5: El anillo de Wrog
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El anillo de Wrog
—Monta guardia, y yo buscaré a alguien que me sirva de espía —dijo Maetan, introduciendo el frágil cuerpo entre un par de rocas erosionadas por el viento.
—No me hace ninguna gracia que se me invoque para tareas tan mundanas —se quejó Umbra. Bajo la pálida luz de las lunas gemelas de Athas, el oscuro gigante apenas si se distinguía de las otras sombras más naturales que lo rodeaban.
—¡Hasta que vengue mi honor en Rikus y sus tyrianos, ninguna tarea es mundana! —le espetó Maetan—. Haz lo que te ordeno… ¿o es que el mundo de las tinieblas ya no valora la obsidiana de mi familia?
Una voluta de gas de color ébano brotó de la crispada boca de Umbra.
—Vuestra piedra posee valor, pero algún día sobrevalorarás su precio —gruñó, levantando los ojos hacia las pálidas lunas—. Una sombra necesita luz para que le dé forma y sustancia. Me duele servirte en tales condiciones.
—Si no entrego encadenados esos esclavos al rey Hamanu, el nombre de mi familia quedará deshonrado. ¿Crees que me preocupa mucho tu dolor?
—Lo mismo que a mí me interesa tu honor —respondió Umbra, arrastrándose por el suelo para cumplir las órdenes de Maetan. Su negra figura se fundió con las otras sombras que salpicaban la ladera de la colina.
Maetan volvió su atención al barranco de arena a sus pies. Allí, rodeada por un apretado piquete de soñolientos centinelas, se encontraba acampada la legión tyriana.
Los gladiadores descansaban a la entrada de la hondonada, distribuidos en un desordenado revoltijo allí donde pudieran encontrar un lugar blando. Algo más arriba de la depresión, los servidores de algún noble yacían apretujados en amistosos grupos de diez o doce guerreros, muchos de los cuales todavía conversaban en tono cortés. Cerca de ellos, los enanos de Kled dormían en círculos bien reglamentados, con cada enano acostado boca arriba al alcance del brazo del siguiente.
Más arriba de la hondonada dormitaban los templarios, las sotanas bien sujetas alrededor del cuerpo para protegerlos de la glacial noche del desierto. Estos estaban colocados en forma de pirámide, los más favorecidos acomodados en el puesto más cercano al jefe, y los menos en el extremo inferior. Maetan no comprendía por qué los tyrianos habían enviado a los burócratas. Muerto Kalak, los templarios no tenían ningún rey-hechicero que les proporcionara hechizos, y servirían de tanto en una batalla como un comerciante vulgar.
—No importa demasiado —se dijo el doblegador de mentes—. Cuando llegue el momento, morirán con el resto.
Recogió entonces un puñado de arena y lo depositó sobre la palma extendida de la otra mano. Muy despacio, Maetan dejó que los granos de arena se deslizaran por entre sus dedos. Al mismo tiempo utilizó el Sendero para extraer de su interior un torrente de energía mística, y sopló suavemente esta fuerza vital sobre la arena mientras la pasaba de una mano a la otra.
Cuando terminó, sobre la palma de su mano había una figura desnuda del tamaño de un dedo. Esta hizo restallar su serrada cola de un lado a otro, mientras abría y cerraba con rapidez sus ojos verde pálido y extendía las diminutas alas con gesto lánguido.
Maetan alzó la mano en dirección al campamento tyriano.
—Ve, preciosidad, y examina sus pesadillas. Encuentra a alguien dispuesto a traicionar a sus compañeros, a alguien que ansíe riquezas que estén fuera de su alcance, quizás, o a alguien que tema a su señor.
El homúnculo sonrió, mostrando un par de colmillos afilados como agujas; luego agitó las alas y se elevó en el aire.
—Cuando hayas tenido éxito —siguió Maetan—, vuelve a mí y haré nuestra a esa persona.
* * *
Grabada en la ladera del barranco, muy por encima de la cabeza de Rikus, se veía la imagen de un kes’trekel. La lengua serrada de la gigantesca rapaz se enroscaba fuera del curvado pico, y las zarpas estaban completamente abiertas. Las irregulares alas de la criatura aparecían extendidas para coger el viento, y en los codillos de dichas alas se veían unas manos diminutas de tres dedos. Una mano empuñaba una guadaña de hueso, y la otra sostenía un látigo arrollado de hueso y cuerda.
—¿Cómo subieron hasta allí para esculpir eso? —inquirió Rikus, escudriñando la pared del farallón.
—¿Qué nos importa? —contestó Neeva, apartando la mirada del dibujo de la roca—. Los kes’trekels no son precisamente un tema artístico. No son más que carroñeros demasiado crecidos.
—Puede que los kes’trekels sean seguidores de la muerte, pero también son perversos como halflings, astutos como elfos, y algunos incluso tan grandes como semigigantes —dijo Caelum, sin dejar de estirar el cuello para estudiar el dibujo—. Yo tomaría este grabado como una advertencia.
Los tres, acompañados por Styan, que permanecía impasiblemente silencioso, se encontraban en un árido cañón flanqueado por enormes farallones de dura cuarcita amarilla. El desfiladero era tan profundo y estrecho que apenas si se dejaba ver una rendija de cielo aceitunado por encima de sus cabezas. Únicamente el abrasador calor y un ligero rubor de luz rojiza sobre el reborde del cañón indicaban que el sol se encontraba ya bien alto en el cielo.
Más arriba del kes’trekel, alguien había cincelado un enorme hueco en la pared de la montaña, y se había construido toda una colmena de compartimientos de adobe en el interior del nicho. Desde el exterior, Rikus no veía gran cosa de la madriguera excepto una pared de varios pisos de altura, cubierta con una capa de cal y salpicada de ventanas cuadradas. Al pie de esta pared, una parte de la colmena colgaba sobre el valle. En el centro de esta sección había una enorme abertura circular.
—Yo diría que es ahí donde desaparecieron nuestros hombres —dijo Rikus, indicando el saliente.
—No veo ninguna otra parte donde pudieran haber ido —asintió Neeva, paseando la mirada por el cañón—. ¿Piensas que tanto K’kriq como los exploradores que enviaste tras él están allí arriba?
—Esa es mi opinión —dijo el mul.
Al anochecer del día anterior, la legión había acampado en una cañada arenosa en la entrada de un cañón estrecho, y, puesto que los thri-kreens no necesitaban dormir, Rikus envió a K’kriq por delante para explorar la ruta a tomar al día siguiente. Cuando el guerrero-mantis no regresó con las primeras luces del día, el mul envió a cinco gladiadores en su busca, pero, al no regresar tampoco ese grupo, Rikus había penetrado en el cañón a investigar por su cuenta. Con él se llevó a Neeva y Caelum por si le ocurría algo, y, sorprendentemente, Styan también pidió acompañarlos.
Después de unos tres kilómetros de lento avance, las cabañas del farallón eran la única cosa inusual que el grupo había visto en el valle.
—¿Cómo llegaremos a la entrada? —inquirió Caelum, contemplando la pared vertical que descendía desde la abertura.
—¿Para qué querríamos hacerlo? —exigió Styan, hablando por primera vez. Miró a Rikus con expresión abiertamente airada—. Ya es suficiente que hagas caso omiso del consejo de Caelum y cruces por estas tierras yermas, pero arriesgar nuestras vidas por un thri-kreen y unos cuantos guerreros…
—Ellos lo harían por nosotros —respondió el mul con aspereza—. En cuanto a cruzar las colinas, es la única forma de llegar al oasis antes que Maetan.
K’kriq había visto a Maetan viajando con un numeroso grupo de soldados urikitas. Avanzaban por una lengua de rocosa tierra yerma que se introducía varios kilómetros en el desierto. Por los informes del thri-kreen, el ejército del doblegador de mentes se dirigía a una salobre charca de agua en la que un puñado de los infames soldados halflings de Urik se habían detenido a descansar. Decidido a llegar al oasis antes que el enemigo, Rikus había conducido a los suyos al interior de los sinuosos cañones y retorcidas elevaciones de las estribaciones de las tierras yermas.
Pero, antes de que la legión pudiera proseguir su viaje, Rikus debía averiguar qué les había sucedido a K’kriq y a los otros exploradores. Se llevó una mano a la espada que colgaba de su nuevo cinto. En cuanto los dedos del mul se cerraron alrededor de la empuñadura del Azote, una docena de sonidos discordantes entrechocaron en su cerebro en un tumulto ensordecedor. Sus oídos se llenaron con el tronar de corazones palpitantes y el rugido de la brisa matutina. De cuevas lejanas le llegó el fragor de grillos cantarines, y el penetrante zumbido de las impacientes conversaciones de sus hombres resonaron hasta él desde la entrada del cañón.
Rikus se sintió mareado y aturdido ante el torrente de ruidos. No deseaba otra cosa que apartarlos de él, pero se obligó a seguir aferrado a la espada y a buscar los sonidos provenientes de la madriguera. Al cabo de un rato, consiguió distinguir un torrente de finas voces que surgían del agujero sobre sus cabezas. Concentrándose en estos sonidos, el mul preguntó en voz baja:
—¿Quiénes sois? ¿Qué habéis hecho con mis exploradores?
Desde luego, las voces no le contestaron, pero los demás sonidos se desvanecieron lo suficiente para que pudiera concentrarse en lo que se decía en el interior de la colmena. Rikus no tardó en distinguir que había más de una docena de hombres y mujeres contemplándolo desde arriba, la mayoría haciendo preocupadas preguntas a alguien llamado Wrog, Como telón de fondo de aquellas voces, captó un débil castañeteo que parecía ser el rechinar de mandíbulas de K’kriq.
Apartando la mano de la empuñadura de la espada, Rikus gritó:
—¡Wrog! Devuelve a mis exploradores y me iré en paz.
Aguardaron unos instantes a que les llegara una respuesta. Al no recibir ninguna, Neeva preguntó:
—¿Quién es Wrog?
—Un nombre —repuso Rikus, encogiéndose de hombros—. Pensé…
Un grito aterrador lo interrumpió. Levantó la cabeza y vio a un hombre que caía agitando los brazos desesperadamente. Furioso, Rikus se llevó la mano al Azote de Rkard. Al momento, escuchó innumerables voces que se desternillaban de risa.
El nombre cayó en picado en dirección al mul durante lo que pareció una eternidad. A una distancia del rocoso suelo igual a la altura de un semigigante, su grito de terror terminó en una exclamación de dolor al detenerse bruscamente su descenso. Durante algunos instantes, el hombre flotó inmóvil y silencioso en el aire. Ante la sorpresa del mul y sus compañeros, no se veía la menor señal de una cuerda ni de ninguna otra conexión entre el hombre y el agujero del que había salido. El desgraciado simplemente colgaba a unos metros del suelo sin ningún medio visible de sujeción.
Reconociendo al gladiador, Rikus exclamó:
—¡Laban!
—¿Estás herido? —preguntó Neeva.
—Estoy más asustado que herido —fue la temblorosa respuesta.
Mientras hablaba, Laban empezó a descender más despacio. El rostro normalmente saludable del semielfo estaba blanco como la sal, las puntiagudas cejas más arqueadas de lo normal, y sus enrojecidos ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Aparte de esto, Laban aparecía notablemente sereno y bien para un hombre que acababa de caer de una altura de más de un centenar de metros.
Cuando el gladiador hubo descendido lo suficiente para que pudieran llegar hasta él, Neeva lo sujetó por los hombros y lo ayudó a ponerse en pie.
—Wrog me ha enviado para invitarte a su guarida —dijo. Señaló un círculo oscuro al pie de la colmena—. Colócate bajo la puerta, y él te subirá.
—¿Qué clase de gente son, Laban? —inquirió Rikus, colocándose en el lugar indicado.
—Se llaman a sí mismos los kes’trekels —respondió el semielfo—. Son una tribu de esclavos.
—Estupendo —dijo Rikus—. No resultará difícil solucionar todo esto.
—No estés muy seguro —advirtió Laban. Señaló con la mano la espada del mul—. Dijo que no quería armas.
Rikus frunció el entrecejo, pero desenvainó la espada y se la entregó a Neeva.
—Ya sabes qué esperar del Azote, ¿verdad? —preguntó.
La mujer dedicó al arma una mirada desconfiada y asintió.
—Yo estaba allí cuando Lyanius te la dio.
En cuanto sus manos tocaron la empuñadura, los ojos de Neeva se pusieron en blanco.
—¡Silencio! —aulló, cayendo de rodillas.
Al mismo tiempo, Rikus empezó a ascender de forma continuada y veloz.
—Escucha mi voz —indicó—. Podrás oír lo que diga allá arriba.
Por toda respuesta, Neeva volvió a chillar.
Mientras ascendía, Rikus siguió hablando a la mujer, dándole consejos sobre cómo controlar los poderes de la espada. En un principio, ella soltó el arma y se cubrió los oídos con las manos, pero al cabo de un momento la recogió y la aferró con fuerza.
—Eso está mejor —dijo Rikus—. Si eres capaz de controlar la espada, al menos un poco, y puedes oírme, colócate junto a Laban.
Neeva continuó mirando al mul, furiosa, pero hizo lo que le pedía. Con un suspiro de alivio, Rikus miró hacia la guarida y la estudió junto con lo que la, rodeaba. El refugio se encontraba mucho más alto de lo que había imaginado; sus compañeros, ahora muy por debajo de él, no parecían mayores que su dedo pulgar, y sus figuras se encogían a gran velocidad. Para cuando llegó cerca de la entrada de la colmena, ya sabía por qué la tribu de esclavos había escogido ese lugar para su refugio. Era el punto accesible más elevado de toda la garganta, con grandes secciones del suelo del cañón visibles en ambas direcciones. Incluso sin una vigilancia especial, la tribu de los kes’trekels tendría buenas posibilidades de divisar a los intrusos desde las ventanas de sus hogares.
Y, lo que era aún más importante, el refugio facilitaba una visión de los dos extremos del cañón. En la boca de la hondonada, una mancha oscura de figuras diminutas —el ejército tyriano— aguardaba en un terreno de rocas anaranjadas y marrones. En la dirección opuesta, el barranco atravesaba las montañas de las tierras yermas como el tajo de una gigantesca espada, deslizándose más o menos en línea recta hasta las amarillas dunas del desierto situadas más allá. Era exactamente el atajo que el mul necesitaba para llegar antes que Maetan al siguiente oasis.
Rikus alcanzó la entrada de la guarida, y una oscura sombra se proyectó sobre sus hombros. Mientras flotaba hasta situarse más allá de la abertura, sobre el suelo, el mul se vio temporalmente cegado en tanto sus ojos se ajustaban a la débil luz. El húmedo recinto apestaba a sudor y a cuerpos largo tiempo sin lavar, aunque un fuerte aroma silvestre ayudaba a disimular el hedor.
—¿Te conozco? —gruñó una voz gutural que el mul supuso que debía de ser la de Wrog.
Rikus levantó los ojos y vio la voluminosa figura de un enorme semihombre recortándose contra la luz escarlata de una ventana. La oscura figura sobrepasaba crecidamente al mul, con un cuerpo mucho más fornido y musculoso. Wrog sostuvo una mano sobre la cabeza de Rikus, y el destello del oro en uno de sus dedos dio a entender que un anillo mágico le facilitaba la magia que lo había hecho levitar hasta la habitación.
—Soy Rikus —dijo el mul.
Por los murmullos de reconocimiento que recorrieron al grupo, el mul adivinó que al menos algunos de los esclavos huidos de la habitación lo conocían de sus días en la arena de Tyr.
—Parece que debería estar impresionado —repuso Wrog, paseando la mirada por la habitación. Tras una corta pausa, añadió—: Pero no lo estoy.
Cuando sus ojos empezaron a adaptarse a la penumbra, el mul se dio cuenta de que Wrog era un lask, una de las nuevas razas que aparecían periódicamente en pleno desierto. Su piel correosa, moteada de naranja y gris, era un excelente camuflaje en las rocosas tierras yermas que cubrían gran parte de Athas; las manos que colgaban a los extremos de los brazos larguiruchos del semihombre no tenían más que tres dedos y un pulgar, todos ellos rematados por afiladas zarpas. En cuanto a la cabeza de Wrog, era plana y cuadrada, con una cresta de puntas doradas que se elevaban de una masa de piel arrugada. Sus enormes ojos ribeteados de naranja se encontraban colocados sobre un grueso hocico cuadrado, del que sobresalían un par de fuertes colmillos dorados, ligeramente curvados hacia adentro como las pinzas de un insecto. En los días en que Rikus había sido gladiador, el lask podría haber resultado un desafío interesante.
Ahora, no obstante, el único interés del mul radicaba en ganarse la amistad de Wrog. Rikus se posó sobre el suelo de madera, y paseó la mirada por la habitación, en la que descubrió a unos treinta esclavos fugitivos de todas las razas. Muchos mostraban terribles cicatrices en manos y piernas, adquiridas sin duda en las canteras de obsidiana de Urik.
Repartidos por una docena de puestos en tomo a la sala se veían arqueros armados con largos arcos de doble curva. Todos ellos mantenían flechas de obsidiana ajustadas en posición en las cuerdas de sus arcos, y espiaban a Neeva y a sus compañeros desde diminutas aberturas practicadas en el suelo.
K’kriq se encontraba en una esquina, fuertemente envuelto en una red de cuerdas rojas cubiertas de espinos. Rikus se sorprendió al observar que su amigo había conseguido destrozar parte de la malla, ya que el mul había utilizado trampas parecidas en la arena y sabía que eran irrompibles e imposibles de cortar. Los cabos estaban hechos de los zarcillos de unos cactos que lanzaban sus tentáculos cubiertos de agujas para enroscarse alrededor de animales desprevenidos y extraer de sus cuerpos los fluidos vitales.
Aunque las patas y brazos de K’kriq estaban inmovilizados a sus costados, cuatro hombres lo rodeaban, con las lanzas de punta de obsidiana listas para hundirse en su cuerpo al menor movimiento. No muy lejos se hallaba el resto de los exploradores tyrianos, las manos atadas y las bocas amordazadas con pieles de serpiente curtidas. Algunos parecían haber sufrido cortes y magulladuras de poca importancia, pero en general daba la impresión de que sus capturadores no os habían maltratado demasiado.
Una vez inspeccionada la habitación, Rikus volvió a mirar a Wrog.
—No has herido a mis guerreros, de modo que no tiene por qué existir ningún enfrentamiento entre nosotros. Utiliza tu magia para que lleguemos abajo sanos y salvos y nos marcharemos.
Wrog arrugó el labio superior en lo que podría haberse interpretado como una mueca despectiva o una sonrisa.
—No puedo hacer eso —dijo—. Tú y tus guerreros podéis quedaros aquí con nosotros, o marcharos por vuestros propios medios. —Dirigió una significativa mirada al agujero del suelo—. Vosotros decidís.
—No hay necesidad de iniciar una pelea —repuso el mul, entrecerrando los ojos—. Somos de Tyr, la Ciudad Libre. Todo lo que queremos hacer es atravesar vuestro cañón y alcanzar a Maetan de Urik en el otro lado.
—¿Para qué? —inquirió un malhumorado enano entrado en años. Una horrible cicatriz roja le recorría ambos antebrazos.
—Para matarlo —respondió Rikus—. Lord Lubar lanzó un ejército contra Tyr, y ahora pagará con su vida.
Muchos de los presentes profirieron comentarios de aprobación, lo que no sorprendió nada al mul. Además de los fosos de gladiadores, la familia Lubar poseía la mayor concesión para la explotación de canteras de todo Urik. Sin duda, muchos de los esclavos de la gran sala se habían criado en los mugrientos corrales de los Lubar.
—Yo digo que los dejemos marchar —dijo el anciano enano—. Todos hemos oído hablar de la rebelión en Tyr. Los kes’trekels no tienen nada que temer de un ejército de sus hombres.
Varios de los que lucían horribles cicatrices recibidas en las canteras expresaron su acuerdo, pero muchos otros los abuchearon. Wrog contempló al belicoso grupo guiñando un ojo. Tras estudiarlos unos instantes, se volvió de nuevo hacia el mul.
—Tratándose de Maetan de la familia Lubar, no creo que seas tú quien lo mate, Rikus —observó Wrog, escupiendo el nombre del mul con desdén—. Enviar a un explorador a nuestro cañón fue inteligente. Salvó a tu legión de caer en una emboscada. Enviar a un segundo grupo para que sufriera el mismo destino ya no fue tan inteligente, pero venir tú mismo, eso fue estúpido… incluso para un mul.
—Valoramos en mucho a nuestros guerreros —replicó Rikus, enojado—. Ya hemos derrotado a un ejército urikita que era cinco veces mayor que nosotros. —El mul no añadió que también podían derrotar a una tribu de esclavos con la misma facilidad, aunque su furiosa mirada transmitió una muda amenaza.
Los ojos ribeteados de naranja de Wrog mostraron más cólera que inquietud.
—Descubrirás que los kes’trekels resultan un enemigo más astuto —contestó el lask—. Si valoras las vidas de tus guerreros tanto como afirmas, no tienes más que una elección: únete a nuestra tribu. Intenta hacer cualquier otra cosa, y destruiré tu legión tal y como tú dices haber destruido a los urikitas.
Sólo la convicción de que iniciar una pelea provocaría las rápidas muertes de K’kriq y los otros cuatro exploradores impidió que el mul se lanzara sobre Wrog. No obstante su creciente enojo, Rikus se daba cuenta de que luchar no era la mejor manera de solucionar este problema. Aun cuando consiguiera escapar de la guarida con K’kriq y los cuatro gladiadores, perdería demasiados guerreros intentando abrirse paso a través del estrecho cañón de la tribu de esclavos. Tenía que encontrar un modo mejor.
—Si tu tribu y mi legión se enfrentan, ambos perderemos más guerreros de lo que nos gustaría —replicó el mul, tragándose el orgullo. Decidiendo correr un gran riesgo, continuó—: En lugar de ello, deberíamos luchar juntos.
—¿Por qué tendríamos que arriesgar nuestras vidas por Tyr? —inquirió Wrog con voz altanera y despectiva.
—Para obtener un hogar en la Ciudad Libre —respondió el mul, paseando la mirada por la habitación—. Si lucháis a nuestro lado, recibiréis tierras y protección contra los traficantes de esclavos.
Antes de que ninguno de sus seguidores pudiera dar su opinión, Wrog escupió una respuesta.
—La tierra no nos serviría de nada en absoluto. No somos esclavos de granja —se mofó—. En cuanto a los traficantes de esclavos, tenemos menos motivos para temerlos aquí de los que tendríamos en vuestra ciudad. Hasta ahora, las legiones de Urik no han descubierto nuestra guarida. Vuestra ciudad sí que la pueden encontrar con facilidad.
—No tienes nada que ofrecernos —corroboró un joven de cabellos rojos. La zona alrededor de sus ojos estaba cubierta por un par de tatuajes en forma de estrella.
—Hierro —dijo K’kriq. Los guardas del thri-kreen le golpearon el caparazón con sus lanzas, pero el guerrero-mantis no les prestó atención—. A las tribus de esclavos les gusta el hierro.
—K’kriq tiene razón —sonrió Rikus—. Tyr puede pagar en hierro.
Ni siquiera Wrog podía pasar por alto esa oferta.
—¿Cuánto?
—Una libra por semana, por cada cien guerreros que se unan a nosotros —respondió Rikus.
—Estoy contigo —declaró el hombre de los ojos tatuados.
—Yo también —dijo un mul hembra. Su rostro era sólo ligeramente menos duro que el de Rikus, y al sonreír mostró una boca llena de dientes cuyas puntas habían sido limadas hasta convertirlas en afiladas agujas—. No me iría mal una buena hoja de hacha.
Mientras varios otros anunciaban sus intenciones de unirse a los tyrianos, Wrog se dedicó a estudiar al mul con expresión suspicaz.
—Aceptamos tu oferta —dijo al fin—, pero sólo si demuestras que realmente estás dispuesto a pagar tan alto precio.
—Tienes mi promesa —aseguró Rikus.
—No se puede fabricar un hacha con una promesa —gruñó el mul hembra.
El hombre de los ojos tatuados retiró también su oferta, al igual que todos aquellos que habían prometido su apoyo.
Enojado por el repentino cambio de ánimo, Rikus los contempló con el entrecejo fruncido.
—Si alguien duda de la validez de mi palabra…
—Muéstranos el hierro —interrumpió Wrog, el labio superior fruncido en su peculiar imitación de una sonrisa—. Entonces no dudaremos de tu promesa.
—Ninguna legión lleva hierro en bruto con ella —le espetó el mul.
—¿Qué hay de tus armas? —preguntó Wrog.
—Yo no puedo empeñar las armas de mis hombres —respondió Rikus—. Además, no tenemos más que unas pocas armas de metal.
Se escucharon unos cuantos suspiros de desilusión, pero nadie sugirió cogerle la palabra al mul. Wrog dedicó una sonrisa afectada a Rikus y señaló la salida de la guarida.
—Eso te devuelve a tu decisión original. Quédate o salta.
«O lucha», añadió el otro para sí. No le gustaba la tercera opción más que las dos primeras. Incluso para él, resultaría difícil destruir a tantos contrincantes antes de que los fugitivos mataran a K’kriq y a los cuatro gladiadores. Ni siquiera Neeva y sus acompañantes vivirían lo suficiente para huir, pues el mul no dudaba que Wrog ordenaría a sus arqueros que dispararan en cuanto se iniciara la pelea.
Comprendiendo que no tenía nada que perder, Rikus decidió arriesgarse en una jugada desesperada.
—¿Si el rey de Tyr promete pagar el hierro que he ofrecido, os uniréis a mi legión?
—¿Cómo puede hacer eso? —quiso saber Wrog—. ¿Os acompaña?
—Está en Tyr —respondió Rikus—. ¿Lo aceptarás?
Wrog empezó a negar con la cabeza, pero el hombre de los ojos pintados lo interrumpió.
—Los esclavos de las caravanas dicen que este Tithian es un rey de los esclavos. Dicen que los liberó de sus amos aristócratas, y que los deja beber gratis de sus pozos. Si un hombre así lo promete, yo lucharé.
Uno a uno, los compañeros del hombre se hicieron eco de sus sentimientos, y por último Wrog meneó la cuadrada cabeza afirmativamente.
El mul introdujo la mano en la bolsa que colgaba de su cinturón y sacó el cristal de olivino que había cogido a Styan.
—Con este cristal, escucharás y verás al rey Tithian —explicó.
Wrog entrecerró los amarillos ojos.
—No pienso fiarme de un hechicero —dijo—. Podrías estar engañándome.
—No soy ningún hechicero —replicó Rikus, y señalando el anillo del lask añadió—: Tú tienes tu anillo, yo tengo mi cristal.
Al ver que Wrog no ponía objeción a su razonamiento, Rikus extendió el brazo con el olivino en la palma de la mano y clavó los ojos en el cristal. A poco, el rostro de Tithian apareció en las verdes profundidades de la gema. El rey lucía la diadema de oro que había arrebatado a Kalak, y en sus labios aparecía una mueca de disgusto. Por el ángulo en el que miraba el rey, daba la impresión de que contemplaba a alguien que estaba o bien arrodillado o bien caído a sus pies.
Rikus no dudó en interrumpirlo.
—Poderoso monarca…
Los ojos amarillentos de Tithian se alzaron y su boca se abrió sorprendida.
—¡Rikus! —siseó—. ¡Estás vivo!
—Desde luego —respondió el mul.
Antes de que Rikus pudiera continuar, Tithian siguió:
—¿Qué ha pasado con Agis y los otros?
—¿No habéis sabido nada de ellos? —preguntó Rikus. De acuerdo con sus cálculos, la pareja debería de haber llegado a Tyr hacía ya varios días—. Después de aplastar al ejército urikita, Neeva y yo salimos en pos del comandante enemigo. Agis y Sadira regresaron…
El mul dejó la frase sin terminar, dándose cuenta de que a lo mejor Agis y Sadira habían elegido mantener en secreto su regreso.
Por desgracia, Tithian captó su desliz.
—Si han regresado a la ciudad, es una lástima que no me hayan dado a conocer su llegada. Me habría gustado prepararles una recepción apropiada —dijo el rey, con un destello de enojo en los ojos—. Ahora, dime qué es lo que quieres.
El mul explicó el acuerdo que intentaba cerrar con la tribu de esclavos kes’trekel. Aunque sabía muy bien que Tithian nada haría por ayudarlo a él personalmente, Rikus esperaba que el rey se daría cuenta de que matar a Maetan haría que Tyr —y, por tanto, él mismo— se encontraran más a salvo.
Cuando el mul finalizó su explicación, Tithian se acarició la aguileña nariz con uno de sus delgados dedos.
—Me gustaría hacer lo que pides, pero ¿cómo esperas que pueda pagar tu hierro? —Aunque Rikus podía oírle a la perfección, nadie que no sostuviera la piedra podía ver el rostro de Tithian ni escuchar sus palabras—. El hierro de la ciudad ya ha sido prometido a varias asociaciones de comerciantes, y no puedo permitirme volver a comprarlo. Ya sabes que el consejo de asesores ha rechazado todos los edictos destinados a volver a llenar el tesoro real.
Rikus maldijo para sí al rey, llamándolo chantajista y ladrón, pero, cuando se dirigió a él en voz alta, su tono era respetuoso y cortés. La tribu de esclavos escuchaba su parte de la conversación y no deseaba alarmarlos.
—Estoy seguro de que podemos resolver ese problema, poderoso monarca.
—En ese caso, ¿apoyarías un edicto que me otorgara el control total de los ingresos de Tyr? —inquirió Tithian con una sonrisa.
—¡El hierro no costaría tanto! —exclamó el mul, furioso.
Tithian volvió a dedicarle una afectada sonrisa.
—Control total. Realmente debo insistir en ello.
El mul lanzó un juramento, comprendiendo que no tenía más elección que recurrir a una de las tácticas favoritas del soberano: mentir. Con un gran esfuerzo para no gruñir, dijo:
—De acuerdo.
Tithian estudió a su interlocutor con atención.
—Muy bien —repuso por fin—. Entrega el cristal a ese Wrog.
—Utilizad la magia o el Sendero, lo que fuera que utilizasteis cuando aparecisteis en el cielo durante nuestra primera batalla.
Rikus no sentía el menor deseo de entregar al cabecilla de una tribu de esclavos una joya, y menos aún una con poderes mágicos.
Una expresión avergonzada cruzó por el rostro de Tithian.
—Eso no es posible —anunció—. Las personas que me ayudaron no se encuentran disponibles ahora. Si quieres que hable con Wrog, tendrás que entregarle la joya.
Rikus traspasó el cristal al lask y le indicó cómo utilizarla; la criatura sostuvo el olivino a cierta distancia del cuerpo, los ojos abiertos de par en par y el labio fruncido con expresión de alarma.
—¿Rey? —inquirió.
Permaneció en silencio mientras Tithian respondía. Al cabo de un rato, dirigió una mirada suspicaz al mul, para luego volver a clavarlos ojos en el cristal. Escuchó con atención las palabras del rey, cerró la mano con fuerza sobre la joya y miró al mul encolerizado.
—Tu rey dice que no perteneces a ningún ejército de Tyr —anunció—. Dice que me pagará si no regresas jamás a Tyr.
Comprendiendo que se acababa de quedar sin alternativas, Rikus se dirigió a Neeva con voz tranquila, confiando en que la magia del Azote de Rkard le permitiría escucharlo.
—Neeva, ponte a cubierto. Una docena de arqueros te apuntan con sus arcos en estos momentos.
Wrog frunció los labios, perplejo.
—¿A quién le hablas?
Pero, antes de que Rikus tuviera oportunidad de responder, varios arqueros gritaron asustados:
—¡Se han movido!
—¡Disparad! —ordenó Wrog; al no escuchar la vibración de ningún arco repitió—: ¡Disparad!
—No tienen un buen blanco —respondió Rikus, colocándose frente a Wrog, pero fuera de su alcance—. Neeva, envía a Laban en busca del resto de la legión. Preparaos para luchar.
—¡Cállate! —ordenó Wrog, avanzando en dirección al mul.
Las tensas cuerdas de los arcos se dispararon en rápida sucesión. Rikus atisbo a través del agujero del suelo y vislumbró una figura pequeña como una hormiga que corría zigzagueante cañón abajo. Nada más empezar a caer las primeras flechas en dirección al gladiador, Caelum salió de detrás de su escondite y alzó un brazo en dirección al cielo. En cuestión de segundos, una roja esfera de fuego apareció entre la guarida y el suelo. A partir de ese momento, todas las flechas fueron a hundirse en el llameante escudo, donde desaparecían de la vista. Los arqueros observaban boquiabiertos de asombro.
—¿Lo detuvisteis? —preguntó Wrog, cuyos ojos amarillos seguían fijos en el mul.
—No —dijo Rikus, contestando por los arqueros y devolviendo la mirada al cabecilla de los esclavos—. Eso te deja a ti con la elección.
—Os mataré a todos —gruñó el otro.
—Eso sería estúpido, incluso para un lask —repuso Rikus, sin retroceder—. Pronto tendré a dos mil guerreros marchando por el cañón.
Wrog se detuvo a menos de un paso de su adversario, las afiladas puntas de los colmillos a pocos centímetros por encima de la cabeza del mul.
—No vivirás para verlos llegar —amenazó el lask.
Rikus distinguió una zarpa enorme que caía sobre su cabeza y, dando un paso al frente, inmovilizó el antebrazo, al tiempo que clavaba su propio codo en el estómago del lask. Wrog apenas si notó el golpe, pero este facilitó al mul espacio suficiente para colocarse bajo el brazo de su oponente. En cuanto se encontró a la espalda del enemigo, lanzó un pie contra la parte posterior de la rodilla de Wrog y empujó con fuerza; a pierna se dobló, y el lask cayó de rodillas.
Sin dar tiempo a Wrog para gritar ninguna orden, Rikus saltó por encima del agujero de salida en dirección a los kes’trekels que custodiaban a K’kriq. Descargó una patada en las costillas del primero que lo lanzó contra el guerrero que tenía al lado. Los otros dos guardianes atacaron al momento, uno intentando hundir su lanza en el cuerpo de Rikus y el otro en el de K’kriq.
Agarrando la lanza por el mango, Rikus esquivó el ataque dirigido a él. Dejó inconsciente al hombre con un golpe de codo en la mandíbula, y le arrebató la lanza mientras caía al suelo. Al mismo tiempo, el arma lanzada contra K’kriq rebotó sobre el duro caparazón del thri-kreen, que rodó hacia su atacante y le hundió las mandíbulas en la pierna. El hombre lanzó un grito de agonía al mezclarse la saliva venenosa con la sangre y se desplomó sobre el suelo víctima de violentas convulsiones.
Ordenes confusas y gritos de enojo llenaron la pequeña sala. Los kes’trekels sacaron las armas y se dispusieron a atacar. Rikus giró en redondo y cortó la cuerda que sujetaba a uno de los exploradores.
—¡Cuidado con el lask! —le advirtió K’kriq.
Dejando su lanza con el gladiador que acababa de liberar, Rikus se dirigió hacia la salida para enfrentarse a Wrog. El lask franqueó el agujero y extendió las zarpas de ambas manos para intentar atraparlo, pero el mul se agachó y los brazos de Wrog arañaron el aire por encima de su cabeza. El gladiador se irguió rápidamente entonces y, golpeando con fuerza a su adversario en el pecho con los hombros, derribó al enorme lask de espaldas. Wrog aterrizó contra el suelo con un fuerte estrépito.
Furioso porque sus hombres tuvieran que verse obligados a luchar contra esclavos como ellos, Rikus pateó al lask en la cabeza.
—¡Esto es una estupidez! —aulló, estrellando el pie contra el rostro del lask con cada palabra.
Eran golpes que habrían destrozado un cráneo humano, pero Wrog no les prestó atención y lanzó las zarpas contra la pierna del mul. Cuando Rikus se apartó de un salto, el lask se incorporó en cuatro patas.
—El mul es mío —rugió, mirando colérico a varios kes’trekels que intentaban deslizarse detrás de Rikus.
El mul dejó que Wrog se pusiera en pie, pues no deseaba un combate de lucha libre con el gigantesco semihombre. Sabía que, en este combate, su ventaja radicaba en la velocidad y la habilidad, no en la fuerza bruta.
Mientras aguardaba, Rikus dirigió una ojeada a K’kriq. Seis esclavos liberados rodeaban al thri-kreen y golpeaban su quitinoso caparazón con hachas de hueso y cortas espadas de obsidiana. No obstante su desventaja, el guerrero-mantis se defendía bien; rodaba de un lado a otro, atacando con las venenosas mandíbulas y con uno de los dos brazos que sus atacantes habían liberado sin darse cuenta. Junto a él, el explorador liberado por Rikus utilizaba la lanza para mantener a raya a unos cuantos adversarios mientras el gladiador que tenía al lado soltaba a sus compañeros.
Cuando Wrog volvió a estar en pie, Rikus se colocó en posición de firmes frente al agujero.
—Te voy a destrozar hueso a hueso —gruñó el mul, y lo decía muy en serio, aunque no era la amargura que sentía hacia el lask lo que lo impulsó a hablar así. Wrog era un luchador fuerte, pero inexperto, y Rikus quería incitarlo a cometer un error—. Cuando haya acabado contigo, mi ejército quemará tu guarida y la hará desaparecer de la ladera de la montaña. Tu tribu maldecirá tu memoria por no habernos dejado pasar.
—No es muy probable —masculló el lask.
Tal y como esperaba el mul, Wrog inició su siguiente ataque lanzándose hacia adelante. No había dado ni dos pasos, cuando un destello de comprensión iluminó los amarillos ojos del lask, y este aminoró el paso.
—Tus trucos no funcionarán —anunció.
Rikus hizo una mueca como si se sintiera decepcionado, aunque no lo estaba ni mucho menos. Los trucos de un gladiador, en especial los de un campeón, no eran jamás tan simples como aparentaban. Había visto a un centenar de contrincantes detenerse tal y como lo había hecho Wrog, y todos habían acabado por caer en alguna de las muchas maniobras que podían ponerse en práctica.
Rikus gritó y se lanzó al frente. Wrog extendió ambas zarpas para atrapar al mul, con una mueca confiada en el hocico. Los dedos del lask se cerraron sobre los hombros del gladiador mucho antes de que los brazos del mul, mucho más cortos, pudieran alcanzar el cuerpo de su enemigo. Rikus agarró los bíceps de Wrog y empujó con todas sus fuerzas.
En cuanto el lask empujó a su vez para repeler el ataque, Rikus cambió de técnica y tiró de Wrog hacia él. Al mismo tiempo, apoyó firmemente un pie en el estómago de su adversario y el otro en su rodilla, y se dejó caer de espaldas, arrastrando a Wrog con él.
Los ojos ribeteados de naranja del lask se abrieron de par en par cuando este comprendió que había hecho exactamente lo que esperaba el gladiador. Soltó como pudo los brazos de las manos del mul y saltó por encima de la cabeza de Rikus, para ir a aterrizar a pocos centímetros del agujero del suelo.
Dándose cuenta de que se había salvado de otro de los trucos del mul, Wrog gritó con aire triunfal:
—¿Quién va a destrozar a quién hueso a hueso?
Rikus le contestó lanzando las piernas por encima de la cabeza y alzándose de un salto del suelo para arrojarse sobre su enemigo. Wrog se volvió para rechazarlo, pero los pies del mul aterrizaron pesadamente sobre su estómago. La inesperada patada lanzó al semihombre hacia atrás, y este se precipitó por el agujero entre alaridos.
Rikus volvió a caer al suelo y se levantó de un salto al instante, esperando que los seguidores de Wrog se arrojaran sobre él. Ante su sorpresa, nadie lo hizo. El puñado de kes’trekels que no estaban activamente involucrados en la pelea se limitaron a observar al mul, como si derrotar a su cabecilla lo hubiera redimido de la necesidad de seguir luchando.
Al estudiar el resto de la habitación, Rikus observó que no trataban con la misma cortesía a sus compañeros. En el rincón, tres de los cuatro exploradores tyrianos yacían inmóviles y apaleados en medio de más de una docena de kes’trekels muertos. El último gladiador, chorreando sangre por una docena de heridas, se defendía, ya sin fuerzas, de tres atacantes.
La situación de K’kriq era algo mejor. Aunque el thri-kreen había conseguido liberar los cuatro brazos y ponerse en pie, la red continuaba enroscada a sus patas. Ocho adversarios lo tenían atrapado en el rincón, el caparazón del guerrero-mantis estaba repleto de profundas hendiduras, y rezumaba sangre de color amarillo oscuro de varias heridas que habían conseguido penetrar hasta su cuerpo. De todos modos, el thri-kreen había luchado bien, ya que había tantos cadáveres amontonados a sus pies como los había cerca de los cuatro exploradores. Entre ellos se encontraba el hombre con los ojos tatuados.
Aunque Rikus estaba acostumbrado a las carnicerías y al derramamiento de sangre, el espectáculo lo enfermó. Desde la época en que luchaba en la arena no se había visto obligado a luchar contra otros esclavos, y se daba cuenta de que ya no tenía estómago para ello.
—¡Deteneos! —gritó—. ¡Los esclavos no deberían matar esclavos!
Al ver que el combate no daba señales de remitir, recogió una espada ensangrentada que había ido a caer cerca del agujero y volvió a gritar:
—¡Deteneos, u os cortaré el brazo con el que empuñáis las armas!
—Antes morirás —dijo la voz gutural de Wrog.
Rikus giró en redondo y descubrió al lask flotando de regreso a través del agujero de la habitación. Sus afilados colmillos rezumaban saliva, y tenía el hocico contorsionado en una máscara de sed de venganza.
—Yo también tengo algunos truquitos —se mofó, sarcástico.
Cuando la parte superior del cuerpo del lask penetró en la habitación, Rikus recibió una fugaz visión del anillo de oro que todavía resplandecía en el dedo de Wrog. Al parecer, sus poderes levitatorios eran más variados de los que el gladiador había imaginado.
Sintiendo que la cólera volvía a apoderarse de él ante la visión del demente que había provocado este innecesario derramamiento de sangre, el mul se precipitó al borde del agujero y pateó el estómago de Wrog con todas sus fuerzas. El lask interceptó el golpe con un huesudo antebrazo, y un ramalazo de agudo dolor recorrió la pierna del gladiador. Pero, a pesar de ello, Rikus sonrió, ya que su adversario había puesto al descubierto la mano que lucía el anillo. El mul descargó la hoja de su corta espada sobre los dedos de Wrog, y los cortó a la altura de los nudillos.
Wrog lanzó un alarido de dolor, y volvió a caer en picado por el agujero, mientras el dedo que lucía el anillo mágico flotaba ante Rikus. El mul estudió el espantoso dedo durante un rato, fascinado por la visión de aquello que flotaba en el aire, separado del resto del cuerpo del lask.
Mientras lo contemplaba, el mul se dio cuenta de que el anillo era vital para la supervivencia de la guarida. Sin duda, podían utilizar cuerdas para subir ellos y sus provisiones hasta allí arriba, pero la ausencia de cuerdas y poleas en la habitación sugería que habían llegado a depender exclusivamente del anillo.
El mul agarró el ensangrentado dedo de Wrog y lo sostuvo en alto.
—¡Deteneos! —volvió a gritar—. ¡Deteneos u os dejaré atrapados aquí! —No tenía intención de abandonar a K’kriq, pero la amenaza parecía la mejor forma de poner fin a la batalla.
Aquellos que no se encontraban demasiado involucrados en la pelea volvieron las cabezas para mirar al mul con expresión de sorpresa, y enseguida apartaron a sus compañeros de la refriega. Detrás de ellos se encontraba K’kriq, magullado y exhausto. Por desgracia, era el único de los guerreros de Rikus que seguía en pie; el último explorador había caído y yacía entre un revoltijo de cadáveres.
—Tienes el anillo —dijo el anciano enano que había hablado antes. El hombrecillo iba cubierto de sangre de pies a cabeza—. ¿Ahora qué?
—Voy a coger a mis guerreros y a irme; luego mi legión atravesará el cañón —anunció Rikus.
Sacó el anillo del dedo cortado de Wrog y se lo puso en el suyo. Ante sus sorprendidos ojos, el enorme aro encogió de inmediato para adaptarse al tamaño de su dedo.
—¿Qué hacemos nosotros ahora? —inquirió el mul hembra—. ¿Lo detenemos o lo seguimos?
En un principio, Rikus no comprendió la pregunta, pero poco a poco comprendió que, al matar a Wrog, había obtenido algo más que el anillo del lask. En muchas tribus de esclavos, los jefes obtienen sus puestos mediante el combate personal, pero en el caso de los kes’trekels, no era improbable que el anillo mágico actuara como emblema de autoridad.
—Si yo soy vuestro nuevo jefe, entonces os venís con mis hombres a atacar a los urikitas —dijo.
El aposento quedó mortalmente silencioso, y el mul comprendió que había cometido un error.
Por fin, el anciano enano sacudió la cabeza.
—Mataste a Wrog en combate cuerpo a cuerpo —replicó—, de modo que dejaremos que tu legión pase por nuestro cañón. Pero debes devolver el anillo y jurar que mantendrás en secreto la situación de nuestro refugio.
—He ganado el puesto de Wrog con… —insistió Rikus.
—No has ganado nada. Se necesita algo más que trucos de gladiador para mandar una tribu de esclavos —escupió el enano, paseando la mirada por la carnicería de la habitación—. Eres un gran guerrero, pero no veo ninguna prueba de que seas otra cosa. ¿Aceptas nuestra tregua o no?