5: Viejos amigos

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Viejos amigos

En una depresión poco profunda entre dos elevaciones de polvo apareció la proa desgajada de una goleta balicana. Descansaba sobre un costado, cubierta por un manto gris de cieno, y el bauprés se alzaba en el aire en un extraño ángulo. Sobre el casco yacía un hombre, totalmente expuesto al sol rojo y tan inmóvil como el mismo mar.

—¡Ahí está! —gritó Agis.

El noble señaló en dirección a los restos. Kester, de pie junto a él y Nymos en el alcázar de La Víbora Fantasma, volvió la gruesa frente al lado de babor de la carabela. Sus ojos se posaron de inmediato en los restos del naufragio, ya que el día era muy tranquilo, desprovisto casi de viento y más sofocante que un horno.

—¿Estás seguro de que es él? —preguntó.

Aunque la distancia era demasiado grande para distinguir con claridad las facciones del hombre caído, Agis asintió.

—No he visto otros supervivientes, y Fylo prometió que dejaría a Tithian donde pudiera encontrarlo. —La carabela empezó a descender suavemente por la resbaladiza ladera del montículo de polvo, y el noble añadió—: Colócanos a su lado.

—Parece muerto —dijo la tarek, meneando la cabeza.

—Vivo o no, lo llevaré de vuelta a Tyr.

—No en La Víbora Fantasma —advirtió Kester—. Me contrataste para capturar a un hombre vivo, no a un cadáver. No pienso tener a su espíritu vagando por mi nave.

—Entonces no te pagaré el viaje de regreso —amenazó el noble.

—Pagarás…, ¡o te desembarcaré ahí! —Señaló una isla cubierta de matorrales situada a menos de una milla marina.

Agis sacudió la cabeza.

—Nuestro acuerdo fue que me ayudarías a capturar a Tithian, y no importa si está vivo o muerto.

La mano de Kester se movió en busca de un cuchillo, pero Nymos se interpuso entre la tarek y el noble.

—Esto es una idiotez —dijo el hechicero, sin que sus ojos ciegos miraran a ninguno de ellos—. ¿Por qué no vamos a ver en qué condiciones está Tithian? Si no respira, entonces podréis discutir.

—Una prudente sugerencia —dijo Agis.

Kester permaneció unos instantes más con el entrecejo fruncido, pero por fin se encogió de hombros.

—Nos acercaremos.

La mujer dirigió su atención a la cubierta principal, donde las velas de la nave se encontraban arriadas, atadas a los penoles. Veinte miembros de la tripulación se afanaban a cada costado, introduciendo pértigas de madera, cada una tan alta como un gigante, en el interior del cieno junto al barco. En cuanto las largas varas tocaban el poco profundo fondo del estrecho, los agotados esclavos se movían hacia la popa, empujando la carabela al frente a paso de mekillot. Para que todos mantuvieran el mismo ritmo, el primer hombre de cada fila entonaba una gutural endecha:

—Empujar, empujar, empujar o morir.

Cuando los dos cantores llegaban al alcázar, cambiaban la tonada.

—¡Alto, alto, camarada, toca descanso!

Las dos filas de esclavos se detenían y retiraban las varas del polvo. Una vez que todos habían dejado de moverse, el hombre que se encontraba al frente de cada grupo gritaba:

—¡Al frente, al frente, a trabajar fuerte!

Esto hacía que todos corrieran hacia adelante para hundir otra vez las pértigas en el polvo y empezar de nuevo el proceso.

Cuando la proa de La Víbora Fantasma llegó al pie de la elevación de cieno, Kester se aferró con fuerza a la borda y chilló:

—¡Todo a babor, Perkin!

El timonel giró el timón, y los esclavos situados en el lado izquierdo del barco retiraron sus pértigas del cieno. La carabela giró con tal rapidez que Agis tuvo que sujetar el brazo de Nymos para impedir que el reptil saliera despedido por la borda. A pesar del brusco giro, el noble se dio cuenta de que la proa se precipitaría contra el siguiente promontorio de polvo antes de que la embarcación completase la maniobra.

Con un rugido de rabia, Kester se apartó corriendo de su flotador de naves y tomó un largo látigo que colgaba de la barandilla. Saltó sobre la cubierta principal y empezó a azotar salvajemente a los hombres situados a babor. Cada vez que la punta del látigo restallaba, un esclavo aullaba de dolor y un verdugón aparecía en su espalda desnuda.

—¡Dije «todo a babor»! —chilló la tarek.

Los esclavos del costado de babor lanzaron las pértigas al frente formando un ángulo y empujaron, como si intentaran mover la nave hacia atrás. La proa de La Víbora Fantasma viró en redondo al instante y el bauprés esquivó por unos centímetros el siguiente promontorio de polvo. Kester siguió azotando a su tripulación, maldiciendo su lenta reacción y asegurándose de abrir una herida en la espalda de cada uno de los hombres de la fila.

Agis descendió para colocarse junto a Kester y posó una mano sobre el látigo para detenerla.

—¿No crees que ya es suficiente? —preguntó—. Ya es bastante malo que tengas que utilizar esclavos como tripulación, pero no se merecen un trato así.

Kester le mostró los colmillos.

—Este es mi barco —rugió.

Tenía el aliento rancio, ya que los viajes largos no eran muy buenos para el sistema digestivo de los tareks. En lugar de serpientes o lagartos vivos, la mujer tenía que comer carne seca salada, que para ella era tan sólo un poco mejor que el pharo enmohecido que comía su tripulación humana. Agis sospechó que la dieta de la tarek le estropeaba algo más que el sistema digestivo, ya que el temperamento de la mujer había ido agriándose progresivamente desde que abandonaron Balic.

—Lo dirigiré como quiera —siguió la tarek.

—No mientras estés a sueldo mío —respondió Agis, arrebatándole el látigo de las manos.

—Estos hombres eran convictos antes de convertirse en esclavos —dijo Nymos, hablando desde la barandilla del alcázar. Sus ciegos ojos lechosos estaban clavados en un punto por encima de la cabeza de Agis—. Merecen el trato que les dispensa Kester, y le deben sus vidas.

—Eso es cierto —asintió Kester—. De no haber sido por mi dinero, a todos les habrían arrancado el corazón en la arena.

—Salvar a un hombre no da el derecho a tratarlo con brutalidad —replicó el noble, al tiempo que regresaba al alcázar con el látigo—. No lo permitiré, ni siquiera al capitán de un barco.

Kester lo siguió. Mientras Agis devolvía el látigo a su gancho, la mujer señaló los restos que tenían delante y preguntó:

—¿Supongo que lo que has planeado para tu amigo no es brutal?

La Víbora Fantasma se encontraba tan cerca de los restos del naufragio que Agis pudo ver a Tithian caído bocabajo, con la larga trenza de cabellos castaños arrollada sobre un hombro.

—No tengo nada planeado para Tithian, excepto llevarlo de vuelta para que responda de sus crímenes —respondió el noble.

—Y averiguar lo que él y Andropinis están haciendo —añadió Nymos—. Será mejor que tu aversión por la brutalidad no te impida aflojarle la lengua.

—Existen otros medios de hacer hablar a Tithian —contestó Agis—. Además, no hay dolor que pueda obligarle a decir la verdad si no quiere.

—Desde luego que no, si está muerto —apostilló Kester.

Los ojos de la tarek miraban fijamente a estribor de la proa de La Víbora Fantasma, que en aquellos momentos pasaba junto al cuerpo inerte de Tithian. Dejó que la nave se arrastrara unos metros más, y luego ladró:

—¡Alto!

La tripulación levantó las pértigas, y tras lanzar las largas varas al frente en ángulo oblicuo, las volvió a hundir en el polvo. La carabela se detuvo con una sacudida, con su alcázar justo a popa del pecio. Los esclavos de estribor examinaron con atención los restos en agotado silencio, estudiando la figura inmóvil de Tithian.

Kester saltó del alcázar y agarró un largo tablón. Lo introdujo a través de una abertura en la parte inferior de la borda y lo guio en dirección a la destrozada proa. Tras indicar a Agis que subiera el tablón, advirtió:

—Ten cuidado. Sólo porque el cieno no sea muy profundo aquí y el casco descanse en el fondo no significa que no vaya a moverse. Si caes dentro, no habrá nada que podamos hacer para salvarte.

—¿Por qué no me atas una cuerda a la cintura? —preguntó Agis mientras pasaba por encima de la borda.

—Ya te lo dije, no quiero cadáveres en mi barco —respondió Kester malhumorada—. Cuando consiguiéramos sacarte fuera, tus pulmones ya estarían llenos de cieno.

—¿Por qué no utilizas el Sendero para volar o le-vitar? —sugirió Nymos.

Agis meneó la cabeza negativamente, más para sí que para el ciego hechicero.

—Esa no es una de las zonas que mis meditaciones me han llevado a explorar —respondió—. Y el rey es demasiado pesado para que lo pueda mover con otras modalidades del Sendero. Si quiero llevarlo de regreso a Tyr, tendré que andar hasta allí y traerlo.

El noble dirigió su atención al tablón de costilla de mekillot que tenía delante. Era casi tan ancho como sus hombros y tenía una longitud de más de diez metros, con una superficie desgastada de color marfil. Debajo de él se extendía una nacarina capa de polvo, tan suelto que parecía más la neblina de un oasis que un lecho de cieno.

El otro extremo de la pasarela reposaba cerca del centro de la proa del pecio, que se inclinaba en un ángulo muy agudo por el lado de popa. A causa de esta inclinación, sólo una de las esquinas del tablón de Agis descansaba firmemente sobre los restos; la otra colgaba sin apoyo a pocos centímetros del casco de madera.

Tithian estaba caído bocabajo en el centro de los maderos, con el morral sujeto al pecho y el rostro vuelto en dirección opuesta. Los cabellos castaños del monarca estaban llenos de sangre, y la dorada diadema que ceñía su cabeza aparecía muy abollada por algún golpe recibido.

Agis se soltó de la borda y empezó a avanzar arrastrando los pies, con el corazón latiendo violentamente cada vez que la pasarela se bamboleaba. Cuando hubo pasado de la mitad, el tablón se torció bajo su peso y empezó a resbalar por el casco del barco naufragado. El noble se dejó caer sobre el estómago para repartir mejor el peso, y recorrió arrastrándose el resto del trayecto. Le dio la impresión de que tardaba una eternidad en llegar al otro extremo, pero cuando finalmente lo consiguió, lanzó un profundo suspiro de alivio y se encaramó a la proa.

Los maderos dejaron escapar un quejumbroso crujido ahogado, y el extremo de popa se hundió un poco más en el mar. El cuerpo inmóvil de Tithian resbaló también un poco más hacia el cieno y Agis estuvo a punto de perder el equilibrio. El noble se lanzó al frente a toda prisa y tras agarrar al rey por los hombros tiró de él en dirección al bauprés, con lo que el pedazo de casco se estabilizó.

Agis zarandeó a Tithian por los hombros.

—Despierta —dijo—. Tenemos que hacer un largo viaje juntos.

Al no recibir respuesta, Agis hizo girar al rey sobre su espalda. El cuerpo se movió desmadejadamente, sin dar la menor señal de tensión en los músculos. De no haber sido por el leve movimiento de su pecho, Agis lo habría dado por muerto. Tithian tenía los ojos hundidos y las dos mejillas cubiertas de sangre seca. Por entre los agrietados labios sobresalía una lengua amarronada, terriblemente inflamada por la sed y tan seca como el Mar de Cieno.

—Incluso desde aquí, parece tan muerto como un gigante derribado —gritó Kester—. Tíralo al cieno y marchemos. No es sensato quedarse mucho tiempo por aquí.

—Está vivo, más o menos —informó Agis. Al volver la cabeza vio que Kester, Nymos y la mitad de la tripulación lo contemplaban desde la borda—. Es sólo que no consigo despertarle.

—Humedece sus labios —sugirió Nymos—. La sed es un incentivo poderoso, incluso para una mente inconsciente.

Como no se veía ningún odre, Agis abrió el morral del rey y miró en su interior. A pesar de su voluminoso aspecto exterior, estaba vacío. Cerró la bolsa, y luego se volvió otra vez hacia el barco.

—Arrojadme un odre.

Kester tomó un odre medio lleno de un gancho del palo mayor y se lo lanzó. El pesado saco rozó los dedos de Agis y fue a caer sobre el pecho del rey con un ruido sordo. Tithian ni se movió.

—Si eso no lo ha despertado, nada lo hará —dijo Kester—. Tendrás que llevarlo en brazos. Si no nos damos prisa, esos maderos se hundirán bajo vosotros.

Dirigiendo una mirada cautelosa al tablón, Agis dijo:

—Deja que pruebe primero el sistema de Nymos.

Se sentó, apoyó la cabeza de Tithian en el regazo y luego vertió una pequeña cantidad de agua sobre los labios del rey. Unas cuantas gotas resbalaron por la hinchada lengua de Tithian y fueron a parar al interior de su garganta. El monarca tosió violentamente, pero no abrió Tos ojos ni mostró otra señal de que fuera a despertar.

Agis sabía que la sed y el calor podían espesar la sangre de un hombre hasta hacerle perder el conocimiento, pero el noble no creyó que ese fuera el problema de Tithian. De haber sido ese el caso, la piel del rey habría estado enrojecida y pegajosa, en lugar de llena de ampollas y pelándose. Parecía más probable que hubiera sufrido una conmoción cerebral a causa del golpe que había abollado la corona y abierto una herida en su cabeza.

Agis apartó un mechón de cabellos ensangrentados de la corona e intentó con suavidad retirar la diadema; no la había movido ni medio centímetro cuando su parte dentada se enganchó en la herida del rey. Un gemido de dolor escapó de los labios de Tithian, quien intentó instintivamente apartar la cabeza de las manos del noble. Animado por esta reacción, Agis deslizó el dedo bajo la abollada diadema y empezó a sacarla.

Una mano demacrada se alzó veloz del costado del rey para sujetar la muñeca del noble.

—¡No toques mi corona! —gruñó Tithian, clavando las desportilladas uñas en la carne de Agis. Había abierto los ojos, pero estos estaban vidriosos y su mirada se perdía en el vacío.

—Creo que serías capaz de regresar de la muerte con tal de mantener este miserable aro alrededor de tu cabeza —dijo Agis al tiempo que soltaba la diadema.

Tithian soltó el brazo del noble, y se esforzó por enfocar la mirada en el rostro de Agis.

—¡Tú! —exclamó con voz débil—. ¡Traidor!

Agis vertió un chorro de agua en la boca de Tithian.

—No soy yo el traidor aquí.

El rey se atragantó, pero por fin consiguió tragar.

—¡Me has costado una flota! —farfulló, con una voz pastosa apenas más audible que un susurro.

Tithian intentó incorporarse, pero sus ojos volvieron a quedar en blanco y lanzó un gemido de dolor. Se llevó los dedos a la destrozada diadema y preguntó:

—¿Cómo conseguiste que ese idiota de Fylo me traicionara? Sé que no utilizaste el Sendero, porque yo mismo intenté utilizar ese sistema.

—Fylo es lo bastante inteligente para distinguir la verdad cuando la ve —respondió Agis, entregando el odre de agua a Tithian—. Ahora bebe. Será mejor si sigues vivo cuando te devuelva a Tyr.

Tithian aceptó el odre y se lo llevó a los labios. Tras tomar una media docena de sorbos, dijo:

—No tengo el menor deseo de regresar a Tyr por el momento.

—No puedes elegir —repuso Agis, posando una mano en la empuñadura de su espada—. Te voy a llevar de vuelta a la ciudad.

Al mismo tiempo, el noble abrió un camino interno hacia su energía espiritual como preparación para defenderse con el Sendero. Sus espías en palacio le habían mantenido informado de los progresos de Tithian tanto como doblegador de mentes como en su faceta de hechicero, y el noble sabía que el rey resultaría un oponente formidable si tenían que luchar.

—Pensé que te satisfaría verte libre de mí por un tiempo —dijo el monarca, encogiéndose de hombros—. Pero si insistes en llevarme de vuelta, que así sea. Iré.

Agis lo contempló con suspicacia.

—No creas que tus falsas promesas funcionarán conmigo —advirtió.

Tithian sacudió la cabeza cansino.

—Nos conocemos el uno d otro demasiado bien para eso. Estoy herido y agotado. No podría resistirme aunque quisiera. —Se llevó el odre a los labios y tomó un buen trago, luego ató el gollete para cerrarlo y entregó la bolsa al noble—. Tendrás que llevar esto, amigo mío.

Agis se colgó el odre al hombro, y se arrastró con cuidado hacia el tablón, indicando al rey que lo siguiera. Aunque el noble casi esperaba un ataque, Tithian no le causó problemas. Lo siguió de cerca, respirando de forma pesada y jadeante. Mientras avanzaban, la proa se balanceó lentamente hacia la popa, inclinándose más cuanto más se acercaban a su objetivo.

Al llegar por fin al tablón, Agis indicó al rey que pasara delante.

—Yo lo mantendré firme —dijo, sujetando el extremo de la pasarela—. Tú sigue.

—Es agradable ver que por fin demuestras a tu soberano el respeto debido —bromeó Tithian, trepando a la pasarela.

—Concéntrate en lo que haces —ordenó el noble con voz agria—. Te quiero vivo.

—Qué considerado —replicó Tithian, arrastrándose muy despacio por el tablón.

Cuando el monarca pasó junto a él, Agis detectó una leve sonrisa burlona en sus labios.

—Ni se te ocurra traicionarme —dijo el noble, levantando la barbilla en dirección a Kester—. Pago bien a esa tarek, y en tu morral no hay ni una simple moneda.

Tithian se detuvo para mirar atrás con expresión de fingido ultraje en el rostro.

—¿Soy realmente tan predecible?

—¡Calla y sigue arrastrándote! —gritó Kester—. Esa ruina no tardará en estar bajo el cieno.

Tithian acabó de cruzar hasta La Víbora Fantasma, donde Kester lo sujetó y sin la menor ceremonia tiró de él por encima de la barandilla. En cuanto el rey se encontró a salvo en cubierta, el noble empezó a arrastrarse hasta la pasarela. No había recorrido ni dos metros cuando un potente retumbo surgió del interior de la proa.

A bordo de La Víbora Fantasma, Tithian cerró los ojos concentrándose.

Agis tuvo el tiempo justo de maldecir al rey antes de que la pasarela se estremeciera violentamente. Un terrible estruendo de crujidos y gemidos surgió de los restos del naufragio, luego el bauprés del pecio se alzó hacia el cielo y el extremo de popa se hundió, proyectando una enorme columna de humo hacia lo alto. El tablón resbaló y se soltó, y Agis se sintió arrastrado con él al grisáceo mar. Intentó gritar, pero no consiguió proferir más que una exclamación ahogada mientras el cáustico sabor del cieno inundaba su boca.

Se detuvo en seco a menos de un metro de distancia de la superficie gris del mar, con las piernas balanceándose en el cieno y la nariz abrasada por el ardiente loes. Parecía como si alguien lo hubiera atrapado con una cuerda de seguridad, aunque sabía que eso no podía ser. Nymos y Kester empezaron a gritar su nombre, y después el noble sintió que se alzaba muy despacio a través de la nube gris. La única explicación que se le ocurrió fue que el hechicero ciego había utilizado un conjuro para sujetarlo.

Mientras salía de la arremolinada nube de polvo, Agis preparó un ataque mental, decidido a evitar que Tithian lanzara otro ataque contra él. Cuando terminó, el casco de La Víbora Fantasma resultaba ya visible por entre la neblina, aunque apenas podía distinguir las figuras de la capitana tarek y de los demás de pie en el extremo de la cubierta. Tithian tenía los ojos fijos en él en actitud de intensa concentración, mientras que Kester estaba aferrada a la borda y contemplaba al noble por entre el polvo. Nymos, con la cabeza a la altura de la cadera de la tarek, tenía la abertura de la oreja inclinada en dirección a Agis.

—¡Detenedle! —gruñó el noble, señalando a Tithian. Tenía la garganta tan llena de cieno que tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.

Ni la tarek ni el hechicero se movieron en dirección al rey, de modo que Agis desenvainó su espada. En cuanto se encontró lo bastante cerca del barco, extendió el brazo para agarrarse a la borda y se encaramó a cubierta. Kester le cortó el paso junto a la barandilla, impidiendo que siguiera avanzando y sujetando la mano que empuñaba la espada.

—Fue Tithian quien te salvó, de modo que no vas a matarlo en mi barco —dijo la tarek—. Traería mal viento sobre nosotros.

Con una mueca, Agis liberó su mano y pasó junto a la tarek en dirección a Tithian, al que encontró caído de rodillas sobre la cubierta. El rey hacía grandes esfuerzos por respirar, mientras un par de esclavos lo sostenían por los brazos para evitar que se desplomara por completo. Su rostro aparecía más macilento aún que cuando Agis lo encontrara.

El noble envainó la espada y se acercó al rey.

—¿Cuál es tu plan? —exigió—. ¿Por qué me salvaste?

—Podrías haberme dejado morir sobre los restos del barco —musitó Tithian, mirando fijamente a Agis—. Ahora estamos en paz.

—No eres de los que pagan sus deudas —replicó el noble, sacudiendo la cabeza.

Tithian aceptó la franca valoración de su carácter con expresión impasible.

—Existen excepciones, ya lo sabes.

—No es muy probable —le espetó Agis—. No me habrías salvado si eso no sirviera a tus propósitos. ¿Vas a decirme cuáles son?

—Lo he hecho —respondió el rey.

—Como desees, entonces. —Agarró un pedazo de cuerda de cabello de gigante del puntal de un tojino, luego se colocó detrás de Tithian y empezó a atarle las manos—. En nombre del consejo de asesores, te acuso del grave delito de hacer esclavos. Me acompañarás de vuelta a Tyr, donde responderás de tu comportamiento ante el Tribunal de Ciudadanos Libres.

Tithian soltó las manos con una violenta sacudida y se incorporó tambaleante.

—¿Qué es esto? —preguntó. Dirigió una rápida mirada a Kester y Nymos para asegurarse de que le escuchaban, y luego dijo—: ¿Han crecido hasta tal punto tus celos que ahora sólo puedes aplacarlos fabricando cargos del consejo en contra mía?

—Ahorra saliva. Tu actuación no convencerá a ninguno de los presentes.

—Kled fue un accidente —dijo Tithian—. Mis bandidos no tenían que atacarlo.

—¿Entonces por qué lo hicieron? —preguntó Agis.

Tithian contempló al noble un buen rato sin hablar, y luego inquirió:

—¿Quieres decir que no lo has adivinado?

—Dime.

—Borys —respondió el rey—. Recogían prisioneros para completar el tributo del dragón. ¿Por qué crees que no ha aparecido desde que Sadira regresó de la Torre Primigenia?

Agis sintió que se le formaba un nudo en el estómago, no sabía si ocasionado por la cólera, la compasión, o incluso la culpabilidad.

—Gracias por ser tan franco —dijo—. Estoy seguro de que al tribunal le interesará saber que has estado comprando la paz para Tyr con vidas inocentes.

Tithian se echó a reír.

—¡Me temo que has perdido la cabeza, querido amigo! —rio entre dientes mientras sacudía la cabeza con incredulidad—. ¿Realmente crees que el Tribunal de Ciudadanos Libres me condenará por haberles evitado la cólera del dragón?

—Sí —respondió Agis—. Has violado la más sagrada de las leyes de Tyr.

Tithian sujetó el brazo del noble como si fueran amigos.

—Entonces eres un loco —rio—. Si das a un hombre la elección entre la seguridad de su familia y el sufrimiento de otro, el extranjero morirá siempre. Tu tribunal me declarará un héroe, no un criminal.

—Es una cuestión de leyes —replicó Agis muy seguro de sí mismo—. Son los cimientos de la Ciudad Libre, y yo personalmente me aseguraré de que nuestro tribunal comprenda la gravedad de tu crimen.

—¿Y presentarás un nuevo plan para librar a nuestros ciudadanos de los estragos de Borys? —inquirió Tithian—. ¿A lo mejor has encontrado la lente oscura? ¿Estás listo para matar al dragón?

Agis se mordió el labio inferior, más enojado de lo que quería admitir por el tono burlón del rey. Junto con sus amigos Rikus y Sadira, había pasado gran parte de los últimos cinco años buscando la lente. Todavía seguían sin tener la menor idea de dónde se encontraba.

—Como sea que protejamos Tyr, ello no implicará hacer esclavos —respondió Agis.

Tithian le dedicó una sonrisa burlona.

—Entonces me alegraré de presentarme ante tu Tribunal de Temerosos Ciudadanos —se mofó—. Cuando comprendan cuál es la alternativa, creo que decidirán que tu ley es algo insignificante.

—Lo que yo creo es que comprenderán que un rey capaz de hacer tal cosa también podría traicionar a su propio pueblo —dijo Agis, avanzando otra vez para atar las manos de Tithian—. Tus súbditos no son tan estúpidos como piensas.

—Ni tampoco tan valientes como tú crees —respondió el rey, y volvió a retroceder para evitar que lo ataran—. Pero antes de que iniciemos nuestro viaje de regreso a casa, quizá deberías saber por qué he viajado tan lejos.

—Eso te evitaría una considerable cantidad de sufrimiento —interrumpió Nymos. Dio un paso al frente con la bífida lengua agitándose ansiosa en el aire.

Agis empujó al menudo hechicero a un lado.

—No te dirá la verdad —advirtió—. Se limita a tratar de desviarme de mi propósito.

—En absoluto —dijo el rey, mirando al noble fijamente—. De hecho, creo que encontrarás lo que tengo que decir muy interesante.

—Lo dudo.

—¿Quiere eso decir que has perdido interés en la lente oscura?

—¡Claro que no! —exclamó Agis—. ¿Qué tiene que ver la lente con esto?

—La he encontrado —respondió el rey—. De hecho, me dirijo a recuperarla en estos momentos.

—¿Qué es la lente oscura? —quiso saber Nymos.

—La lente oscura es un antiguo artilugio, Nymos —explicó Agis—. Los reyes-hechiceros la utilizaron hace más de mil años para crear al dragón; y ahora, sin ella no podemos destruirlo. —El noble devolvió la mirada a Tithian—. Pero me parece que el rey miente cuando dice que sabe dónde está. Mis amigos y yo la hemos buscado durante años. Si nosotros no pudimos encontrarla, no veo motivo para creer que él sí.

—No debes sentir celos, Agis —protestó Tithian con una sonrisita afectada—. Durante los últimos años he desarrollado habilidades que no están a tu alcance.

—Entonces, ¿dónde está?

—No te lo diré. —Tithian agitó un dedo ante el noble—. Pero te diré cómo la encontré. Eso protegerá mi secreto y te convencerá de que digo la verdad.

—Te escucho.

Aunque mantenía exteriormente una apariencia tranquila, el corazón del noble latía con violencia. La lente oscura era la clave no sólo para la salvaguardia de Tyr, sino también para revitalizar el resto de Athas. La lente complementaría dos objetos que sus amigos ya poseían: la espada mágica de Rikus, el Azote de Rkard, y la poderosa magia que Sadira había adquirido en la Torre Primigenia. Con estos tres elementos juntos, tendrían por fin el poder de acabar con los estragos del dragón.

Tras dejar que Agis permaneciera en suspenso unos instantes, Tithian continuó:

—He encontrado la lente por el sencillo método de no buscarla.

—¿Qué estupidez es esa? —exigió Kester.

—La lente fue robada por dos enanos de la Torre Primigenia, enanos que habían jurado matar a Borys —explicó el rey—. Al morir sin destruirlo…

—Violaron el propósito de su vida —interrumpió Agis, refiriéndose al peculiar aspecto de la personalidad de los enanos que los obligaba a dedicar sus vidas a un extenuante objetivo.

Tithian asintió, y continuó su explicación:

—Al morir sin llevar a cabo su propósito, se convirtieron en espíritus no muertos. Utilicé mi magia para localizar sus fantasmas condenados, y así es como sé dónde encontrar la lente oscura.

—Y ofreciste compartir esta lente oscura con Andropinis. Por eso te prestó su flota —conjeturó Nymos. El hechicero se colocó junto a Agis, posó una mano en la cadera del noble, y señalando a Tithian, añadió—: Yo digo que lo atemos a una piedra y lo arrojemos por la borda.

—Eso no será necesario, Nymos —dijo Tithian, contemplando al reptil con expresión cautelosa—. Tienes razón en todas tus suposiciones excepto en una.

No tengo la menor intención de mantener la palabra dada a Andropinis. Quiero la lente para matar al dragón, por el bien de Tyr.

—Perdóname si pongo en duda tus motivaciones —dijo Agis.

—Perfecto —intervino Nymos—. Arrojémoslo por la borda y vayamos en busca de la lente nosotros mismos.

—No podemos matarlo —dijo Agis—. Lo necesito vivo cuando se presente ante el Tribunal de Ciudadanos Libres.

—¡No puedes querer llevarme de vuelta ahora! —exclamó Tithian—. ¡Se trata de la lente oscura! ¡Nos hará tan poderosos como reyes-hechiceros!

—No abandono la lente —dijo Agis—. Sabes que es demasiado importante para mí.

—Bien —dijo Tithian con una sonrisa de satisfacción en el rostro—. Entonces trabajemos juntos… por el bien de Tyr.

Agis negó con la cabeza.

—Tú pasarás este viaje en el calabozo de Kester, y regresarás a Tyr encadenado.

—Haremos esto juntos, o no se hará —amenazó Tithian—. De lo contrario, no te diré dónde encontrarla.

—¿Qué sucedió con tu preocupación por el bienestar de Tyr? —inquirió Agis.

—Es en eso en lo que pienso —respondió el rey.

—Mientes —replicó Agis—. Además, sé dónde buscar: en la isla de Lybdos.

Los ojos de Tithian parecieron a punto de estallar de sus órbitas.

—¡Estúpido! —siseó—. ¡No tendréis éxito sin mí!

—Podemos y lo tendremos —respondió Agis con una sonrisa—. Estoy seguro de que encontrarás cómodo el calabozo.

El noble agarró a Tithian por los hombros y lo obligó a girar en dirección al centro de la cubierta, donde los esclavos de Kester se habían reunido para presenciar la disputa.

—Procuraré que el resto del viaje no te resulte demasiado desagradable —dijo mientras pasaba la cuerda alrededor de las muñecas del monarca.

—Estoy seguro de que harás todo lo posible —respondió Tithian, en un tono de voz algo distante.

Cuando Agis levantó la cabeza se encontró con que los esclavos contemplaban al rey con extasiada fascinación. En un principio no comprendió lo que sucedía, ya que el noble nunca había visto aparecer tal expresión en tantos rostros a la vez.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, apretando el nudo con fuerza alrededor de las manos de Tithian.

—A lo mejor me lo tendrías que explicar tú a mí —respondió el rey—. Creía que no estabas de acuerdo con la esclavitud, amigo mío.

—No lo estoy. Pero este es el barco de Kester…

—A lo mejor tú y yo deberíamos libertar a estos hombres —repuso el rey con la mirada fija en los reunidos—. Después de todo, la esclavitud es ilegal en Tyr, y ¿no somos tyrianos nosotros?

—No liberaréis esclavos en mi barco —dijo Kester.

La tripulación no hizo caso de sus palabras y, al unísono, como en un trance, gritaron:

—¡Hurra por Tyr!

—¡Sí, hurra por Tyr! —chilló Tithian—. Ayudadme y os convertiréis en héroes. ¡Viviréis en grandes palacios y comeréis fruta del pharo en lugar de sus agujas!

Con un clamor de entusiasmo, los esclavos se lanzaron al frente para liberar a Tithian. Kester saltó a su encuentro, aullando:

—¡Regresad a vuestras pértigas! —Agarró al primer hombre del grupo y le partió el cuello con un rápido movimiento de muñecas—. ¡Os partiré el cuello a todos, malditos amotinados!

La tarek iba a agarrar a su próxima víctima cuando Agis desenvainó su espada y gritó:

—¡Detente! ¡No es culpa suya!

El noble descargó el pomo de su arma sobre la nuca de Tithian, añadiendo otra abolladura al machacado aro. Se escuchó un sonoro crujido; entonces las rodillas del rey se doblaron, y este se desplomó sobre la cubierta a los pies de Agis.