EN AVIÓN HACIA EL AMAZONAS
Seguimos en dirección al norte. De Recife a Belén, ciudad situada junto a la desembocadura del Amazonas, hay que ir en avión, si no se quiere viajar tantos días como horas emplea el avión; los hidroplanos, pequeños y poco confortables, amarran casi cada hora frente a otra ciudad de la costa. Antes de llegar a Belén, descienden por poco tiempo en Cabedelo, Natal, Fortaleza, Camocim, Amarraçao y São Luis, todas ellas ciudades pintorescas, en las que agradaría permanecer un día para conocer su carácter particular. Pero como, por ahora, el hidroavión hace el servicio sólo una o dos veces por semana, tiene uno que contentarse con mirar rápido, a vista de pájaro, aquellas viejas colonias, con sus calles bañadas de luz y sus casas enjalbegadas. Sé que semejante viaje alado le hace perder a uno muchos detalles y particularidades interesantes del norte del Brasil; en cambio, esta vista desde lo alto proporciona una nueva visión de la inmensa extensión de este país, de la abundancia de espacio virgen de que el Brasil dispone para el porvenir. Esta impresión es mucho más convincente que viajar en vapor a lo largo de la costa o tratar de atravesar las enormes extensiones en ferrocarril o en automóvil. La más grande sorpresa en este cuadro, que cambia por momentos, la ofrecen los ríos. Desde el avión, se ven entre Bahía y Belén, por lo menos, una docena de ríos grandes, cada uno de los cuales puede competir en magnitud y longitud con las mayores vías fluviales de Europa. Y al mirar al mapa, siente uno vergüenza de confesarse que nunca ha oído el nombre de uno solo de aquellos ríos. Junto a sus desembocaduras no hay —según se esperaría— grandes puertos, nunca se ve en ellos vapor alguno, y sólo raras veces lanchas de vela o canoas, y esta vista desde lo alto nos hace comprender por qué estos ríos, que habrían de ser las comunicaciones naturales con el «hinterland», se niegan categóricamente al tránsito. Porque, en vez de dirigirse en línea recta, y corriendo rápidamente hacia el mar, forman recodo tras recodo, torciéndose cual anacondas azules enroscadas, y decuplican así el camino y pierden la fuerza propulsora. Ello tiene por consecuencia la escasa densidad de la población, y la relativa falta de caminos y aldeas, puesto que la tortuosidad de los ríos impide los transportes rápidos entre el mar y el interior del país. El infinito verdor se extiende hasta perderse de vista, como en los primeros días de la Creación y como en los primeros días en que los navegantes europeos llegaron a esta costa. Sólo mirando desde el avión estas tierras maravillosas, feraces, refrescadas por brisas suaves, y donde en una región circunscripta brilla un saladar como nieve recién caída, se alcanza a comprender cuánto tardará este país en explotar totalmente sus inagotables recursos. La mayor parte del Brasil pertenece aún a una generación futura.
¡Llegamos a Belén!
Desde niño se ha soñado con ver el Amazonas, el más grande de todos los ríos; desde niño, desde que se leyó por vez primera el nombre de Orellana, quien afrontando la aventura más memorable, fue el primero en descender este río en una canoa; desde niño, cuando se admiró en el jardín zoológico a los papagayos, que hacían gala de sus miles de colores, y a los ágiles monos, y en el letrero estaba escrita la palabra: ¡Amazonas! Ahora estamos junto a su desembocadura, por mejor decir, una de sus desembocaduras, cada una de las cuales es más ancha que cualquier de nuestros ríos.
Belén mismo no parece, al pronto, tan impresionante como se espera, porque no está situado directamente sobre el río y porque no lo domina. Sin embargo, es ciudad hermosa, llena de animación, espaciosa de proporciones y adornada con bulevares anchos, plazas grandes e interesantes palacios antiguos. Hace cuarenta o cincuenta años, Belén tuvo hasta la ambición de llegar a ser metrópoli moderna, tal vez la capital del Brasil: fue cuando se inició el gran boom de la goma, cuando el norte del Brasil tenía todavía el monopolio de la hevea bresiliensis. Por ese entonces, las bolas negras de caucho se trocaron con fantástica velocidad en oro, del que había abundancia en la ciudad. Por ese entonces se construyó en Belén, lo mismo que en Manaos, una ópera lujosa, que en la actualidad apenas si sirve para algo. Esperando en la plaza grande para recibir dignamente a los Carusos anhelados, surgieron hileras de casas elegantes y pareció que, gracias al «oro líquido», el centro de la economía volvería a encontrarse, como antes, en el norte. Luego, se produjo una baja bastante brusca, las compañías internacionales, las casas de comercio, de fueron reduciendo o desaparecieron. A partir de entonces, Belén es lo que era antes, gran ciudad animada, pero relativamente tranquila. Sin embargo, se tiene la sensación de la inminencia de una nueva reanimación en cuanto termine la guerra. Porque, gracias a su situación geográfica privilegiada, ha llegado a ser el punto de partida para todos los servicios aéreos imaginables. De aquí se sale hacia el Norte: a Cuba, Trinidad, Miami y Nueva York; hacia el Oeste: a Manaos, remontando el Amazonas, a Perú y Colombia; hacia el Sur: a Río de Janeiro, Santos, São Paulo, Montevideo y Buenos Aires; y hacía el Este: a Europa y África. Aquí nacerá, aquí tiene que nacer dentro de pocos años uno de los grandes centros nerviosos de Sudamérica, y cuando se abran al tránsito las regiones sin límites del Amazonas, se realizará, en forma grandiosa, su antiguo sueño de constituirse en metrópolis.
Lo más notable de Belén son sus dos jardines, el zoológico y el botánico, que reúnen toda la fauna y toda la flora del mundo del Amazonas. El que no tenga la suerte, ni el tiempo, ni el valor de remontar, en viaje de muchos días, el río, el «desierto verde» —que así se llama por la monotonía ininterrumpida, pero grandiosa, con que la selva se yergue a uno y otro lado de las aguas—, puede vislumbrar, respirar y mirar la selva per caminos nada fatigosos, cubiertos de guija. Tenemos ahí la célebre hevea bresiliensis, el árbol del caucho, que prometió riqueza a esta zona, dándola luego a todo el mundo y no exclusivamente a su patria; se me permitió hacer: una incisión, de la cual salió, al cabo de un minuto, el jugo lechoso y viscoso. Otro milagro: el árbol que los indígenas veneran por sagrado, por ser el único que no queda arraigado en su lugar, sino que se mueve, sí, se mueve de su lugar: extiende su ramaje a tal extremo que éste se cansa y se inclina hasta tocar el suelo. Allí echa raíces, extrae nueva fuerza de la tierra, se transforma en brote y tronco y se yergue, mientras el tronco viejo se seca y muere. De esta suerte ha avanzado unos pasos, otro tronco, pero el mismo árbol, y así sigue avanzando, admirado por los salvajes como ser animado, dotado de saber. Y más milagros: troncos gigantescos, imposibles de abrazar; los bejucos; las enredaderas; los arbustos de miles de formas; y, por entre todo eso, los animales: las aves con plumaje de muchos colores; los peces, delgados y vidriosos, algunos de los cuales están provistos, como automóviles, de unos como faros en la cabeza y en la aleta caudal..., milagros de una naturaleza sin fin, dadivosa y caprichosa. Y todo eso no está colocado como en un museo, ni prosaicamente catalogado, ni artificialmente criado, sino que ha nacido de estas tierras, pertenece y está unido a ellas.
Mas no tenemos tiempo de mirarlo todo; aparte de. que uno no se siente suficientemente preparado en lo que se refiere a conocimientos de botánica. Al término del viaje, se tiene la sensación de haberlo emprendido hace un momento. Mirando el mapa, se da uno cuenta de que ha dejado de visitar grandes partes de este país inmenso. ¿No estaría bien añadir dos semanas, dos meses para remontar el Amazonas hasta las provincias medio exploradas de Matto Grosso y de Goyaz, que aun los propios brasileños no conocen más que por excepción? ¿No habríamos de penetrar en la entraña de lo peligroso y, por eso, místicamente atractivo, de la selva para conocer a fondo la fuerza inquebrantable de la naturaleza tropical? Pero ¿y dónde nos detendríamos, donde pondríamos fin al viaje? ¿No surgirán cada vez nuevas tentaciones de ir más allá, de seguir avanzando? ¿y no sería muy presuntuoso el que se persuadiera a sí mismo a creer que durante un viaje de pocos meses hubiera llegado a conocer a fondo este país, que es todo un mundo, mundo del cual grandes partes aun no han sido exploradas ni por las expediciones más atrevidas? Viajar por el Brasil significa todavía descubrir cada vez nuevas cosas, y hay que conformarse con que a nadie se le permite aquí verlo todo. Ser sensato significa saber resignarse con tiempo, y por eso dije para mí: «¡Basta por esta vez!».
Volvemos al aeródromo. Al lado de nuestro avión espera otro, a punto de partir para Manaos, siguiendo el curso del Amazonas, en tanto que el nuestro irá en dirección al ecuador y los Estados Unidos, Observamos, maquinalmente, cómo nuestro vecino poderoso levanta las alas y se aleja rumbo a lo desconocido. Antes de dejar el Brasil, tenemos ya nostalgia del Brasil, el deseo de volver pronto a este país maravilloso. En el momento en que empieza el ruido del propulsor de nuestro avión, brota en nosotros toda la gratitud por la dicha y la experiencia que nos han deparado estas semanas y meses inolvidables. Hasta aquél a quien el Brasil ha presentado sólo una parte de su increíble multiplicidad ha vista bastante hermosura para lo que le queda de vida.
F I N