4: El estrecho de Baza

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El estrecho de Baza

Tithian no creía que la oscura silueta que se divisaba a sotavento de El León de Cieno fuese una roca. En primer lugar, parecía moverse paralelamente a la nave y, en segundo lugar, su perfil recordaba el de una cabeza enorme sobre un par de hombros colosales. De todos modos, aunque la distancia que los separaba era inferior a los cincuenta metros, el rey no estaba seguro de lo que veía. Por quinto día consecutivo, flotaba un fuerte viento sobre el mar, levantando tanto polvo por los aires que era difícil ver con claridad desde la popa de la goleta a la proa.

Tithian se volvió al piloto de la nave, que sostenía un largo cono de cristal macizo ante sus ojos.

—¿Qué es eso de ahí? —inquirió, indicando la dirección en la que había estado mirando.

—Un gigante —informó el piloto—. Pero no os preocupéis. Nos encontramos en el estrecho de Baza. En cuanto penetremos en cieno más profundo, no nos podrá seguir. —Pese a sus palabras, la vacilación en la voz del joven reveló su ansiedad.

—Déjame el ojo del rey —pidió Tithian, arrancando el cono de cristal de las manos del marinero.

—Pero el barco está ciego sin él, rey Tithian —protestó el marinero—. ¡El polvo es poco profundo aquí!

Sin hacer caso de la queja del piloto, Tithian se quitó de los ojos los protectores contra el polvo, reemplazó las sucias lentes por el extremo ancho del cono y apuntó este a la silueta que había estado observando. Gracias a la magia que Andropinis había infundido al cristal, el cieno dejó de oscurecer la visión de Tithian.

La cosa era definitivamente un gigante, con largas trenzas de cabello grasiento que colgaban de su cabeza y mechones de ásperas cerdas que brotaban de la rugosa piel de sus hombros. Su rostro parecía una curiosa mezcla de humano y roedor, con una frente huidiza, orejas caídas, ojos muy hundidos y nariz chata, que terminaba en un par de profundos agujeros. Una docena de afilados incisivos sobresalían por debajo del labio superior, y una barba fina como una capa de musgo colgaba de la barbilla.

—Sólo puede existir un gigante tan feo —refunfuñó Tithian—. ¡Fylo! —Se volvió hacia el piloto y ordenó—: ¡Detén el barco!

Navarch Saanakal, sumo templario de las flotas del rey, se acercó al tyriano. Incluso para un semielfo, era muy alto y delgado, y al menos le sacaba dos cabezas a Tithian. Bajo el mugriento cristal de sus protectores contra el polvo, los ojos del comandante eran pardos y ardientes como tizones. Tenía mejillas enjutas y afiladas y una nariz huesuda, pero un gran pañuelo de seda ocultaba el resto de la cara, protegiendo sus conductos de respiración del polvo.

El León de Cieno no es un bote, majestad —explicó con forzada cortesía—. No podemos detenerlo al momento. —Tomó el ojo del rey y lo devolvió al piloto—. Si no os importa, Sachet necesita el ojo para guiar la nave.

—Entonces haznos dar la vuelta —ordenó Tithian, señalando la neblina a sotavento de la goleta—. ¡Debo hablar con ese gigante!

Saanakal puso los ojos en blanco.

—En el Mar de Cieno, se evita a los gigantes, majestad —dijo—. Si eso no funciona, uno corre en busca de cieno más profundo, o lucha si es imprescindible… pero no se les habla.

—Este gigante me pertenece —indicó Tithian mientras volvía a colocarse los protectores contra el polvo—. Debo averiguar qué hace aquí. Se supone que debería estar ocupándose de un asunto de suma importancia en las afueras de Balic.

—¡Muy bien! —suspiró Navarch Saanakal y se volvió hacia el piloto—. Haz girar El León de Cieno. Encárgate de que el resto de la flota forme un semicírculo con nosotros en el centro.

Mientras el piloto transmitía órdenes, Tithian miró por encima de la borda. No pudo ver otra cosa que una nacarada masa de polvo, sin demarcación entre la superficie del mar y el aire. Incluso el sol parecía medio perdido, y sólo una débil aureola de luz naranja señalaba su posición.

A pesar de la poca visibilidad, el rey continuó escudriñando la oscuridad en busca de Fylo. Fuera cual fuese la razón de la presencia del gigante, esta significaba problemas. O bien el idiota había matado a Agis y de alguna forma había seguido el rastro de Tithian hasta el estrecho de Baza, o había comprendido que su «amigo» no iba a regresar y había soltado al noble.

El rey no sabía qué preferir. Si Agis vivía, aún estaría persiguiéndolo, decidido sin duda a hacer que Tithian respondiera por el ataque perpetrado contra Kled. Más tarde o más temprano, el noble lo alcanzaría y, probablemente, lucharían.

El rey no deseaba eso. Los recuerdos de su camaradería juvenil permanecían demasiado vividos. Aún le parecía escuchar a un joven Agis suplicándole que no abandonara a hurtadillas la academia para disfrutar de una noche de libertinaje, e intentando consolarlo después de que el maestro le ordenara que empaquetara sus cosas y abandonara el lugar. Más tarde, cuando Tithian había traicionado su linaje al unirse a los templarios de Kalak, el noble y varios lores jóvenes habían tropezado con él en el mercado elfo. Un insulto había conducido a otro hasta que el encuentro acabó a golpes, pero Agis había luchado al lado del joven templario, lo que lo salvó de una buena paliza. Luego hubo aquella vez después de la muerte de su hermano…

Tithian no podía permitirse pensar en todo aquello, no hasta que supiera si tendría o no que matar a Agis. Cerró los ojos con fuerza y obligó a los recuerdos a desaparecer de su mente, antes de volverse hacia el piloto de la nave.

—¿Puedes ver a mi gigante?

—No —fue la respuesta—. Lo hemos dejado demasiado atrás.

Tithian se volvió para regañar a Navarch Saanakal por permitir que Fylo desapareciera, pero el sumo templario ya tenía una respuesta preparada.

—Con veinte barcos buscándolo, no tendremos problemas para localizar otra vez a vuestro gigante —aseguró y enseguida le indicó al piloto—: Prepara a los esclavos de las catapultas, y que todas las naves hagan lo mismo.

—No quiero que maten a Fylo —protestó Tithian—. No aún, al menos.

—No tengo intención de matarlo, pero puede que se muestre poco dispuesto a hablar —repuso el sumo templario—. Hasta que lo hayamos convencido de que se comporte, quizá deberíais reuniros con Ictinis. El foso del flotador es el lugar más seguro en la cubierta de mando.

El sumo templario indicó una cabina poco profunda situada frente al timón, donde un hombre de cabellos grises llamado Ictinis estaba sentado con las palmas apoyadas sobre una cúpula de obsidiana pulimentada del tamaño de una mesa. Aunque mostraba el macilento aspecto de un mendigo, los anillos de oro de sus dedos traicionaban su auténtica posición social. Ictinis era un flotador de naves, un doblegador de mentes entrenado especialmente en la utilización del Sendero para impedir que la goleta se hundiera en el polvo. Mantenía el barco a flote enviando su energía espiritual a través de la cúpula y al interior del casco. Era una urea difícil, que requería no sólo resistencia física sino también potencia psíquica.

Tithian se deslizó en el asiento del acompañante, un pequeño banco en el que el flotador se sentaba mientras adiestraba a sus aprendices. Durante los últimos cinco días, el monarca había pasado gran parte de su tiempo en este asiento, aprendiendo el arte de Ictinis. Su interés no estaba tanto en mantener el barco a flote como en comprender el funcionamiento de la cúpula, ya que se parecía a las esferas de obsidiana que los reyes-hechiceros utilizaban para extraer la energía vital a sus súbditos cuando lanzaban sus hechizos más poderosos.

Puesto que había iniciado sus estudios de hechicería hacía tan sólo cinco años, Tithian no conocía aún ningún hechizo tan potente que no pudiera lanzarlo por los medios convencionales. Pero ya se le había ocurrido que podía aumentar la efectividad de sus limitadas habilidades utilizando una esfera. Además, sospechaba que cuanto antes aprendiera a controlar el flujo de energía mística a través de la obsidiana, más fácil le resultaría cuando llegara el momento de aprender los hechizos más poderosos.

Ictinis apartó la vista repentinamente de la cúpula. Sus enrojecidos ojos estaban llenos de alarma, y al principio Tithian temió que el anciano se hubiera puesto enfermo, pero el flotador de naves giró la cabeza en dirección al puesto que ocupaba Saanakal para transmitir un mensaje que acababa de recibir a través de la cúpula.

—El capitán Phaedras informa que, al iniciar el giro, descubrió una pared de gigantes cerrando la salida del estrecho, gran señor —dijo Ictinis.

—¿De qué clase? —inquirió Saanakal—. ¿Cuántos?

Ictinis devolvió la atención a la cúpula y enseguida contestó con mirada vidriosa:

—Quizá cincuenta, todos cabezas de bestia.

—¿Cabezas de bestia? —interrogó Tithian.

—Los gigantes se dividen en dos tribus, la humanoide y la cabeza de bestia —explicó el marinero del timón, una anónima joven cuyo rostro permanecía oculto bajo los protectores contra el polvo y el pañuelo que le cubría la cabeza. Aunque su voz era tranquila, apretaba el timón con tanta fuerza que las venas se veían con toda claridad en sus antebrazos.

Saanakal hizo una mueca y escudriñó la polvorienta neblina que tenía delante.

—Son muchos —comentó, meneando la cabeza—. Deben de haber venido de Lybdos.

Tithian trepó fuera de la cabina.

—¿Para qué?

—Para tendemos una emboscada. Estamos sólo a un par de días de Lybdos, y los cabezas de bestia no permiten visitantes en esa isla —explicó el sumo templario—. Ahora debo pediros que regreséis al foso del flotador.

—Prefiero ver lo que sucede —dijo Tithian, negando con la cabeza.

—Entonces quedaos a un lado —le espetó Saanakal, indicando con la mano en dirección a la borda—. Tenemos una batalla que librar.

Tithian iba a protestar por el grosero tratamiento, pero se contuvo e hizo lo que le pedían. Siempre habría tiempo después de la batalla para castigar al sumo templario.

Saanakal se volvió hacia el piloto de la nave.

—¿Hay tierra cerca?

—Siete islotes bajos a babor —contestó el hombre, escudriñando el lado izquierdo de la proa. Movió el ojo del rey a la derecha y añadió—: Rocas dispersas… no, eso creo que son gigantes… una media milla a estribor. Otros cincuenta, diría yo. —Bajó el cono de cristal y miró a Saanakal—. Se nos acercan por el costado.

—Encadena a los esclavos de las catapultas a sus armas —ordenó Saanakal con voz extrañamente tranquila y reposada—. Haz que suba el mago y dile que prepare el fuego balicano.

El piloto palideció y tragó saliva con fuerza.

—Como desees, gran señor.

Mientras el hombre transmitía la orden al resto de la nave, Saanakal se dirigió a Ictinis.

—Cerrad filas. El Canto del Lirr encabezará la huida en dirección a las islas, pero nadie deberá romper la formación. Todos los barcos utilizarán fuego balicano en sus catapultas.

—Sí, gran señor —respondió Ictinis. Devolvió la atención a la negra cúpula, y sus ojos quedaron en blanco.

Tithian se encaminó a la barandilla del alcázar para observar los preparativos para la batalla, confiando en que la tripulación mantuviera la nave a flote el tiempo suficiente para localizar a Fylo. El monarca no sabía qué papel había desempeñado el enorme bruto en esta emboscada, pero no podía ser coincidencia que el gigante cruzara el estrecho de Baza en aquel preciso momento.

En la cubierta principal, media docena de tripulantes se afanaban en preparar sus catapultas. Las sogas crujieron cuando fornidos esclavos enanos empujaron las largas palancas, luchando por bajar los brazos para los proyectiles y asegurarlos en sus puestos. Junto a cada arma se encontraba un capataz templario que complicaba aún más la tarea de los enanos al hacer restallar su látigo sobre sus calvas cabezas mientras les gritaba que trabajaran más rápido.

Detrás de cada catapulta descansaba una cuba de piedra, llena hasta la mitad de un polvo granuloso, en tanto que el brujo de la nave, un anciano con una espesa melena de cabellos grises, aguardaba al otro extremo de la cubierta. Lo acompañaban dos ayudantes; uno empujaba un barreño de lodo negro montado sobre una carretilla y el otro transportaba una pala larga.

Bajo la dirección del hechicero, el primer ayudante detuvo la carretilla, y el segundo vertió una palada de lodo en el interior de la cuba de polvo situada detrás de la primera catapulta. El brujo volvió la palma de la mano en dirección a la cubierta para lanzar el conjuro. El proceso tardó un poco más de lo normal, ya que no crecían demasiadas plantas en el Mar de Cieno, y casi toda la energía tenía que provenir de una isla lejana.

Cuando el hechicero tuvo por fin energía suficiente, lanzó su conjuro sobre la mezcla. Un potente fogonazo amarillo saltó por los aires y lamió los penoles, haciendo que las velas desprendieran humo. Un hediondo olor acre flotó hasta el alcázar, y la mezcla empezó a arder con una sobrenatural luz dorada.

Mientras el brujo se dirigía a la siguiente cuba, Tithian volvió su atención al mar que rodeaba la nave. Los gigantes seguían ocultos por el vendaval de polvo, pero pudo observar que la flota balicana había adoptado ya una formación cerrada. Por la popa, El Dragón Alado se había acercado tanto que un hombre fuerte podría haber saltado desde su bauprés a la cubierta en a que se encontraba Tithian. Las balistas de su cubierta de proa, con los arpones del tamaño de árboles encajados ya en sus puestos, resultaban más visibles que las de la cubierta de proa de su propio barco.

El brujo encendió el fuego mágico en la última de las cubas de piedra, y se dirigió a la cubierta de proa a aguardar la batalla entre las balistas. Las tripulaciones de las catapultas ajustaron en su puesto las palancas de lanzamiento y se colocaron junto a ellas con cucharones de hueso a mano, listos para cargar sus armas en cuanto los gigantes resultaran visibles. El resto de los marineros, excepto aquellos que eran necesarios para ocuparse de las jarcias, se quedaron en el centro de la cubierta principal. La mitad empuñaba largas lanzas aserradas, mientras que la otra mitad, que actuaba de brigada de bomberos, sostenía sacos llenos de polvo. El batir de las velas y el chisporroteo del fuego balicano eran los únicos sonidos audibles.

—El capitán Phaedras dispara sus catapultas —comunicó Ictinis. Se produjo una corta pausa, y luego el flotador completó su informe—. El Canto del Lirr se ha hundido.

—¡Tan deprisa! —exclamó Tithian.

Saanakal asintió con la cabeza, y el barco quedó aún más silencioso que antes de que llegara la noticia del final de El Canto del Lirr. Tithian se acercó a la borda y escudriñó la uniforme neblina.

—Dime, Saanakal, ¿a cuántos gigantes nos llevaremos con nosotros?

—Un puñado —repuso el sumo templario con voz inexpresiva.

—¿Y la flota no sobrevivirá? —preguntó Tithian.

—Si somos realistas, he de admitir que no —respondió Saanakal—. A nuestro alrededor tenemos cieno poco profundo, de modo que no podemos maniobrar para alejarnos de nuestros atacantes… y nadie ha sobrevivido aún a una batalla con un centenar de gigantes.

Desde la neblina que se extendía delante de ellos les llegaron los golpes amortiguados de varias palancas de catapulta al golpear contra sus vigas transversales. Media docena de haces de luz amarilla describieron un arco en el cielo, para luego estallar en una lluvia de fuego al empezar a descender. Cuando alcanzó la superficie del polvo, la lluvia se había convertido ya en una única cortina de llamas doradas. A lo lejos retumbaron ahogados rugidos y gritos, más parecidos a los aullidos de animales salvajes que a voces humanas.

El Exterminador de Gigantes está siendo atacado.

El encargado de hacer flotar la nave apenas si había terminado su informe cuando el piloto gritó:

—¡Rocas!

—¡Catapultas! —aulló al instante Saanakal.

Tithian giró en redondo a tiempo para ver las siluetas de una docena de gigantes que vadeaban en dirección a El León de Cieno. Pudo distinguir las cabezas de una docena de bestias diferentes —pájaros, leones, dragones alados, kanks y otros más— descansando sobre los hombros de gigantes de aspecto humano; luego una andanada de piedras salió volando de entre la neblina. La mayoría cayeron a poca distancia del barco y lanzaron al aire plateados penachos de polvo; pero cuatro de las rocas dieron en el blanco, produciendo una serie de atronadores crujidos que resonaron por todas las cubiertas.

Una roca hizo pedazos una balista de la cubierta de proa. Al soltarse las tensas sogas que la sujetaban, estas lanzaron a la mitad de los encargados del arma por la borda. Otras dos piedras cayeron sobre la cubierta principal, abriendo agujeros del tamaño de un hank en el entablado y precipitando a un puñado de marineros a la bodega de debajo. La última destrozó una cuba de fuego balicano. Cinco esclavos enanos aullaron de dolor cuando el fuego amarillo cayó sobre sus hombros, y pequeños charcos de ardiente líquido almibarado se formaron en la cubierta.

La brigada de bomberos entró en acción, vertiendo el contenido de sus sacos de cieno sobre las llamas para apagarlas. Al mismo tiempo, las tripulaciones de las catapultas tiraron de las cuerdas de lanzamiento para devolver la andanada de los gigantes. Incluso los enanos que habían resultado quemados soltaron sus proyectiles, sin dejar de aullar de dolor.

El fuego balicano salió disparado de la nave con un sonoro chisporroteo, iluminando el cielo y llenando el aire con un hedor tan corrosivo que los acres vapores semiasfixiaron a Tithian. Cuando las llameantes bolas de fuego llegaron a su punto más alto, el brujo de la nave alzó un nudoso dedo y gritó:

—¡Lluvia!

Las esferas estallaron, rociando con ardientes goterones todo lo que se encontraba bajo ellas. Por un instante, todo permaneció en silencio, y de pronto una parte del mar estalló en una oleada de fuego y negro humo grasiento. Un coro de alaridos de dolor retumbó por todo el cieno y chocó contra el casco. Luego a medida que las llamas se hundían lentamente bajo el polvo, los gritos se fueron apagando.

Cuando el humo despejó, los doce gigantes que habían atacado El León de Cieno habían desaparecido. Los refuerzos dejaron de luchar contra el fuego unos instantes para lanzar un alborozado grito de triunfo, mientras que las tripulaciones enanas se limitaron a volver a bajar los brazos de sus catapultas, aunque los cinco que habían resultado quemados no tuvieron fuerzas suficientes para conseguirlo, sin importar lo fuerte que el capataz templario les azotara las chamuscadas espaldas.

Tithian se volvió hacia Saanakal.

—Pensaba que habías dicho que estábamos perdidos.

—La coordinación de nuestro brujo ha sido extraordinaria… esta vez —dijo el sumo templario, señalando a popa—. Pero cuando su buena suerte se acabe, se acabará la nuestra.

Cuando Tithian miró en la dirección indicada por Saanakal, se le encogió el corazón. En el calor del combate de El León de Cieno, había perdido de vista el resto de la batalla. Ahora, se encontró contemplando con horror cómo ocho gigantes cargaban contra El Dragón Alado. Cada uno empuñaba un enorme ariete.

Las balistas de la cubierta de proa de El Dragón Alado dispararon. Una lanza del tamaño de un árbol fue a clavarse en el pecho de un gigante con cabeza de cabra. Otro arpón perforó la garganta cubierta de escamas de un gigante con cabeza de serpiente. Ambos atacantes se desplomaron inmediatamente y se desvanecieron en el cieno como si jamás hubieran estado allí. Los seis que quedaban golpearon el barco con sus arietes, abriendo grandes brechas en el casco y sacudiendo los mástiles con la fuerza del impacto.

El polvo empezó a entrar a chorros por los agujeros, pero el flotador de la nave siguió manteniendo a flote la goleta. Docenas de marinos se lanzaron al frente para arrojar sus lanzas contra los gigantes, mientras que los encargados de las catapultas utilizaban sus cucharones para arrojar fuego balicano por la borda.

Ninguno de estos esfuerzos sirvió de mucho, ya que los gigantes apartaron las lanzas a manotazos y esquivaron con facilidad los intentos de apedrearlos con fuego. Empujaron hacia arriba los arietes con los que habían perforado el casco, y la goleta, que seguía levitando gracias al flotador de la nave, volcó con facilidad. Hombres, catapultas, carga y todo lo que no estaba bien sujeto a las cubiertas cayó al cieno. En cuanto el flotador y su cúpula desaparecieron, el mismo Dragón Alado se hundió en el polvo.

Cuando se hubo hundido en sus tres cuartas partes, tocó fondo y se inmovilizó. Los supervivientes se precipitaron inmediatamente a la parte del casco que todavía sobresalía del polvo, pero estaba claro que no sobrevivirían mucho tiempo. Mientras El León de Cieno se alejaba del naufragio, los gigantes empezaron a utilizar sus arietes a modo de garrotes para romper el casco en pequeños pedazos.

Tithian se volvió a Saanakal.

—Cancela la orden de huir hacia las islas —dijo—. Di a cada nave que entable combate cuerpo a cuerpo con los gigantes. Que trasladen las cubas de fuego balicano junto a las bordas y las viertan por ellas en el momento en que los gigantes vuelquen los barcos.

El sumo templario lo miró como si estuviera loco.

—¡Eso es un suicidio! —exclamó—. Sin un barco…

—Los gigantes hundirán los barcos de todas formas. Lo mejor será que nos llevemos con nosotros a tantos enemigos como podamos —replicó Tithian. Miró al piloto y al timonel, y añadió—: ¿Prefiere alguien morir luchando en lugar de morir como un cobarde?

La mujer que llevaba el timón fue la primera en responder.

—Seguiré tus órdenes, gran señor —dijo, dirigiéndose a Saanakal—. Pero prefiero morir luchando.

Varios oficiales subalternos añadieron su apoyo, lo que no hizo más que encolerizar a Saanakal.

—¡Silencio! —ordenó, y volvió la mirada hacia Tithian—. El rey Andropinis me ordenó que siguiera tus instrucciones, de modo que hasta ahora he cedido a tus deseos. Pero lo que pides es una locura. No lo haré.

—Eso te convertirá en un amotinado —respondió Tithian. Dejó que su mano se moviera en dirección al morral, pero no la introdujo en él.

—Negarme a dilapidar la flota no es un motín —replicó el sumo templario.

—Tu flota se hundirá de todos modos —dijo Tithian, dando un paso en dirección a Saanakal—. ¿De qué tienes miedo? ¿De una muerte honorable?

—Siempre existe una esperanza.

—¿De verdad? —se mofó Tithian. Miró a Ictinis y preguntó—: ¿Cuántos barcos quedan?

—Once —respondió el flotador de naves—. No, ahora sólo diez.

—Tus goletas se hunden como piedras, Navarch. Los únicos hombres que tienen una posibilidad de sobrevivir son aquellos que puedan cruzar el cieno sin un barco. —Tithian miró a los oficiales subalternos que llenaban el alcázar, y preguntó—: ¿Quiénes serán esos? ¿Vuestros hechiceros, vuestros flotadores de naves, y quizá vuestros capitanes?

El rostro del sumo templario se tornó de un furioso rojo oscuro, y un murmullo de amargos comentarios surgió del grupo de oficiales.

—Estoy seguro de que posees un anillo mágico o un talismán que te trasladará a un lugar seguro —insistió Tithian. Aunque no sabía si Saanakal realmente poseía algo así, parecía una suposición lógica, y eso era lo importante para la tripulación—. A lo mejor es ese el motivo por el que no quieres luchar cuerpo a cuerpo. Cuando el barco se hunda, podrás escapar. Pero tu magia no te salvará si un gigante te coge.

—¡Una palabra más y haré que te lancen con una catapulta! —siseó el sumo templario—. ¡Ahora regresa al foso del flotador y deja que gobierne la flota!

—¿Para que tu tripulación muera mientras tú escapas? —objetó Tithian, meneando la cabeza—. No.

—Llevad a este pasajero abajo —ordenó Saanakal, indicando al primer oficial que obedeciera la orden.

Antes de que el hombre pudiera adelantarse, Tithian lo miró directamente a los ojos.

—Andropinis en persona me prestó esta flota —dijo—. Al negarse a obedecerme, Navarch Saanakal desafía a vuestro soberano. ¿Quieres unirte a él en esto?

Al ver que el oficial permanecía inmóvil en su puesto, el sumo templario lanzó un juramento e hizo ademán de sacar su daga.

—¡Ya es suficiente!

—No lo creo —dijo el primer oficial al tiempo que sujetaba la muñeca de Saanakal—. Si voy a morir, lo haré tal y como he vivido: obedeciendo la voluntad del rey Andropinis.

Dicho esto entregó el ojo del rey al timonel, y luego levantó al templario y lo arrojó por la borda. Con un alarido de terror, Saanakal introdujo una mano en el bolsillo de su túnica, pero el polvo lo engulló antes de que pudiera sacar el objeto escondido en su interior.

—Preparaos a morir como soldados —dijo Tithian, dedicando a los hombres un gesto de aprobación—. Y conducidnos al combate.

Mientras los asombrados oficiales obedecían, Tithian hizo que su flotador de naves transmitiera sus órdenes de ataque a las naves sobrevivientes. Luego, tomó el ojo del rey de manos de la timonel y empezó a examinar la neblina.

—¿Qué buscas? —preguntó esta.

—A mi gigante —respondió Tithian.

El monarca no tardó demasiado en encontrar lo que buscaba. En cuestión de pocos minutos, descubrió la horrible figura de Fylo, que encabezaba el ataque contra otro barco. Los gigantes ya habían arrojado sus rocas y avanzaban pesadamente por el cieno con los arietes sujetos bajo los brazos.

Mientras Tithian observaba, la nave disparó sus catapultas, pero el brujo lanzó el conjuro a destiempo y dejó caer las llamas detrás de los gigantes. De todos modos, el rey pudo apreciar que la batalla estaba lejos de finalizar. Cubas de fuego balicano se alineaban a lo largo de la borda, listas para ser vertidas sobre los atacantes, y los encargados de las balistas aguardaban para disparar a que los gigantes se encontraran más cerca.

Tithian entregó el ojo del rey a un subalterno.

—¿Qué barco es ese?

La Dama del Rey —respondió el oficial.

—Bien. —Señaló el feo rostro de Fylo—. ¿Ves ese gigante?

—¿Aquel cuya cabeza tiene un ligero aspecto humano?

—Sí. Mantén la nave en dirección a él —respondió Tithian, y se volvió luego hacia el flotador de naves—. Di a La Dama del Rey que no ataque. Vamos a colocarnos a su lado y quizá podamos salvarla de ese grupo.

Durante los momentos siguientes, Tithian contempló en sombrío silencio cómo El León de Cieno navegaba hacia sus objetivos. Los gigantes se aproximaban a La Dama del Rey cautelosos, desconfiados ante la falta de resistencia de la nave. No obstante, se encontraban lo bastante cerca para alzar los arietes y cargar en cualquier momento.

—El capitán Saba pide permiso para defender su barco —informó el flotador de naves.

—¡No! —escupió Tithian.

—Pero jamás llegaremos a tiempo —protestó la timonel—. Si no resisten…

¡La Dama del Rey está hundida de todos modos! —le espetó Tithian—. Y no quiero que nadie mate a mi gigante, ¡no todavía!

Varios de los oficiales de la nave intercambiaron miradas escépticas, y uno se arriesgó a preguntar:

—¿Por qué no?

—Debe ser el que organizó la emboscada, y quiero saber por qué, antes de imponerle un castigo muy especial —respondió el rey. Volvió la cabeza hacia Ictinis—. Dile esto al capitán Saba: cuando los gigantes ataquen su barco, estará protegido por la magia del rey de Tyr…, pero sólo si sus contraataques no interfieren.

El hombre envió el mensaje.

Al cabo de un momento, Tithian y sus oficiales contemplaron cómo Fylo y sus gigantes se lanzaban sobre La Dama del Rey. Al no encontrar ninguna resistencia por parte del barco, su carga fue tan poderosa que arrancó la cubierta de proa del resto de la nave. Las balistas descargaron inofensivamente y las cubas de fuego balicano se volcaron y crearon al instante un infierno de fuego en las cubiertas. Arrastrando tras ellos largas colas de fuego, marineros y enanos saltaron por los costados entre gritos agonizantes que se fueron apagando a medida que desaparecían en el polvo.

Un hombre fornido se acercó a Tithian; el pañuelo contra el cieno le colgaba flojo alrededor del cuello. Apretaba los labios, y las hinchadas mejillas estaban pálidas por el horror de lo que acababa de presenciar.

—¡Dijiste que los salvarías! —jadeó.

—¡Vamos! —respondió Tithian. Mientras hablaba, volvió la palma de la mano hacia la cubierta, utilizando el cuerpo para ocultarla a la vista en tanto que absorbía energía para un hechizo—. Ya me oíste decir que La Dama del Rey estaba perdida. Sabías que mentía al capitán Saba cuando dije que lo protegería.

—Cuando arrojé a Navarch Saanakal por la borda, parece que cambié a un cobarde por un mentiroso —gruñó el primer oficial, acercándose a Tithian—. ¡Dijiste que íbamos a matar gigantes, no a proteger al tuyo!

—¡Esta flota ya ha matado a más gigantes bajo mi mando que bajo el de Saanakal!

Tras decir esto, tomó un pellizco de polvo de la barandilla y lo arrojó al aire. En cuanto lanzó su conjuro, piloto, oficiales y timonel, todos a una, se dejaron caer sobre la cubierta, con los ojos fuertemente cerrados bajo sus protectores contra el polvo. Sin una mano firme que sujetara el timón, la nave viró en dirección a la incendiada Dama del Rey.

En cuanto el bauprés de la goleta de Tithian tocó los llameantes restos, el brujo de la nave saltó por la proa. Consiguió recorrer unos cientos de metros en dirección a la cadena de islas antes de que un gigante lo aplastara.

La vela del foque de El León de Cieno se incendió, y el humo empezó a cubrir la cubierta principal. Los marineros y los esclavos de las catapultas gritaron asustados y levantaron los ojos para averiguar qué sucedía; entonces, la proa se estrelló contra el costado de La Dama del Rey y todo el barco se estremeció.

—Es hora de marchar —dijo Tithian.

Absorbió la energía necesaria para otro hechizo y utilizó la magia para levitar sobre el suelo. Cuidando de no interponerse en el camino de ningún gigante que pudiera aplastarlo, el monarca flotó por encima de la popa. A su espalda, las cubas de fuego balicano de El León de Cieno empezaron a arder, enviando columna tras columna de llamas doradas al nacarado cielo. En cuestión de minutos, los restos de la goleta ya no se podían diferenciar de los de La Dama del Rey.

Tithian identificó rápidamente la característica figura de Fylo al otro extremo de la conflagración. El gigante se encontraba cerca de la proa arrancada de La Dama del Rey, la única parte del barco que no estaba en llamas, riendo como un chiquillo mientras utilizaba un peñol para tirar a los pocos supervivientes que quedaban fuera del casco volcado.

Tithian flotó hasta allí a través del humo y la neblina. Al mismo tiempo, el monarca tomó la precaución de sacar una pequeña vara de cristal de su morral, pero no preparó del todo el conjuro que la convertiría en un rayo. Hasta que averiguara cómo era que Fylo había tomado parte en esta emboscada, y qué le había sucedido a Agis, no tenía intención de matar al gigante.

Tithian se detuvo justo fuera del alcance de Fylo.

—¿Qué haces aquí? —exigió, gritando con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír desde aquella distancia.

El gigante se apartó de los restos del naufragio, al tiempo que balanceaba el peñol para golpear al rey.

—¡Traidor!

Tithian se agachó. El inmenso garrote se hundió en el cieno con un ruido sordo y levantó una cortina de nacarado polvo.

—¿Por qué atacas a tu amigo? —inquirió el rey, resistiendo el impulso de lanzar su hechizo.

Fylo calculó la distancia que le separaba de su blanco; luego se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia la proa de La Dama del Rey.

—Tithian mentiroso, no amigo —dijo, utilizando el peñol para empujar a un enano al cieno—. Agis auténtico amigo.

—¿Qué tiene Agis que ver con esto? —preguntó Tithian. Se sentía a la vez aliviado y enojado, porque el comentario del gigante implicaba que había soltado al noble y no lo había matado—. ¡Prometiste custodiarlo!

—Hice promesa antes de que Agis mostrara auténtico Tithian a Fylo —dijo el gigante—. Luego vamos a Balic, y Agis cuenta a Fylo que flota dirige a Lybdos. Dice: «avisa a los gigantes. A lo mejor dejarán que Fylo viva con ellos». —El mestizo golpeó a un templario con el mástil, aplastando al infeliz como si fuera una cucaracha—. El razón. Ahora Fylo puede vivir en Lybdos con amigos cabeza de bestia.

Tithian no pudo contenerse.

—¿Qué te hace pensar que alguien pueda tolerar a un repugnante retrasado mental como tú?

Con los ojos desorbitados por la ira, Fylo lanzó el peñol contra Tithian. El monarca intentó esquivarlo, pero el mástil le golpeó en el hombro, lo que le provocó un dolor insoportable en el brazo y le hizo soltar la vara de cristal que sostenía. Cayó en picado en dirección al mar, aunque consiguió recuperar el control a tiempo de evitar hundirse en el polvo. Fylo cayó sobre él al instante, y lo agarró con fuerza entre los enormes dedos, impidiendo que el monarca introdujera la mano en su morral para extraer los componentes de otro hechizo.

—¡A Agis gusta Fylo! —rugió el gigante—. ¡A cabezas de bestia gusta Fylo!

Tithian meneó la cabeza entristecido.

—Lo siento —dijo—. Pero Agis sencillamente te está utilizando. Lo mismo que los cabeza de bestia. Cuando todo haya terminado, te echarán. Fylo se quedará solo, igual que antes.

—¡No! —A pesar de la réplica, el gigante parecía alicaído.

—Sí —insistió Tithian—. Yo soy el único a quien podrías gustar. Todos los demás piensan que eres feo.

Fylo negó con la cabeza.

—¡Tithian mentiroso! Tithian hacer cosas terribles a sus amigos en Kled.

—¿Te dijo eso Agis? —preguntó Tithian, continuando con su estratagema—. Imagino que no debería sorprenderme. Ha sentido celos de mí desde que me convertí en rey; pero lo que realmente me duele, Fylo, es saber que tú le crees.

El gigante pareció sorprendido.

—¿De veras?

—Más de lo que puedas imaginar —Tithian movió la cabeza afirmativamente—. Se tienen tan pocos amigos cuando se es rey. Pensaba que tú y yo… —Dejó la frase sin terminar, y bajó los ojos.

—Fylo pensar eso también… una vez —dijo el gigante. Regresó a la proa de La Dama, del Rey, cogió al último templario que quedaba sobre el casco volcado y arrojó al infortunado al viento.

—¿Qué haces? —inquirió Tithian, asustado.

—Agis advertir Fylo que tú intentar otro truco —respondió el gigante al tiempo que apretaba al monarca con tanta fuerza que le impedía respirar—. Agis dijo que dejar aquí.

—¡No puedes traicionarme!

—Fylo desquitar antes de ir a vivir a Lybdos —dijo el gigante con una risita ahogada—. Adiós, «amigo».

Dio un capirotazo a la cabeza del rey con su enorme dedo índice, y Tithian sintió que se hundía en una neblina gris.