12: Cráter de huesos
12
Cráter de huesos
La legión tyriana estaba acampada en una pequeña caldera volcánica, repleta de miles y miles de esqueletos: enanos, tareks, incluso semigigantes y elfos. Había huesos por todas partes: amontonados en la base de las paredes del cráter en montículos del tamaño de una duna, apilados en amarillas masas sobre fumarolas que escupían azufre, incluso apiñados en el interior de una llameante fisura que descendía hasta el centro de la depresión.
Los tyrianos habían apodado el lugar el Cráter de Huesos, pero de momento nadie había adivinado el motivo de su existencia. La depresión estaba rodeada por tres lados por farallones cortados a pico; en el cuarto quedaba cerrado el paso por un muro artificial de porosos bloques de piedra de envoltura caliza. La puerta sólo se podía cerrar y atrancar desde el exterior. Aparte de esto no había la menor indicación sobre el propósito para el que se utilizaba aquel lugar. Los esqueletos apenas mostraban señales de heridas, y se encontraban desperdigados al azar por toda la caldera, por lo que parecía que los habitantes habían muerto allí mismo, sin una oportunidad de huir o luchar.
Después de contemplar durante un buen rato cómo sus guerreros quitaban los huesos de pequeños círculos de terreno, Rikus dio media vuelta y miró en dirección opuesta. Más abajo de donde se encontraba, una corriente de lava había abierto un canal de casi dos kilómetros que descendía directamente de las montañas cubiertas de ceniza que formaban la Cresta Humeante. El abrupto cañón terminaba en una aglomeración de rocas escarpadas que descendía hasta las humeantes aguas del enorme Lago de los Sueños Dorados. Allí aguardaban Maetan y varios miles de soldados urikitas.
Mientras estudiaba el campamento enemigo, Rikus no pudo evitar un suspiro de pesar. De haber abierto la ruta de escape en el lado occidental de la empalizada de Makla en lugar del oriental, los urikitas no estarían ahora acampados junto a las rocas… y su legión no estaría atrapada en el Cráter de Huesos.
Las tácticas de Rikus en el poblado habían funcionado bien. Él y su ejército habían abandonado Makla muy por delante de los urikitas, para luego avanzar penosamente a lo largo de la orilla del lago, con la intención de rodearlo hasta encontrar un lugar apropiado en el que enfrentarse al enemigo. Por desgracia, el terreno de la Cresta Humeante no había cooperado. Tras todo un día y su correspondiente noche de marcha, un río de rocas ardientes les había cortado el paso, lo que los había obligado a retroceder hasta la aglomeración de rocas justo antes de que lo hicieran las fuerzas del doblegador de mentes.
Con los guerreros agotados tras lo que se había convertido en una marcha forzada de treinta y cuatro horas, los lugartenientes de Rikus le aconsejaron evitar la lucha y huir a las montañas. Reconociendo lo sabio de su consejo, el mul había conducido a sus soldados desfiladero arriba, por el estrecho paso… y directamente al interior de este cráter sin salida. Para salir, tendrían que abrirse paso por entre los urikitas que aguardaban abajo. En una situación normal, la perspectiva no habría preocupado al mul, pero la situación era peor de lo que habría sido en Makla. Tan sólo una docena de gladiadores podían atacar a la vez desde el cañón, y se encontrarían rodeados por todos lados por la totalidad del ejército urikita.
Un ruido sordo sonó al otro lado del muro. Rikus giró veloz y se encontró con Neeva que avanzaba con cuidado por entre el revoltijo de huesos que cubría el suelo del cráter. En una mano, la mujer llevaba un odre y, en la otra, una espada corta de obsidiana. Ensartado en la negra hoja del arma había un cacto del tamaño de la cabeza de un mul.
Neeva se detuvo al pie del muro, cerca de la cuerda que los centinelas habían instalado para facilitar la escalada de la barrera.
—¿Qué tal si me ayudas? —llamó la mujer; tenía los ojos hinchados como resultado de una noche pasada en vela y andando.
Rikus se tumbó sobre el estómago y le cogió el odre y la espada para que pudiera subir por la cuerda.
—¿Qué te trae aquí arriba? —preguntó el mul, devolviendo la espada con el cacto.
El mul realizó su pregunta con su tono de voz más cordial, pues esperaba que la presencia de Neeva significara que esta había decidido por fin perdonarlo.
—He venido a verte.
Mientras Rikus volvía a sentarse, Neeva dirigió una mirada suspicaz a la herida de su pecho.
—¿Te evita ese rubí la necesidad de dormir?
Rikus se cubrió la llaga con la túnica. Ahora ya no servía de gran cosa ocultar la joya, pero le molestaba que los supersticiosos gladiadores —en especial Neeva— prestaran demasiada atención a la visible piedra refulgente.
—Sigo necesitando dormir —respondió al cabo Rikus—. Pero ahora tengo otras cosas que hacer.
—¿Como preocuparte por Maetan y los urikitas? —preguntó Neeva, sentándose a su lado.
—No sé si «preocupación» es la palabra correcta.
—Se le acerca bastante —dijo Neeva, con una forzada sonrisa en los labios. Sacó su daga y empezó a cortar a machetazos las rojas y largas espinas del cacto.
—¿Dónde encontraste eso? —inquirió Rikus.
—Drewet me pidió que te lo diera. Quería que supieras que no la asusta tu reluciente rubí.
—Esa es una buena noticia —dijo Rikus, aliviado—. Al menos una gladiadora todavía confía en mí…, y muy guapa además.
—No tengas ideas raras —advirtió Neeva, golpeando a Rikus en la pierna con la hoja plana del cuchillo. Una mueca burlona apareció en sus labios, y luego añadió—: Me parece que no has cambiado tanto, después de todo.
—¿Yo? —se mofó Rikus, señalando a Neeva—. Tú eres la que ha cambiado. ¡Uno pensaría que ha sucedido algo entre Caelum y tú mientras yo no estaba!
Por la expresión de Neeva, supo que había tocado un tema delicado. La mujer desvió la mirada y cortó los últimos pinchos de la esfera hasta no dejar más que un cascarón recubierto de rastrojos con una piel correosa.
—No he subido hasta aquí para hablar de Caelum… o de mí.
—Muy bien. ¿Sobre qué has venido a hablar? —inquirió Rikus, conteniendo el enojo.
Neeva sacó la pelada cáscara del cacto de la espada, y abrió un pequeño agujero en la parte superior.
—Sólo quería decirte que nos salvaste la vida allá en Makla. Jaseela también lo piensa, al igual que Caelum.
—Eso hace tres entre un millar —dijo Rikus, indicando por encima de la espalda al resto de la legión—. Todos los demás piensan que los he conducido a una trampa.
—No todo el mundo —respondió Neeva, sin apenas levantar los ojos—. Tienes el apoyo de los templarios.
—¿Los templarios? —inquirió el mul, meneando la cabeza sorprendido—. Estás de broma.
Neeva le tendió el abierto cacto.
—Ya sabes cómo son los templarios. Respetan la fuerza. Cuando castigaste a Styan, demostraste que eras más fuerte que él.
—¿Y los enanos? —preguntó Rikus. Hundió la mano en la correosa cáscara y notó docenas de cuerpecillos calientes resbalando por entre sus dedos.
—Los enanos son los enanos —repuso Neeva, encogiéndose de hombros—. Están contigo mientras lo que hagas les sirva en la consecución de su objetivo.
Rikus extrajo un puñado de larvas escamosas de la esfera.
—Delicioso y jugoso —anunció, escogiendo un cuerpecillo contoneante del tamaño de un pulgar y arrancándole la castaña cabeza.
Neeva envainó la daga y acomodó el cascarón del cacto sobre el regazo.
—Es con los gladiadores con los que tienes un problema. No les gusta la magia que no pueden comprender. Más tarde o más temprano, tendrás que explicar ese rubí reluciente que tienes en el pecho. ¿Por qué no empiezas conmigo?
Rikus evitó contestar colocando la descabezada larva entre sus dientes y succionando su interior. Poseía un sabroso sabor picante un poco demasiado dulzón para el gusto del mul, pero en el desierto athasiano un hombre hambriento comía lo que encontraba.
Neeva sacó un puñado de larvas de la bola de espinas. Mientras arrancaba la cabeza de una, dijo:
—Si no me quieres hablar sobre la joya, entonces dime cómo vamos a salir de aquí.
—No lo sé todavía —admitió el mul—. Era en eso en lo que estaba pensando aquí arriba.
—Al menos sigues siendo honrado sobre algo conmigo. —Neeva hizo una mueca de desagrado mientras consumía su primer gusanillo; luego hizo un gesto a Rikus para que le pasara el agua.
Comieron en silencio un buen rato, arrojando las pieles vacías de las larvas a las rocas cubiertas de cal de la base de la muralla. Por fin, Neeva sugirió:
—Quizá deberíamos preguntar a los otros si tienen algunas ideas.
—¿Y arriesgar la poca confianza que los gladiadores todavía tienen en mí? —inquirió Rikus, sacudiendo la cabeza—. Deja que piense en ello un poco antes de dar a Styan otra oportunidad de causar problemas.
Neeva permaneció pensativa un instante; al cabo arañó con la mano el interior del cacto para sacar la última docena de larvas, entregó la mitad a su compañero y arrojó la vacía cáscara contra las rocas.
—Acabemos esto y demos una vuelta.
—Estoy totalmente a favor —dijo el mul con entusiasmo.
No, no lo estás, siseó una voz desde lo más profundo de su ser. No habrá apareamientos entre tú y cualquier humana, semienano.
Antes de que Rikus pudiera contestar a Tamar, Neeva lo golpeó ligeramente en el estómago con la palma de la mano.
—Lo que quería decir es que deberíamos descender furtivamente cañón abajo y subir con algún plan —dijo, dedicándole una sonrisa entristecida—. No pienso yacer contigo más…, al menos, no hasta que as cosas hayan mejorado entre nosotros.
—¿Qué cosas? —inquirió el mul, comprobando que la túnica cubriera el rubí de Tamar—. ¿Qué quieres de mí?
—Tres cosas que, al parecer, no puedes darme —respondió Neeva—. Confianza, devoción y amor.
En su interior, Rikus maldijo a Tamar por interponerse entre él y su compañera.
—Confío en ti —le dijo a Neeva—. Cuando esto acabe, lo comprenderás.
—Quizá sea verdad —concedió ella—. Pero ¿qué hay del amor y la devoción? No sientes devoción por ninguna mujer, ni siquiera por Sadira.
—¿Cómo denominas entonces nuestro éxito como pareja? —replicó Rikus—. Incluso hemos permanecido juntos desde que matamos a Kalak. Si eso no es devoción, no sé lo que es.
Neeva miró al mul a los ojos y sonrió, paciente.
—Hay devoción cuando la felicidad de otro nos importa más que la propia. De lo que tú hablas es de lealtad; eso es algo que tú y yo siempre tendremos.
Rikus permaneció en silencio unos instantes.
—Es el enano, ¿no es así? —preguntó al fin.
—Caelum está ahí si lo quiero —murmuró Neeva, bajando la mirada.
La simple idea es repugnante, siseó Tamar. Debería castigarla por el solo hecho de considerar esa posibilidad.
Rikus hizo caso omiso del espectro.
—No tienes que sentirte culpable por lo de Caelum —repuso—. Lo comprendo… Un corazón es capaz de amar a más de una persona a la vez.
—Ahora hablas como Sadira —dijo Neeva con amargura—. Ella está equivocada. Nadie puede amar a más de una persona a la vez… al menos, no en la forma en que deseo que me quieran.
—Bien, ¿dónde nos deja eso entonces?
—Eso depende de ti. Sigo aquí si me quieres… pero asegúrate de saber lo que eso significa.
Antes de que Rikus pudiera pensar una respuesta, Tamar interpuso: Perfecto. Si hubiera yacido contigo, habría tenido que matarla. Ninguna mujer decente debería dejar que nada que no fuera un humano al ciento por ciento la tocara.
Si a Neeva le sucede algo, jamás descubrirás qué fue de Borys, amenazó Rikus. Dejaré de buscar el libro.
No juegues conmigo, replicó el espectro. Lo prometiste a los enanos. Yo podría matarla porque sí, y a pesar de ello tú recuperarías el libro. Tu patética sangre enana te obligaría a hacerlo.
—Rikus, ¿qué es lo que haces? —inquirió Neeva.
Con gran sorpresa por su parte, el mul se dio cuenta de que había introducido la mano bajo la túnica y distraídamente se rascaba la supurante llaga, intentando arrancar el rubí del lugar en el que estaba incrustado. Apartó la mano y volvió a cerrar la túnica.
—Nada —respondió—. La herida me molesta a veces.
Neeva se puso de pie y lo tomó del brazo.
—Vamos.
Rikus apartó el brazo violentamente.
—No debes tocarme —dijo, no queriendo poner a prueba la seriedad de la amenaza de Tamar.
Neeva frunció el entrecejo, con expresión herida.
—No te comportes como una criatura. Tenía que llegar un día u otro. Ser libre significa que tienes derecho a escoger por ti mismo; no significa que puedes tener todo lo que quieres.
Rikus se incorporó, sosteniendo la túnica bien cerrada.
—Esto no tiene nada que ver con ser libre, o con si puedo amaros tanto a ti como a Sadira —dijo el mul, manteniendo una distancia prudente entre él y Neeva—. Es por tu propio bien. No debes tocarme.
Neeva se dirigió hacia la cuerda.
—Si es así como lo quieres…
—No es como lo quiero —respondió Rikus, siguiéndola—. Es como tiene que ser… por ahora.
Neeva se detuvo y se volvió hacia él con una expresión de repentina comprensión y alivio en el rostro.
—Es el rubí, ¿no es cierto? —preguntó—. Tiene alguna especie de control sobre ti.
Niégalo, ordenó el espectro.
¿Por qué?, objetó él. ¿Qué importa si comprende eso?
La visión de Rikus se enturbió por un momento. Cuando volvió a aclararse, descubrió las oscuras facciones y entrecerrados ojos de Tamar allí donde había estado el rostro de Neeva unos segundos antes. El mul se sintió confundido unos instantes, pero no tardó en darse cuenta de que el espectro utilizaba el control que poseía sobre su mente para hacerle creer que veía su figura donde se encontraba Neeva en realidad.
—Es lo que quiero —dijo Tamar, los gruesos labios moviéndose al compás de sus palabras. Su control sobre la ilusión era tan completo que a Rikus le pareció que escuchaba la voz a través de sus oídos, no de su mente—. Eso es todo lo que necesitas saber.
Recordando cómo el Azote lo había ayudado a ver a través de los engaños de Tamar después de que Caelum intentara quitarle la joya, Rikus sujetó con fuerza la empuñadura de la espada.
—Ella te atemoriza, ¿verdad? —dijo el mul al espectro.
La figura de pie frente a Rikus volvió a transformarse en Neeva.
—¿De quién tengo miedo? —inquirió esta, mirando con cierto nerviosismo la mano que empuñaba la espada.
Rikus no contestó. En lugar de ello, mantuvo la atención fija en el interior de su cerebro, donde Tamar se encontraba de pie sobre un muro de roca idéntico al que tenía él bajo los pies, sólo que el de ella parecía continuar eternamente a través de un interminable lago de rojo fuego espumeante.
Si Neeva me asustase, ya estaría muerta, le informó el espectro. Dile que el rubí no tiene el menor control sobre ti.
—Neeva, sigue andando —dijo Rikus, rehusando hacer lo que el fantasma exigía. Mientras Neeva comprendiera que él poseía poco control sobre lo que revelaba a propósito del rubí, siempre existiría una posibilidad de que acabara perdonándolo por su silencio—. Te veré luego.
¡Idiota!, rugió Tamar.
Enormes arcos de fuego empezaron a salir despedidos del rojo lago en el interior de la mente del mul. Rikus cayó de rodillas, gritando de dolor; sentía como si su corazón se hubiera transformado en una bola llameante que bombeaba lava a sus venas.
—¡Rikus! —exclamó Neeva, avanzando hacia él.
—¡Vete! —tronó el mul, señalando la cuerda.
Neeva echó una ojeada a su mano que seguía aferrada a la empuñadura de la espada. Tras otra rápida mirada a la fea cicatriz que le cruzaba el estómago, retrocedió despacio.
—Traeré ayuda.
—No la necesito —dijo Rikus, sacudiendo la cabeza.
El mul volvió su atención al interior de su cerebro, imaginando que la pared sobre la que se encontraba Tamar se había convertido en un tronco. Este se incendió y se deshizo en cenizas en un instante, y el espectro se sumergió en el llameante lago.
Una maliciosa risita inundó la cabeza de Rikus; luego la figura de Tamar emergió del lago, envuelta en llamas y el doble de grande que antes. Sonrió, acercándosele más. Todo se volvió rojo, y la piel del mul empezó a chisporrotear y a despedir humo; el gladiador lanzó un terrible grito de dolor y se desplomó al frente.
Al caer, el lago de fuego desapareció de la mente del mul, y este se dio cuenta de que caía de cabeza al interior del Cráter de Huesos. Fue a aterrizar de espaldas sobre la gruesa capa de esqueletos, que amortiguó el impacto con un fuerte estrépito.
Vuelve a desafiarme y morirás, dijo Tamar, dejando de ser visible en la cabeza de Rikus. Tu cadáver podría serme de utilidad sin tu insolente espíritu en su interior.
Neeva, que había resbalado cuerda abajo cuando Rikus no le prestaba atención, empezó a acercarse.
—¡Rikus! ¿Estás herido?
—Estoy bien —respondió él, poniéndose en pie con cierta dificultad.
Neeva se detuvo a un paso de distancia, conteniéndose visiblemente para no tocarlo.
—No haré preguntas —dijo—. Sólo dime que me contarás lo que pasa…
—Cuando pueda —terminó Rikus por ella—. Hasta entonces, tendrás que confiar en mí. Ahora, ¿por qué no regresas al campamento? Yo daré ese paseo solo.
El mul empezó a abrirse paso por entre los huesos y atravesó la estrecha puerta, la mente tan preocupada por todas las cosas que no podía decir a Neeva como por la mala posición de su ejército. Afuera, el cañón discurría estrecho y en línea recta hasta el Lago de los Sueños Dorados, entre un par de farallones verticales a modo de paredes. Incluso en sus puntos más bajos, los riscos tenían más de cien metros de altura, y no había ni hondonadas ni barrancos a lo largo del camino que pudieran utilizarse para escapar trepando del estrecho corredor.
De pronto Rikus tuvo una idea. Se acercó a la pared del farallón y utilizó la daga para raspar un poco de la blanca costra; debajo, encontró una roca porosa de color oscuro que recordaba una hogaza de basto pan negro. Volvió la cabeza para mirar otra vez el muro, preguntándose qué herramientas habrían utilizado sus constructores para tallar los bloques. Si podía resolver ese rompecabezas, estaba casi seguro de poder evitar a su legión una batalla desastrosa.
Mientras el mul se adelantaba para inspeccionar la pared con más atención, escuchó las voces contrariadas de un gran número de personas que avanzaban en dirección a la barrera desde el interior del cráter. Curioso por averiguar el motivo del bullicio, Rikus fue a su encuentro.
Nada más atravesar la abertura, el mul vio a Styan encabezando a un grupo de gladiadores que venía hacia él.
—¡Por la luz de Ral! —maldijo.
Rikus desenvainó el Azote de Rkard y avanzó, tambaleante y dando traspiés por entre los huesos, en dirección a Styan. Detrás del templario iba la mitad de la compañía de gladiadores, entre ellos el tarek amante del vino que había intentado desafiar a Rikus en Makla. Sin excepción, todos llevaban sus armas y mostraban expresiones agrias en sus rostros.
¡Un motín!, siseó Tamar. Pondré fin a su desafío.
No, replicó Rikus. Deja que yo me ocupe de esto.
Al llegar ante Styan, el mul agarró al templario con una mano y apretó la punta de su espada bajo la barbilla del anciano con la otra.
—Debería haber hecho esto hace dos noches.
—Por favor —jadeó Styan, abriendo de par en par los ojos, lleno de temor—. Esto no es lo que piensas.
—¿Qué es? —replicó Rikus, sin soltar al templario.
—Estos gladiadores vinieron a mí —dijo—. Me pidieron que hablara contigo.
—Mientes —dijo Rikus, contemplando ceñudo a los gladiadores reunidos detrás del templario—. Pueden hablar conmigo por sí mismos. Ya lo saben.
—Puede que antes de que ese rubí brotara en tu pecho —dijo el tarek—. Pero ahora eres un hombre diferente.
Son demasiados para que puedas castigarlos tú solo, observó Tamar. Traeré ayuda.
¿Puedes hacerlo?
El espectro lanzó un gorgorito. Mis compañeros no tardarán más que unos instantes en llegar junto a nosotros.
¡Déjalos!, ordenó Rikus, intentando imaginar el desastre que se produciría si los espectros amigos de Tamar hicieran acto de presencia y amenazaran a sus gladiadores. Esta es mi legión; yo puedo controlarla.
Eso queda por ver, dijo Tamar.
Al ver que el espectro no decía nada más, el mul soltó a Styan y lo empujó hacia atrás.
—Habla.
El templario se alisó la sotana y miró por encima del hombro a los guerreros que lo seguían.
—Estos gladiadores no tienen el menor deseo de quedarse aquí y morir de hambre —anunció, algo más seguro—. Van a abrirse paso por entre los urikitas.
—¿Y tú vas a conducirlos? —inquirió Rikus, con una mueca sarcástica en los labios.
—Me han pedido que los organice, sí.
—No —respondió Rikus, sucintamente—. Puedes decirles que no.
Styan frunció el entrecejo y miró al suelo.
—No aceptarán esa respuesta.
—¿Me tomas por un imbécil? —aulló Rikus, adelantándose y apoyando el filo de su espada contra la garganta del templario. Para Rikus, este incidente confirmaba que el templario era el espía de Maetan—. ¿Crees que no puedo ver cuáles son tus propósitos, traidor?
Styan empezó a temblar.
—¿Qué quieres decir? —jadeó.
—¿Cómo transmites tus mensajes a Maetan? —lo apremió—. ¿Mediante el Sendero?
Un brillo de comprensión apareció en los ojos del otro.
—¡Crees que os he traicionado! —exclamó.
—Y lo has demostrado —rugió Rikus.
—No. —Styan sacudió la cabeza—. Yo no. La servidora de Maetan vino a mí, pero intenté destruirla. ¡No estaba dispuesto a traicionar a Tyr!
—¿Crees que soy idiota? —bramó Rikus, alzando la espada.
Antes de que el mul pudiera golpearlo, el tarek dio un paso al frente con un hacha doble en las manos.
—Si lo matas, tendrás que matarme a mí, también.
—Y a mí —dijo un hombre de amplias espaldas, levantando un enorme garrote de púas.
—También a mí —añadió otro gladiador, y luego otro y otro más.
Incapaz casi de creer en lo que veía, Rikus arrojó al templario al suelo y plantó un pie sobre su garganta.
—Hace dos noches, este hombre os obligaba a amontonar rocas mientras sus templarios reían y contaban chistes alrededor del fuego —dijo Rikus—. ¿Ahora lo defendéis?
—Él fue el único que estuvo de acuerdo con su plan —explicó Neeva, surgiendo de detrás de la muchedumbre. Mientras avanzaba con dificultad por entre los huesos, agitó el hacha en dirección a varias figuras que la seguían: Jaseela, Caelum, Gaanon y K’kriq—. Ninguno de nosotros quiso escuchar su estúpido plan.
Rikus arrugó el entrecejo y miró al templario.
—¿No fue idea suya?
—¡No importa de quién fue idea! —rezongó el tarek—. Somos hombres libres, y nos vamos.
—Moriremos en combate antes de morir como cobardes —añadió otro.
—¡Soy yo quien manda! —les espetó Rikus—. Haréis…
El fuerte olor a moho y podredumbre inundó la nariz de Rikus, y este se interrumpió a mitad de la frase. Al cabo de un instante, observó la presencia de las grises siluetas de once espectros que brotaban de entre los huesos bajo sus pies. Los ojos de los fantasmas brillaban con una variedad de colores que le eran familiares: amarillo citrino, azul zafiro, marrón topacio y otros.
¡Tamar, no!
Tus guerreros tienen que aprender a temerte, respondió ella.
Los tyrianos empezaron a gritar de asombro y temor al ver cómo las grises sombras pasaban bajo sus pies. El tarek lanzó a Rikus una mirada acusadora.
—¿Qué magia es esta? —exclamó.
Antes de que el mul pudiera contestar, los esqueletos blanqueados por el sol de seres muertos mucho tiempo atrás empezaron a levantarse en medio de la multitud. Aferrados a estos huesos, como envolturas de piel largo tiempo olvidadas, se veían las formas grises de los espectros.
Frente al tarek se alzó un esqueleto de refulgentes ojos de color amarillo citrino; cuando la abominación extendió los brazos para agarrarlo por el cuello, el gladiador lanzó un grito y utilizó el hacha para cortarle ambas manos a la altura de los antebrazos. Sin inmutarse, el espectro introdujo los afilados extremos de los brazos del esqueleto en la carnosa garganta de su adversario.
El tarek no fue el único gladiador en caer. Docenas de tyrianos golpeaban a los tambaleantes esqueletos, aplastando cráneos, cortando brazos, haciendo pedazos hileras de costillas. Nada servía. Los espectros hacían caso omiso de los daños sufridos y atacaban con los afilados restos de sus miembros descarnados. En poco tiempo, quince guerreros yacían sobre los huesos del suelo, lanzando sus últimos estertores o simplemente contemplando cómo la vida se les escurría por las heridas.
Neeva y los que la acompañaban se lanzaron a la refriega. Rikus perdió enseguida de vista a los otros, pero vio cómo Neeva partía en dos un esqueleto desde la cabeza hasta la pelvis con un golpe descendente de su poderosa hacha. El esfuerzo le sirvió de poco. El espectro se limitó a abandonar el destrozado esqueleto para trasladarse a otro, y enseguida se alzó con cierta dificultad de entre los huesos amontonados para contraatacar.
—¡Retroceded! —gritó Rikus, pasando por encima de Styan—. ¡Si queréis vivir, regresad al campamento!
El mul no tuvo que repetirlo. En cuanto empezó a avanzar, los gladiadores retrocedieron con rostros horrorizados, algunos rogándole que no se moviera y otros maldiciendo su nombre. Rikus no les prestó atención y avanzó dando traspiés en dirección a Neeva tan rápido como pudo. Antes de que llegara a alcanzarla, un esqueleto se alzó junto a ella y lanzó contra sus costillas los restos de su mano. La mujer gritó y giró en redondo para golpear a la criatura con la hoja plana de su hacha, pero Rikus llegó primero y utilizó el Azote para cortar las piernas que lo sostenían.
—Rikus, ¿qué es lo que has hecho? —chilló Neeva, paseando la mirada por los gladiadores muertos y heridos esparcidos sobre los huesos—. ¿Qué son estos monstruos?
Otros dos esqueletos se alzaron junto a ella.
—¡Vete! —aulló Rikus, empujándola en dirección al campamento.
En ese mismo instante, Caelum surgió de entre la muchedumbre, una mano levantada en dirección al sol y la otra indicando a Neeva.
—¡Fuera! —gritó.
Una luz roja llameó en su palma, iluminando todo lo que tenía ante ella en un remolino de cegadora luz escarlata. Los dos espectros que flanqueaban a Neeva sisearon y aullaron de dolor; luego se lanzaron al interior de los huesos y huyeron a toda prisa.
En el interior del pecho de Rikus, el rubí de Tamar empezó a abrasar la inflamada carne de la herida. El mul sintió como si le acabaran de atravesar el pecho con una barra de hierro recién forjado. Con un alarido, Rikus se dio la vuelta para proteger la herida del hechizo del enano; el dolor se mitigó, pero no desapareció por completo.
¡Corre! ¡Corre! ¡Ocúltanos a la llama solar! Por una vez, Tamar suplicaba, en lugar de ordenar.
¡No!
El mul se volvió hacia Caelum y abrió la túnica para exponer el rubí a toda la fuerza del hechizo. El dolor abrasador de su pecho se volvió atroz, y se oyó a sí mismo gritar enloquecido.
¡Para!, suplicó Tamar.
¡Abandona mi cuerpo!, exigió Rikus. ¡Márchate, o te destruiré!
A pesar de que temía convertirse en una tea ardiente en cualquier momento, Rikus avanzó al frente. El dolor se volvía más horrible con cada paso que daba, y apenas si podía creer que los alaridos bestiales que le llenaban los oídos surgieran de su propia boca. El mul cerró la mente al sonido y al dolor.
La llama, solar hace daño, pero no destruye, dijo el espectro con voz chirriante por el dolor. Te destruirás a ti mismo, pero yo permaneceré.
Una columna de aceitoso humo negro se elevó de su herida y llevó el olor de carne quemada a la nariz de Rikus. El rubí de Tamar relucía en un brillante tono naranja, un ascua resplandeciente que parpadeaba en lo más profundo de su pecho.
¿Quién sacará a tu legión de este valle?, instó el espectro, traicionando su agonía con cada una de sus palabras. ¿Quién destruirá a Maetan, quién devolverá el antiguo libro a los enanos?
La piel del mul empezó a chamuscarse y ennegrecerse alrededor del rubí, pero Tamar siguió sin mostrar intención de irse.
Tus guerreros temen que te hayas convertido en uno de nosotros. Si te dejas morir, ¿quién los convencerá de lo contrario?, inquirió el espectro. ¿Quién se lo dirá a Neeva?
Rikus levantó los ojos y vio los coléricos ojos rojos de Caelum clavados en los suyos. El sacerdote permanecía con la mano dirigida al rostro del mul, y en la palma centelleaba un sol rojo en miniatura.
El mul agitó una mano en dirección a los gladiadores moribundos.
—¡Yo… no he… hecho… esto! —gritó.
Caelum avanzó, la boca apretada con firmeza y la llameante mano extendida frente a él. Una luz roja brotó del pecho del mul, y las llamas empezaron a lamerle el pecho. Rikus colocó una mano sobre el rubí de Tamar, dio media vuelta y se alejó a trompicones del sacerdote del sol.