3: Nymos
3
Nymos
Agis se encontraba en el extremo del muelle, escudriñando el puerto. A lo lejos, un fantasmal bosquecillo de velas empezaba a desaparecer de la vista, envuelto por la distancia y un lóbrego sudario de polvo que hendía la superficie de la bahía como la niebla en tierra firme. El sol apenas si se había alzado en el cielo, proyectando zarcillos de luz sanguinolenta sobre la neblina esmeralda del cielo matutino, y sin embargo la flotilla ya se encontraba al otro extremo de la ensenada. El noble estaba convencido de que el fugitivo rey de Tyr navegaba en una de aquellas naves.
Agis había entrado en Balic la noche anterior, tras dejar a Fylo a varios kilómetros de distancia de la ciudad. Nada más llegar había iniciado la búsqueda de Tithian. Después de sobornar a docenas de mendigos para que contestaran a sus preguntas, había conseguido seguir la pista de su presa primero hasta la ciudadela del rey-hechicero y luego hasta la zona portuaria. El rastro había terminado allí, y el noble había pasado más de una hora intentando volver a encontrarlo. Por fin averiguó que, por primera vez en un año, una flota militar balicana había zarpado a primeras horas de la noche. Puesto que se había visto a Tithian viajar desde el Palacio Blanco al puerto, la partida había parecido más que una coincidencia, y Agis había concluido que el rey de Tyr navegaba con la flotilla.
El noble inició la retirada del muelle. Había loes de color nacarado amontonado contra el lado occidental del muelle en tales cantidades que se desparramaba por encima de la pasarela de piedra y no permitía diferenciar fácilmente el embarcadero de los abismos de cieno que atravesaba. Al final de la dársena, un seto de rotania amarilla discurría por todo el reborde del muelle, y sus largas ramas servían de tosca barrera contra el polvo.
Mientras se encaminaba al final del espigón, se encontró con un grupo de hombres de aspecto rudo sentados sobre unos cajones de embalaje. Conversaban en voz baja entre ellos mientras trenzaban cuerda y reparaban aparejos de navegación. Llevaban bocas y narices cubiertas con pañuelos para protegerlas de las ráfagas de polvo, y sus ojos parecían forzados a un bizqueo permanente.
—Saludos, extranjero —dijo uno, dirigiéndose a él en la lengua utilizada en todo Athas para el comercio pero con un marcado acento balicano. Aunque sus ojos se levantaron hacia Agis cuando le habló, los gruesos dedos siguieron su rítmico movimiento, retorciendo tres hilos de cordón negro para formar una cuerda—. ¿Estás interesado en alquilar una embarcación?
—Puede —respondió Agis.
—Antes de contratar a Salust, echa una mirada a su bote —intervino otro, con unas amplias mejillas rojas que sobresalían por encima de la polvorienta máscara—. Mi propio madero flotante se encuentra dos naves más allá. Es una embarcación tan buena para surcar el polvo como cualquier otra que puedas encontrar en este puerto.
El hombre indicó el lado izquierdo del malecón. Allí, docenas de botes yacían esparcidos a lo largo de la orilla de la bahía, las velas arriadas y las orzas de deriva levantadas para que los cascos pudieran descansar planos en el polvo. Todos estaban semienterrados, con enormes montones de cieno apilados contra las altas bordas. En muchos casos, el loes se había desparramado por la parte superior de modo que llenaba los compartimientos del pasaje y daba a las embarcaciones todo el aspecto de desechos.
—No estoy muy seguro de querer alquilar ninguno de esos botes —observó Agis.
—Si vas a robar uno, coge el de Marda —apostilló Salust, clavando la mirada en el hombre de las mejillas coloradas—. Nos harías a todos un favor, en especial a su familia. De esa forma no perderán a su padre cuando hunda su bote en un sumidero.
Las palabras provocaron un torrente de risas en los otros hombres, quienes animaron a Salust y Marda mientras estos continuaban intercambiando insultos. Agis no prestó demasiada atención, ya que sus pensamientos se concentraban en asuntos más importantes.
—¿Puede alguno de vuestros botes alcanzar a la flota que zarpó esta mañana? —interrumpió.
La pregunta acalló al grupo.
—¿Para qué querrías hacerlo? —preguntó Marda.
—Un criminal de mi ciudad zarpó en uno de esos barcos —explicó Agis—. Tengo que llevarlo de vuelta a Tyr para que responda de sus crímenes.
—Deja que se marche —dijo Salust— Te prometo que ya encontrará un buen castigo con la flota.
—¿Qué quieres decir?
—Los gigantes…
Antes de que Marda pudiera dar más explicaciones, una pareja de templarios balicanos penetraron en el muelle, dejando una escolta de seis semigigantes a su espalda junto al seto de rotania. Los marineros callaron de inmediato y clavaron los ojos en su labor.
Cuando los templarios llegaron junto al grupo, uno de ellos señaló a Agis con la mano.
—Tú, ¿cuánto hace que estás en Balic? —Se trataba de una mujer de mirada dura y facciones agrias y toscas.
—Deja que piense —respondió el noble—. ¿Cuánto tiempo hace ya? —Se frotó la barbilla en un intento de ganar tiempo mientras se preparaba para utilizar el Sendero. La energía fluyó lentamente de su nexo, ya que se sentía aún débil a causa de los daños sufridos durante su combate mental con Fylo.
—Si has estado aquí más tiempo del que puedes recordar, entonces sin duda podrás decirnos dónde te alojas —sugirió el segundo templario, un hombre de ojos azules y rizados cabellos rubios.
Agis indicó vagamente en dirección a la entrada del puerto, donde había visto una posada enorme que ocupaba toda una manzana. No habló, sin embargo, ya que no estaba seguro de cuál sería el nombre del establecimiento. Al igual que en la mayoría de las ciudades de Athas, el rey-hechicero de Balic negaba a los ciudadanos corrientes el derecho a aprender a leer. En consecuencia, los letreros comerciales de la ciudad mostraban símbolos que sugerían el nombre del establecimiento pero sin facilitarlo en realidad. Así pues, aun cuando Agis recordaba que en la pared de la posada pendía la talla de un león tumbado sobre su espalda, no tenía forma de saber si el nombre era El León Muerto, El Felino Dormido o algo totalmente distinto.
Al ver que Agis no ofrecía el nombre, la mujer templario insistió:
—Debe de haber docenas de posadas en esa dirección. ¿Cuál?
—Pensaba en El León —dijo Agis con la esperanza de que el nombre abreviado fuera suficiente.
La mujer entrecerró los ojos, pero, antes de que pudiera exigir más detalles, Marda interpuso:
—Se refiere a La Espalda del León, señora.
—No te hemos preguntado a ti —le espetó el acompañante de la mujer.
—Lo siento —se disculpó Marda, bajando los ojos—. Sólo quería ayudar. He encontrado allí a milord muchas mañanas.
La actitud de ambos templarios se tornó menos tensa, y ambos intercambiaron un encogimiento de hombros. La mujer se dirigió luego a Marda.
—Dejaremos pasar tu falta en esta ocasión, pero infórmanos si ves a otros forasteros en la zona. Un tyriano dejó a su gigante en los campos de lord Balba, y el muy zoquete se niega a marchar. Lord Balba ofrece cinco monedas de plata a cualquiera que entregue en su casa a ese sinvergüenza.
Dicho esto los templarios regresaron junto a su escolta. Tan pronto como abandonaron el muelle, cada uno de los marineros del grupo escupió a la bahía.
—Os doy las gracias por protegerme —dijo Agis, secretamente divertido por la idea de un lord balicano intentando convencer al tozudo Fylo para que abandonase sus tierras.
—No te protegíamos —contestó Marda—. Devolvíamos al rey el maltrato a que nos somete.
—Andropinis sólo deja que cinco de nosotros salgamos del puerto en un mismo día —añadió Salust—. Y, cuando regresamos, sus templarios confiscan la mitad de nuestro cargamento. —Indicó con la cabeza en dirección a la orilla, donde las cabezas y hombros de los templarios sobresalían por encima del seto de rotania mientras se alejaban calle abajo.
—Aranceles —refunfuñó otro marinero. Una vez más, todos escupieron a la bahía.
Agis asintió dándoles la razón.
—¿Podría tu madero flotante alcanzar a la flota que transporta a mi criminal? —le preguntó a Marda.
—El mío no —el marino meneó la cabeza—, ni tampoco la embarcación de ninguno de los presentes. Pero puedes tener la seguridad de que nadie de esa flota, incluido el hombre que buscas, vivirá para volver a pisar tierra firme. Los gigantes se ocuparán de ello.
—Quizá, pero eso no satisfará a las personas a las que ha perjudicado —replicó Agis—. Debo llevarlo de vuelta para que rinda cuentas ante aquellos cuyas leyes ha violado.
—Entonces tendrás que contratar a un contrabandista —repuso Salust—. No resultará tarea fácil para un extranjero.
Agis introdujo la mano en la bolsa que llevaba bajo la capa y sacó una moneda de plata.
—A lo mejor podrías ayudarme…
—Podría mostrarte dónde buscar —dijo Salust, extendiendo la mano para tomar la moneda.
Marda lo obligó a bajar la mano de un manotazo.
—No malgastes tu plata, forastero. No puedes confiar en ningún contrabandista que esté asociado con alguien como Salust. —Señaló en dirección a uno de los muchos edificios del atestado malecón del puerto—. Si quieres encontrar a uno que no te rebane el pescuezo para quedarse con las monedas de tu bolsa, ve a la taberna La Vela Arriada y pregunta por Nymos. Conoce esta parte del puerto mejor que la mayoría.
—Muchas gracias.
Agis hizo intención de entregar la moneda a Marda, pero el marino negó con la cabeza.
—Guárdala para Nymos —dijo, dirigiendo una sonrisita satisfecha a Salust—. La necesitarás.
El noble volvió a guardar la moneda de plata en la bolsa, y abandonó el embarcadero para penetrar en la concurrida calleja lateral del muelle. A pesar de la mampara de rotania para detener el avance del cieno, varios centímetros de loes cubrían las pasarelas, y había tanto polvo pegado a los letreros de los edificios que Agis apenas si podía distinguir los dibujos grabados en sus superficies. No obstante, por regla general era capaz de adivinar la índole del negocio ante el que pasaba con una simple mirada a su interior. En las tiendas de aparejos, sogas, velas, remos, poleas y un millar de artículos similares colgaban suspendidos del techo, de modo que la clientela se veía obligada a inclinarse o a apartar a un lado la mercancía para pasar. Los almacenes contenían enormes fardos de cabello de gigante sin torcer, montones de maderos cortados de cualquier forma, pilas de lana recién esquilada, y casi cualquier producto por el que se pudiera obtener algún beneficio comercial. Únicamente las tabernas no parecían muy concurridas, con las puertas cerradas y los postigos de las ventanas bien sujetos para protegerse de las fuertes rachas de polvo.
Agis llegó ante un letrero en el que aparecía la imagen de una vela arriada sobre un peñol. Al igual que las otras tabernas, también esta parecía cerrada, pero el noble oyó el sonido de sillas que arañaban el suelo de piedra al ser apartadas por alguien que limpiaba el suelo. Llamó a la puerta y retrocedió un paso para esperar.
Al cabo de un momento, un hombre sin afeitar con un estómago enorme y una nariz roja entreabrió la puerta y atisbo al exterior. En una mano sostenía una escoba y en la otra, una espada de hueso afilado.
—¿Sí?
—Se me ha dicho que pregunte por Nymos —respondió Agis.
—Tengo algo para él —siguió el noble, sacando una moneda de plata de su bolsa.
El rostro del tabernero se iluminó.
—Bien —dijo al tiempo que arrebataba la moneda de la mano de Agis—. Cogeré esto a cuenta de lo que me debe.
Tras esto, el hombre abrió la puerta por completo y, haciéndose a un lado, indicó al aristócrata que ascendiera una escalera situada al fondo de la estancia.
—Lo dejo estar en el tejado. Mantiene alejadas a las aves.
Agis subió la escalera y fue a salir al tejado del mesón. Se trataba de una superficie relativamente llana de arcilla cocida, circundada por un muro que le llegaba hasta la cintura y cubierta de jarras de broy hechas pedazos. En una esquina, los huesos blanqueados por el sol de cientos de gaviotas tolvaneras se amontonaban alrededor de una ennegrecida marca de un pequeño fuego para cocinar, con una jarra de agua y unas pocas piezas de loza desportillada dispuestas no muy lejos. A poca distancia, un toldo de piel sin curtir colgaba sobre un nido de paja gris.
Ante la pared más cercana se encontraba un jozhal. El menudo reptil bípedo tenía la delgada cabeza inclinada a un lado, y sostenía una mano de tres dedos junto a la ranura de su oído como si escuchara algo procedente de la calle. Tenía un hocico alargado lleno de dientes finos como agujas, un cuello sinuoso coronado por una dentada cresta de piel y una larga cola enjuta. En contraste con los huesudos brazos, las piernas eran enormes y fornidas, cada una terminada en un pie de tres garras. Sus ojos aparecían cubiertos con la lechosa película de la ceguera, y la mano libre descansaba sobre un delgado bastón de paseo.
—El mesonero dijo que encontraría a Nymos aquí arriba —dijo Agis, colocándose junto al reptil.
El jozhal dio un brinco como si alguien le hubiera gritado al oído, al tiempo que hacía girar el bastón para defenderse.
Agis interceptó el golpe y agarró el bastón para impedir que la criatura volviera a atacar. Al hacerlo, el noble entrevió cómo el reptil deslizaba una pequeña concha en forma de espiral en una bolsa de piel de su estómago.
El jozhal liberó el bastón de las manos de Agis.
—Soy Nymos —refunfuñó—. ¿Qué es lo que quieres, tyriano?
El noble sacó una segunda moneda de plata de su bolsa y la colocó en la menuda mano de Nymos.
—Marda dijo que esto te sería de utilidad —respondió, suponiendo que el jozhal lo había identificado por el acento—. Busco a un contrabandista con una embarcación veloz que pueda seguir a la flota que partió antes del amanecer.
Nymos frotó la moneda entre los tres dedos de la mano.
—Te costará más que una moneda de plata.
—Te daré otra cuando encuentre a un capitán que me guste —replicó Agis, preguntándose cómo podía saber el ciego reptil que sostenía una pieza de plata en lugar de una de oro o de plomo.
Nymos dejó caer la moneda al interior de la bolsa de su estómago.
—Me interesa más la magia —anunció—. ¿No tendrás nada que esté encantando, verdad?
—No tengo nada de eso —repuso Agis—. No soy un hechicero.
El jozhal olfateó el morral de Agis y la bolsa que pendía de su cinturón, y luego meneó la cabeza con repugnancia.
—Es como intentar exprimir agua de una piedra —bufó—. Esperaba que alguien con tu reputación poseyera una daga hechizada o algo parecido.
—¿Mi reputación?
—Desde luego. Incluso en Balic, los bardos cantan sobre el noble que luchó para liberar a los esclavos de Tyr: Agis de Asticles.
El aristócrata se quedó boquiabierto.
—¿Qué te hace pensar que soy yo?
El jozhal extendió la huesuda mano.
—Las respuestas valen dinero.
Con una mueca de enojo, Agis le entregó otra moneda.
—Las calles están llenas de templarios que buscan al tyriano que dejó a su gigante en los terrenos de lord Balba —explicó el jozhal.
—Eso he oído, pero esa no es la respuesta por la que he pagado.
—Tu gigante es menos discreto con los nombres de lo que debiera —respondió Nymos—. En especial teniendo en cuenta quién eres.
—Soy tyriano, pero eso no significa que sea ese. Debe de haber cientos de hombres de Tyr en esta ciudad. Cualquiera de ellos podría ser Agis de Asticles.
—Cierto —contestó el jozhal—. Pero sospecho que Agis es el único con un motivo para seguir a Tithian. —Al mencionar el nombre del rey, Nymos extendió la mano en demanda de otra moneda.
—Para ser alguien que cobra tanto, vives en la miseria —observó Agis mientras le tendía otra pieza de plata.
—Mi información no es siempre tan valiosa. Además, siento una cierta debilidad por el broy. —Nymos deslizó la moneda en el interior de su bolsa y añadió—: Oí por casualidad al sumo templario de la flota balicana, Navarch Saanakal, cuando escoltaba a un tyriano hasta su buque insignia. Se dirigió al hombre llamándolo rey Tithian.
—Tendrás que hacerlo mejor para obtener la próxima moneda. Ya sabía que Tithian se encontraba embarcado en la flota antes de venir aquí —protestó Agis—. ¿Abandonó Balic tan deprisa porque sabía que yo estaba aquí?
—Me pides que haga conjeturas —dijo Nymos, volviendo a levantar la mano—. Eso cuesta…
—Todavía no te has ganado la moneda anterior —interrumpió Agis.
—Dudo que supiera que te encontrabas aquí —repuso Nymos tras un suspiro de resignación—. La flota zarpó mucho antes de que llegaras al puerto…, puede que incluso antes de que entraras en la ciudad.
—Esas son buenas noticias —dijo Agis—. Ahora dime, ¿qué hay del barco que necesito alquilar?
Por toda respuesta, Nymos se frotó la boca.
—Con todo lo que te he dado, te puedes pagar tu propio broy —le espetó Agis.
El jozhal repitió el movimiento dos veces más, las dos veces despacio y con deliberación.
—No pertenezco a Aquellos que Llevan el Velo —repuso el noble, reconociendo por fin el auténtico significado del gesto—. Pero puedo decirte que, en Tyr, la Alianza del Velo no habría cobrado tres piezas de plata por su ayuda.
—No estamos en Tyr. —Se sentó en la esquina, utilizando el bastón para indicar a Agis que hiciera lo propio—. Pero esperamos que algún día podremos liberar Balic como tú y Tithian hicisteis con vuestra ciudad; motivo por el que he vivido en este tejado durante los últimos diez años. Nada entra al puerto ni sale de él sin que yo me entere.
—Eso has demostrado —dijo Agis, indignado aún por el precio exigido por Nymos—. ¿Significa eso que me conducirás hasta un capitán de confianza?
—Sí, si me cuentas qué es lo que sucede. Andropinis no es de los que dejan su flota, y menos aún al rey de la Ciudad Libre.
—No lo sé —respondió Agis, encogiéndose de hombros—. Todo lo que puedo decirte es que Tithian tiene más en común con Andropinis que con el héroe en que lo han convertido las leyendas. El motivo por el que lo persigo es que envió a una tribu de traficantes de esclavos a atacar un pequeño poblado…, uno de los aliados de Tyr.
—¡Porque sea pequeño y ciego, no me confundas con un estúpido! —siseó Nymos—. Incluso en Balic, conocemos las hazañas de Tithian. Liberó a los esclavos. Convirtió en mercado público el estadio de los gladiadores. Entregó los campos de labor reales a los pobres. Dio…
—Sí, hizo todo eso —interrumpió Agis—; pero en Tyr, el poder del rey no es decisivo. El consejo de asesores lo obligó a promulgar cada uno de esos edictos. Ten por seguro que, si fuera él quien pudiera elegir, Tyr sería juguete de un tirano.
Nymos permaneció en silencio por un buen rato. Finalmente, inquirió:
—¿Por qué debería creerte?
—Porque, si conoces la reputación de Tithian, también debes conocer la mía. Ño diría estas cosas si no fueran ciertas. —Al ver que esto no parecía convencer a Nymos, añadió—: Por lo que he dicho, te darás cuenta de que uno de los dos no es honrado. Para escoger entre los dos, pregúntate quién navega con la flota de Andropinis.
—A lo mejor tiene un buen motivo para sus acciones —sugirió el jozhal, reacio todavía a aceptar que el legendario monarca de Tyr era tan corrupto como cualquier otro gobernante.
—Sabes que eso no puede ser. El rey Andropinis no lo ayudaría si su causa fuera una causa digna —replicó Agis—. Además, no existe justificación para hacer esclavos. Al romper la más sagrada de las leyes de Tyr, Tithian se ha convertido en un fugitivo en su propio reino.
—No es un fugitivo —contradijo Nymos—. Si tu rey huyera de la justicia de Tyr, habría permanecido en Balic, bajo la protección de nuestro rey. No, Tithian quiere hacer algo con esa flota; y, sea lo que sea, Andropinis quiere que lo haga.
—¿Qué podría ser? —se preguntó Agis, frunciendo el entrecejo.
Nymos se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero los gigantes luchan entre ellos y, al sacar la flota, Andropinis se arriesga a arrastrar a Balic a la guerra. Lo que sea que busca Tithian, tiene que ser algo de suma importancia.
—Lo cual me da más motivos aún para apresurarme —declaró Agis, poniéndose en pie.
—Esto concierne a Balic tanto como a Tyr —dijo Nymos incorporándose a su vez—. Voy contigo.
—Eso no es necesario.
—Puede que no —respondió el jozhal—. Pero, en diez años, esta es la primera buena excusa que he tenido para bajar de este tejado. No puedes elegir.
—El viaje será demasiado peligroso —objetó Agis.
—No presupongas que no puedo cuidar de mí mismo —siseó Nymos—. Nada me enfurece más.
—Muy bien —suspiró Agis—. No me gustaría disgustarte.
—Entonces, ¿tenemos un trato?
—Sí. Pero eso significa que somos socios. No voy a pagarte otra moneda de plata.
—Eso está muy bien —aseguró Nymos, tomando el brazo del noble—. Necesitarás lo que quede para alquilar al contrabandista. Sólo existe una embarcación que puede seguir a la flota hasta su destino, y su capitán cobra mucho.
—¿Entonces sabes adonde se dirige Tithian? —inquirió Agis.
—Desde luego, se lo oí decir a Navarch Saanakal —contestó el reptil—. Va a Lybdos, la Isla Prohibida.
Cuando se acercaba a la escalera, Agis escuchó una voz de mujer en la taberna situada abajo.
—El tyriano, ¿dónde está? —Era la voz de la templaría de rostro avinagrado que lo había abordado en el muelle.
—¿Tyriano? —le llegó la respuesta del mesonero—. No hay ningún tyriano aquí. Como puedes ver, está cerrado.
—No mientas —gruñó la ronca voz de Salust—. Marda lo envió a ver a tu mascota ciega.
—¡Mascota! —masculló Nymos, apartando a Agis de la abertura—. ¡Les demostraré quién es una mascota!
El reptil dirigió la mano hacia el tejado, preparándose para lanzar un hechizo. El aire bajo la palma empezó a temblar, y al punto un chorro de energía, apenas visible al ojo desnudo, se alzó hacia la mano. Aunque daba la impresión de que Nymos extraía la magia del suelo situado bajo el edificio, Agis sabía que no era así. La mayoría de los hechiceros sólo podían utilizar la energía vital de Athas a través de la vida vegetal. El poder que el reptil precisaba para su magia no provenía de la tierra, sino del seto de rotania que circundaba la bahía. El suelo, y el edificio que se alzaba sobre él, no eran más que el hilo conductor por el que pasaba la energía.
En la habitación de abajo, Agis oyó el sonido de un bofetón estrellándose sobre el rostro del mesonero.
—¿Dónde has escondido al tyriano? —exigió la templaría.
—El tejado —respondió el hombre—. Nymos duerme allá arriba.
Nymos seguía extrayendo energía para el hechizo. Agis se sorprendió, ya que, si el reptil tomaba demasiada energía, la rotania se secaría y moriría. El terreno en el que se hundían las raíces de las plantas se tornaría estéril, y permanecería yermo hasta que la sangre y el sudor de cientos de esclavos devolvieran la salud al suelo. Pero, no obstante el mucho tiempo que el jozhal llevaba extrayendo su poder, Agis estaba seguro de que no destruiría el seto. La Alianza del Velo estaba consagrada a evitar tales profanaciones, y ningún miembro del grupo haría tal cosa a la ligera.
La parte superior de la escalera de mano se meneó indicando que alguien empezaba a subir. Nymos cerró la mano, interrumpiendo el flujo de energía mágica al interior de su cuerpo. Tomó un pellizco de lodo y escupió sobre él; luego enganchó la mezcla en una esquina del hueco de la escalera al tiempo que pronunciaba su conjuro. La bolita se agrandó hasta convertirse en una lámina de arcilla naranja y sellar la abertura, lo que provocó un ahogado grito de sorpresa en el piso inferior.
—Eso los contendrá —dijo Nymos, haciendo una seña a Agis para que lo siguiera.
El hechicero lo condujo hasta el otro extremo del tejado, donde un aro de hueso estaba incrustado en la pared, con el extremo de una soga arrollada atado a él. Mientras Nymos arrojaba la cuerda por encima del borde, se escucharon una serie de golpes ahogados al otro lado de la capa de arcilla que obstruía la entrada del tejado.
—Siempre supe que tendría que marcharme de forma precipitada —comentó el jozhal, sujetando el bastón bajo el brazo—. No tenemos mucho tiempo antes de que se abran paso a través de mi tapón.
Agis agarró a Nymos por el brazo y le impidió sujetarse a la cuerda.
—Un momento —susurró mientras estudiaba el estrecho callejón que discurría a sus pies.
La cuerda del hechicero no parecía muy necesaria, ya que el callejón estaba medio obstruido por montones de cieno que amortiguarían cualquier caída. Un único sendero de tierra apisonada discurría por la calle, serpenteando por entre montones de tierra y pilas de basura, y permitiendo el acceso a las escasas puertas traseras que tenderos tozudos mantenían despejadas. En una dirección, el sendero conducía más al interior de la zona portuaria, un laberinto de callejas similares a la que tenían a sus pies.
El callejón seguía adelante unos cincuenta metros en dirección opuesta antes de desembocar en la calle que corría paralela al puerto, donde la enorme figura e un semigigante cortaba el paso. La bestia se alzaba casi hasta la altura de los tejados que la rodeaban, con un casco hecho con el caparazón de un kank albino cubriéndole la cabeza. Como armadura llevaba un peto de cuero blanqueado, que dejaba sus posaderas cubiertas únicamente por una raída falda gris. Tan sólo llevaba un arma, un garrote de hueso recubierto de afilados fragmentos de obsidiana.
—¿Qué camino hemos de tomar? —preguntó Agis.
El hechicero vaciló antes de responder.
—No estoy muy seguro. Hace años que no he abandonado este tejado.
—¿Entonces cómo vamos a encontrar nuestro barco? —quiso saber Agis, observando cómo el semigigante descendía pesadamente por el callejón.
—He oído que está atracado frente a El Mekillot Rojo.
—¿Que está dónde?
—Justo más abajo de la calle donde se encuentra La Nube Azul, que está doblando la esquina desde El Rey Gris, que está dos manzanas más allá de…
—Empieza a moverte… pero no en dirección a la calle paralela al puerto —dijo Agis, soltando el brazo del jozhal—. Viene un guarda por ese lado.
Nymos asintió y se cogió a la cuerda. Agis aventuró una mirada a su espalda en dirección al centro del tejado. El tapón de arcilla seguía en su lugar, pero el ruido de los golpes de los templarios sonaba menos apagado. El noble hizo acopio de energía espiritual para utilizar el Sendero; tal y como había sucedido en el muelle, la fuerza le llegó despacio y empezó a temer que sus perseguidores se desharían del tapón antes de que estuviera listo para atacar.
La voz del semigigante atrajo de nuevo la atención de Agis hacia el callejón.
—¡En nombre del rey, detente!
La orden retumbó por el callejón con tal fuerza que una lluvia de polvo se desprendió de las paredes, y una babosa de la basura de más de un metro de longitud se escurrió fuera de un montón de desperdicios. El semigigante echó a correr, y las macizas piernas lanzaban por doquier penachos de polvo plateado mientras se abría paso por entre los montones de cieno.
No bien los pies de Nymos llegaron al suelo, el jozhal se dio la vuelta y salió disparado por el callejón con la velocidad de un kank, sin dejar de balancear el bastón a un lado y a otro para detectar obstáculos inesperados. Si Agis no hubiera estado seguro de lo contrario, habría jurado que el reptil podía ver.
—¡Detente! —tronó el semigigante, aplastando el claveteado garrote contra la pared trasera de una tienda de aparejos. El golpe abrió un agujero del tamaño de un melón en los ladrillos de arcilla.
Agis volvió a echar una ojeada al centro del tejado, justo cuando un pedazo de arcilla salía despedido del tapón, y saltó al callejón. Aterrizó en un montón de cieno y se hundió en él hasta la cintura, levantando una oleada de polvo que inundó la calleja. Salió como pudo de su prisión con las piernas doloridas por el esfuerzo y medio asfixiado por el loes que le llenaba los pulmones. Pero, una vez que estuvo fuera, no se volvió para seguir a Nymos, sino que se encaró con el perseguidor del hechicero.
El semigigante desvió los apagados ojos del hechicero que huía para volverlos al tyriano, y se abalanzó sobre él con renovado ímpetu. A Agis le dio la impresión de encontrarse ante un enfurecido espíritu del polvo. El enorme guarda estaba envuelto de la cintura para abajo en una turbia cortina de cieno, con lo que a cada paso que daba lanzaba plateadas columnas de loes por encima de su cabeza.
Agis concentró su atención en el polvo que seguía arremolinándose alrededor de sus propios pies.
El semigigante se detuvo junto a Agis y extendió una mano en dirección al noble.
—Ya te he cogido —gruñó, con el garrote en la otra mano, listo para golpear.
—No, yo te he cogido —replicó Agis, esquivando la torpe arremetida.
Utilizó el Sendero para proyectar su energía espiritual a la arremolinada nube de polvo a sus pies, y se escabulló a toda prisa. El pequeño remolino aumentó diez veces su tamaño y engulló al semigigante en sus espirales grises al tiempo que llenaba el callejón con el agudo silbido de una galerna. El guarda rugió enfurecido cuando la tormenta le hizo perder el equilibrio y lo arrojó contra la pared trasera de La Vela Arriada; innumerables fragmentos de ladrillo rociaron a Agis y llenaron el aire de más polvo.
El noble salió disparado por el callejón en pos de Nymos, sin dejar de toser semiasfixiado. A su espalda, el guarda agitaba los brazos enloquecido y abría agujeros en las paredes con sus golpes mientras intentaba esquivar el asfixiante remolino que lo había envuelto. Sus esfuerzos eran inútiles, ya que el torbellino lo seguía allí adonde iba.
Agis miró por encima del hombro, inquieto por si los templarios iban tras él, pero con gran alivio comprobó que no les resultaría fácil. El remolino había sepultado toda la taberna, lo que impedía tanto que ellos o vieran a él como que él pudiera distinguir el edificio.
El noble dedicó entonces su atención a alcanzar a Nymos. Como ya había esperado, resultó muy fácil seguir las huellas del hechicero. La mañana era todavía joven, y eran pocos los pies que habían hollado los callejones traseros. Agis no tardó en descubrir las huellas de los pies de tres garras del jozhal, y se apresuró a seguirlas por el laberinto de chabolas semiderruidas que constituía el barrio portuario.
No tardó en quedar claro que Nymos no tenía una idea clara de adonde se dirigía. Las huellas del jozhal a menudo volvían sobre sí mismas, o rodeaban los tres lados de una manzana antes de continuar por la misma calleja por la que había ido en un principio. En ocasiones, el rastro se volvía tan confuso que Agis no podía seguirlo, y se veía obligado a entregar una moneda a algún chiquillo cubierto de suciedad o a alguna madre de rostro mugriento a cambio de que le informaran del camino tomado por el reptil. En varias ocasiones, incluso pidió información a gente que le dijo que el mismo Nymos había preguntado cómo llegar a una posada o taberna concreta.
Por fin salió del laberinto de chabolas junto al extremo de la calle que bordeaba el puerto. Al otro lado de la calle se extendía un largo embarcadero, a lo largo del cual descansaban seis balandros con grandes mástiles y enormes velas arriadas sobres sus penoles. Grupos de esclavos trabajaban en cada embarcación, descargando piedra para construcción, madera, lana, e incluso un rebaño de erdlus (pájaros altos y sin capacidad para volar con afilados picos y patas enormes).
Cerca del final del muelle, una carabela de dos mástiles flotaba sobre la superficie de la bahía, con las cuadradas velas desplegadas ondeando en la brisa, listas para ser tensadas. Las figuras de más de una docena de hombres se arrastraban por las jarcias, preparando la nave para zarpar. El timonel observaba con atención el muelle, como si esperara alguna señal para poner en marcha la nave.
A Nymos no se le veía por ninguna parte, y sus huellas se habían perdido entre el centenar de otras que entrecruzaban la calle.
—Se me ha dicho que buscas un barco —dijo una voz ronca junto a Agis.
El noble se volvió para mirar a quien le había hablado y se encontró frente a la salvaje mirada de una tarek hembra, tan musculosa como un mul y con los brazos tan largos que los nudillos arrastraban por el polvo. La tarek tenía una cabeza cuadrada y huesuda, con una frente inclinada y un arco superciliar prominente. Afilados dientes llenaban su hocico redondeado, mientras que la chata nariz terminaba en un par de ventanillas rojas y amplias. De los lóbulos de las aserradas orejas pendían tres aros de cobre, lo que constituía una considerable exhibición de riqueza en esa zona de la ciudad… y sugería que la mujer era digna rival de cualquier asesino al que se le pudiera meter en la cabeza robar el preciado metal. Se cubría con un mugriento taparrabos de seda sujeto a la cintura por un cinturón ancho, y sus cuatro pechos estaban cubiertos únicamente por un arnés de cuero que sujetaba varias dagas de hueso.
—En estos momentos, busco a un jozhal ciego —respondió Agis con cautela.
La tarek indicó con la cabeza la carabela.
—Nymos está a bordo —informó, a la vez que deslizaba una mano en el interior de la capa de Agis en busca de su bolsa.
El noble cerró una mano alrededor del brazo de la criatura, pero no tuvo la suficiente fuerza para impedir que le arrancara la bolsa del cinturón.
—Poseo las habilidades necesarias para proteger mi dinero —advirtió Agis.
—Y yo poseo la fuerza para cogerlo —se mofó la tarek, sacando la bolsa—. Pero no es eso lo que intento hacer. Antes de aceptarte, echaré una mirada para asegurarme de que puedes pagar mi barco.
Abrió el saquito, y tras atisbar en su interior, enarcó una ceja en gesto aprobador.
—Me llamo Kester —se presentó, a la vez que extraía quince monedas de plata de la bolsa y se la devolvía a Agis—. Esto cubre la primera semana.
—Es muy caro —objetó Agis, sin cerrar la bolsa—. Mejor dicho, es escandaloso.
—Lo es —le aseguró Kester, dejando caer las monedas en la bolsa que colgaba de su cinturón—. Pero no podrás alquilar ningún otro barco para seguir a la flota del rey hasta la isla de Lybdos.
—Supongo que no —concedió Agis, cerrando la bolsa—. Confío en que te lo merezcas.
—Algunos dicen que sí… y algunos que soy un pirata —contestó ella, conduciéndolo al otro lado de la calle.
—¿Cuál es la verdad? —inquirió Agis—. Después de lo que he pagado, merezco saberlo.
—Depende del día —respondió la tarek encogiéndose de hombros.
Apenas habían puesto un pie en el muelle cuando un rayo de luz cegadora chisporroteó junto al hombro del noble y fue a dar contra un balandro cercano. Un crujido ensordecedor retumbó por todo el embarcadero, y el mástil de la embarcación se desplomó entre una lluvia de astillas. Agis y Kester cayeron al suelo, rodeados de esclavos que chillaban atemorizados, y de inmediato rodaron sobre la espalda para volverse hacia la calle que bordeaba el puerto mientras se incorporaban.
Al otro lado se encontraban la mujer templaría y su compañero. El marinero traidor, Salust, salía en aquellos momentos del callejón por el que había llegado Agis. A pocos metros de distancia lo seguían varios guardas semigigantes.
—¡Coged a ese hombre! —aulló la templaría, señalando a Agis—. ¡Lo ordeno en nombre del rey Andropinis!
Al ver que había demasiados adversarios para poder incapacitarlos únicamente con el Sendero, el noble se llevó la mano a la espada. La tarek hizo un veloz movimiento con el larguirucho brazo y agarró la mano del noble antes de que pudiera sacar el arma.
—Un hombre sensato dejaría eso envainado.
Agis clavó los ojos en el rostro de Kester mientras reunía la energía necesaria para utilizar el Sendero.
—Ya veo que hoy has escogido ser pirata —replicó.
Una mueca de indignación cruzó el rostro de Kester, pero la tarek mantuvo la mirada vuelta hacia la templaría y no contestó.
Salust se deslizó entre los templarios.
—La gratificación es mía —anunció y, señalando a Kester, agregó—: No pienso repartir con ese contrabandista.
Kester le respondió con un gruñido e indicó a los templarios que se adelantaran.
—Si hay una recompensa, quiero mi parte.
—Y la tendrás —aseguró el templario masculino.
Él y su compañera empezaron a avanzar por el embarcadero, acompañados por un quejumbroso Salust. Los semigigantes que escoltaban al trío hicieron intención de seguirlos, pero la mujer les hizo un gesto para que aguardaran en la calle.
—Lo tenemos todo controlado —dijo la templaría de rostro avinagrado mientras sorteaba un montón de piedra para construcción—. No haríais más que estorbar.
Kester soltó entonces bruscamente la mano de Agis y sacó una daga del arnés de su pecho.
—Yo me ocuparé de la mujer —siseó.
Con un veloz movimiento de la muñeca, la tarek envió la daga directamente a clavarse en la garganta de la templaría. La mujer se llevó ambas manos a la herida y se desplomó en el suelo con un estertor.
Al mismo tiempo que la mujer caía, Agis extendió el brazo para coger una de las dagas de Kester. No se hacía ilusiones sobre ser capaz de lanzar el arma con precisión a tanta distancia, pero tenía otros medios de enviar el cuchillo. Tras sacar el arma del arnés de la tarek, el noble la arrojó al segundo templario y utilizó el Sendero para guiar la trayectoria. La daga se hundió en su víctima en el mismo sitio que la daga de la tarek se había hundido en la mujer.
Salust palideció y empezó a retroceder. Al mismo tiempo, los semigigantes que aguardaban en la calle lanzaron un alarido de furia, para acto seguido penetrar en el embarcadero. No corrieron, sin embargo, pues eran demasiado voluminosos para correr sin arriesgarse a dar un traspié con un esclavo o con un montón de carga.
—Gracias por estar de mi lado —dijo Agis.
—Ya me habías pagado —respondió la tarek con voz gutural, sacando otra daga de su arnés—. La próxima vez, no me precipitaré tanto a coger tu plata.
Tras eso, arrojó el arma a Salust. La hoja se hundió profundamente en el pecho del marinero, que se derrumbó, aferrándose a la pierna de un semigigante que pasaba a su lado. La criatura se sacudió el moribundo de encima con enojo, y lanzó su garrote contra Kester. La tarek lo esquivó con facilidad, y el enorme bastón rebotó contra el casco de una embarcación cercana.
Agis desenvainó la espada, disponiéndose a enfrentarse con los semigigantes.
—No hay necesidad de luchar —indicó Kester, sujetándolo—. Esos brutos no pueden atrapar a gente como nosotros.
—¿Entonces por qué mataste a Salust? —preguntó Agis, mirando por encima del hombro. Esclavos y encargados de los muelles se acurrucaban aterrorizados en el suelo mientras los semigigantes pasaban por encima de ellos, arrojando carga fuera del embarcadero y maldiciendo coléricos.
—Jamas confié en él —contestó ella, arrastrando al noble, embarcadero abajo a la carrera.
Tras esquivar un montón de balas de lana, se abrieron paso por entre un chillón rebaño de erdlus, y corrieron hasta la carabela de Kester. Cuando estuvieron más cerca de la nave, el noble vio que esta llevaba una docena de balistas y catapultas a cada lado.
Cuando pasaron bajo la popa, el noble señaló con la mano el armamento.
—¿Para qué todas estas máquinas de guerra?
—Gigantes —respondió Kester lacónicamente y, aferrando una gruesa soga que colgaba de la popa, se la entregó a Agis y sujetó otra para sí—. ¡En marcha, Perkin! —gritó mientras empezaba la ascensión—. Pon rumbo a Lybdos, y hazlo rápido.
—No a Lybdos —corrigió Agis, asiéndose con fuerza a la soga para que no se le escapara de las manos al ponerse en movimiento la carabela con un violento balanceo—. Primero, subiremos por el estuario unas cuantas millas.
Kester le dedicó una ceñuda mirada.
—Eso no me gusta —objetó—. Después de lo que acabamos de hacer, no me ilusiona volver a pasar furtivamente junto a Balic. Y la flota ya nos lleva una buena delantera. Cada hora sale muy cara.
—Eso no importa. Antes de que partamos, debo mantener una promesa —repuso Agis, pasando un brazo sobre la borda—. Además, con un poco de suerte, puede que un amigo mío consiga parar en seco a la flota.
—Si eso es lo que quieres —dijo Kester, balanceándose de su cuerda con una mano y utilizando la otra para empujar al noble por encima de la barandilla—. Pero te costará extra.