presencia de sus capataces.

Rikus señaló los barracones más cercanos.

—Id y coged lo que necesitéis de allí —dijo—. Después de eso sois libres de abandonar el pueblo o uniros a nuestro ejército. Vosotros elegís.

Los esclavos levantaron la mirada, llenos de confusión e incredulidad; no era precisamente el tipo de actitud eufórica que Rikus habría esperado de hombres y mujeres recién liberados, pero comprendía que pudieran sentirse aturdidos. En el interior de los fosos, no tenían forma de enterarse de que el pueblo había sido invadido y sus capturadores expulsados… en especial dado que se habían escuchado pocos sonidos de batalla que informaran de lo que sucedía.

El último esclavo era un joven semielfo cuyos pálidos ojos verdes brillaban con un destello de inteligencia. Rikus lo cogió por el hombro e inquirió:

—¿Por qué está tan vacío el pueblo?

El joven se encogió de hombros antes de contestar.

—Anoche, cuando regresamos con nuestros sacos de material de la cantera, Maetan de la familia Lubar se encontraba aquí con un gran ejército. Durante la noche, reunió a su ejército y a casi toda la guarnición, y se marchó. Enviaron a las cuadrillas de trabajo a las colinas.

—¿Por qué os dejaron atrás? —preguntó Gaanon, entrecerrando los ojos con suspicacia.

Por toda respuesta, el semielfo señaló los ensangrentados vendajes de sus pies.

—Después de siete días en la Cresta Humeante, apenas si uno puede cojear hasta la plaza donde está el agua.

Rikus no prestaba mucha atención a la entrevista, porque se encontraba demasiado ocupado maldiciendo por lo bajo. Maetan se le había vuelto a anticipar, sacando a su ejército del poblado a tiempo de evitar que lo arrinconaran contra el hirviente lago.

—¡El espía! —siseó el mul.

Sus pensamientos se dirigieron inmediatamente a Styan, pero no comprendía cuándo podría haber tenido Maetan la oportunidad de convertir al templario a su causa. Por mucho que a Rikus no le gustara admitirlo, parecía mucho más probable que el espía fuera alguien que hubiera estado en contacto con el doblegador de mentes. Eso dejaba a Caelum y sus enanos, o incluso a K’kriq, como posibles traidores, aunque el mul se negó a creer que fuese el thri-kreen. Se sintió tentado de culpar directamente a Styan, pero al final decidió aguardar el momento oportuno y vigilar de cerca a todos los sospechosos.

Una vez llegado a esta decisión, Rikus dio instrucciones a sus gladiadores para que registraran los corrales en busca de más esclavos abandonados, y luego condujo a Gaanon a la plaza central. Allí tampoco se veía la menor señal de lucha. Muchos de sus gladiadores estaban amontonados alrededor del estanque, empujándose entre ellos en un intento de llegar hasta el agua. Aquellos que ya habían bebido hasta estallar permanecían repantigados alrededor de los extremos de la plaza, dormitando tranquilamente o explicando chistes de mal gusto. Neeva y Jaseela se encontraban en el muelle, haciendo girar la rueda que dejaba entrar el agua para mantener llena la cisterna.

Situado frente a la mansión de mármol más próxima, se veía a Styan rodeado de una docena de barriles de vino. Aunque Caelum había utilizado subrepticiamente su magia para curar las heridas sufridas por el templario cuando lo azotaron, se veían manchas oscuras en su sotana allí donde algunos cortes se habían vuelto a abrir y sangraban. De todos modos, Styan parecía de buen humor, y llenaba jarras de vino para entregárselas a sus templarios, quienes las hacían llegar a los ávidos gladiadores.

Rikus encontró la escena tan inquietante como había encontrado el relato del esclavo sobre la repentina marcha de Maetan. Existía un espíritu festivo flotando por toda la plaza que parecía fuera de lugar en medio de lo que debiera haber sido un combate importante.

—Es casi como si nos invitaran a que nos divirtiéramos —murmuró Rikus, avanzando hacia los barriles de vino.

Al ver acercarse al mul, Styan llenó dos jarras y fue a su encuentro.

—¡Aquí está Rikus! —gritó el templario—. ¡Bebamos a su salud!

—¡Por Rikus! —respondió al instante un coro de voces.

Mientras pasaba por entre la multitud, docenas de guerreros palmeaban la espalda del mul, felicitándole por la victoria de Makla. Al llegar junto a Styan, Rikus tomó el recipiente, pero no bebió.

—¿Dónde encontraste esto? —preguntó el mul.

El templario puso cara larga.

—En el vestíbulo de esta casa —respondió, señalando a la mansión que tenía detrás—. Estaba todo amontonado listo para trasladarlo a la bodega, me imagino.

—O listo para que lo encontráramos —le espetó Rikus; no tenía la menor duda de que Maetan había dejado el vino a la vista adrede, con la esperanza de que los tyrianos estarían demasiado borrachos para luchar cuando los urikitas ocuparan posiciones fuera del pueblo. Rikus arrojó la jarra al suelo, exclamando—: ¿No te resulta evidente que lord Lubar intenta acorralarnos?

Styan contempló la destrozada jarra como si el mul se la hubiera arrojado al rostro.

—Sólo intentaba congraciarme.

Rikus hizo caso omiso del templario y se volvió hacia los reunidos.

—Ahora no es momento de beber —aulló, paseando la mirada por la muchedumbre.

Varios gladiadores se echaron a reír, y alguien gritó:

—Te lo quieres guardar todo para ti, ¿eh, Rikus?

Nadie dejó las copas. De hecho, muchos de ellos vaciaron de un trago lo que les quedaba y entregaron sus jarras a los templarios para que volvieran a llenarlas.

—¡Hablo en serio! —volvió a aullar Rikus, tirando al suelo de un manotazo la jarra que sostenía un gladiador situado junto a él—. Tirad el vino. ¡Tenemos mucho que hacer, y poco tiempo para hacerlo!

Esta vez, nadie rio.

—¿Qué sucede, Rikus? —inquirió una mujer de raza humana—. ¿Has perdido la necesidad de beber vino?

—Somos hombres libres —exclamó un fornido tarek. Como el mul, era musculoso y carecía de pelo, con una cabeza cuadrada y una frente inclinada—. ¡Podemos beber cuanto queramos!

—Destroza los barriles —dijo Rikus volviéndose a Gaanon.

Un torrente de protestas surgió de los que se encontraban lo bastante cerca para oírlo, pero el semigigante levantó el garrote y se abrió paso por entre la gente para cumplir la orden. Varios hombres cortaron el paso a Gaanon como si fueran a impedírselo, pero una rápida mirada amenazadora del enorme gladiador fue suficiente para apartarlos.

—¡Escuchadme! —gritó Rikus, alzando los brazos en petición de silencio.

La muchedumbre no le prestó atención. El garrote de Gaanon se estrelló sobre el primer barril, y el delicioso vino negro inundó la plaza. Una furiosa explosión de gritos e insultos estalló alrededor de Rikus.

—¡No somos templarios! —gritó el tarek. Los orificios de su chata nariz estaban hinchados de rabia y los labios del redondeado hocico, echados hacia atrás para mostrar los afilados colmillos—. ¡No puedes tratarnos así!

El gladiador avanzó hacia Gaanon, con la clara intención de impedirle que siguiera destruyendo más barriles. Tras él fueron otros dos hombres.

Rikus se lanzó sobre el tarek y lo golpeó en la garganta con dedos rígidos. El estupefacto gladiador se desplomó al suelo, semiasfixiado y sujetándose la lesionada laringe. Al ver que eso no detenía a los que lo seguían, Rikus lanzó una potente patada lateral a las costillas del siguiente hombre, a la vez que desenvainaba el Azote de Rkard.

—¡El siguiente probará el acero de mi espada!

El lugar quedó bruscamente silencioso.

—Bien; ahora escuchadme con atención. No tenemos mucho tiempo. Maetan debería de haberse encontrado en el interior de este pueblo con un ejército de gran tamaño, pero no estaba. Lo que creo es que se prepara para atacarnos… mientras nos bebemos el vino que ha dejado para tenernos ocupados.

Los gladiadores permanecieron totalmente callados, los ojos fijos en Rikus y boquiabiertos de asombro. Aunque su reacción era mucho más extrema de lo que el mul había esperado, se consideró afortunado de que hubieran dejado de pensar en el vino.

—Si no queremos quedar atrapados, hemos de saquear el lugar y marcharnos… ¡a toda velocidad! —continuó. Señaló a un grupo de unos treinta gladiadores—. Vosotros seréis nuestros centinelas. Id a la muralla e informad cuando veáis cualquier señal del ejército de Maetan. El resto, llenad los odres, recoged toda la comida que encontréis y quemad lo demás.

En lugar de obedecer, los gladiadores empezaron a retroceder con las miradas clavadas en el pecho de Rikus mientras murmuraban entre sí con voces atemorizadas. Incluso Gaanon se había quedado sin habla y, con la expresión de quien se siente totalmente traicionado, se limitaba a contemplar atónito al mul.

Rikus bajó la mirada y descubrió que, durante la riña con el tarek, se le había abierto la túnica, de modo que la herida ulcerosa del pecho se encontraba claramente a la vista, rezumando una sustancia amarillenta. Peor aún, una centelleante luz roja brillaba desde el rubí situado en su centro.

Rikus volvió a cubrir la herida con la túnica, maldiciendo para sí al tarek causante de que la mágica joya quedara expuesta a los ojos de todos.

—¿Qué magia es esta? —preguntó Gaanon, apartándose un paso del mul sin darse cuenta. Como muchos gladiadores, el semigigante desconfiaba de la hechicería.

—Nada que vaya a haceros daño —respondió Rikus, hablando lo bastante alto para que lo escucharan aquellos que lo rodeaban—. Ahora, haced lo que he ordenado.

Mientras los asombrados gladiadores empezaban a obedecer, el mul se dirigió al extremo oriental del poblado, con la intención de abrir una ruta de escape en la empalizada.

No había dado ni dos pasos cuando Styan lo alcanzó.

—¿Adonde vas? —inquirió el templario.

—Te lo diré cuando llegue el momento —respondió Rikus, preguntándose si el anciano no habría hecho la pregunta para poder transmitir la información a Maetan—. Hasta entonces, quédate aquí. No des ninguna orden, no sirvas más vino, y no me hagas lamentar que tu castigo de anoche fuera tan clemente.