7: la mesa de los Jefes

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la mesa de los Jefes

Bañados por la furia del sol rojo, Tithian y Agis se encontraban de pie sobre la superficie de pizarra de una mesa más grande que una plaza tyriana. El calor rebotaba sobre la negra superficie en letárgicas oleadas que producían ampollas en sus pies, quemaban sus labios y dejaban sus resecas gargantas inflamadas por la sed. Nymos yacía semiinconsciente a los pies del rey; su cuerpo reptiliano era incapaz de enfriar la sangre en esta ardiente temperatura. Junto al jozhal estaba Rester, balanceándose y peligrosamente cerca de caer también ella.

La tripulación de la nave se acurrucaba a poca distancia. A pesar de los esfuerzos del timonel para mantenerlos callados, los aterrorizados esclavos no dejaban de murmurar inquietos entre ellos y de lanzar nerviosas miradas por encima del hombro, hacia el lugar donde el extremo de la mesa sobresalía por encima de un acantilado cortado a pico que se alzaba más de trescientos metros sobre la nacarina bruma del Mar de Cieno.

Las paredes de una garganta montañosa flanqueaban ambos lados de la mesa. En cada una de las rocosas laderas se habían tallado un par de bancos de piedra, tan altos y anchos como las murallas de Tyr, y en estos bancos estaban sentados una docena de gigantes, todos ellos con cabezas macizas de aspecto humanoide caracterizadas por sus facciones granulosas y su áspera piel. Cada uno llevaba la tosca figura del tótem de su tribu —una oveja, cabra, erdlu, o animal doméstico similar— tatuada en la inclinada frente. La mayoría llevaban los cabellos y las barbas sujetos en las largas trenzas enmarañadas tan codiciadas por los fabricantes de cuerdas balicanos. Sus gritos encolerizados retumbaban de un lado a otro de la mesa como truenos, con tal potencia que Tithian sólo conseguía comprender la mitad de las palabras.

—Ya nos han ignorado durante bastante tiempo —refunfuñó Tithian.

El rey avanzó por la resquebrajada pizarra en dirección a la cabecera de la mesa, donde un gigante de rostro redondo se sentaba sobre un trono de basalto negro. Tallado de la estribación de un pico volcánico, el enorme asiento era tan grande como el mismísimo Palacio Dorado. Sobre la bien afeitada cabeza del titán descansaba un aro realizado con tres ramas trenzadas que formaba una guirnalda real de hojas marrones, que identificaba a su portador, supuso Tithian, como el monarca. Los ojos del gigante tenían una expresión estúpida e insulsa, con los párpados hinchados y los dos iris de un apagado tono marrón que únicamente cobraban vida cuando centelleaban enojados o maliciosos. De las infladas mejillas pendían enormes carrillos que colgaban sobre el cuello carnoso y se estremecían como una vela suelta cada vez que mostraba los aserrados dientes para hacer una mueca o reír.

Tithian había dado apenas media docena de pasos cuando los dedos de Agis se clavaron en su brazo.

—¿Qué es lo que haces? —inquirió el noble.

—Salvarnos —respondió el rey.

—Ya has hecho bastante —siseó Kester, dirigiéndole una mirada colérica mientras iba a reunirse con ellos—. No estaríamos aquí si no hubieras matado a mis flotadores de naves.

—No habría tenido que hacerlo, si no me hubierais encerrado en el calabozo, pero aquí estamos ahora —siseó a su vez Tithian. Volvió la cabeza hacia Agis y sus ojos se clavaron en los de él—. Te advertí que sería imposible recuperar la lente oscura sin mí. Ahora te mostraré por qué.

El rey se desasió de su mano con un violento tirón y siguió avanzando hasta detenerse junto a una jarra de arcilla que le llegaba a la altura del pecho. El gigante del trono no le prestó atención, y continuó dirigiéndose a gritos a un miembro de la tribu sentado cerca del centro de la mesa, a más de treinta pasos de distancia. Disimuladamente, Tithian giró la palma de la mano hacia el suelo y empezó a absorber la energía que necesitaba para lanzar un hechizo.

En las rocosas laderas situadas sobre las cabezas de los gigantes, verdes macizos de hoja de daga y bolas de cardos rodantes empezaron a marchitarse a medida que Tithian iba absorbiendo de sus raíces la fuerza vital. En un instante, todas las plantas situadas cerca de los gigantes se convirtieron en cenizas, lo que dejó las paredes del cañón tan negras y sin vida como la superficie de pizarra de la mesa.

La mano del gigante descendió como un kes’trekel sobre un cadáver abotargado por el sol. Agarró su jarra, vertió el contenido, derramando cinco galones de dorada aguamiel sobre la cabeza de Tithian, y luego colocó el recipiente sobre los hombros del monarca.

—¡Nada de magia! —tronó.

En el interior de la jarra, la ahogada voz resonó dolorosamente en los oídos de Tithian.

—¡Demasiado tarde! —siseó el rey.

El tyriano levantó las manos, arrancó un hilillo del extremo superior de su sotana, y luego lo arrolló a la punta de su dedo índice. Tras señalar al gigante con el dedo, pronunció su encantamiento y tiró del hilo para tensarlo más abajo del primer nudillo.

La voz del gigante volvió a resonar a través de la jarra, pero esta vez como un grito de sorpresa cuando la corona resbaló por su cabeza hasta el cuello y empezó a contraerse. Estallaron gritos de alarma por todas partes, y los gigantes se levantaron de un salto haciendo temblar la mesa. Tithian sonrió para sí y retorció los extremos del hilo, apretando el nudo hasta que el riego sanguíneo del dedo se interrumpió y este empezó a dar punzadas.

Tithian notó que levantaban la jarra.

—¿Es esta tu idea de ayudar? —inquirió Agis, arrojando el recipiente a un lado—. ¡Conseguirás que nos maten a todos!

—¿Te doy la impresión de ser una persona con tan poco interés por su propia vida? —replicó Tithian.

—A mí me das la impresión de ser un maníaco —rezongó Nymos. El menudo jozhal se balanceaba al lado del noble, agarrándose al cinturón de Agis con una mano de tres dedos para poder mantenerse en pie—. Ahora cancela tu hechizo, antes de que…

—¡Demasiado tarde para eso! —dijo Kester, tirando de los brazos a Nymos y a Agis para apartarlos—. ¡Echaos a un lado, a menos que queráis ser aplastados con él!

Tithian levantó la cabeza y descubrió que varios gigantes extendían los brazos hacia él con las palmas planas dispuestos a aplastarlo.

—¡Alto! —aulló Tithian—. ¡Si yo muero, muere vuestro jefe!

Tithian señaló el trono de basalto. La corona del soberano había casi desaparecido entre los pliegues de su corpulento cuello, y las mugrientas uñas del gigante abrían grandes surcos en la carne mientras intentaba pasar la punta de un dedo bajo las ramas que lo asfixiaban.

—¡Mientes! —rugió uno de los gigantes, un tipo larguirucho de barba y cabellos rojos—. ¿Cómo puedes matar a nuestro jalifa si estás muerto?

—Magia —respondió Tithian a la vez que levantaba el dedo con el hilo atado a él—. Si muero, este cordón se estrechará hasta que corte la punta de mi dedo. La corona de vuestro jalifa hará lo mismo, excepto que será su cabeza lo que corte en lugar de la punta de su dedo.

Varios gigantes bajaron las cabezas y contemplaron con atención el dedo levantado hacia ellos. Sus alientos cayeron sobre Tithian como un viento rancio, pero no mostraron intención de atacar.

—Eso está mejor —sonrió el rey—. Ahora…

Se vio interrumpido por una voz retumbante que procedía del otro extremo de la mesa.

—Deja ir al jalifa Mag’r, o barreré a tus amigos fuera de la Mesa de los Jefes.

Tithian echó una mirada por encima del hombro y vio que un gigante había colocado el enorme brazo a lo ancho de la mesa, y estaba listo para barrer a la atemorizada tripulación de esclavos de Kester fuera de ella y al interior del Mar de Cieno.

—No me importa lo que hagas con ellos —dijo el rey, volviendo la mirada hacia Mag’r. El rostro del jalifa había pasado del rojo al púrpura, y los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas—. No son amigos míos.

—¡Pero se trata de mi tripulación! —rugió Kester, avanzando hacia el rey—. Los necesito para hacer navegar La Víbora Fantasma.

—Las tripulaciones pueden reemplazarse.

—No aquí —observó Nymos, manteniéndose a cierta distancia—. Si esta es tu idea de cómo salvamos, eres un idiota.

—La tripulación es un inconveniente —replicó Tithian—. Si permitimos que los gigantes piensen que son importantes para nosotros, Mag’r los utilizará en contra nuestra.

—No pienso permitir que los sacrifiques —advirtió Agis—. Son seres vivos, igual que cualquier ciudadano de Tyr.

La mano del noble descendió hasta la cadera, donde su espada seguía colgada de la vaina. Los gigantes, a quienes preocupaban tan poco las espadas a escala humana como a un gladiador mul podía preocupar la daga de madera de un chiquillo, no se habían ni molestado en quitarles las armas.

—Siempre has dado demasiado valor a las vidas de los otros, Agis —dijo Tithian aflojando el cordel de su dedo—. Pero si es eso lo que quieres.

En cuanto el aro se aflojó, Mag’r deslizó un dedo tras las ramas trenzadas y arrancó la corona de su cuello. Arrojó la destrozada guirnalda a la ladera de la montaña y acto seguido se agarró el cuello con ambas manos entre jadeos y toses secas. Con cada espasmo de tos, lanzaba ráfagas de viento huracanado cañón abajo.

En el otro extremo de la mesa, el gigante retiró el brazo con el que había amenazado barrer a la tripulación de Kester, gesto que fue saludado con un murmullo de alivio por parte de los esclavos. Sin dedicarles más que una breve mirada, Tithian sacó una luciérnaga viva de su mochila y la aplastó sobre la hoja de su daga, luego absorbió veloz la energía que precisaba para lanzar otro hechizo.

Cuando terminó, el rostro de Mag’r ya había recuperado su color normal, y el gigante había recobrado el aliento. El jalifa bajó los ojos hacia Tithian.

—¡Te arrancaré los brazos y las piernas, un miembro cada día! —rugió mientras sus ojos llameaban coléricos—. ¡Desearás haber sufrido una muerte rápida, como tus amigos!

El gigante extendió la mano, y el rey arrojó su daga al aire al tiempo que pronunciaba su conjuro. El cuchillo interceptó la mano de Mag’r clavándose en uno de sus dedos, lo que provocó que el jalifa retirara la mano rápidamente hasta el pecho. Un resplandor de un tono verde amarillento brotó de la herida, arrancando un sonoro murmullo de asombrados comentarios alrededor de la Mesa de los J efes.

Mag’r intentó arrancar la daga del dedo, pero Tithian realizó un rápido gesto con la muñeca y la hoja se retiró por sí misma. Flotó en el aire a unos pocos centímetros del jalifa, lista para volver a clavarse.

—Mi daga es como la avispa solar —mintió Tithian, con los ojos fijos en Mag’r, que contemplaba el incandescente dedo en atónito silencio—. La primera picadura no produce lesiones graves, pero la segunda te hace sentir enfermo durante semanas. —Hizo una pausa para dejar que Mag’r considerase sus palabras, y añadió—: Y la tercera…, bueno, esperemos no tener que llegar a eso.

Mag’r desvió el dedo a un lado y lo mantuvo tan apartado como pudo del cuerpo.

—¿Quién eres? —inquirió—. ¿Por qué habéis venido a Mytilene?

Antes de que Tithian pudiera contestar, el titán situado a la izquierda de Mag’r gruñó:

—¡Ellos espías de los cabeza de bestia!

El gigante era lo que podía considerarse un anciano venerado entre los gigantes, con mechones grises enredados en las enmarañadas trenzas, enormes pliegues colgando sobre los lechosos ojos, y unas cuantas protuberancias de color marfil en el lugar donde en una ocasión había habido dientes. En la frente llevaba un tatuaje amorfo que podría haber sido un reptil, un águila o incluso una serpiente. El gigante pasó la arrugada mano por encima de los cautivos.

—Ellos venir a Mytilene a espiar nuestro ejército.

El gigante situado a la derecha de Mag’r contempló fijamente al trío y dijo:

—Claro que son espías. —Era mucho más grande que los otros gigantes reunidos alrededor de la mesa; su nariz ganchuda era tan grande como la silla de un kank y llevaba un chal negro echado sobre un ojo—. ¿Qué hacemos con ellos, jefe Nuta? —preguntó, levantando los ojos y mirando a su espalda—. ¿Aplastarles brazos y piernas?

Mag’r propinó tan tremendo puñetazo sobre la mesa que Agis y Kester perdieron el equilibrio y cayeron al suelo.

—¡No, Patch! —tronó, mientras sus preocupados ojos permanecían fijos en la daga flotante de Tithian—. No los torturaremos ni mataremos. Tengo una idea mejor.

Los gigantes callaron y miraron a su jalifa a la espera de una explicación. Cuando Mag’r no dijo nada y empezó a parecer incómodo, el jefe Nuta entrecerró los ojos y preguntó:

—¿Qué idea?

Decidiendo que había llegado el momento de hacer un favor al gigante, Tithian dijo:

—Como sin duda ha notado ya el jalifa Mag’r, no somos espías de los cabeza de bestia.

Mag’r sonrió y asintió con la cabeza.

—Es cierto —dijo, dedicando una mueca burlona a Nuta—. Son espías de Balic.

Un murmullo excitado recorrió todo el cañón, y Mag’r sonrió triunfal.

—¿Entonces qué hacemos? —quiso saber Patch—. ¿Despellejamos vivos a los espías, y luego arrasamos Balic?

—No —se encolerizó Nuta, descargando las enormes manos sobre el borde de la mesa, lo que provocó una terrorífica onda expansiva bajo los pies de Tithian. El gigante se incorporó apoyándose en las manos y se inclinó al frente para que su rostro quedara más cerca del de Patch—. Baüc no tiene nuestro Oráculo. Son los cabeza de bestia los que quieren impedir que nuestro Oráculo regrese a nosotros. —Nuta señaló a Tithian y a sus compañeros, y añadió—: Matamos a los espías, y luego atacamos Lybdos.

Patch retrocedió ante el repentino enojo del otro gigante más anciano, luego se serenó y contempló a Nuta con expresión amenazadora. Apoyando las manos violentamente sobre la superficie de pizarra, se levantó y se inclinó también hacia adelante, apretando el rostro contra el de Nuta. Por primera vez desde que los colocaran sobre la mesa aquella mañana, Tithian y sus compañeros se vieron resguardados de los poderosos rayos del sol rojo, aunque a juzgar por las coléricas expresiones de los dos monumentales rostros que tenían encima, se encontraban a la sombra de una tormenta.

—Se suponía que los balicanos no iban a tomar partido —rezongó Patch, con el ojo bueno llameando de rabia. A juzgar por su tono picajoso, a Tithian le dio la impresión de que Patch estaba más interesado en discutir con Nuta que en presentar su propio punto de vista—. Les cortaremos los pies y las manos a estos espías, y luego atacaremos Balic. —Una sonrisa maliciosa apareció en sus labios, y paseó la mirada por los otros jefes reunidos alrededor de la mesa—. Saquearemos Balic y robaremos todas las cosas buenas que tiene —concluyó, y sus palabras arrancaron un coro de asentimiento a los otros gigantes.

—¡No! —gruñó Nuta.

Tithian tuvo una fugaz impresión de un puño enorme que se alzaba en el lado de Nuta, pero sólo tras agazaparse a un lado para quedar fuera de su trayectoria se le ocurrió advertir a sus compañeros, y cuando lo hizo ya era tarde. El puño del jefe Nuta pasó rozando a Agis y Kester, a quienes hizo rodar por la mesa, y acertó a Patch en toda la mandíbula. Los dientes del gigante más joven entrechocaron con el crujido de una catapulta al disparar, y su mandíbula se hundió hacia atrás. Se tambaleó, a punto de caer de espaldas, y la cabeza se derrumbó hacia adelante. Dientes del tamaño de rocas y grandes cantidades de sangre brotaron de su boca para derramarse sobre el rey y sus compañeros.

—¡Cuidado! —gritó Tithian.

Agarró a Nymos del brazo y se lanzó en dirección al lado que ocupaba Mag’r en la mesa, vislumbrando mientras lo hacía cómo Agis y Kester rodaban en dirección opuesta. La inmensa cabeza de Patch se estrelló contra la mesa con un crujido ensordecedor. Tithian y el jozhal salieron rebotados por el aire varios metros, y cuando volvieron a caer la pizarra todavía retumbaba.

—¡Me salvaste! —jadeó Nymos con un tono de voz más sorprendido que agradecido—. ¿Por qué?

—Porque no ganaba nada dejándote morir —respondió conciso el rey. Se puso en pie, añadiendo—: Además, sirve a mis propósitos mantenerte con vida. Me resulta tan imposible como a Agis llegar a Lybdos solo.

Sin más comentarios, Tithian giró sobre sí mismo y se encontró con la figura inconsciente de Patch caída sobre la mesa. El chal que cubría el ojo malo se había desplazado para ir a cubrir el bueno, y la única cosa visible bajo las espesas cejas del gigante era el agujero cicatrizado que aparecía en el lugar que había ocupado el ojo que faltaba. Los agrietados labios estaban separados más de treinta centímetros, mostrando un puñado de dientes rotos y dejando que espumarajos de sangre fluyeran por una de las comisuras.

—¿Agis? —llamó Tithian—. ¿Estás bien?

Kester sacó la cabeza por encima de la espalda del gigante.

—¿No está ahí?

Tithian examinó la zona a su lado del inconsciente gigante, en busca de un brazo o una pierna que sobresalieran de debajo del inmenso pecho. La abrasadora superficie de la mesa empezaba ya a calentar la sangre de Patch, llenando el aire con un fuerte olor metálico. En el rojo estanque yacían ratones, varis y otros parásitos atontados que el impacto de la caída había hecho salir despedidos del cuerpo del titán. El rey no vio la menor señal de su amigo por ninguna parte.

—Escucho unos gemidos en esa dirección —indicó Nymos. Sostenía una pequeña concha en forma de espiral junto a la hendidura que le servía de oído y señalaba en dirección a la cabeza de Patch.

Kester desapareció de la vista, y al poco rato la cabeza del gigante empezó a balancearse a un lado y a otro mientras ella intentaba levantarla. Por los sonoros bufidos y gruñidos que la mujer dejaba escapar, Tithian no creyó que consiguiera levantarla lo suficiente, ni siquiera con su ayuda.

El monarca levantó la cabeza hacia Nuta y ordenó:

—Levanta la cabeza de Patch para que podamos recuperar a nuestro amigo.

—Nuta estruja a ti —se mofó el gigante a la vez que extendía la mano para cumplir la amenaza.

Tithian se escabulló dando dos volteretas que lo llevaron hasta el inmóvil antebrazo de Patch. Sacó una vara de cristal de su mochila, preparándose para lanzar un hechizo, pero lo detuvo el contacto de una mano humana sobre el hombro.

—Eso no será necesario —dijo la voz sin aliento de Agis—. Y no veo cómo vas a mantener tu promesa de salvarnos enojando a los gigantes.

El rey miró por encima de su hombro y vio al noble de pie en el pliegue del codo del gigante. Estaba cubierto de sangre, pero aparte de eso no parecía encontrarse en malas condiciones.

—¿No estás herido?

—Gracias a Kester —respondió el noble—. Levantó la cabeza de Patch lo suficiente para que pudiera arrastrarme fuera. Un rato más, y me habría asfixiado.

—¡Cuidado! —gritó Kester, desde el otro lado del gigante.

Agis desenvainó la espada, y Tithian levantó los ojos y se encontró con la mano de Nuta que descendía hacia su cabeza. El arma del noble corrió a interceptar el ataque y se hundió profundamente en la enorme palma. El gigante lanzó un rugido estremecedor y retiró el miembro herido.

La espada de Agis quedó clavada en los gruesos nervios del gigante y no se soltó, de modo que Agis, que seguía aferrado al arma, se vio levantado de la mesa. Tithian lo sujetó por los tobillos, e incluso entonces fueron levantados por los aires varios metros antes de que la hoja se soltara. Volvieron a caer sobre la mesa, acompañados por los atronadores juramentos de Nuta y las aún más estruendosas risotadas de los otros gigantes.

—¿Lo ves? —inquirió Tithian, saliendo del charco de sangre en el que había caído—. Hacemos falta los dos para manejar a estos gigantes.

—Yo no diría que los estás manejando —comentó Nymos con el hocico arrugado en expresión de disgusto mientras vadeaba por entre la sangre de Patch—. Hasta ahora, sigues vivo de milagro.

Tithian iba a devolverle una respuesta sarcástica, pero la atronadora voz de Nuta lo interrumpió.

—¡Reíd, estúpidos! —aulló el jefe, paseando una mirada colérica por toda la mesa dirigida a los gigantes que se reían de él—. ¡Si atacamos Balic en lugar de Lybdos, los cabeza de bestia mantendrán a nuestro Oráculo encerrado en Lybdos para siempre!

Esto acalló a los reunidos al instante, y el gigante situado en el otro extremo de la mesa dijo:

—Nuta tiene razón. Es nuestro turno de guardar el Oráculo, nuestro turno de ser listos, pero esos cabeza de bestia saram quieren que el Oráculo se quede con ellos. Simplemente quieren que nosotros los joorsh seamos cada vez más y más tontos… ¡hasta que incluso los enanos sean más listos que nosotros!

Agis enarcó una ceja, y Tithian comprendió que también su amigo encontraba curiosamente familiares los nombres de las tribus. Jo’orsh y Sa’ram eran los caballeros enanos que habían robado la lente oscura de la Torre Primigenia. La similitud entre sus nombres y los de las dos tribus difícilmente podía ser una coincidencia, pero el rey no tenía tiempo para especular sobre esta relación.

Otro gigante señaló a Tithian y Agis.

—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó—. No podemos simplemente matar a los espías de Balic. También debemos castigar a la ciudad por enviarlos.

Tithian se volvió de cara al gigante.

—Puedo solucionar ese problema por ti —dijo—. No somos espías balicanos, ni tampoco espías saram. Vinimos a ayudaros.

Sus palabras provocaron una crisis de risas histéricas entre los gigantes. La tempestad de carcajadas atronadoras no sonó muy diferente de una tremenda avalancha de rocas.

—¿Qué crees que estás haciendo? —exigió Kester, trepando por el cuello de Patch—. Conseguir que nos dejen con vida ya será bastante difícil sin llenar sus cabezas con tales tonterías.

—No es una tontería —siseó el rey—. Y tenemos una mejor oportunidad con mi estrategia que si suplicamos por nuestras vidas como esclavos aterrorizados.

—¿Qué sabes tú sobre negociar con gigantes? —preguntó Nymos.

—Más de lo que tú sabes sobre negociar con monarcas —respondió Tithian—. Dudo que ninguno de vosotros hubiera podido convencer al rey Andropinis para que le dejara la flota. —Cuando nadie rebatió su afirmación, miró a Agis y añadió—: Si quieres salir con vida, deja que me haga cargo.

El noble asintió con la cabeza de mala gana, luego siguió de cerca a Tithian cuando este avanzó hacia Mag’r. El jalifa alzó una mano para acallar a sus risueños compatriotas, y luego preguntó:

—¿Tienes más chistes que contar antes de que os mate?

—Teniendo en cuenta las circunstancias, esperaba que los clanes de los joorsh agradecerían que se les ayudara —replicó Tithian.

—¿Qué podéis hacer para ayudarnos? —rio entre dientes el gigante, mientras señalaba con gesto despectivo la refulgente daga de Tithian—. ¿Taladrar un agujero en el castillo de los saram con tu aguja voladora?

—Claro que no —respondió Tithian—. ¿No te has enterado de cómo mi flota atrajo a los saram al estrecho de Baza, donde aniquilamos a muchos cabeza de bestia?

Un gigante sentado a la izquierda de Nuta gritó:

—¡Perdiste muchos barcos! —Levantó todos los dedos de ambas manos para que sus compañeros los vieran, y volvió a mirar a Tithian—. El clan de la Oveja observó toda la batalla. No ganaste.

El jefe que había hablado no era en absoluto un ejemplar poderoso de su raza. Tenía unas extremidades tan enjutas como los troncos de los árboles de pharo, y las mejillas hundidas de alguien que pocas veces se acuesta con el estómago lleno. El tatuaje de su frente representaba la escuálida figura de una oveja.

—Nuestro objetivo no era ganar —dijo Tithian—. Era simplemente atraer a los cabeza de bestia al combate, de modo que una fuerza más poderosa pudiera tenderles una emboscada fuera de la protección de su castillo. Al parecer, nos equivocamos al pensar que el clan de la Oveja tendría el valor suficiente para aprovechar nuestro plan.

El jefe del clan de la Oveja frunció el entrecejo malhumorado ante la afrenta, y arrancó una roca de la ladera que tenía a su espalda.

—¡Los Oveja son tan valientes como cualquier otro clan! —bramó, levantando el brazo.

—¡Tus insultos harán que nos maten a todos! —siseó Agis.

El noble se acurrucó con las piernas flexionadas, dispuesto a ponerse rápidamente a cubierto, pero Mag’r se puso en pie al instante.

—¡Orí! —rugió el jalifa—. ¡Deja esa roca!

Tithian tiró de Agis para que se incorporara del todo.

—No debes mostrar miedo —dijo, dirigiendo una sonrisita burlona a su amigo—. Nos hace parecer débiles.

Tras esto Tithian dedicó a Orí una mirada autoritaria. El gigante volvió la cabeza, y luego arrojó la roca, que rodó por el cañón hasta ir a caer al Mar de Cieno.

—Nadie me dijo que ayudara a los barcos balicanos —refunfuñó Orí, dirigiendo una mirada arrepentida a Mag’r—. Pero lo habríamos hecho. No nos asusta luchar.

Mag’r aceptó la disculpa con un gruñido, luego regresó a su asiento y clavó la mirada en Tithian.

—El rey Andropinis prometió mantenerse al margen de nuestra guerra. ¿Por qué atacó a los saram?

—No lo hizo —respondió Tithian.

Mag’r frunció el entrecejo al oír esto.

—Pero dijiste…

—Que mi flota atacó a los saram —corrigió Tithian—. Y yo no soy balicano.

—Miente, jalifa —dijo Orí—. Esa era una flota balicana, o yo soy el jefe del clan de la Iguana.

Eran naves balicanas —admitió Tithian—. Se las alquilé al rey Andropinis. Pero era una flota tyriana, puesto que estaba a mi mando, y yo soy el rey Tithian de Tyr.

—Barcos salieron de Balic —intervino Nuta—. De modo que barcos son balicanos, no importa lo que tú seas.

—Puede, y puede que no —dijo Mag’r al tiempo que levantaba una mano para acallar al jefe—. Digamos que la flota era tyriana, rey Tithian. ¿Qué interés tiene Tyr en atacar a los saram?

—La vuestra no es la única tribu a la que han robado —respondió el rey—. Tienen algo tan valioso para mi ciudad como lo es el Oráculo para los joorsh.

—¿Qué es? —exigió Nuta.

—Sería un estúpido si te dijera eso —sonrió Tithian—. A lo mejor decidirías que lo quieres para ti. Pero por lo que he oído aquí hoy, parece claro que los cabeza de bestia acaparan personas y objetos que poseen una magia poderosa. ¿Para qué?, me pregunto, ¿para gobernar el Mar de Cieno?

Un profundo silencio se apoderó del cañón; entonces Mag’r bajó la cabeza para estudiar al rey y a sus compañeros más de cerca.

—Nadie gobierna el Mar de Cieno —dijo.

—No ahora, quizás —respondió el rey—. Pero con lo que robaron de Tyr… —dejó la frase sin terminar, y tras una pausa añadió—: Digamos que sería mejor tanto para vuestra tribu como para mi ciudad el trabajar juntas para aseguramos de que no se lo quedan.

Los jefes gigantes intercambiaron comentarios en voz baja mientras estudiaban a Tithian y meneaban la cabeza con suspicacia. Mag’r dejó que los murmullos continuaran un poco más, y luego dijo:

—Es una buena historia, pero no tengo motivos para creerte.

—A lo mejor nos creerías si supieras que el artefacto provenía de la Torre Primigenia —dijo Agis.

Tithian se encogió asustado, ya que el noble jugaba con el hecho de que sólo porque sus tribus llevaban el nombre de los ladrones que habían robado la lente oscura de la Torre Primigenia, los gigantes sabrían lo que era la torre. No obstante, la estrategia de Agis pareció dar resultado. Una tormenta de preocupados murmullos planeó sobre la reunión de gigantes, y Mag’r contempló a sus cautivos con severidad y recelo.

—¿Qué sabéis de la Torre Primigenia? —exigió.

—Muy poco, excepto que las leyendas afirman que mi amuleto salió de allí —mintió Tithian. Dirigió una mirada enojada a Agis, y luego utilizó el Sendero para enviar un mensaje.

Ha sido una jugada atrevida, pero innecesaria. Tengo las cosas totalmente bajo control.

Lo creeré cuando nos dejen ir, respondió el noble. A pesar del acerbo comentario, Agis no expresó más dudas.

Al ver que el jalifa Mag’r aceptaba su explicación sin más preguntas, Tithian continuó:

—Andropinis me prestó una flota porque creyó lo que le dije. Si él estaba tan preocupado que arriesgó sus barcos, quizá también vosotros deberíais preocuparos. Los saram os tienen que conquistar a vosotros antes de capturar Balic.

—¡Nadie conquistará a los joorsh! —protestó Orl.

Otros muchos gigantes proclamaron a gritos su conformidad, pero Mag’r permaneció pensativo y estudió a sus jefes durante un buen rato. Por fin, levantó la mano para pedir silencio y miró a Tithian con algo que no era rencor en sus ojos.

—¿Si os dejamos vivir, cómo nos ayudaréis a derrotar a los saram? —inquirió el jarifa.

—Eso lo hemos de decidir juntos —respondió Tithian con una sonrisa conciliadora—. A lo mejor tu ejército puede atraer a los saram al combate mientras nosotros nos deslizamos al interior de su castillo. Robaremos lo que venimos a buscar, a la vez que rescataremos el Oráculo para vosotros.

Mag’r negó con la cabeza.

—Tendremos que pensar en otro plan. Sois demasiado pequeños para transportar el Oráculo.

Tithian lanzó un suspiro de alivio.

—No te preocupes por eso. Juntos, Agis y yo podemos levantar incluso al mayor de los gigantes aquí reunidos —dijo, posando una mano sobre el hombro de Agis—. ¿No es así, amigo mío?

—Si es necesario —respondió el noble al tiempo que se apartaba de la mano del rey.

Pero eso no significa que seamos amigos, añadió en silencio.