14: El Oráculo de obsidiana
14
El Oráculo de obsidiana
Tithian clavó los ojos en la absoluta oscuridad de la lente oscura, en un intento por comprender lo que veía; o más bien, lo que no veía. Con forma de huevo y más o menos del tamaño de un kank pequeño, la superficie del Oráculo relucía con el brillo de la obsidiana bruñida. A través de su vítrea piel nadaban lánguidos haces de color escarlata que a menudo se desvanecían en un punto, y en el mismo instante, reaparecían en otro. Pero bajo estas luces aletargadas, el rey no veía nada; a menos que a la inviolable penumbra se le pudiera llamar algo.
El rey había contemplado las profundidades de la obsidiana en muchas ocasiones anteriores, y siempre había encontrado alguna señal de luz: un defecto en forma de haz gris, diminutas burbujas con un pálido destello atrapado en su interior, un impureza que otorgaba a toda la piedra un tinte coloreado. No era así aquí. La negrura del Oráculo era más absoluta que el fondo de las más profundas minas tyrianas, o incluso que el interior de los calabozos secretos del Palacio Dorado. Más que ausencia de luz, la lente guardaba en su interior la personificación de la oscuridad.
Tithian sonrió. De haber nacido enano en lugar de humano, el propósito de su existencia habría sido seguramente encontrar esta lente.
El monarca arrastró los pies hacia adelante, abandonando el túnel de mica para penetrar en la pequeña sala de la lente oscura. La habitación estaba iluminada por una cortina de rayos rojos que descendían desde lo alto. Cuando Tithian levantó los ojos para descubrir su origen, se quedó asombrado al ver la llameante esfera solar brillando a través de una amplia fisura que recorría toda la longitud del techo. La grieta era sólo un poco más ancha que un hombre, y, al igual que la habitación, estaba revestida de brillantes láminas de mica.
A medida que Tithian avanzaba tambaleante sobre sus piernas de anciano, el suelo irregular de la cámara crujía, al doblarse y partirse bajo su peso los extremos de las láminas de mica. Notó que del Oráculo surgía un calor sofocante, y cuanto más se acercaba más acalorada y sensible sentía la piel. Bajo las ropas, el sudor empezó a descender por su cuerpo en forma de gruesos hilillos, y no tardaron en alzarse volutas de vapor del dobladillo finamente tejido de sus vestiduras.
Por fin, Tithian extendió los brazos y tocó la cristalina superficie de la lente. Escuchó un débil chisporroteo bajo las puntas de los dedos y un dolor insoportable le recorrió las manos.
Sin apartar las manos del caliente cristal, Tithian fue rodeando la lente, con el corazón latiendo violentamente a causa de la excitación, mientras recorría con los dedos cada centímetro de su abrasadora superficie. No se detuvo hasta que sintió que se formaban ampollas en su piel arrugada.
—¡Por Ral, ni un defecto en ninguna parte! —exclamó, con la voz temblorosa no de dolor, sino de regocijo—. ¡Nada excepto la lente oscura podía ser tan perfecto!
Sin dejar de murmurar la palabra «perfecto» una y otra vez, el rey se dirigió al extremo más estrecho de la lente y depositó su morral en el suelo. Tras colocar un pie exactamente en el interior de la abertura, agarró el otro extremo y tiró. El orificio empezó a ensancharse muy despacio, y la tela mágica del saco se estiró multiplicando muchas veces su tamaño original. Cuando la abertura fue lo bastante grande para andar en su interior, Tithian sintió una fresca brisa y percibió unas arremolinadas tinieblas grises en su interior.
Una vez que hubo estirado el saco todo lo que daban de sí sus brazos, colocó la boca del morral sobre el extremo estrecho de la lente y tiró hacia abajo. A medida que el Oráculo iba penetrando lentamente en su interior, la abertura se fue expandiendo hasta casi romperse, pero el cuerpo de la bolsa no se hinchó en absoluto. Tanto a la vista como al tacto parecía tan vacía como siempre.
Finalmente, Tithian consiguió entrar el saco hasta el punto donde la lente tocaba el suelo; entonces abrió los brazos todo lo que pudo, los pasó alrededor de la parte posterior del Oráculo y agarró los dos lados de a abertura. Apretó pecho y rostro contra el cristal y balanceó la enorme piedra, entrándola cada vez un poco más en el saco. Muy pronto sólo quedó fuera el extremo.
Sin aliento por el esfuerzo y con el rostro ardiendo allí donde había entrado en contacto con el abrasador cristal, Tithian se sentó en el suelo y apoyó los pies contra la lente. Con un débil gemido, empujó la piedra, a la vez que tiraba del mágico saco. Terribles nudos de dolor se formaron en sus muslos y antebrazos, pero la lente no se movió; sus recién envejecidos músculos no servían para aquella tarea.
Maldiciendo su debilidad, Tithian cerró los ojos y abrió un sendero hasta su nexo espiritual preparándose para utilizar el Sendero. Con gran sorpresa, descubrió que no sentía el familiar chorro de energía surgiendo de lo más profundo de su ser. En lugar de ello, sus pies parecieron fundirse con el cristal, y el calor de su superficie dejó de quemarle las suelas. Un torrente de energía brotó del Oráculo y subió por sus piernas. El chorro penetró en el abdomen, donde había esperado sentir el cálido hormigueo de sus propias energías, y formó un nudo ardiente que parecía a punto de estallar en llamas.
El rey se sintió más excitado que asustado. El que la energía hubiera llegado hasta él a través de la esfera de obsidiana no hacía más que confirmar lo que había adivinado antes: tenía que tratarse de la lente oscura.
Dejando aun lado su creciente satisfacción, Tithian pensó en el gladiador más fuerte que jamás había conocido. Una imagen de Rikus apareció lentamente en su cerebro: un rostro duro, orejas puntiagudas muy pegadas a una cabeza calva, un cuerpo sin vello que era todo él nervio y hueso.
Una vez que tuvo la imagen bien sujeta en sus pensamientos, el rey sustituyó el rostro de Rikus por el suyo. Los expresivos ojos negros fueron reemplazados por brillantes ojillos castaños, las angulosas facciones se volvieron delgadas y macilentas, y una larga cola de cabellos canosos se balanceó de lo que anteriormente había sido una cabeza pelada. La imagen resultante, el rostro enjuto de un anciano aposentado sobre los poderosos hombros de un mul, resultaba grotesca incluso para el monarca.
Tithian se abrió al fuego de su estómago, recurriendo a él para dar fuerza a la imagen creada. La energía hizo irrupción en sus nervios, y los dotó de nueva vida y vitalidad, sintió en huesos y articulaciones una flexibilidad que no había experimentado en décadas. El rey flexionó los músculos, disfrutando del nuevo vigor de su cuerpo, y súbitamente lanzó un alarido.
Un estallido de dolor recorrió los brazos de Tithian. Los músculos empezaron a hincharse, adoptando las dimensiones y forma de los que había imaginado en el cuerpo de Rikus. El cambio no ocurrió sólo en su cabeza, ni era ilusorio, como normalmente esperaría de su utilización del Sendero. El poder de la lente realmente estaba transformándolo.
Tithian contempló con asombro cómo el resto de su cuerpo se transformaba en el de un mul. Tras los brazos cambiaron los hombros y el cuello, y luego el pecho, la espalda y el estómago. Cada transformación producía una nueva oleada de dolor, pero su mente aturdida apenas las registraba. El monarca se encontraba demasiado ocupado considerando el significado de lo que le estaba sucediendo para fijarse en su malestar.
Tithian sabía que durante sus viajes Sadira había averiguado que los horribles monstruos llamados Razas Nuevas fueron creados por la magia incontrolada que fluía de la Torre Primigenia. De ser así, parecía probable que la lente oscura fuera el instrumento utilizado por Rajaat para controlar esa magia. El rey dedujo que el antiguo hechicero había contado con el Sendero para modelar las energías místicas de la torre, y luego había utilizado el poder de la lente con el fin de darle una realidad física. El proceso no era tan diferente del utilizado por Tithian para dotarse del cuerpo de Rikus.
Cuando los últimos ramalazos de dolor del cambio se desvanecieron, el rey bajó la mirada y vio un par de abultados muslos allí donde momentos antes habían estado sus huesudas piernas. Observando que estaban incluso cubiertas por la gruesa piel cobriza de un mul, Tithian estiró las rodillas y empujó por completo la lente oscura al interior del saco.
En cuanto el Oráculo desapareció la boca del morral regresó a su tamaño normal, apretándose alrededor de las nuevas piernas de Tithian. Felicitándose en silencio por un trabajo bien hecho, el monarca intentó empujar el saco por encima de las rodillas para poder sacar los pies.
De improviso, sintió cómo sus nalgas arañaban el suelo y, antes de que pudiera comprender lo que sucedía, el morral se deslizó por encima de sus caderas y empezó a subir en dirección al pecho. Un frío entumecedor lo envolvió desde el esternón hacia abajo, exceptuando los pies que seguían ardiendo allí donde tocaban la lente. Lanzó un grito de asombro y arañó el suelo, cortándose las puntas de los dedos con los afilados bordes de las hojas de mica.
A pesar de la fuerza de su nuevo cuerpo, Tithian apenas si podía oponer resistencia. La lente oscura parecía estar cayendo, arrastrándolo a él tras ella al interior del morral. El rey intentó desprenderse del ardiente cristal de una patada, pero sin éxito. Sus pies siguieron pegados a la superficie.
Las manos de Tithian arrancaron enormes terrones de suelo, y el monarca resbaló aún más al interior del saco. La abertura de la bolsa subió por sus axilas y le cubrió la cabeza, sumergiéndolo en un mundo frío e informe. El rey agitó los brazos con desesperación y consiguió aferrarse a los bordes. Entonces el morral empezó a volverse del revés.
Sin dejar de luchar contra la oleada de pánico que se alzaba en su interior, Tithian intentó romper el contacto con la lente imaginándose a sí mismo de pie sobre un suelo de granito. Por un instante, las plantas de sus pies experimentaron un dolor insoportable, y a su nariz llegó el olor acre de la carne quemada. El Oráculo se separó de sus pies.
Tithian empezó al instante a transformarse en la huesuda ruina de aspecto enfermizo que había sido antes de otorgar a su cuerpo los rasgos físicos de un mul. Oleadas de dolor recorrieron sus miembros y su torso a medida que cada conjunto de músculos se encogía de vuelta a su tamaño normal. En esta ocasión, percibió cada instante de esa agonía con toda su agudeza.
A pesar del dolor, Tithian siguió aferrado al morral y soportó la transformación mientras flotaba justo en el interior de la boca del saco. No sentía el peso del propio cuerpo, ni tampoco experimentaba ninguna sensación de ascensión o descenso, ni de movimientos laterales o al frente, ni siquiera de pasado o presente. Sencillamente existía, conectado al mundo exterior únicamente por la tenue sujeción de sus dedos doloridos.
A cada momento que pasaba, la lente oscura parecía volverse más y más pequeña. Tithian se dijo que el cambio de tamaño querría decir que se alejaba de él, pero no podía estar seguro. En el informe mundo gris del interior del morral, no existía nada que le sirviera para calcular movimiento o dirección. La lente sencillamente parecía encogerse, hasta tal punto que ahora no parecía mayor que su propia cabeza.
Incluso en medio del dolor de su progresiva transformación, Tithian se dio cuenta de que no era normal que un objeto cayera con tanta rapidez. Por regla general, él se limitaba a abrir la mano y el objeto se alejaba lentamente como sostenido por una nube. El monarca extendió una de las manos e imaginó que esta descansaba sobre la lente, en un intento de recuperar el objeto de la misma forma en que recuperaría cualquier otro.
Nada sucedió, excepto que el cristal siguió cayendo. Un frío nudo de terror se formó en la boca del estómago de Tithian.
—¡Ven a mí! —chilló.
La lente no interrumpió su caída. Tithian cerró lo ojos y la imaginó descansando en la palma de su mano. Mientras reunía la energía espiritual necesaria para utilizar el Sendero, se sintió arrastrado hacia ella. El saco volvió a doblarse sobre sí mismo, y el monarca comprendió que no podría seguir sujetándose mientras intentaba recuperar la lente. Tenía que elegir: soltarse de la abertura del morral, o perder la lente oscura.
Tithian abrió la mano y soltó el morral.
No percibió sensación de movimiento, nada que pasara junto a él en medio de la horrible oscuridad gris para indicar el paso de la distancia. Sabía que se movía sencillamente porque la abertura del saco se volvía cada vez más pequeña y la lente crecía de tamaño. No percibía el azote del aire mientras resbalaba por él, ni siquiera si la temperatura era caliente o fría. Tithian se sentía simplemente entumecido.
Algo más tarde, el monarca atrapó el Oráculo. Podrían haber transcurrido unos instantes o un día, Tithian no lo sabía. Carecía de sensación de tiempo al igual que carecía de sensación de distancia. Todo lo que supo con seguridad fue que chocó con la lente con una terrible sacudida, y una vez más sintió un torrente de ardiente energía que corría por todo su cuerpo sin ocasionarle dolor. Luego se sentó sobre la lente, bien sujeto por la energía mística que extraía de sus profundidades.
Una vez que hubo restablecido contacto con el Oráculo, la sensación de caer regresó al estómago de Tithian, y sintió una brisa fresca que le acariciaba el rostro. El rey giró lentamente para mirar en todas direcciones en un intento de encontrar alguna forma de orientarse mejor. No vio nada a excepción de la abertura por la que había caído, brillando roja por efecto de la luz del sol y desvaneciéndose con rapidez.
Con la esperanza de detener la caída de la lente antes de que la abertura desapareciera por completo, Tithian se imaginó a sí mismo como un dragón alado. Mentalmente, vio cómo la larga cola dentada se arrollaba alrededor de la lente a sus pies, mientras las enormes alas correosas batían furiosamente el aire en un intento de alzarlo a él y a su carga hacia la abertura.
La energía chisporroteó desde la lente al interior de su cuerpo, y su espalda y omóplatos empezaron a arder con un dolor terrible y abrasador. En un instante, los muñones de dos alas y una cola brotaron de su cuerpo. A medida que estos apéndices iban creciendo, sus raíces proyectaron largos zarcillos de dolor por todo su cuerpo. Empezó a temblar de forma incontrolable, aunque tanto por temor a perder la lente oscura —o perderse con ella— como de dolor.
Tragándose su sufrimiento y su angustia, Tithian aguardó hasta que la agónica transición se completó y el insoportable dolor desapareció. Luego, tras asegurarse de que la cola estaba bien arrollada alrededor del cristal, agitó las alas tan fuerte como pudo. El aire vibró con cada golpe de ala, y las grises brumas se arremolinaron a su alrededor como humo en un día ventoso.
El rey y su lente siguieron cayendo. Miró a lo alto y no vio más que un punto rojo donde había esperado ver abrirse al morral.
Olvidando las alas, Tithian se recostó sobre un lado del Oráculo y atisbo en las tinieblas grises a sus pies. Se abrió una vez más al poder de la lente y utilizó el Sendero para imaginar que la abertura del morral se encontraba justo debajo de él. De nuevo, volvió a sentir cómo su cuerpo estallaba en una erupción de abrasadora energía y, al cabo de un instante, el punto rojo apareció debajo del Oráculo.
—¡Por Rajaat, sí! —exclamó Tithian—. ¡Si no podemos volar hacia arriba, podemos caer fuera de él!
Apenas había terminado de hablar cuando sintió de improviso como si se encontrara debajo del Oráculo en lugar de encima de él, y comprendió que volvía a alejarse de su objetivo. Mientras Tithian miraba, la abertura del morral empezó a desvanecerse pasando de punto a puntito, para finalmente desaparecer por completo. No supo por qué había fracasado. Puede que la lente hubiera cambiado la dirección de su movimiento, o simplemente hubiera girado sobre sí misma de modo que él había mirado a la salida desde su parte inferior en lugar de la superior. En cualquier caso, todo lo que sabía con seguridad era que había estado viajando en dirección al punto en un momento dado, y apartándose de él al siguiente.
Tithian plegó las alas desesperado y se acomodó para considerar la situación, manteniendo su cola de dragón alado bien arrollada a la lente. El monarca se sentía a punto de estallar a causa de las numerosas emociones conflictivas que se alzaban en su interior. Un zumbido de cólera inundó sus oídos; jamás en toda su vida había deseado con tanta desesperación matar a alguien, ¿pero a quién podía culpar de su situación actual?
Al mismo tiempo, en la parte inferior de su abdomen, un helado nudo de horror fue creciendo paulatinamente. Después de que Borys le devolviera a Sacha y a Wyan, había decidido guardarlos en este morral precisamente porque parecía un lugar del que era muy difícil escapar. ¿El que ellos no hubieran escapado jamás significaba acaso que tal huida no era posible?
Lo que Tithian más sentía, no obstante, era el enmarañado nudo de frustración enredado en su pecho. Había planeado cada paso de su viaje, se había preparado para cualquier contingencia y había superado todos los obstáculos —desde la persecución de Agis a la huida del pozo de cristal—, ¿para qué? ¿Para ir a caer al interior de su morral y morir? No podía aceptar tal posibilidad, pero tampoco parecía capaz de escapar a ella.
El monarca aspiró con fuerza varias veces para intentar calmarse, y trató de concentrarse en la búsqueda de una solución a su problema. Sin lugar a dudas, algo en la naturaleza de la lente oscura hacía que esta se comportara de forma diferente dentro del saco. A lo mejor tenía que ver con las peculiaridades de la obsidiana, decidió el rey. Parecía razonable suponer que las mismas propiedades que convertían al vítreo mineral en algo tan útil para los reyes-hechiceros y otros magos poderosos podían interferir con la esencia mística del morral.
Tithian extendió la mano y pensó en una de las esferas de obsidiana que había colocado dentro del morral antes de abandonar Tyr. Un punto negro apareció en la oscuridad gris a sus pies, y luego corrió como el rayo a instalarse en la palma de su mano. No había nada extraño en la forma en que fue hacia él.
—No es la obsidiana —refunfuñó Tithian al tiempo que arrojaba la bola a un lado.
La esfera flotó en el aire y permaneció un momento allí, mientras la lente seguía cayendo en picado, para luego desaparecer de la vista tan deprisa como había aparecido. Después, pensando que la naturaleza mágica de la lente podría ser el problema, el monarca abrió la mano y pensó en la vara ahorquillada que había utilizado en un principio para que lo condujera hasta el Oráculo. También esta apareció inmediatamente, y se alejó después flotando cuando él la arrojó a un latió.
Eso dejaba únicamente el curioso resplandor rojo que nadaba a través de la superficie de la lente. Tal vez la extraña energía del artefacto interfería con la magia del morral. Se le ocurrió por un instante intentar extraerle todo el poder, con la esperanza de que se comportase como un pedazo cualquiera de obsidiana, pero se lo pensó mejor. No tenía ni idea de cuánto tiempo podía tardar en conseguirlo, ni si se la podría volver a cargar una vez lo hubiera hecho.
Se quitó la negra sotana, rasgando las andrajosas vestiduras en la espalda para poder pasarlas por encima de las incómodas alas. Cuando por fin lo consiguió, extendió la prenda sobre la parte superior del Oráculo. Manteniéndola bien sujeta gracias a su cola de dragón, el rey alargó el brazo a través de una manga para tocar la ardiente superficie de la lente.
Mentalmente hizo que su manto se volviera más grande y oscuro, y se extendiera por todo el Oráculo para formar un tenso sudario, tan impermeable a la energía —mística o de cualquier otra clase— como negro era. Un chorro de energía corrió por la mano de Tithian; luego atravesó su cuerpo y se introdujo en la andrajosa sotana.
Ante los ojos del rey, la multitud de rotos y desgarrones de la ropa se juntaron para cerrarse de forma tan hermética que no quedó señal de ellos. La prenda se estiró por todas partes, arrastrándose por la superficie de la lente hasta sellar cada centímetro de ella bajo una funda sin costuras. Incluso allí donde la cola de Tithian pasaba a través de la funda, la tela se fundía con la correosa piel sin que se advirtiera ninguna juntura.
Tithian retiró la mano de lo que había sido la manga de su sotana. Una vez la hubo atado, perdió toda sensación de movimiento; su cuerpo empezó a flotar, y de no haber sido por la cola de dragón todavía enroscada firmemente en torno a ella, se habría separado de la lente.
Aunque se sentía aliviado, el monarca se cuidó mucho de no gritar de satisfacción. Había llegado a conocer lo suficiente este extraño lugar como para darse cuenta de que el hecho de no tener la sensación de que caía no significaba que hubiera dejado de moverse. Abrió los dedos y pensó en la daga extra que había guardado en el morral. Un hermoso puñal de hueso, profusamente tallado con la figura de una serpiente de dos cabezas, apareció en su palma. Tithian lo soltó, dejando que flotara lejos de la mano.
La daga se alejó a toda velocidad como si la hubiera lanzado.
Por un momento, Tithian no pudo creer lo que veía. Sus sentidos le decían que estaba inmóvil, y la lógica le decía que una vez sellada la energía del Oráculo en el interior del manto, este debería comportarse como todo lo demás en este curioso lugar. Las cosas no marchaban en absoluto como había esperado.
El monarca se llevó las palmas a las sienes y cerró los ojos. Rechazando la oleada de pánico que crecía en su pecho, Tithian intentó pensar en dónde se había equivocado, identificar el detalle crucial que le ayudaría a comprender lo que sucedía.
Lo único que encontró fue una creciente conciencia de su propia frustración.
Tithian dirigió entonces su atención al morral. Sabía menos de él de lo que sabía sobre la lente. Lo había encontrado en la cámara del tesoro de Kalak poco después de convertirse en rey de Tyr, junto con un centenar de otros objetos mágicos. Había aprendido con rapidez a utilizarlo, y luego se olvidó de él hasta que empezó a prepararse para este viaje y se dio cuenta de que necesitaba una forma de transportar la lente oscura. No consiguió recordar nada sobre el saco que pudiera ayudarlo a escapar.
Levantó la mano y pensó en el libro en el que guardaba sus conjuros. Al cabo de un instante sostenía un tomo desgastado encuadernado en cuero y con páginas de pergamino. Mientras intentaba recordar todos los hechizos que podían ayudarlo a comprender su situación actual, Tithian abrió el libro, profiriendo su más furioso juramento. Esto le llevaría tiempo, y tiempo era lo único que no tenía. Más tarde o más temprano, los gigantes se darían cuenta de que su Oráculo había desaparecido. Y lo que era aún más peligroso, Agis podía escapar del pozo de cristal e ir en su busca.
Tithian clavó los ojos en las runas místicas del libro, grabando en su memoria sus mágicas formas, al tiempo que articulaba en silencio las extrañas sílabas del conjuro y ensayaba los curiosos gestos que sus dedos tendrían que realizar para dar forma a la energía mística cuando la soltara.
Ya había memorizado el primer conjuro cuando recordó que no había plantas vivas en el morral. Era muy posible que no pudiera reunir la energía necesaria para un hechizo; por otra parte, lo sucedido en el túnel de mica le sugería que a lo mejor podría utilizar la energía de la lente para lanzar sus conjuros; aunque eso sí, con resultados impredecibles. Tithian dejó el libro a un lado y fue a coger la manga que había atado para precintar la lente oscura.
Se detuvo en seco antes de desatarla. A su alrededor, por encima y por debajo y a cada lado, se habían formado unos extraños remolinos en la penumbra gris. Eran casi tan altos como un hombre, de forma oval, y en el centro de cada uno atisbaban un par de ojos somnolientos. Algunos ojos eran azules, otros eran castaños, verdes o negros, pero sin que importara el color, todos aparecían igualmente inertes y vidriosos, y todos estaban fijos en el rostro de Tithian.
—No te esperábamos tan pronto, Tithian, pero bienvenido de todos modos.
La voz, que surgía de debajo de un par de ojos castaños, poseía un timbre mordaz y nasal que resultó vagamente familiar al rey.
—¿Dónde estoy? —exigió Tithian mientras intentaba desesperadamente conectar la voz con un rostro.
—En ninguna parte —dijeron a coro un centenar de voces monótonas.
El rey hizo una mueca de disgusto.
—No estoy de humor para bromas —advirtió.
—Jamás bromeamos —replicó la voz.
—Entonces contestad a mi pregunta —le espetó Tithian.
—Lo hemos hecho.
Ecos de la misma voz empezaron a surgir del recuerdo de Tithian. La había escuchado mil veces, pero el tono letárgico parecía totalmente fuera de lugar, lo que dificultaba que el monarca la situara correctamente.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Nadie —fue la respuesta que recibió, de nuevo procedente de un centenar de voces.
—¡No juguéis conmigo! —chilló el rey—. ¡No lo permitiré!
Esto produjo un coro de aburridas y tontas risitas ahogadas.
Tithian desató la manga de lo que había sido su sotana, e introdujo la mano en ella para tocar la caliente superficie de la lente oscura. Un chorro de energía subió por su brazo, pero, con gran sorpresa por su parte, la sensación de movimiento no regresó. Al parecer, la lente había llegado al final de su viaje.
—Decidme quiénes sois —amenazó el monarca—. O utilizaré el poder de la lente oscura contra vosotros.
—Ya nos ñas hecho todo el daño que podías, hermano.
Esta vez, Tithian reconoció la voz.
—¿Bevus? —jadeó.
—Fui Bevus en una ocasión —dijo la figura.
A medida que la voz hablaba, el remolino de ojos castaños empezó a adoptar la forma del hermano menor del rey, muerto desde hacía muchos años: un joven de unos diecisiete años, con los brillantes ojillos castaños y la nariz aguileña típicos de los Mericles, aunque ahí terminaba todo parecido. Allí donde las facciones del rey siempre habían sido enjutas y afiladas, con una expresión dura y amargada, las de Bevus eran bien proporcionadas y cálidas, con una nota tierna que denotaba la esmerada educación recibida.
A pesar de la abrasadora energía que lo inundaba, Tithian se sintió repentinamente tan helado que empezó a tiritar.
—¿Entonces estoy muerto? —inquirió con voz ahogada.
Esto provocó un nuevo coro de risitas fúnebres.
—Peor —respondió Bevus, curvando los grisáceos labios en una mueca de odio—. ¡Estás vivo y queremos mantenerte así!
Flotó en dirección al monarca, y todos los otros remolinos grises empezaron también a acercarse.
—¡Apartaos! —advirtió Tithian.
La cabeza de Bevus cayó pesadamente sobre el pecho, revelando una herida irregular y ensangrentada en la parte posterior del cuello. El corte discurría desde la base del cráneo pasando por la espina dorsal y se detenía justo antes de la nuez. Apenas quedaba suficiente piel intacta para evitar que la cabeza cayera de los hombros. Tithian recordó que fue así como se había encontrado el cadáver del joven.
El monarca levantó una mano para cubrirse el rostro y volvió la cabeza a un lado, incapaz de soportar aquella visión.
—¡En nombre de nuestros antepasados! —maldijo—. ¡Piensa en el aspecto que tienes!
—No deberías haberlo hecho —fue la respuesta.
Tithian volvió a mirar a su hermano. Bevus y los otros habían dejado de avanzar.
—¿Piensas que yo lo hice? —exclamó el rey, señalando la espantosa herida.
—¿Lo niegas? —inquirió Bevus. Sus palabras salieron amortiguadas y resultaron difíciles de comprender, ya que había dejado la cabeza colgando sobre el pecho.
—¡Sí, lo niego! —chilló Tithian. Mientras hablaba sintió un terrible peso helado donde debiera haber estado el corazón—. ¡No fui yo quien te hizo eso!
Lo cierto es que los recuerdos del monarca de aquella época eran nebulosos. Era un joven templario en la Cancillería Real de la Arena cuando se enteró de la prematura muerte de sus padres a manos de una tribu de esclavos que merodeaba por la comarca. Dos de sus compañeros lo habían llevado a dar un paseo para consolarlo con bebida, y la conversación había ido a recaer sobre la cuestión de la herencia. Él se había dedicado a insultar con rabia a su hermano, acusando a Bevus de convencer a sus padres para que desheredaran a su hijo mayor en su favor.
Tithian y sus amigos habían seguido bebiendo, y luego, casi sin tenerse en pie, habían llenado sus odres con más vino, alquilado unos kanks y cabalgado en dirección a la hacienda de los Mericles. Eso era todo lo que el rey podía recordar de aquella noche.
Al amanecer del día siguiente, Tithian había despertado en el desierto no muy lejos de las tierras de su familia. En un principio pensó que sus amigos lo habían conducido hasta allí y habían dejado que diera rienda suelta a su cólera hasta que se desmayó a causa de la bebida y el cansancio, pero luego descubrió que las ropas de los tres estaban empapadas en sangre. El rey recordaba haberse visto atenazado por una terrible sensación de repugnancia y odio. Había matado a sus dos compañeros dormidos y después se había dirigido al estanque de regadío de la hacienda Asticles. Allí se había lavado, tanto él como a sus ropas, y una vez que todo estuvo seco, había ido hasta la casa y pasado el día llorando en compañía de Agis y lord Asticles, quienes habían dado por sentado que estaba afligido por la muerte de sus padres y le habían ofrecido de todo corazón sus condolencias.
No fue hasta tres días más tarde, después de que hubiera regresado a sus deberes en la Cancillería de la Arena, cuando se enteró de que alguien había asesinado brutalmente a su hermano. Desde luego, hubo quien murmuró que Tithian había asesinado a su hermano menor para recuperar la fortuna de los Mericles, pero Agis y su padre habían asegurado de forma decidida que Tithian no podía haber sido responsable, ya que había estado en su hacienda, llorando la muerte de sus padres. No se hicieron más preguntas, ya que el nombre de Asticles era bien conocido por su honradez, y además el rey Kalak había encontrado ventajoso tener a un noble adinerado entre las filas de sus templarios.
—¡Un hombre siempre sabe quién es su asesino —siguió Bevus—, aunque el cobarde se oculte tras el rostro de otro!
—No pude ser yo. Pasé esa noche en la mansión de los Asticles —dijo él, recurriendo a su acostumbrada coartada.
—Te ahogas en tus propias mentiras —se mofó Bevus—. ¡Tú me mataste!
—¡Jamás!
—¿Y supongo que tampoco me mataste a mí? —gruñó la voz sin vida de una tarek.
Una voz tras otra hicieron la misma pregunta. Había nobles que habían especulado demasiado abiertamente sobre la posibilidad de que Tithian hubiera sido responsable no sólo de la muerte de su hermano, sino también de la de sus padres. Varias voces pertenecían a templarios que se habían interpuesto en su camino cuando escalaba las filas de la burocracia del rey, y otras a esclavos que habían intentado escapar de su servicio. Habían incluso las voces de unas cuantas nobles y sacerdotisas templarias, mujeres despiadadas que se habían reído de las torpes insinuaciones amorosas de un joven.
Tithian reconoció todas las voces, y recordó haber matado a todos y cada uno de ellos, no mediante una orden o una moneda sobre la palma de un bardo, sino asesinándolos él en persona. A veces, si eran más débiles que él, los había estrangulado con sus propias manos. Si eran más fuertes, había clavado una daga en sus espaldas cuando estaban confiados. Para los cautelosos, había habido veneno. Para los esclavos que habían pensado que morir era más fácil que servir a su amo, siempre había habido alguna muerte lenta y horrible para demostrar que estaban equivocados.
El monarca recordó los detalles de todos y cada uno de los asesinatos, incluidas las ropas que él llevaba en aquel momento, lo que la víctima había dicho o cómo él o ella habían caído al suelo, incluso los fétidos olores que habían surgido de sus cuerpos al expirar. La única excepción era la muerte de su hermano; sabía que no podía haberla causado con la misma certeza con que recordaba haber cometido los demás asesinatos.
—¿Lo recuerdas ahora? —preguntó Bevus, volviendo a avanzar.
—¡Detente! —aulló Tithian, abriendo su cuerpo a la abrasadora energía de la lente—. No te maté entonces…, pero lo haré ahora.
Bevus se detuvo junto a Tithian y posó una mano sobre el ala del rey.
—Estúpido, no puedes matar a un cadáver. ¿Crees que te habríamos traído al mundo gris si pudieras hacernos daño ahora?
—¿Vosotros me habéis atraído hasta aquí? —rugió Tithian.
—Llamamos a la lente —confirmó Kester—. Tú la seguiste.
—Sí, Kester sabía que lo harías —confirmó Bevus—. Dijo que sería la única cosa que valorarías más que a tu vida.
Un dedo helado arañó la correosa ala de Tithian, arrancándole un alarido de dolor. Parecía como si Bevus le estuviera arrancando un pedazo de piel, pero cuando el rey miró por encima del hombro, vio que no era así. El dedo incorpóreo de su hermano había penetrado en su piel sin romperla, aunque sí había dejado un doloroso verdugón que parecía ser el único daño causado por la penetración del dedo.
—¿Y sabes qué es lo mejor? ¡Puedo seguir haciendo esto para siempre, y tú no morirás!
Tithian lanzó un grito e intentó abofetear el rostro de su hermano. La mano atravesó limpiamente la barbilla de Bevus. Como espíritus que eran, parecía que sus capturadores no podían ser dañados de forma corpórea. Pero, como el rey sabía mejor que nadie, el peor dolor casi nunca era el físico, y tras las molestias que la habían ocasionado al atraerle al mundo gris, estaba totalmente decidido a hacer que sufrieran más ahora de lo que habían sufrido en vida.
Tithian contempló el par de ojos más cercano. Reconociendo la voz como la de Gradiki, un joven esclavo al que había utilizado como ejemplo para impedir que Rikus intentara escapar, el rey se imaginó a sí mismo colocando una oruga color púrpura sobre el labio superior del muchacho.
El rostro aterrorizado de Gradiki apareció en el centro del remolino, y la oruga trepó al instante al interior de su nariz. Al cabo de un momento, empezó a manar sangre de ambos orificios, y el esclavo chilló aterrado mientras el remolino se desvanecía.
Tithian forzó una sonrisa, intentando débilmente hacer caso omiso del dolor de sus terribles heridas.
—¿Lo ves? Se puede matar a un cadáver, una y otra vez —se mofó, echando una rápida mirada por encima del hombro al tercer verdugón que su hermano provocaba en el ala—. ¿Qué son unos pocos arañazos comparados con la alegría de mataros a todos otra vez?
Mientras hablaba, clavó la mirada en un par de ojos color lavanda. Pertenecían a Deva, una joven de la nobleza que había sentido un gran cariño por Bevus y había carecido del buen sentido de no proclamar en público sus sospechas. Había sido uno de sus crímenes menos imaginativos. De todos modos, cuando imaginó una hoja de obsidiana clavándose en su garganta, la mujer lanzó un grito y se desvaneció antes de que el filo pudiera cortar su carne.
Más de la mitad de los espíritus sucumbieron también a la táctica del terror, y se desvanecieron silenciosamente en la neblina gris. Los otros no resultaron tan fáciles de eliminar. Adoptando formas que recordaban a los cuerpos que habían ocupado en vida, se amontonaron a su alrededor, arañando el rostro de Tithian con dedos que parecían zarpas y desgarrando su carne con afilados colmillos. Al igual que con Bevus, cada ataque le producía un gélido ramalazo de dolor que recorría todo su cuerpo, y una serie de repugnantes verdugones empezaron a aparecer sobre su piel.
Aullando de dolor, Tithian se defendió de la única forma que podía, mediante la identificación de cada uno de sus atacantes y la posterior recreación de su muerte. Utilizando el poder de la lente oscura, formó una docena de diferentes clases de utensilios asesinos: la daga utilizada para matar a los templarios que lo habían acompañado al desierto, los lazos de alambre con los que había estrangulado a confiados rivales, los venenos lentos que tan afablemente servía a las mujeres que lo rechazaban, las poco comunes cucarachas venenosas que había hecho deslizarse bajo la puerta de un odiado superior, incluso la tosca hacha utilizada en una ocasión para descargar su cólera sobre un sirviente indigno. Con cada ataque, un nuevo espíritu chillaba y desaparecía, con lo que quedaban un par menos de zarpas para arañarlo. De no haber sido por su propio sufrimiento, el monarca podría muy bien haber disfrutado con aquel encuentro con los espíritus.
Por fin, después de que Tithian recreara la daga que había hundido en la espalda de Kester sólo horas antes, únicamente quedaron dos espíritus: Bevus y otro al que no reconoció. Aunque su hermano seguía torturándolo, haciendo descender lentamente una zarpa por su espalda, el segundo espíritu permanecía inmóvil. No había hablado ni reído en ningún momento, y sus ojillos redondos y brillantes no ayudaban al monarca a identificar quién había sido. Tithian se devanó los sesos, intentando recordar a toda la gente que había asesinado y emparejándola después con los espíritus que había hecho huir, pero no se le ocurrió quién podía ser.
—Posees una memoria excelente para el asesinato —rio por lo bajo Bevus.
El rey apenas si lo oyó, de tan abrumado como estaba por el dolor. Desde la cabeza a los pies, su cuerpo no parecía sino un único y lacerante verdugón. Incluso las alas estaban tan enrojecidas y maltratadas que parecían la dobles crestas dorsales de un lagarto deforme. Se sentía mareado y enfermo a causa del dolor, y peligrosamente cerca de perder el conocimiento.
—¡Qué mala suerte que no puedas recordar cómo me mataste! —continuó Bevus—. A lo mejor se debe a que estabas tan atontado por la bebida.
Intentando abrirse paso por entre el dolor, Tithian recreó en su mente la enorme hacha de hoja de acero que había pertenecido a la familia Mericles durante años. La habían encontrado en el desierto varias semanas después del asesinato y se suponía que era el arma del crimen.
Bevus se limitó a soltar una carcajada.
—No fue el hacha, querido hermano —dijo, agitando el medio decapitado cuello de un lado a otro—. Tus amigos no me hicieron esto hasta después de muerto.
Tithian cerró los ojos en un nuevo intento de recordar lo que había sucedido esa noche. Él y los dos templarios habían sacado al propietario de las monturas de la cama, afirmando que tenían un encargo oficial para no tener que pagar por los kanks. Habían hecho galopar a los animales por las oscuras calles, pisoteando a media docena de desechos humanos demasiado borrachos para apartarse a tiempo; en la puerta de guardia, se habían jactado alegremente ante los guardas de que a su regreso serían hombres ricos, y luego se habían adentrado en el desierto. Después de eso…
No sema de nada. Tithian no podía recordar nada más.
El monarca miró en dirección al último espíritu.
—¿Estabas tú allí esa noche? —preguntó—. ¿Eras quizás uno de los centinelas de mi hermano?
—¡Idiota debilucho!
Tithian se quedó boquiabierto al descubrir la identidad del último remolino.
—¡Rey Kalak! —exclamó con voz ahogada—. ¡Yo no te maté!
—Claro que no. El honor pertenece a ese chacal de Agis, y a sus amigos —siseó el monarca, adoptando forma sólida. Aunque había estado casi a punto de convertirse en un dragón cuando Tithian lo había visto por última vez, asumió ahora la forma de un huesudo anciano de cabeza calva y escamosa y rostro enterrado bajo innumerables arrugas—. Te limitaste a traicionarme.
—¿Entonces, qué haces aquí? —inquirió Tithian.
—Vine a ver si debía ayudarte —contestó Kalak—. Pensé que a lo mejor podrías vengar mi muerte…, pero ya veo que eso es improbable. Sigues siendo tan cobarde como siempre. Si no puedes enfrentarte al asesinato de tu hermano, jamás asesinarás a Agis.
—¡Yo no maté a Bevus! —protestó Tithian, con una voz que el dolor había convertido en mero graznido—. A todos los demás sí, pero no a él.
—Yo sé lo que sucedió —bufó Kalak—. Invocaste mi magia…
—¡Rey Kalak, no! —protestó Bevus, extendiendo un brazo para acallar al anciano.
Kalak apartó la mano de un manotazo, y continuó dirigiéndose a Tithian.
—Cuando vi cómo matabas a tu hermano, Tithian, te consideré un auténtico asesino, mejor que ninguno desde Rajaat —dijo Kalak. Calló un instante, y luego sacudió la vetusta cabeza con repugnancia y estiró un brazo para coger el abollado aro de oro de la cabeza llena de verdugones de Tithian—. Pero me equivocaba. No mereces esto.
Kalak arrojó la corona a la bruma gris, y se volvió de nuevo hacia Bevus.
—Si realmente quieres torturar a tu hermano, sugiero que lo dejes marchar.
—¿Por qué tendría que ayudarlo? —quiso saber el espíritu.
—No lo estarías ayudando, idiota. Tithian no puede recordar haberte asesinado, y retrocede cada vez que tiene la oportunidad de matar a Agis —se burló el rey-hechicero—. Si un cobarde como él utiliza la lente oscura contra Borys, nada que puedas pensar será comparable a lo que el dragón le hará.
Mientras Kalak se desvanecía, Bevus se volvió para examinar el cuerpo torturado de su hermano.
—Creo que Kalak me subestima —dijo, extendiendo la mano hacia los ojos de Tithian—. ¿No crees?
El monarca volvió la cabeza a un lado a la vez que luchaba contra el dolor para mantener la mente despejada. Bevus empezó a hostigarlo, trazando dolorosos círculos alrededor de las cuencas de los ojos del rey, pero haciéndolo lo bastante despacio para que Tithian pudiera siempre desviar la cabeza a tiempo de salvar los ojos.
Mientras lo atormentaban, el monarca concentró todos sus pensamientos en salvarse. No intentó recordar qué había sucedido la noche de la muerte de Bevus, sino que se concentró únicamente en aceptar que la primera persona a la que había asesinado había sido su hermano menor.
Un manto nauseabundo de repugnancia de sí mismo envolvió a Tithian, y por un momento fue más consciente de él que del dolor físico que atormentaba su cuerpo. Sintió cómo unas tinieblas asquerosas surgían de su interior, saliendo de un escondrijo tan profundo y oculto que ni siquiera sabía que existiera. A medida que el culpable secreto salía a la luz, lo reconoció como la horrenda bestia que era; pero en lugar de retroceder lleno de repugnancia ante el terrible hecho, lo abrazó como parte de sí mismo.
De golpe, una plácida sensación de alivio cayó sobre Tithian. Comprendió lo que había sucedido aquella noche brutal, y por qué todo le había resultado tan fácil desde entonces: su ascenso a través de las filas templarías, su consolidación de la fortuna familiar, incluso la fortuita alianza que lo había convertido en rey. Y también comprendió por qué, cuando todo lo demás había fracasado y ningún tipo de traición o soborno podía conseguirle lo que deseaba, siempre había disfrutado con la opción final, insistiendo, siempre que resultara práctico, en realizar la ejecución con sus propias manos.
Ahora que pensaba en ello, la muerte de Bevus había sido el punto de partida para él. En ese momento había descubierto lo que realmente le gustaba en la vida, y su destino había aparecido ante sus ojos con toda claridad.
El monarca alzó los brazos para abrazar a su hermano, diciendo:
—Ven a mí.
Mientras lo decía, utilizó el Sendero para cambiar su cuerpo por la fantasmal apariencia de una mujer de edad madura, de cabellos canosos y brillantes ojos castaños, con una nariz delgada, mejillas bien definidas y una sonrisa severa y a la vez cariñosa.
—Sí, hijo mío —dijo Tithian, hablando con la dulce voz de su madre—. Dame un último abrazo antes de que nos digamos adiós.
Los brazos de Tithian se cerraron alrededor de los hombros de su hermano, y Bevus levantó los ojos con expresión aterrorizada.
—¡No! —gritó.
—Sí —respondió Tithian, apretando los labios contra la mejilla del joven. Al mismo tiempo, el rey levantó la mano y llamó a su estilete de hueso. Cuando el arma apareció en su mano, hundió la hoja entre los omóplatos de su hermano—. Adiós, Bevus.