7: El regreso de Umbra
7
El regreso de Umbra
Rikus despertó al sentir un agudo golpe en las costillas.
—Basta de estar tumbado en el suelo —dijo K’kriq—. Encontrar urikitas.
Abriendo los ojos, el mul vio que los verdes zarcillos de las primeras luces del día empezaban a recorrer el firmamento cuajado de estrellas. Rodó lejos del cálido cuerpo de Neeva y levantó la cabeza para contemplar la imponente figura del thri-kreen.
—¿Uh? —inquirió, atontado.
—¿Qué sucede? —quiso saber K’kriq, chasqueando las mandíbulas impaciente—. ¿Por qué tan tonto?
—Estaba durmiendo —bostezó Rikus.
—Dormir —bufó el thri-kreen, disgustado por la debilidad del mul—. Perder buen tiempo para caza.
—No es ninguna pérdida de tiempo —refunfuñó Rikus. Tomando una de las capas que él y Neeva habían utilizado para aislarse del frío viento nocturno, se puso en pie y se alejó unos pasos—. ¿Qué hay de los urikitas?
K’kriq señaló con los cuatro brazos hacia el oeste, en dirección a la escarpada pared negra de las Montañas Resonantes.
—Encontrar muchos urikitas. No lejos —explicó.
El mul contempló el polvoriento campamento, en el que un millar de oscuros bultos inertes yacían roncando y refunfuñando en su sueño.
—¡Todo el mundo arriba! —aulló—. ¡Moveos!
La mitad de los gladiadores se incorporaron de un salto empuñando las armas, y la otra mitad apenas se agitaron.
—Despertad a vuestros camaradas —ordenó Rikus, colocándose junto a Neeva y dándole golpecitos con el pie—. Nos marchamos en un cuarto de hora.
Neeva se alzó, sujetándose la capa alrededor de los hombros y sofocando un bostezo.
—¿Qué sucede?
Rikus la cogió de la mano y la llevó con él en dirección al campamento templario.
—Te lo explicaré luego. Ahora hemos de despertar a nuestros cabecillas.
Al cabo de pocos minutos, ya habían despertado tanto a Styan como a Jaseela. Cuando Rikus pidió a K’kriq que explicara lo que sucedía, Neeva protestó:
—¿Y Caelum?
—Probablemente estará por ahí con sus oraciones de la mañana —respondió Rikus, sarcástico.
La inexplicada aparición del enano la noche anterior seguía enojando al mul. Aunque tenía que convenir con Neeva en que un traidor no los habría salvado de los asesinos halflings, seguía convencido de que Caelum los había seguido hasta su campamento por algún otro motivo.
—Será mejor que lo localicemos —dijo Jaseela. Bostezó, y al punto hizo una mueca de dolor cuando su desfigurada mandíbula se abrió demasiado para la mutilada cuenca de su ojo—. Si esperas una batalla, necesitaremos a los enanos.
Rikus aceptó de mala gana y los condujo hasta el lugar donde habían dormido los enanos. Estos habían montado su ordenado campamento entre dos espiras de piedra arenisca, sobre una alfombra de erizado musgo que reflejaba con relucientes tonos plateados y dorados los débiles rayos de luz que preceden al amanecer.
Caelum se reunió con los jefes de la legión en el centro del campamento y ofreció a cada uno un puñado de huevos de serpiente. Styan fue el único que rechazó el desayuno.
—K’kriq encontró un campamento urikita —explicó Rikus, señalando el lejano barranco que el thri-kreen le había indicado antes.
—¿Cómo de grande? —preguntó Jaseela, deslizando tino de los correosos huevos en su deforme boca.
—Tantos como nuestras jaurías —le respondió K’kriq, señalando con una mano a cada una de las compañías de la legión de Rikus—. Muchos humanos acampados, esperando.
—¿Viste a Maetan o a El libro de los reyes? —inquirió Caelum.
K’kriq cruzó las rechonchas antenas, indicando que la respuesta era no.
—Eso no significa que el doblegador de mentes no esté con ellos —dijo Rikus.
—Y tampoco significa que esté —objetó Styan—. Podría encontrarse a medio camino de regreso a Urik.
—Nosotros atacaremos —insistió Rikus.
—¿Quiénes son nosotros, exactamente? —replicó con desdén Styan—. No he comprometido mis templarios a nada.
—Si hemos de esperar a que los templarios luchen, Maetan tiene tiempo suficiente para arrastrarse hasta su casa —escupió Rikus.
Styan se volvió hacia los otros comandantes.
—Hemos de ir directamente al oasis. Mi compañía terminó el agua anoche.
—¿Dejaste que terminaran el agua? ¿Qué sucedería si todavía hubiera urikitas en el oasis? Sin agua tus hombres ya no podrían seguir luchando al mediodía —dijo Neeva—. Sólo los templarios pueden ser tan estúpidos.
—No necesariamente —interpuso Jaseela, volviendo el ojo bueno hacia Rikus—. Nosotros nos quedamos sin agua ayer por la tarde.
Neeva lanzó un gemido y miró a Caelum.
—¿Y los enanos?
—Hemos estado a media ración durante tres días —anunció este con orgullo—. Si bajamos a un cuarto de ración, durará otro día.
Styan dedicó a Rikus una sonrisa afectada.
—Si fueras lo bastante sensato para controlar el agua de tus gladiadores, creo que descubrirías que vaciaron sus odres antes que el resto de nosotros.
—No importa —saltó Rikus—. Aguantamos sin agua durante tres días antes de la batalla en Kled.
—No por gusto —objetó Styan—. ¿Y quién puede decir cuánto tiempo tendremos que pasar sin agua si atacamos y la batalla va mal?
—No irá mal —gruñó Rikus.
Styan sacudió la cabeza con tozudez.
—Si ordeno a mis hombres que eviten el oasis, me clavarán un puñal en la espalda.
—Eso no sería una desgracia tan grande —replicó Neeva—. Toda la legión estaría mejor sin ti y tus cobardes.
Styan la contempló colérico durante unos segundos; luego volvió a mirar a Rikus.
—Si insistes en esta locura, los gladiadores atacarán solos.
—Solos no —dijo Jaseela—. Con agua o sin agua, mis servidores y yo estamos con ellos.
—Igual que los enanos —añadió Caelum, colocándose junto a Neeva.
Styan estudió al sacerdote del sol durante unos instantes, con una torva sonrisa en sus finos labios.
—¿Estás seguro de eso?
—¡Desde luego! —Los ojos rojos del enano centellearon de furia.
—¿Lo comprobamos? —preguntó el templario; se alejó del pequeño grupo de comandantes y se volvió hacia el campamento de enanos—. Guerreros de Kled, considero mi deber hablar con vosotros unos segundos.
Los enanos dirigieron sus plácidas miradas a Styan, dispuestos a escuchar sus palabras.
Rikus frunció el entrecejo e hizo intención de sujetar al templario, pero Neeva lo agarró rápidamente por el brazo.
—Si interfieres, parecerá como si tuvieras miedo de lo que tiene que decir —le recordó—. Es mejor dejarlo hablar.
El mul gruñó enojado, pero retrocedió y apretó los puños, contrariado.
—El explorador thri-kreen afirma haber encontrado un campamento urikita, y el jefe de los gladiadores desea atacarlo —dijo Styan, y señaló al mul con una mano como si su público no conociera a Rikus de vista—. Para ser justo con vosotros, debo indicar que no existe motivo para creer que Maetan o El libro de los reyes de Kemalok estén con ellos.
—¡Tampoco existen motivos para creer que el libro no esté! —tronó Rikus, colocándose junto a Styan—. Pero si eres demasiado cobarde…
—Esto no es cuestión de valentía, es cuestión de honradez —replicó Styan, manteniendo un tono de voz razonable a pesar de que había levantado la voz por encima de la de Rikus. El templario dedicó al mul una mirada reprobadora, y luego siguió—: Si fueras honrado sobre la cuestión, admitirías que K’kriq encontró una retaguardia. ¿Tiene sentido dejar El libro de los reyes de Kemalok con ellos?
Los enanos estudiaron a ambos hombres, sin que sus impertérritas expresiones revelaran nada sobre lo que pensaban de las palabras de Styan.
Neeva se adelantó para respaldar a Rikus.
—No sabemos que se trate de una retaguardia —dijo.
—¿No? —inquirió Styan, enarcando las cejas con exagerada expresión de duda—. ¿No dijo K’kriq que estaban «esperando»? ¿A quién esperan, si no es a nosotros?
—Dijo que estaban acampados —contraatacó Rikus—. Para él, dormir es lo mismo que esperar.
—Incluso aunque estuviéramos dispuestos a ceder en este punto, existe otro que no puedes explicar con tanta facilidad —repuso Styan, elevando una de las comisuras de sus labios en una mueca de autocomplacencia—. Mientras descendíamos del cañón ayer, uno de mis hombres, un semielfo con ojos tan agudos como los de sus parientes de pura raza, vio a un puñado de figuras avanzando penosamente por la arena… apartándose del oasis.
—¡Lo estás inventando! —gritó Rikus.
Styan no le prestó atención y se dirigió de nuevo a los enanos.
—Ahí es a donde ha ido vuestro libro. Y, mientras luchamos, Maetan se lo llevará aún más lejos.
—¡Mentiroso!
Rikus propinó a Styan un violento empujón que hizo volar por los aires al enjuto templario para luego estrellarse contra el polvoriento suelo dos metros más allá. El mul cayó sobre él al instante y apretó la punta de su espada contra la arrugada garganta del burócrata.
El rostro de Styan permaneció sereno y seguro de sí mismo, pero, por encima de las exclamaciones de asombro y el rumor de pasos precipitados, Rikus escuchó el violento latir del corazón del templario.
—¡Diles la verdad! —aulló.
—Pero ¡si ya lo he hecho! —respondió Styan—. Matarme no cambiará eso.
Rikus apretó la espada, y la sangre empezó a correr por la reseca piel del cuello de Styan.
—¡Detente! —gritó Jaseela. Agarró el brazo del mul e intentó apartarlo, pero la mujer no era lo bastante fuerte—. Estás cayendo en su trampa.
—¡No me dijo nada sobre que un semielfo viera a nadie dejar el oasis! —escupió Rikus.
—Claro que no —dijo Jaseela—. No pasó tal cosa, y probablemente tampoco existe ningún semielfo, pero tú haces que parezca como si fueses tú el que intenta ocultar algo.
Neeva sujetó la muñeca de Rikus y muy despacio la apartó a un lado; luego sacudió a Styan con tanta violencia que casi lo golpeó.
—Levántate antes de que te mate —advirtió—. Aunque no me importaría.
El templario le mostró los ennegrecidos dientes en una pobre imitación de una sonrisa.
—Gracias, querida.
Cuando Rikus se dio la vuelta para envainar la espada, quedó sorprendido al ver que los enanos formaban una fila y abandonaban el campamento.
—¿Qué hacen? —exclamó, dedicando una mirada furiosa a Caelum.
El largirucho enano desvió la mirada, evidentemente avergonzado.
—Van al oasis —dijo—. Por favor, no los culpes. No es que duden de tu palabra, pero no comprenden por qué Styan tendría que mentirles sobre algo tan importante. En tales circunstancias, combatir en esta batalla violaría el eje que han dado a su existencia, y no pueden hacer eso.
—Estupendo —refunfuñó Rikus—. De todas formas, no los necesitamos.
—¡Rikus, no querrás decir que sigues pensando en atacar! —exclamó Styan, teniendo buen cuidado de mantenerse fuera del alcance del mul.
—No pienso permitir que escapen —respondió Rikus.
—Supongo que ahora reconsiderarás tu decisión —dijo el templario volviéndose hacia Jaseela.
La aristócrata menospreció al templario volviendo el lado desfigurado de su rostro hacia él.
—Hasta ahora, Rikus ha ganado todas las batallas —respondió—. Confiaré en su instinto.
Al oír ruido de piedras sueltas delante de ellos, Rikus desenvainó la espada e hizo una señal a los que lo seguían para que prepararan también las armas.
El mul conducía a Neeva y al resto de sus gladiadores por un profundo barranco repleto de azaleas rosadas y espinosos matorrales de ambarinas breas. A un lado de la hendidura se alzaban las pétreas estribaciones de las Montañas Resonantes, y al otro las enormes dunas del desierto. Justo enfrente, la zanja quedaba cerrada por una aglomeración de piedras, arena y otros escombros que se derramaban de la boca de un desfiladero seco. Era en ese desfiladero, según K’kriq, donde habían estado acampados los urikitas la noche anterior.
Antes de iniciar el ascenso para salir de la depresión, Rikus se detuvo para mirar al rojo sol. Este se encontraba en su cénit, una esfera llameante que flotaba en el centro exacto del refulgente cuenco blanco del cielo del mediodía.
—Cielo blanco —dijo Neeva, estudiando también el sol—. Jaseela debe de estar ya en posición. —Bajo la guía de K’kriq, habían enviado a la aristócrata y a Caelum a rodear al enemigo por detrás.
—Espero que lo esté —repuso el mul, haciendo una señal con la mano para que lo siguieran al desfiladero que tenían delante. Ahora que el Azote de Rkard estaba en su mano, podía oír a los oficiales aullando órdenes a sus subordinados—. Parece que los urikitas se mueven.
El mul gateó ladera arriba hasta el final de la depresión, indicando a Neeva, Gaanon, y el resto de los gladiadores que hicieran lo mismo. Nada más llegar a la cima, Rikus vio que el enemigo descendía por el cañón en un indisciplinado revoltijo. Esta multitud desorganizada contrastaba violentamente con la disciplinada legión que Rikus recordaba de la primera batalla. Las túnicas rojas de los urikitas aparecían, sin excepción, andrajosas y mugrientas; sólo la mitad de ellos llevaban sus escudos de hueso, y aún menos poseían todavía sus largas lanzas. La mayoría tenían por toda arma espadas cortas de obsidiana, y sus rostros estaban pálidos y tensos por el miedo.
Tras ellos iba una imponente figura totalmente negra, conduciendo la harapienta tropa ante ella como un pastor fantasmal que llevara su rebaño al matadero.
—¡Umbra! —jadeó Neeva.
—Perfecto —dijo Rikus, lanzándose en dirección al negro monstruo.
—¿Qué hay de bueno en esto? —inquirió Neeva, colocándose a su lado.
—Si Umbra está aquí, probablemente también lo estará Maetan.
—Perfecto —dijo Gaanon, sacudiendo el terreno con sus fuertes pisadas—. Los mataré a los dos.
Siguiendo a los tres guerreros venían cientos de aullantes gladiadores, que se dispersaban para enfrentarse a la masa urikita en combate cuerpo a cuerpo. Rikus sospechó que esta batalla gustaría a sus hombres: un combate grandioso sin tácticas ni trucos, espada contra espada y guerrero contra guerrero.
Los dos grupos se apiñaron rápidamente a unos diez metros de distancia el uno del otro, y las preocupaciones se esfumaron de la mente del mul en cuanto empezaron a sonar en sus oídos los gritos de batalla.
Rikus salió disparado en dirección a un par de lanceros urikitas, con la intención de cortar las puntas de sus armas y abrirse paso hasta el grueso del ejército situado más allá. En el último instante, sin embargo, los dos hombres sacaron las lanzas de su posición defensiva y las lanzaron directamente a su corazón. Reaccionando de forma automática, el mul cortó el paso de una de las lanzas con su espada; ante su sorpresa, a pesar de haberle asestado sólo un golpe de costado, el Azote de Rkard partió el mango en dos.
La otra lanza consiguió esquivar el círculo descrito por la espada y lo golpeó en el bajo vientre. Rikus lanzó un grito y se tambaleó bajo el impacto de la afilada punta, pero no sintió la profunda quemazón de una herida por perforación. Bajando la mirada descubrió que la punta de la lanza no había penetrado el Cinturón de Mando.
El mul arrancó el arma del cinturón y la arrojó a un lado, dedicando una mueca a los dos petrificados urikitas que lo habían atacado. Los dos hombres retrocedieron y huyeron hacia el centro de las filas enemigas, lanzando gritos sobre magia y hechicería.
—¡Cobardes! —aulló, corriendo tras ellos—. ¡Correr no os salvará!
Irrumpió en medio de la masa urikita y, con la espada mágica, fue acuchillando y rebanando brazos y cuerpos del enemigo con la misma facilidad con que había partido la lanza. Neeva lo seguía a su derecha, limpiando una amplia faja de terreno con su hacha, mientras que Gaanon iba a su izquierda, lanzando cuerpos destrozados de urikitas en todas direcciones con su enorme garrote.
Los tres gladiadores penetraron más y más en la masa de urikitas; era un torbellino de muerte que se abría paso por territorio enemigo como un vendaval que barriera las planicies saladas de las Llanuras de Marfil. De vez en cuando, Rikus levantaba el Azote de Rkard para parar o rechazar un ataque en lugar de atacar, y, en cada ocasión, la espada de obsidiana del atacante se rompía en cuanto chocaba contra la antigua espada de acero del mul.
Muy pronto, Rikus fue consciente tan sólo de lo que percibía: su propia voz gritando regocijada, el agrio olor de las entrañas abiertas, el centelleo de su espada, y la lluvia de sangre que caía sobre su piel desnuda. Reaccionando de forma automática, la espada danzaba como si formara parte de su brazo, y las piernas y el brazo libre repartían golpes motu proprio para empujar a uno u otro enemigo bajo el radio de acción del hacha de Neeva o del garrote de Gaanon. Amaba el combate como un thri-kreen amaba cazar, como un elfo amaba correr, como un enano amaba trabajar. Era para eso que había nacido el mul: para luchar, matar y vencer.
A medida que el combate progresaba, Rikus era vagamente consciente de que, a su alrededor, los guerreros tyrianos no paraban de acuchillar y despedazar a un enemigo confundido y aventajado en número. Como él, se habían pasado la vida entrenándose para el combate cuerpo a cuerpo y, aunque sus habilidades quizá no podían equipararse a las del mul, tampoco las del enemigo se equiparaban a las de ellos. Incluso en los propios oídos de Rikus, los gritos de los urikitas moribundos ahogaban las exclamaciones de júbilo del mul.
Por el rabillo del ojo, vislumbraba túnicas rojas cayendo a docenas, y el olor acre de la sangre que se elevaba de las ensangrentadas rocas del campo de batalla le inundaba la nariz.
Terminó demasiado pronto. De improviso, Rikus se encontró acuchillando las espaldas de sus enemigos, y dando traspiés sobre cadáveres mientras intentaba alcanzar a los desbandados urikitas.
—¡Luchad! —tronó la voz de Umbra—. ¡Luchad y morid u os convertiré en mis esclavos!
El gigante hecho de sombra agarró a unos cuantos de los urikitas que huían y los absorbió en el interior de su oscuro cuerpo tal y como había hecho la primera vez que Rikus lo había visto, pero en esta ocasión su amenaza produjo poco efecto. Los soldados de Hamanu siguieron huyendo, o, cuando hacían caso de las palabras de Umbra, los gladiadores tyrianos acababan con ellos tan rápido que apenas si les daban tiempo de volverse a luchar.
—¡Tras los cobardes! —chilló Rikus, consiguiendo finalmente salir de entre la maraña de cadáveres que llenaban el campo de batalla.
—¡Muerte a los cobardes urikitas! —repitió Gaanon, con voz tan resonante casi como la de Umbra.
Ahora que los urikitas habían dejado de luchar, Rikus encontró que la batalla había perdido aliciente, pero, de todos modos, se lanzó tras el enemigo que huía. Incluso su desbandada favorecía a los tyrianos; por la dirección en la que huían, los urikitas no tardarían en encontrarse con Jaseela y Caelum, y, aunque la compañía de la mujer no era lo bastante numerosa como para detener a tantos soldados aterrorizados, por lo menos aminoraría la velocidad de aquella masa de cobardes lo suficiente para que los gladiadores pudieran acabar con ellos.
Mientras corría, el mul derribaba con su espada a un enemigo casi a cada paso que daba, mientras que Gaanon y Neeva, a causa de sus armas más pesadas, apenas si podían mantenerse a su altura, aunque corrían tras él, terminando con aquellos soldados que el mul sólo había herido.
De repente, Rikus se encontró contemplando una sombra gigantesca. Una mano negra descendió a su derecha y agarró a la vez a un gladiador tyriano y a un urikita que huía. Un par de gritos aterradores se dejaron oír por encima de las voces de dolor de aquellos que padecían muertes más corrientes, y enseguida los cuerpos de los dos hombres se desvanecieron en la oscuridad de Umbra.
—Aquí está Umbra —jadeó Neeva—. ¿Ahora qué?
Gaanon se detuvo al otro lado del mul. El semigigante se había quedado sin habla; era como si la visión de un ser que era dos veces más alto que él le hubiera robado la atronadora voz.
Rikus levantó la cabeza y se encontró cara a cara con las órbitas de color zafiro de los ojos de Umbra. La gigantesca sombra sonrió y extendió una mano en dirección a Neeva.
—Pagarás un alto precio por tu victoria, tyriano. —El aliento brotó de la boca del ser en forma de fétidas volutas de vapor negro.
Neeva gritó desafiante, alzando con ambas manos la goteante hacha y dejándola caer con todas sus fuerzas sobre la negra mano. La ensangrentada hoja atravesó la sombra sin efectos aparentes, emergió limpia y brillante y fue a golpear las rocas a los pies de Neeva. El arma se hizo añicos como si fuera de cristal, y los negros dedos de Umbra se cerraron alrededor de la cintura de la gladiadora.
—¡Rikus! —gritó ella, mientras la negra sombra se deslizaba por sus muslos y ascendía en dirección a su cuello.
No muy seguro sobre qué hacer, el mul hizo descender su espada sobre el negro brazo. Con gran sorpresa por su parte, la mágica hoja se clavó en la sombra como si fuera carne. Umbra lanzó un grito de sorpresa y rabia. Rikus volvió a golpear el brazo, esta vez empuñando la espada con ambas manos y dejándola caer con todas sus fuerzas.
La mano de Umbra se desprendió del brazo, y un chorro de espesa neblina negra regó el suelo. Neeva cayó de espaldas y permaneció allí inmóvil, tiritando, mientras los negros dedos se apartaban de su cuerpo y se escurrían en la tierra.
Rugiendo de cólera, Gaanon dio un paso al frente y apuntó el poderoso garrote a la criatura hecha de sombras. Al igual que el hacha de Neeva, su arma atravesó el negro cuerpo sin causarle el menor daño y se partió como una ramita seca al chocar contra el suelo. Umbra pateó al semigigante y, colocando un pie sobre el pecho del poderoso gladiador, lo aplastó contra el suelo.
Aullando de dolor, Gaanon intentó rodar a un lado, pero sus esfuerzos fueron inútiles, ya que Umbra lo mantenía firmemente inmovilizado mientras un charco de oscuridad se extendía poco a poco por el pecho del semigigante.
Rikus golpeó la pierna de la gigantesca sombra, y, de nuevo, la hoja se clavó en la negra figura. La oscura bestia maldijo en una serie de borboteos guturales que ninguna lengua humana sería capaz de reproducir, y golpeó al mul con la mano que le quedaba. El golpe arrancó el Azote de Rkard de la mano del gladiador, pero lo único que Rikus sintió fue un frío glacial que lo dejó sin respiración e hizo que los huesos le dolieran de forma insoportable. Intentó alcanzar la espada, pero sus reflejos embotados por el frío fueron lentos en obedecer. El arma chocó contra el suelo a unos metros de distancia.
—Acero vorpal —siseó Umbra, furioso—. ¿De dónde has sacado esto?
El ser apenas acababa de hacer su pregunta, cuando unos siseos y chisporroteos resonaron en las rocosas paredes del desfiladero. No muy lejos, una cortina de aire reluciente se elevó de una pared del cañón a otra. Los urikitas que huían, más asustados de sus perseguidores que de la magia que tenían delante, no prestaron atención a la traslúcida barrera y siguieron su loca carrera. No obstante, la primera oleada lanzó un repentino grito y dio media vuelta al aproximarse al extraño obstáculo, pero sus esfuerzos no les sirvieron de nada pues la presión de los que iban detrás los arrastró otra vez hacia adelante. A medida que cada uno de ellos se acercaba a la cortina, se convertía en una antorcha humana, que desaparecía en una bocanada de humo negro.
Umbra miró en dirección al alboroto y volvió a lanzar un juramento en su extraño idioma. Rikus aprovechó el momento para lanzarse hacia la espada; pasó por encima de ella en una voltereta y, sujetándola por la empuñadura, volvió a incorporarse en un mismo y veloz movimiento y acuchilló a Umbra con un mandoble de revés.
La hoja cortó el aire, pues la gigantesca sombra había dado ya media vuelta y se dirigía a grandes pasos en dirección a la cortina de aire abrasador, el muñón de su oscuro antebrazo derramando una negra neblina sobre el suelo.
Rikus corrió al lado de Neeva y la ayudó a ponerse en pie.
—¿Estás herida?
—Helada hasta los huesos, pero no herida —respondió ella. Se puso en pie y les quitó las espadas de obsidiana a dos urikitas muertos; luego miró hacia la reluciente cortina del cañón—. ¿Qué es eso?
—Caelum y Jaseela, espero —dijo Rikus, y se volvió hacia Gaanon—. ¿Cómo estás tú?
El semigigante tuvo que realizar un gran esfuerzo para levantarse.
—Tan sólo he… helado —respondió, tambaleándose sobre sus vacilantes pies—. No estoy herido. —Intentó avanzar hacia Rikus, pero las congeladas piernas apenas se movieron y cayó de bruces contra el suelo.
—Aguarda aquí; el sol te calentará —aconsejó Rikus, indicando a Neeva que lo siguiera.
—¡No, espera! —gritó Gaanon, volviéndose a levantar—. Estoy bien.
Una vez más, las piernas del semigigante se negaron a sostenerlo, y se derrumbó sobre el suelo, sin dejar de protestar que estaba listo para seguir luchando.
* * *
Al otro lado de la cortina, Jaseela señaló hacia la ardiente barricada y miró enojada a Caelum con su ojo tórpido.
—Esta cosa…
—Es una barrera solar —explicó él.
—¡Sea lo que sea, no forma parte del plan de Rikus! —le espetó ella.
—El plan de Rikus, si es que tiene uno, no es ninguna obra de arte —repuso el enano.
Junto con K’kriq, se encontraban encima de un promontorio de granito, más o menos en el centro de la delgada hilera Formada por la pequeña compañía de servidores de Jaseela. Por entre las ondulaciones de la barrera solar de Caelum, apenas si podían distinguir las figuras de los urikitas empujándose unos a otros al frente y convirtiéndose en antorchas humanas en cuanto se acercaban demasiado a la abrasadora barricada.
—Barrera abrasa caza —observó K’kriq—. No deja comida a la jauría.
—No nos comemos a los urikitas —gruñó Caelum.
K’kriq bajó los ojos hasta el final de su trompa y chasqueó las mandíbulas en dirección al enano.
—Jauría grande… necesita mucha carne —dijo el thri-kreen—. K’kriq sabe lo que haces; lo ocultas todo para ti.
Caelum desvió la mirada, asqueado.
—¡Quítala! —ordenó Jaseela.
—No lo haré —protestó el enano—. Es la forma más eficiente de detener a los urikitas.
—Y de mantener a mi compañía fuera del combate —se quejó la mujer—. Mis servidores no han atravesado la mitad de Athas para contemplar el definitivo…
La boca de Jaseela se abrió pasmada y la aristócrata no finalizó la frase, ya que otra cosa había capturado su atención. Acercándose desde el otro lado de la barrera de fuego se veía una figura tan alta como un gigante auténtico y tan negra como el fondo de un pozo.
—Por la tumba de Kalak, ¿qué es eso? —inquirió.
—Por la descripción de Neeva, yo diría que se trata de Umbra —jadeó el enano.
La gigantesca sombra dio dos largas zancadas y, deteniéndose ante la pared, contempló la barrera con dos refulgentes ojos azules. Tras unos momentos de meditación, la figura se inclinó, y una arremolinada nube de negra niebla surgió de su boca, se depositó sobre la barrera como una mortaja, y produjo una abertura de más de doce metros de anchura antes de disolverse en el suelo.
Caelum palideció intensamente.
—¡No puede ser! —El enano agarró a Jaseela del brazo—. Dispersa a tus hombres. ¡Diles que corran!
La aristócrata liberó su brazo de un fuerte tirón.
—No pienso hacer tal cosa; hemos venido a luchar, y lucharemos. —Agitó los brazos en dirección a ambos flancos de la hilera, chillando—. ¡Al centro! ¡Tapad la abertura!
Era difícil saber si los oficiales la podían oír a todo lo largo de la fila, pero, aunque no pudieran, sus gestos y la situación eran lo suficientemente elocuentes para dar a entender lo que quería. Cuando los primeros urikitas empezaron a atravesar la abertura, los servidores de Jaseela se lanzaron a su encuentro. El repiqueteo de las espadas al chocar y los alaridos de los moribundos resonaron en las paredes del estrecho desfiladero, mientras más hombres se lanzaban a la batalla.
Aunque los tyrianos se defendían bien, Caelum sentía un nudo en el estómago provocado por el temor.
—Te lo ruego, señora, llama a retirada antes de que sea demasiado tarde. Nuestro enemigo es demasiado poderoso…
—Cállate —dijo Jaseela—. Sólo porque una sombra andante ha deshecho tu magia…
—No es mi magia la que ha derrotado —la interrumpió Caelum—. ¡Era la del sol!
Sin prestarle atención, la mujer avanzó hasta el extremo del promontorio. Cuando el resto de sus hombres se hubo lanzado a la batalla, empezó a gritarles palabras de ánimo y órdenes con igual energía. Aunque los urikitas sobrepasaban en número a los suyos y luchaban con la desesperada urgencia de los soldados condenados, sus hombres mantenían cerrada la abertura.
Pero, cuando Umbra penetró en la grieta, el orgullo de Jaseela se trocó en preocupación. La gigantesca sombra estudió la batalla que se desarrollaba a sus pies por unos instantes, y luego pasó la muñeca herida por encima de los combatientes. Largas volutas de vapor negro surgieron del muñón para flotar en el aire.
—¿Qué es lo que hace? —exclamó Jaseela—. ¡Caelum!
El enano no la oyó. Permanecía inmóvil en profunda concentración, una mano reluciente alzada en dirección al sol y la otra extendida sobre el borde del promontorio.
Mientras Jaseela observaba, la sombra esparció en el aire más vapor procedente de su herida. La oscura neblina se fundió en una delgada nube que se extendió hacia afuera, pasó por encima de la cabeza de la aristócrata y envolvió a todo su ejército. Al mismo tiempo, Umbra se volvió visiblemente más delgado, hasta que sus extremidades fueron no más gruesas que las de un semigigante; entonces el ser se encogió hasta alcanzar una altura proporcionada a estos miembros.
La nube negra empezó a descender como una fina neblina. Al instante, los urikitas dejaron de luchar y, chillando presas de mortal terror, se arrojaron al suelo.
Fue en ese momento cuando Jaseela se dio cuenta de que había estado equivocada al no escuchar a Caelum.
—¡Retiraos! —gritó—. ¡Corred!
Sus gritos no sirvieron de nada; los tyrianos estaban tan perplejos ante el comportamiento de los urikitas y la aparición de la negra nube que caía sobre ellos que eran incapaces de una acción coherente. Algunos dieron media vuelta para huir, tal y como ella había ordenado; otros se dedicaron a acuchillar despiadadamente a los hombres acurrucados en el suelo, mientras que algunos se cubrían las cabezas con las capas como si el fino manto de tela pudiera protegerlos de la negra niebla que descendía sobre ellos.
Por el rabillo del ojo bueno, Jaseela vio llamear una brillante luz roja en el extremo del farallón, y un calor abrasador cayó sobre el lado sano de su rostro. Con la intención de proteger lo poco que quedaba de su belleza, la mujer volvió la cabeza y se agachó, preguntándose qué horripilante magia intentaba poner en práctica el enano ahora.
—¡Si quieres vivir, ven aquí! —le gritó Caelum—. Tú también, K’kriq.
El enano cogió la mano de Jaseela y tiró de ella hacia el borde del promontorio. Allí, flotando en el aire, había una chisporroteante esfera de fuego rojo. En su centro se veía una abertura del tamaño de una persona, de la que brotaba una brillante luz dorada que hirió los ojos de la aristócrata tanto como la roja esfera le abrasaba la carne.
—¡Adentro! —aulló Caelum.
El enano la empujó fuera del promontorio, y, antes de percatarse de lo que hacía, Jaseela se encontró saltando al interior de la cegadora bola de luz.