HISTORIA
Durante miles y miles de años, el inmenso territorio del Brasil, con sus rumorosas selvas de un verde oscuro, sus montañas y ríos y su mar, de sonoro y rítmico vaivén, yace ignorado y anónimo. En la tarde del 22 de abril del año 1500, repentinamente brillan unas velas blancas en el horizonte; acércanse ventrudas carabelas pesadas, con la roja cruz portuguesa pintada en las velas, y en la mañana siguiente, las primeras embarcaciones tocan tierra en la playa extraña.
Se trata de la flota portuguesa que al mando de Pedro Alvares Cabral había zarpado, en marzo de 1500, de la desembocadura del Tajo para repetir el viaje de Vasco de Gama, celebrado por Camoens en los Lusiadas, el feito, nunca feito, el viaje a la India, pasando por el cabo de la Buena Esperanza. Fueron al parecer vientos adversos los que apartaron las naos tanto de la ruta de Vasco de Gama a lo largo de la costa africana, hacia esa isla desconocida, pues primero llaman a esa playa Isla de Santa Cruz, y nadie conoce su extensión. Si no se consideran corno predescubrimientos el viaje de Alfonso Pinzón, quien llegó a las proximidades del río Amazonas, ni el viaje dudoso de Vespucio, el descubrimiento del Brasil parece haber tocado en suerte, pues, a Portugal y a Pedro Alvares Cabral únicamente por un azar extraño del viento y de las olas. Es verdad que los historiadores ha tiempo ya, han dejado de mostrarse inclinados a creer en esa «casualidad», pues acompañaba a Cabral el piloto Vasco de Gama, quien conocía exactamente el camino más corto, y la leyenda de los vientos contrarios queda desvirtuada por el testimonio de Pedro Vaz de Camimia, integrante de la tripulación, quien confirma expresamente que seguían viaje desde Cabo Verde sem haver tempo forte u contrario. Puesto que ninguna tempestad los desvió tanto en dirección al Oeste que en vez de llegar al cabo de la Buena Esperanza desembarcaron en el Brasil, debe haberlos guiado un propósito determinado o —lo que es más probable aún— una orden secreta del rey dada a Cabral en el sentido de que tomaran rumbo tan marcado al Poniente: ello da pábulo a la probabilidad de que la corona de Portugal tenía conocimiento oculto de la existencia y de la situación geográfica del Brasil mucho antes del descubrimiento oficial. En este sentido permanece sin revelar un gran secreto, cuyos documentos desaparecieron por los tiempos de los tiempos a raíz del terremoto de Lisboa, y probablemente el mundo no conocerá jamás, el nombre del primero y verdadero descubridor. Según las apariencias, inmediatamente después del descubrimiento de América por Colón, se había despachado una nave portuguesa para explorar el nuevo continente, y esa nave debe haber regresado con nuevas informaciones; pero hay también ciertos indicios para suponer que, aun antes de pedir Colón la audiencia, la corona de Portugal, ya sabía algo más o menos concreto respecto a ese país del lejano Oeste. Pero sean lo que fueran las noticias que se tenían en Portugal, se evitaba con cuidado hacerlas saber al celoso vecino; en la época de los descubrimientos, la corona guardaba toda noticia nueva referente a exploraciones náuticas como secreto de Estado, militar o comercial, amenazando con la pena capital a quienes las transmitiesen a potencias extrañas. Los mapas, los portulanos, los itinerarios marítimos, los informes de los pilotos eran custodiados, igual que el oro y las piedras preciosas, como joyas valiosas en la Tesorería de Lisboa... y en el caso del Brasil, más que en ningún otro, una manifestación prematura resultaba inconveniente, pues de acuerdo con la bula papal «Intercœtera», todos los territorios a más de cien millas al Oeste de Cabo Verde pertenecían por ley y derecho a España. Un descubrimiento oficial más allá de esa zona habría aumentado, pues, en esa hora temprana, las posesiones del vecino, y no las propias. Portugal no tenía, pues, interés alguno en dar noticias antes, de tiempo de ese descubrimiento (si tal se ha hecho). Había que asegurarse primero legalmente de que ese país nuevo pertenecía a Portugal y no a España, y Portugal se lo había asegurado, con una previsión que ha de llamar la atención, en el convenio de Tordesillas, que, el 7 de junio de 1494, es decir poco después del descubrimiento de América, removió la zona portuguesa de las cien leguas primitivas a 370 leguas al Oeste de Cabo Verde, es decir, el espacio suficiente como para poder ocupar la costa del Brasil que a la sazón se decía no descubierta aún. Si esa ha sido una casualidad, ha sido de tal orden que coincide extrañamente con la desviación, por lo demás poco explicable, de Pedro Alvares Cabral de la ruta ordinaria.
Esta hipótesis, sostenida por muchos historiadores, respecto a un conocimiento anterior del Brasil y a unas instrucciones secretas del rey dadas a Cabral, en el sentido de que se desplazara en dirección a Poniente para que pudiera descubrir el nuevo país gracias a un «azar maravilloso» — «milagrosamente», según escribe al rey de España—, gana, además, en consistencia por el modo como el cronista de la flota, Pedro Vaz de Caminha, informa al rey sobre el hallazgo del Brasil. No manifiesta sorpresa ni entusiasmo alguno por haber dado inesperadamente con un país nuevo, sino que registra solamente en tono seco el hecho como una cosa natural; de igual manera, el segundo y desconocido cronista sólo expresa que ebbe grandissimo. piacere. Ni una palabra triunfal, ninguna de las sospechas corrientes en Colón y sus sucesores, en el sentido de haber llegado así a Asia. Nada más que una noticia fría, que antes parece confirmar un hecho conocido que anunciar otro nuevo. De esta suerte, acaso sea posible, a raíz de un hallazgo documentario posterior, quitar a Cabral definitivamente la gloria de haber descubierto el Brasil el primero, gloria que de todos modos se le disputa en virtud del desembarco de Pinzón al Norte del Amazonas. Mientras tal documento falte, aquel 22 de abril de 1500 debe ser considerado como la fecha en que la nueva nación entró en la historia universal.
La primera impresión que los marineros desembarcados reciben del nuevo país es excelente: tierra fértil, vientos suaves, agua potable fresca, fruta abundante, una población gentil e inofensiva. Quienquiera que en los años siguientes desembarcara en el Brasil, repite las palabras encomiásticas de Américo Vespucio, quien, llegando a él, un año después de Cabral, exclama: «Si en alguna parte de la tierra existe el paraíso terrenal, no puede encontrarse lejos de aquí.» Los habitantes, que en los próximos días se acercan a los descubridores con el traje de la inocencia de la desnudez y que ofrecen sus cuerpos descubiertos «con tanta inocencia como el rostro», les brindan una acogida amable. Curiosos y pacíficos se agolpan los hombres, pero son sobre todo las mujeres las que con sus cuerpos bien formados y su accesibilidad rápida y desprevenida (alabada también en tono de gratitud por los cronistas posteriores) hacen olvidar a los marineros las privaciones de muchas semanas. Por el momento, no se procede a una exploración y ocupación real del interior del país, pues Cabral, en cumplimiento de su encargo secreto, debe proseguir cuanto antes rumbo a su meta oficial, la India. El 2 de mayo, al cabo de una permanencia de diez días, en conjunto, toma rumbo a África, después de haber dado orden a Gaspar de Lemos de cruzar con un barco a lo largo de la costa en dirección al Norte, para volver luego a Lisboa con la noticia del descubrimiento y con algunas muestras de las frutas, plantas y animales de la nueva tierra.
La novedad de que la flota de Cabral ha llegado a aquel país nuevo, ya sea por azar, ya sea en cumplimiento de una orden secreta, es recibida en el palacio real con beneplácito, pero sin entusiasmo verdadero. Se le da traslado, en cartas oficiales, al rey de España, a fin de asegurarse la legalidad de la posesión; pero la noticia, según la cual el nuevo país sería «sem ouro nem prata, nem nenhuna cousa de metal», presta al hallazgo, por lo pronto, poco valor. En las últimas décadas, Portugal descubrió tantos países y se adueñó de una parte tan grande de la Tierra que prácticamente la capacidad de absorción de esa pequeña nación queda del todo agotada. La nueva ruta marítima a la India le asegura el monopolio de las especias y, con ello, una riqueza inconmensurable; se sabe en Lisboa que, en Calcuta y Malaca, el tesoro de piedras preciosas, tejidos valiosos, porcelanas y especias, legendario desde siglos atrás, está al alcance de un manotón atrevido, y la impaciencia de incautarse de golpe de todo ese mundo de una cultura superior y de magnificencia oriental, impele al Portugal a una superación de la osadía y del heroísmo, que difícilmente encuentra similar en la historia del mundo. Ni siquiera los Lusiadas de la epopeya consiguen hacer comprensible esa aventura, esa nueva expedición alejandrina, que realiza un puñado de hombres para conquistar con una docena de minúsculas embarcaciones, simultáneamente, tres continentes, amén de todo el océano desconocido. El pequeño y pobre Portugal, libertado desde hace apenas dos siglos del dominio árabe, no posee dinero efectivo, y, cada vez que arma una flota, el rey debe dar en prenda, de antemano, sus beneficios a los mercaderes y cambistas. Por otra parte, tampoco dispone de soldados suficientes para hacer la guerra simultánea a los árabes, los indios, los malayos, los africanos y los salvajes y para establecer factorías y fortificaciones en todas partes de los tres continentes. Y, sin embargo, Portugal extrae de sus propias entrañas, de modo milagroso, todas esas fuerzas; caballeros, campesinos, y, según dice Colón cierta vez en tono malhumorado, hasta «sastres» abandonan sus casas, sus mujeres, sus hijos y sus profesiones y convergen desde todo el país en los puertos, y no les amedrenta el hecho de que, según el célebre dicho de Barros, «el océano se convierte en la tumba más frecuente de los portugueses». Porque la palabra «India» tiene un poder mágico. El rey sabe que un barco que regresa de esa Golconda equilibra con creces la pérdida de otros diez; un hombre que sobrevive a las tempestades, los naufragios, las luchas y las enfermedades, vuelve con riquezas para sí mismo y para sus descendientes. Ahora que se ha abierto la puerta del tesoro del mundo de ese entonces, nadie quiere quedarse en la «pequeña casa» de la patria, y el carácter unánime de esa voluntad proporciona al Portugal un éxtasis de la fuerza y del valor, que por espacio de un siglo torna lo imposible en posible, y lo inverosímil en verdad.
En semejante tumulto de las pasiones, un evento de la historia universal, corno el descubrimiento del Brasil, apenas despierta la atención, y nada es más característico pira el menosprecio de ese hecho que la circunstancia de que Camoens no menciona en ninguna de las miles de líneas de su epopeya, el descubrimiento ni existencia del Brasil. Los marineros de Vasco de llevaron consigo géneros valiosos, joyas, piedras preciosas, especias y, sobre todo, la noticia de que en los palacios del Zamorin y de los Rajaes existe miles y miles de veces más de tal botín. ¡Cuán pobre es, en cambio, la presa de Gaspar de Lemos! Unos cuantos papagayos abigarrados, unas muestras de maderas, unas cuantas frutas y la noticia decepcionante de que nada se puede quitar allá a los hombres desnudos. No ha traído ni un granito de oro, ni una sola piedra preciosa, ninguna clase de especias, ninguna de las preciosidades, un puñado de las cuales vale más que bosques enteros de maderas del Brasil, tesoros que pueden arrebatarse fácilmente con unos cuantos golpes de espada, unos pocos tiros de cañón, mientras que los árboles deben ser derribados, antes de que se pueda cortarlos, embarcarlos y venderlos. Si esa Isla o Tierra de Santa Cruz alberga riquezas, sólo puede tratarse de riquezas potenciales, que habría que ganar a la tierra en largos años de fatigosa labor. Pero el rey de Portugal necesita beneficios rápidos, tangibles, para pagar sus deudas. ¡Primero, pues, la India, África, las Molucas, el Oriente! De esa suerte, el Brasil se convierte en la Cordelia de ese rey Lear, en la despreciada de las tres hermanas África, América y Asia y, sin embargo, la única que en las horas de la desgracia le guardará fidelidad.
No es, pues, sino conforme a la lógica rigurosa de la necesidad, como el Portugal, embriagado por sus éxitos fantásticos, al principio apenas se interesa por el Brasil; su nombre no penetra en el pueblo, no ocupa su fantasía. Los geógrafos alemanes e italianos registran en sus mapas la línea de la costa con el nombre de Brasil o Terra dos papagaios, a la buena de Dios, pero la Tierra de Santa Cruz, ese país verde, vacío, no tiene nada que pudiera ejercer un atractivo sobre los marineros o los aventureros. Más, aun cuando el rey Manuel no tiene tiempo ni humor para aprovechar ni proteger debidamente ese país nuevo, al mismo tiempo no está dispuesto tampoco a conceder a otros ni una pulgada de esa tierra, porque el Brasil le sirve de protección para la ruta marítima a la India y, sobre todo, porque el Portugal, en su embriaguez de dicha y afán conquistador, quisiera cubrir con su manecilla, si ello fuera posible, el globo entero. Lucha tenaz, hábil y perseverantemente con España por el reconocimiento de que, según el convenio de Tordesillas, esa región corresponde a su zona; por poco se produce un conflicto entre los dos países, a causa de un territorio que ninguno de los dos necesita ni pretende verdaderamente, pues ni uno ni otro quieren sino piedras preciosas y pro. Pero, en buena hora, ambos reconocen que sería insensato empuñar las armas unos contra otros, cuando necesitaban cada nombre y cada bala para dominar los nuevos mundos en que de repente les han venido como caídos del cielo. En el año de 1506 llegan a un acuerdo, en virtud del cual se confirma a Portugal su derecho sobre el Brasil, hasta entonces ejercido nada más que platónicamente.
No amenaza, pues, peligro alguno ya de parte de España, el vecino poderoso. Los franceses, en cambio, que resultaron defraudados cuando España y Portugal dividieron el mundo entre sí, empiezan a manifestar un creciente y visible interés por ese pedazo, inhabitado e inorganizado aún, de hermosa y vasta tierra. Con frecuencia cada vez mayor, aparecen barcos, procedentes de Dieppe y El Havre en busca de madera del Brasil, y Portugal no tiene todavía buques ni soldados en los puertos para impedir tales intervenciones particulares. Su título de propiedad no es más que un papel, y con un sólo golpe de mano rápido, con sólo cinco, o acaso nada más que tres barcos armados, Francia podría adueñarse, si quisiese, de toda la colonia. Para proteger la costa, muy extensa, hace falta una cosa: colonizarla.
Si corona de Portugal quiere hacer del Brasil un país portugués y si quiere conservarlo como bien de la corona, tiene que decidirse a enviar portugueses a sus playas. El país con su espacio inmenso y con sus posibilidades ilimitadas quiere manos y necesita manos, y cada una de las que llega hace señas reclamando otras y otras. Desde el comienzo, y a través de toda la historia del Brasil, se repite ese grito: ¡hombres, más hombres! Es como la voz de la naturaleza que quiere crecer y desarrollarse y que necesita, para su sentido verdadero, para su grandeza, el auxiliar indispensable: el hombre.
Pero, ¿cómo hallar colonizadores en el pequeño país, ya medio desangrado? A los comienzos de su época de conquistas, Portugal cuenta a lo sumo con trescientos mil hombres adultos, de ellos una décima parte holgada, los más fuertes, los mejores y los más valientes, han víctimas ya de las armadas, y nueve décimas partes de éstos son víctimas ya del mar, de las luchas y de las enfermedades. Es cada vez más difícil encontrar marineros y soldados, a pesar de que los pueblos están deshabitados y los campos desolados, y aun en el gremio de los aventureros no hay quien quiera marcharse al Brasil. La capa más vital, la más valiente del país, la de los hidalgos, nobles y soldados, se niega; sabe que en la Tierra de Santa Cruz no hay oro que rescatar, ni piedras preciosas, ni marfil, ni siquiera gloria. Los sabios, a su vez, los intelectuales, ¿qué pueden hacer allí, en el vacío, sin contacto con la cultura?, y los comerciantes, los mercaderes, ¿con qué han de traficar en un país habitado por caníbales desnudos, qué pueden llevar a casa, en idas y venidas complicadas, cuando una sola carga procedente de las Molucas paga mil veces los riesgos? Aun los campesinos portugueses más pobres prefieren trabajar la tierra propia antes de aventurarse en esa otra, extraña y desconocida y habitada por caníbales. Ningún hombre de nobleza o posición, de fortuna y cultura, demuestra, pues, la menor inclinación para embarcarse con rumbo a aquellas playas solitarias, de modo que los que en los primeros años habitan el Brasil apenas si son algo más que unos cuantos marineros náufragos, unos cuantos aventureros y desertores de buques, que se han quedado allá ya sea por casualidad, ya sea por indolencia, y que únicamente contribuyen a una rápida colonización engendrando un sinnúmero de mestizos, los llamados mamelucos. A uno solo de esos habitantes se le atribuyen trescientos, vástagos; pero con todo, no pasan de unos pocos centenares de europeos en un país cuya extensión conocida entonces, ya iguala casi a la de Europa.
De ese modo surge perentoriamente la necesidad de fomentar la inmigración por la fuerza y mediante la organización. Portugal emplea para ello el método de la deportación, instruyendo a todos los alcaldes del país en el sentido de que no deben ajusticiar a los malhechores que se declaren dispuestos a hacer el viaje al nuevo continente. ¿Para qué sobrepoblar las cárceles y alimentar, durante años y por cuenta del Estado, a los criminales? Más vale enviar los desgregados para siempre a través del mar, al nuevo país, donde acaso pueden llegar todavía a ser útiles. Como siempre, es un estiércol penetrante, no muy limpio, el que mejor prepara un suelo para futuras cosechas.
Los únicos colonos que llegan voluntariamente, libres de cadenas, sin sambenito ni veredicto judicial, son los cristaos novos, los judíos recién conversos. Pero ellos tampoco arriban completamente voluntarios, sino llevados por la precaución y el temor. En Portugal han recibido el bautismo, más o menos sinceramente, para librarse de la hoguera, pero, con todo, no se sienten muy seguros a la sombra de Torquemada. Prefieren, pues, trasladarse en buena hora al nuevo país, mientras la mano furiosa de la Inquisición no consiga aún alargarse hasta allende el océano. Grupos compactos de esos judíos conversos y de otros no bautizados se establecen en las ciudades costeras como los en verdad primeros pobladores burgueses; esos cristaos novos se convierten en las familias más antiguas de Bahía y Pernambuco y, simultáneamente, en los primeros organizadores del comercio. Con su conocimiento del mercado universal, se preocupan por el corte y el embarque del pao vermelho, la madera del Brasil, que en ese entonces constituía el único producto de exportación, y cuya concesión de tráfico había adquirido uno de los suyos, Fernando de Noronha, por un plazo más o menos largo, de acuerdo a un convenio firmado con el rey. Desde entonces llegan con bastante regularidad, no sólo barcos portugueses, sino también extranjeros para cargar ese producto extraño, y poco a poco se van estableciendo, entre Pernambuco y Santos, pequeñas poblaciones portuarias, como células primitivas de futuras ciudades. Entretanto, unas flotas, ora más pequeñas, ora más grandes, han adelantado en distintas expediciones hasta el Río de la Plata, registrando la conformación de la costa. Pero detrás de la franja angosta que para el mundo de entonces significa el Brasil, sigue tendido, ignorado y sin límites, todo el inmenso país.
Los progresos en las tres primeras décadas son lentos, peligrosamente lentos. Aumenta con regularidad el número de embarcaciones extranjeras que —ilegalmente, en el concepto de Portugal— tocan los puertos nuevos para cargar madera. En el año 1530 el rey se decide, finalmente, a poner orden, y envía una pequeña flota al mando de Martín Alfonso de Sousa, que sorprende en seguida a tres barcos franceses en flagrante, y que comunica al rey, a modo de primera impresión, lo que todos habían informado hasta entonces: que hace falta colonizar el Brasil para evitar que la corona de Portugal lo pierda. Pero, como siempre, desde los comienzos de la época heroica, las cajas están exhaustas; las dotaciones en la India, las fortificaciones en África, la conservación del prestigio militar, en una palabra, el imperialismo portugués, absorbe todo el capital y todas las energías. Hay que proceder, por lo tanto, a un experimento nuevo de povoar a terra o, mejor dicho, hay que volver sobre un ensayo que ya ha dado buenos resultados en las Azores y en Cabo Verde: el fomento de la colonización mediante la iniciativa particular. Se divide el poco menos que deshabitado país en doce capitanías, cada una de las cuales se asigna a un individuo, con pleno derecho hereditario, a un hombre que debe comprometerse —lo que está en su mismísimo interés— a desarrollar esa región, o ese que podría llamarse país, en el sentido colonizador. Lo que se asigna a esos capitanes son verdaderos reinos, cada uno de ellos tan grande como el mismo Portugal y algunos incluso tan grandes como Francia o España. Un noble que no posee nada en Portugal, un oficial que ha contraído méritos en las luchas en la India y reclama una recompensa, un. historiógrafo como Joao de Barros, a quien el rey debe gratitud, todos ellos reciben, con un trazo de pluma, una duodécima parte del Brasil, es decir, una región fantástica, a la espera de que, a su vez, atraerán entonces gente a esas regiones, cultivando, económicamente, el país que les ha sido conferido y conservándolo indirectamente para la metrópoli.
Esta primera tentativa para poner cierto método en el modo completamente casual y disperso de la colonización, obedece a un pensamiento generoso. Las ventajas para los donatarios son inconmensurables; excepción hecha del derecho a emitir moneda, y a cambio de deberes muy limitados, se les conceden todos los derechos de un príncipe soberano. Si supieran realmente atraer un pueblo entero, sus hijos y nietos tendrían que resultar equivalentes a todos los monarcas de Europa. Pero los favorecidos son, en su mayoría, gente de edad avanzada, que ha tiempo ya gastaron sus mejores energías al servicio del rey; si bien aceptan los territorios concedidos como herencia para sus hijos y nietos, no los transforman, con trabajo activo, en un mayor valor para ellos mismos. En los dos próximos decenios se pone en evidencia que solamente prosperan dos de esas capitanías, las de San Vicente y Pernambuco —esta última llamada Nova Lusitania gracias al cultivo racional de la caña de azúcar. Las demás caen pronto en un estado anárquico, debido a la indiferencia de sus dueños, a la falta de colonos, a la animadversión de los aborígenes y a diversas catástrofes en aguas y en tierra. Toda la costa amenaza con desintegrarse; aislados los diversos trozos, sin convenios, sin ley común, sin fuerza militar, sin fortificaciones ni soldados, las capitanías se hallan al alcance de cualquier poder enemigo, diariamente expuestas a caer en manos hasta de un corsario atrevido. Desesperado, Luis de Goes escribe el 12 de mayo de 1543 al rey: «Si vuestra majestad no socorre en brevísimo plazo a las capitanías de la costa, no sólo nosotros perderemos nuestra vida y nuestros bienes, sino que vuestra majestad también perderá todo el país». Si Portugal no organiza el Brasil de un modo uniforme, el Brasil esta perdido. Sólo un representante decidido del rey, un «gobernador general», acompañado al mismo tiempo por una fuerza militar, puede crear orden y reunir a tiempo todavía los pedazos que se desintegran, formando una unidad.
Significa una gran decisión histórica para el Brasil el que el rey Juan III atienda oportunamente el llamamiento de socorro y envíe como gobernador a Tomé de Sousa, un hombre probado ya en África y en la India, a quien el 19 de febrero de 1519 encomienda fundar en cualquier parte, preferentemente en Bahía, una capital, desde la cual todo el país debía ser administrado uniformemente.
Tomé de Sousa lleva consigo, aparte de los funcionarios necesarios, seiscientos soldados y cuatrocientos desgregados, que más tarde se radicarán en la ciudad o en el campo. Desembarca también lo más indispensable para la construcción de la ciudad, y en seguida todo el mundo pone manos a la obra. En el curso de cuatro meses se levanta una muralla de fortificación para defender la plaza, se construyen casas e iglesias, donde antes sólo existían míseras chozas de barro. En el, por el momento, muy provisional Palacio de Gobierno, se instalan una administración colonial y otra municipal, y se construye una cárcel como signo muy visible de una justicia introducida, por fin y ya muy necesaria, primer indicio amenazante de que se implantará para el futuro un orden severo. Todos deben sentir que ya no son gente olvidada, expatriada, desarraigada, más allá de todo deber y derecho, sino gente comprendida en la legislación patria. Con la fundación de una capital y el nombramiento de un gobernador, el hasta entonces amorfo organismo del Brasil ha adquirido un corazón y un cerebro.
Seiscientos soldados o marineros y cuatrocientos desgregados, mil hombres con armadura o basta camisa de obrero, acompañan a Tomé de Sousa. Pero más importantes que esos mil hombres de trabajo y de fuerza resultan para el destino del Brasil los seis hombres de humildes sotanas oscuras que el rey incorporó al séquito de Tomé de Sousa para su dirección espiritual y su consejo eclesiástico. Esos seis hombres eran portadores de lo más precioso que necesita un pueblo y un país para su existencia: una idea, y en este caso la idea verdaderamente creadora del Brasil. Esos seis jesuitas disponen de una energía nueva y completamente virgen todavía, pues su orden es joven y animada por el santo fervor de conservar su sentido peculiar. Aun vive el dirigente Ignacio de Loyola, que la fundara, y su fuerza de pensar, su fanatismo orientado hacia un objetivo bien determinado, les ofrecen un ejemplo vivo, visible, de la autodisciplina. Entre los jesuitas, como en todos los movimientos religiosos, la intensidad espiritual, la pureza moral se halla en pleno auge en los años del comienzo y antes del éxito verdadero. En el año de 1550, los jesuitas no constituyen —como en los siglos posteriores una potencia espiritual, mundana, política ni económica, y toda forma del poder reduce la pureza, moral tanto del individuo como de un partido. Huérfanos de propiedad en todo sentido, tanto el individuo como la orden, sólo encarnan una voluntad determinada, es decir, un elemento totalmente espiritual todavía, y no confundido aún por entero con las cosas del mundo. Y llegan a la hora más propicia, pues el descubrimiento de un continente nuevo significa una ventaja inaudita para su propósito magnífico de restablecer la unidad religiosa del mundo, por obra de la marcialidad espiritual. Desde que, en el año de 1519, el díscolo alemán suscitó en la Dieta de Worms la guerra mundial religiosa, más de un tercio de Europa, ya casi su mitad, abandonó la Iglesia, y el catolicismo, otrora la ecclesia universalis, ocupa más bien una posición defensiva. ¡Qué ventaja, si se pudieran conquistar oportunamente los mundos nuevos, que de improviso se abrieron para la fe antigua, verdadera, estableciendo así, como quien dice, un segundo frente más amplio detrás del primero! Puesto que los jesuitas no exigen nada, ni sueldos, ni privilegios, el rey Juan aprueba su propósito de conquistar el país nuevo a la fe y permite a seis de esos «soldados de Cristo» participar de la expedición. Pero, en realidad, esos seis hombres no serán acompañantes, sino dirigentes.
Con esos seis hombres comienza algo nuevo para el Brasil. Todos los que habían llegado antes que ellos habían arribado o por imperativo o por obligación, o huyendo. Todos cuantos hasta entonces habían desembarcado en aquellas playas querían sacar algo del país, maderas o pájaros, metales u hombres; a nadie se le había ocurrido llevar algo al país a modo de recompensa. Los jesuitas son los primeros que no quieren nada para sí y todo para el país. Llevan consigo plantas y animales para fertilizar la tierra, llevan medicinas para curar a los hombres, libros e instrumentos para instruir a los ignorantes, llevan su fe y el rigor moral disciplinado por su maestro, pero, sobre todo, son portadores de una idea nueva, de la más grande idea colonizadora que conoce la historia. Entre los pueblos bárbaros de los tiempos anteriores, y bajo el régimen español contemporáneo, colonizar significaba extirpar o embrutecer a los nativos; para la moral de los conquistadores del siglo XVI, descubrimiento es sinónimo de conquista, sumisión, esclavización, desheredación. Ellos, en cambio os únicos homens disciplinados de seu tempo, según los llamara Euclides da Cunha, piensan más allá de ese proceso de rapiña, en un proceso constructivo, en las generaciones próximas, y desde el primer instante anticipan en el país nuevo la igualdad moral de todos. Justamente por vivir la población aborigen en un estado de primitivo, no debe ser rebajada más aún a la animalidad y esclavitud, sino que debe ser elevada y conducida por la vía del cristianismo hacia la civilización occidental: hay el propósito de desarrollar aquí una nación nueva, mediante la mezcla y la educación. El Brasil debe, en última instancia, a esa idea productiva el que se convirtiera de un conglomerado de elementos muy heterogéneos en un organismo, de los contrastes más evidentes en una unidad.
Los jesuitas saben, desde luego, que una misión de tal alcance no puede cumplirse de inmediato. No son soñadores vagos y confusos, y su maestro, Ignacio de Loyola, no es un Francisco de Asís, quien cree en una dulce fraternidad de los hombres. Son realistas, y educados por sus ejercicios; en el sentido de acerar día a día, de nuevo, la energía para vencer en el mundo la resistencia inconmensurable de la debilidad humana.
Conocen los peligros y la dilación de su tarea. Pero el hecho de que su objeto está fijado desde los principios y por entero en la lejanía, en la distancia de siglos, y aun lo eterno, eso los destaca tan magníficamente del mundo de los funcionarios y de los guerreros, que pretenden ganancias rápidas y visibles para ellos mismos y para su patria. Los jesuitas saben exactamente que se necesitarán generaciones y más generaciones para dar cima a aquel proceso del embrasileñamiento, y que ninguno de los que aventuran su salud, su vida, su fuerza, en esta empresa, verá jamás personalmente ni aun los resultados más fugaces de sus esfuerzos. Es una fatigosa labor de sembradío la que inician, una inversión trabajosa y en apariencia falta de perspectiva, pero la circunstancia de iniciarse precisamente en un terreno sin roturación alguna y en un país sin límites, aumenta su aplicación en vez de menguarla. Así como la llegada oportuna de los jesuitas constituye una suerte para el Brasil, el Brasil significa, a su vez, una suerte para ellos, por representar el taller ideal para su idea. Sólo debido a la circunstancia de que antes que ellos nadie habla actuado allí, ni actúa nadie simultáneamente con ellos, pueden llevar a cabo un experimento de significación histórica universal, sin restricción alguna. Materia y espíritu, instinto y forma, un país vacío, enteramente inorganizado y un método no probado aún de organización para crear algo nuevo y viviente.
Una fortuna peculiar en ese encuentro feliz de una misión grandiosa con una energía más grandiosa aún, que se dispone a darle cima, la constituye la presencia de un verdadero dirigente. Manuel de Nóbrega, que recibe de su provincial el encargo de marchar al Brasil con tal premura que no le queda tiempo siquiera para recibir personalmente, en Roma, instrucciones del maestro de la orden, Ignacio de Loyola, se encuentra en la plenitud de sus energías. Tiene treinta y dos años, ha estudiado en la Universidad de Coimbra antes de ingresar en la orden. Pero no es su particular sabiduría teológica la que le confiere la grandeza histórica, sino su energía prodigiosa y su fuerza moral. Nóbrega —trabado por un defecto de habla— no es, como Vieira, un gran orador sagrado, Ni como Anchieta, un gran escritor. Es, en el espíritu de Loyola, sobre todo, un luchador. En las expediciones destinadas a libertar Río de Janeiro, es la fuerza motriz del ejército y el consejero estratega del gobernador, en tanto que en la administración revela la capacidad ideal de un organizador genial, y la clarividencia, que prueban sus cartas, se amalgama con una energía heroica, que no retrocede ante ningún sacrificio. Si sólo se suman los viajes que en aquellos años hizo del Norte al Sur y nuevamente al Norte, y a través de todo el país, esos meros viajes de inspección equivalen a cientos y tal vez miles de noches ahítas de preocupaciones y peligros. En todos esos años es un gobernador al lado del gobernador, un maestro al lado de los maestros, un fundador de ciudades y pacificador, y no hubo un acontecimiento importante, en la historia del Brasil de ese tiempo, al que no estuviera ligado su nombre. La reconquista del puerto de Río de Janeiro, la fundación de Sao Paulo y de Santos, la pacificación de las tribus enemigas y la instalación de colegios, la organización de la enseñanza y la salvación de los indígenas de la esclavitud son, en primer término, debidas a su esfuerzo. Estaba presente cuando y dondequiera se iniciaba algo. Aunque más tarde hayan logrado más popularidad en el país los nombres se sus discípulos y sucesores, de Anchieta y Vieira, ellos no dejan de ser sino los continuadores de su idea. Siempre hallaban un fundamento donde levantar sus construcciones. En la historia del Brasil, esa obra sem exemplo na Historia, fue la mano de Nóbrega la que escribió la primera página, y cada trazo de esa mano enérgica y firme ha permanecido indeleble hasta el día de la fecha.
Los jesuitas dedican los primeros días, después de su llegada, al reconocimiento de la situación. Antes de enseñar, quieren aprender, y en seguida, uno de los hermanos emprende la tarea de apropiarse cuanto antes del idioma de los nativos. La primera vista demuestra que los aborígenes están todavía en el más bajo nivel, de la época nómada. Van completamente desnudos, no conocen trabajo alguno y no disponen ni de adornos ni de las herramientas más primitivas. Lo que necesitan para vivir lo cogen de los árboles o lo extraen de los ríos, y una vez saqueada una región, se trasladan a otra. Raza de por sí pacífica y tranquila, sólo combaten entre ellos para tomar prisioneros, que ingieren luego con gran ceremonial. Pero aun esa costumbre antropófaga no deriva de una crueldad particular de su naturaleza; al contrario, esos bárbaros todavía dan una de sus hijas por esposa al prisionero, y lo cuidan y le prodigan atenciones antes de matarlo. Cuando los sacerdotes procuran quitarles el canibalismo, tropiezan más con una sorpresa admirada que con una real resistencia, pues aquellos salvajes viven todavía más allá de todo reconocimiento cultural o moral, y el comerse a un prisionero no significa para ellos sino una diversión tan festiva e inocente como beber, bailar y dormir en compañía de mujeres.
Este nivel enormemente bajo de vida parece a primera vista un obstáculo insalvable para la obra de los jesuitas, pero, en realidad, les facilita la tarea. Puesto que esos seres desnudos no poseen ninguna suerte de nociones religiosas o morales, es mucho más fácil inculcárselas a ellos que a otros pueblos entre los cuales ya domina un culto propio y donde los magos, los sacerdotes y los brujos se oponen encarnizadamente a los misioneros. La población aborigen, en cambio, es «hoja en blanco», un papel branco, según dice Nóbrega, que acepta dócil y sensiblemente la nueva prescripción, y que da cabida amplia a toda enseñanza. En todas partes, los indígenas reciben a los brancos, a los sacerdotes, sin desconfianza alguna: Onde quer que vamos, somos recibidos con grande boa vontade. Se dejan bautizar sin titubeos y siguen —¿por qué no?— a los sacerdotes, los «blancos buenos» que los protegen contra los demás, los «blancos salvajes», voluntarios y agradecidos, camino a la iglesia. Los jesuitas, a fuer de realistas expertos y siempre alerta, saben, desde luego, que este asentimiento irreflexivo e indolente, este arrodillarse y persignarse de los antropófagos dista mucho aún de ser verdadero cristianismo. Observan hasta en la persona del célebre defensor de su misión en Sao Paulo, en Tibiriçá, accidentales recaídas en el canibalismo, y no malgastan su tiempo con estadísticas presuntuosas sobre las almas ya redimidas. Saben que su misión verdadera está en el porvenir. Por lo pronto, importa arraigar la masa nómada en lugares fijos, a fin de poder reclutar y enseñar a sus hijos. La actual generación antropófaga ya no puede cultivarse seriamente. Pero se puede tener fácilmente éxito en la tarea de instruir, en el sentido de la cultura, a sus hijos y a sus nietos, es decir, a las generaciones siguientes. Por eso, los jesuitas consideran como lo más importante la instalación de escuelas, en las cuales empiezan a poner en práctica, muy previsores, la idea de la mezcla sistemática, que convirtió al Brasil en una unidad y que, ella sola, lo conservó como unidad. Reúnen, conscientemente, los niños procedentes de las chozas de paja de los salvajes, con los mestizos, ya numerosos, reclamando al mismo tiempo el envío urgente de niños blancos desde Lisboa, aunque fueran las criaturas descuidadas, abandonadas, que se recogen en las calles de la ciudad. Cada elemento nuevo que facilite la mezcolanza les es bienvenido, incluso los moços perdidos, ladroes et maus che aqui chaman de patifes. Puesto que en la enseñanza religiosa los indígenas confían más en sus hermanos de igual color o mestizos que en los extranjeros, los blancos; se trata para los jesuitas de formar los maestros del pueblo con la propia sangre de ese pueblo. En contraste con los demás, piensan exclusivamente en y para las generaciones venideras. Como realistas y calculadores severos y claros, son los únicos que tienen una visión cabal del Brasil futuro, en formación, y aun antes de geógrafo alguno barrunte la magnitud física de ese país, ellos ya adoptan la norma adecuada para su tarea. Trazan un plan de campaña, para el porvenir, y su propósito final permanece inalterado a través de los siglos: la formación de ese país en el espíritu de una sola religión, de un solo idioma y de una sola idea. El que se haya logrado tal propósito es y será para siempre un motivo de gratitud del Brasil hacia esos primeros creadores de su idea estatal.
La resistencia verdadera con que tropieza el espléndido plan de colonización de los jesuitas no la oponen, según podía presumirse primero, los nativos, los salvajes, los antropófagos, sino los europeos, los cristianos, los colonos hasta entonces, el Brasil había sido para esos soldados y marineros desertores, para los desgregados, un paraíso exótico, un país sin ley ni restricciones ni obligaciones, donde cada cual podía hacer o dejar de hacer lo que le venía en gana. Podían dar rienda suelta a los instintos más disipados sin ser seriamente molestados por la justicia o la autoridad. Lo que en su patria se castigaba con encadenamiento y estigmatización pasaba aquí por lícita diversión de acuerdo con la doctrina de los conquistadores: Ultra equinoxialem non peccatur. Se apropiaban de cuanta tierra querían y donde querían, se tomaban los indígenas donde los encontraban y los hacían trabajar duramente bajo su férula. Tomaban cualquier mujer que cruzaba su camino, y el número enorme de niños mestizos ilustraba muy pronto la divulgación de esa poligamia salvaje. No había quien les impusiera su autoridad, y por lo mismo, todos esos individuos, la mayoría de los cuales llevaba todavía la marca de la cárcel en sus hombros, vivían como bajaes, sin cuidarse del derecho ni de la religión y, sobre todo, sin poner jamás personalmente mano a una labor verdadera. En vez de civilizar el país, esos primeros colonos se habían embrutecido ellos mismos.
Volver a disciplinar a esa pandilla ruda, acostumbrada a la ociosidad y a la autocracia, significaba una tarea muy dura. Lo que más espanta a los devotos hermanos es la poligamia desenfrenada, la vida oriental de harén. Pero, por otra parte, ¿cómo acusar a esos hombres que viven ahí en salvaje concubinato, cuando en realidad no hay una posibilidad para ellos de casarse legalmente y de constituir una familia? Porque ¿cómo establecer una familia, única institución que puede convertirse en el fundamento de una civilización burguesa, cuando las mujeres blancas faltan de un modo absoluto? Es por eso que Nóbrega insiste ante el rey, solicitando que envíe mujeres desde Portugal: Mande Vossa Alteza mulheres orphaes, porque todas casarae, Y como no es de esperar que los hidalgos envíen sus hijas al país lejano y vasto, para que busquen marido entre aquellos tunantes libertinos, Nóbrega lleva su magnanimidad al extremo de rogar al rey que envíe también a las muchachas caídas, a las barraganas de las calles de Lisboa. Que aquí cada una de ellas encontraría marido. Al cabo de un tiempo, las autoridades espirituales y políticas, unidas, consiguen, efectivamente, llevar de nuevo cierto orden a los usos y costumbres. Pero hay un punto donde la colonia entera opone una resistencia encarnizada: es el problema de la esclavitud, que desde el principio hasta el fin, desde 1500 hasta casi el año 1900, habrá de constituir el punto neurálgico del problema brasileño. La tierra requiere manos, y no las hay en cantidad suficiente. Los pocos colonos no bastan para plantar la caña de azúcar y para trabajar en los ingenios, las fábricas primitivas. Además, esos aventureros y conquistadores no han cruzado el mar hasta el país tropical para afanarse aquí con el pico y el hacha. Quieren ser señores aquí; y pusieron remedio sencillo a su situación cazando a los indígenas como se caza a liebres, para hacerlos trabajar rudamente bajo su látigo, hasta el desmayo. Aducían el argumento de que la tierra, con todo lo que estaba debajo y sobre ella, les pertenecía, sin excluir a aquellas bestias bípedas morenas, mueran o no durante su faena. Por cada muerto, se recupera en la alegre caça de indios una cantidad de siervos nuevos, y por añadidura se disfruta de una diversión deportiva.
Los jesuitas toman entonces enérgicas medidas contra ese concepto cómodo, pues la esclavitud y la despoblación del país contravienen bruscamente su proyecto bien meditado y de largo alcance. No pueden tolerar que los colonos reduzcan a los aborígenes a bestias de labor, ya que se habían impuesto como tarea principalísima la de ganar a esos seres incultos para la fe, la tierra y el porvenir. Cada indígena libre significa para ellos un objeto necesario para la colonización y civilización. Mientras hasta entonces convenía a los colonos azuzar a las distintas tribus, mutuamente, a continuas luchas, a fin de que se exterminasen más prontamente y para que después de cada campaña, se pudiesen comprar los prisioneros como mercadería barata, los jesuitas procuran reconciliar las tribus entre sí y aislarlas, mediante la colonización, en el enorme espacio. Para ellos, el aborigen constituye, como brasileño futuro y hombre redimido para el cristianismo, la sustancia acaso más valiosa de esa tierra, más importante que la caña de azúcar, que la madera del Brasil y el tabaco, en consideración de los cuales se pretende esclavizarlo y exterminarlo. Quieren arraigar esos hombres informes aún; del mismo modo que las plantas y frutas extrañas que traían consigo de Europa, quieren cultivarlos como el alimento verdadero, señalado por Dios, en vez de permitir que degeneren y sigan embruteciéndose. Es por lo mismo que han requerido expresamente al rey la libertad de los indígenas; de acuerdo con su proyecto, en el Brasil del futuro no debe existir, al lado de una nación feudal de blancos, otra nación, esclava de negros, sino sólo un único pueblo libre en tierra libre.
Es verdad que aun una cédula real pierde a tres mil millas de distancia gran parte de su fuerza imperativa, y una docena de sacerdotes, la mitad de los cuales recorre el país constantemente en incansables viajes de misión, resultan demasiado débiles frente a la voluntad egoísta de la colonia. Para salvar cuando menos una parte de los aborígenes, los jesuitas deben avenirse a un compromiso en cuanto al problema de la esclavitud. Deben conceder a los colonos, como esclavos, los indígenas hechos prisioneros, pretendidamente, en la guerra «justa», es decir, en la lucha defensiva contra los nativos. Huelga decir que esa cláusula se interpreta del modo más elástico y arbitrario. Por otra parte, se ven en la necesidad de aprobar la importación de negros africanos, a fin de evitar la acusación de impedir el progreso rápido de la colonia. Aun esos hombres de alto nivel espiritual y de intenciones humanas no pueden sustraerse al concepto corriente de la época, para el cual el esclavo negro es un artículo de comercio tan natural como la lana y la madera. En esos años, Lisboa, la metrópoli europea, alberga ya diez mil esclavos negros. ¿Cómo podía entonces negárselos a la colonia? Hasta los propios jesuitas están obligados a procurarse negros. Nóbrega informa con toda indiferencia, en una misma oración, que adquirió para su colegio tres esclavos y algunas vacas. Pero los jesuitas se atienen inflexiblemente al principio de que los nativos no son piezas de caza que pueda tomar cualquier aventurero advenedizo: protegen a cada uno de los neófitos, y la tenacidad ética con que luchan a favor del derecho de los brasileños morenos será, con el correr del tiempo, fatal para ellos. Nada tornó la situación de los jesuitas en el Brasil tan difícil como esa lucha por la idea brasileña de la población y animación del país con hombres libres, y uno de ellos confiesa, acongojado: «Habríamos vivido mucho más tranquilos si sólo nos hubiéramos quedado en las colonias y nos hubiéramos restringido a cumplir nada más que el servicio religioso. Pero no en balde el fundador de su orden había sido previamente soldado; había educado a sus discípulos para luchar por una idea. Y esa idea la llevaron con su vida al país; fue la idea del Brasil.
El hecho de haber reconocido de inmediato, en su plan de conquista del imperio futuro, el punto adecuado para tender el puente hacia el futuro, revela al gran estratego que había en Nóbrega. Poco después de su arribo a Bahía, instaló la primera escuela de perfeccionamiento y visitó, con los hermanos llegados posteriormente, en viajes cansadores y fatigosos, toda la costa, desde Pernambuco hasta Santos, estableciendo una sede en San Vicente. Pero aun no encontró el lugar apropiado para el colegio máximo, para el centro nervioso, espiritual y eclesiástico, que ha de penetrar poco a poco el país entero, A primera vista, esa búsqueda preocupada, muy reflexiva, de Nóbrega, de un punto de apoyo acertado, resulta incomprensible. ¿Por qué no establece su cuartel general en Bahía, la capital, la sede del gobernador y del obispo? Pero aquí se advierte por primera vez un contraste oculto que, con el tiempo, se transformará en otro abierto, y hasta violento. La orden de Loyola no quiere iniciar su obra bajo la vigilancia del Estado, ni siquiera bajo la del Papa. Desde la primera hora, los jesuitas tienden en el Brasil hacia un objeto y propósito superiores al de constituir allí nada más que un elemento de colonización que enseñe, ayude y que esté subordinado a la corona y a la curia. El Brasil les significa un experimento decisivo, la primera prueba de la posibilidad de realización de su fuerza de organización, y Nóbrega lo manifiesta sin ambages: Esta terra es nossa empresa, con lo que quiere decir: «Somos responsables de su solución ante Dios y los hombres». Pero el hombre fuerte no asume una responsabilidad sino para sí solo. Los jesuitas —y ésa es la causa de la desconfianza solapada que los acompaña en el Brasil desde el comienzo y a través de toda la historia— perseguían, sin lugar a duda, un objetivo peculiar, personalmente excogitado y que los demás no podían reconocer. Lo que ellos pretendían —a sabiendas o inconscientemente—, no fue solamente la formación de una colonia portuguesa entre tantas otras, sino de una comunidad teocrática, una organización estatal novedosa, independiente de las fuerzas del dinero y del poder, tal como más tarde procuraron fundarla en el Paraguay. Desde el primer momento pensaban crear en el Brasil algo único, nuevo, ejemplar, y semejante concepción original debía, tarde o temprano, chocar con las ideas meramente mercantiles y feudales de la corte portuguesa. Por cierto que no pretendían, según los acusaban sus enemigos, adueñarse del Brasil en el sentido soberano o capitalista, a favor de su orden y de los fines de la misma.
Querían ser en el Brasil algo más que meros predicadores del Evangelio, querían imponer allí con su presencia algo diferente y algo más que las demás órdenes religiosas. De ello se percató desde un principio el gobierno, que los utilizaba agradecido, pero sin dejar por ello de vigilarlos con leve desconfianza; de ello se percató la curia, que no estaba dispuesta a compartir su autoridad espiritual con nadie; de ello se percataban también los colonos, que se sentían trabados por los hermanos de la orden en su desconsiderada rapiña. Precisamente por no pretender una cosa visible, sino la imposición de un principio espiritual, idealista y por lo mismo incomprensible para las tendencias de la época, encontraron desde los comienzos una resistencia continua, a la cual, por último, debían sucumbir, expulsados del país, en el cual, a pesar de todo, habían dejado depositada la semilla de la fructificación. Nóbrega procedía, pues, con perfecta premeditación cuando, para evitar todo el tiempo posible ese conflicto, quería fijar su Roma, su capital espiritual, a distancia de la residencia del gobernador y del obispo. Sólo en un lugar donde pudiera obrar sin trabas y sin vigilancia podía tener éxito aquel proceso lento y penoso de la cristalización, que él tenía presente. Ese traslado del centro de actividades desde la costa al interior significaba una ventaja bien meditada, tanto en el sentido geográfico como a los fines de la catequización. Sólo un cruce de caminos en el interior del país, protegido, por una cadena montañosa, contra ataques de piratería desde el mar, y cercano, sin embargo, del océano, pero poco distante, a la vez, de las distintas tribus que había que ganar para la civilización y que educar en el sentido de apartarlas de la vida nómada, para llevarlas a otra sedentaria, sólo un lugar así podía constituir la célula germinativa ideal.
La elección de Nóbrega recae sobre Piratininga, la São Paulo de hoy en día, y el ulterior desarrollo histórico confirmó la genialidad de su decisión, pues la industria, el comercio, el espíritu de empresa del Brasil han seguido, aun después de los siglos, a su elección inspirativa. En el mismo lugar donde, ayudado por sus compañeros, levanta el 21 de enero de 1554 aquella paupérima e estreitíssima casinha, se levanta hoy una metrópoli moderna con sus rascacielos, fábricas y calles repletas de gente. Nóbrega no hubiera podido elegir mejor lugar. El clima de ese altiplano es templado, la tierra es saturada y fértil, hay un puerto cerca y los ríos aseguran la comunicación con las grandes corrientes de agua del Paraná y del Paraguay y, por consiguiente, del Plata. Desde ese punto, los misioneros pueden adelantar en todas las direcciones hacia las diversas tribus, e irradiar su obra de instrucción. Además, no existe por el momento en los alrededores del pequeño poblado ninguna colonia de desgregados que corrompan las costumbres. Y pronto la nueva sede sabe conquistarse la amistad de las tribus vecinas mediante regalos insignificantes y buen trato. Sin gran esfuerzo, los nativos dejan reunir por los sacerdotes, en pequeñas aldeas, comunidades económicas que se parecen bastante a las chacras colectivas de la Rusia actual. Y al cabo de poco tiempo, Nóbrega puede informar: Vaise fazendo uma fermosa povoaçao. La orden misma no tiene todavía, como en tiempos ulteriores, abundantes propiedades raíces, y los escasos medios sólo permiten, por el momento, un desarrollo del colegio en pequeña escala. Pero, no obstante, pronto se forman allí una cantidad de píos, hermanos, blancos y de color, que, en cuanto dominan la lengua del país, pasan como missoes volantes de tribu en tribu para inducir siempre a nuevos nómadas a la vida sedentaria, y ganarlos para la fe. Queda creado un punto de bifurcación, la primera escola par muitas naçoes de indios, y no tarda en establecerse entre el misionero y las tribus arraigadas un sentimiento sincero de solidaridad. Cuando se produce el primer asalto de bandas trashumantes, son los ya neófitos los que, con apasionada abnegación, rechazan el ataque bajo la dirección de su cacique Tibiriçá. Ha comenzado el gran experimento de la colonización nacional bajo dirección eclesiástica, que hallará luego en la república jesuítica del Paraguay su realización única.
Pero la fundación de Nóbrega significa, además, un progreso grande en el sentido nacional. Por primera vez se establece cierto equilibrio para el Estado futuro. Mientras el Brasil no era, hasta entonces, en rigor de verdad, sino una angosta franja costera con tres o cuatro ciudades portuarias al Norte, que sólo mercaban con productos tropicales, empieza ahora a desarrollarse una colonización al Sur y en el interior del país. Pronto, esas energías lentamente acumuladas se adelantarán de un modo productivo, descubriendo, por propia curiosidad e impaciencia, el país con sus formas y ríos, en su amplitud y profundidad. Con la primera colonización disciplinada en el interior, la idea preconcebida ya se ha transformado en semilla y acción.
El Brasil tiene unos cincuenta años de edad cuando, después de inciertos movimientos embrionales, realiza por primera vez signos de una vida propia, verdaderamente consciente. Poco a poco, se van manifestando los resultados de la organización colonial. Las plantaciones de azúcar de Bahía y Pernambuco arrojan, pese a su manejo primitivo aun, beneficios abundantes. Se acercan cada vez con mayor frecuencia buques para cargar materia prima y cambiarla por productos manufacturados. No son muchos aun los que se aventuran hasta el Brasil, y apenas si hay un libro que dé cuenta al mundo de esa vasta tierra. Pero precisamente el modo titubeante y esporádico como la colonia se hace presente en el comercio mundial es, al fin de cuentas, una suerte para el Brasil, porque le asegura un desarrollo orgánico. En tiempos de conquista y de fuerza, siempre es más bien una ventaja para un país cuando permanece sin ser notado y ambicionado. Los tesoros que Albuquerque avistó en la India y en las Molucas, el botín que Cortés trae de Méjico y Pizarro del Perú desvían del Brasil, del modo más feliz, la atención y el ansia de posesión de las demás naciones. «El país de los papagayos» sigue siendo considerado como quantité négligeable, por el que no se esfuerzan seriamente ni la propia metrópoli ni otros pueblos.
No se trata, por lo mismo, de un acto verdaderamente bélico cuando el 10 de noviembre de 1555 una pequeña flota bajo pabellón francés fondea en la bahía de Guanabara, desembarcando en una de sus islas un centenar de hombres. De hecho no molestan con ello a ninguna posesión extraña, puesto que en ese entonces Río no es todavía una ciudad, sino apenas un poblado. En las pocas chozas dispersas no hay un soldado ni un funcionario del rey de Portugal, y el extraño aventurero que iza aquí la bandera no encuentra resistencia contra su atrevido golpe de mano. Ambigua y atractiva figura es ese caballero de Rodas, Nicolás Durand de Villegaignon, a medias pirata, a medias sabio y todo un pedazo cabal del Renacimiento. Él llevó a María Estuardo desde Escocia a la corte real de Francia, se distinguió en el campo de batalla, probó suerte como aficionado en las artes. Ronsard le elogia y la corte le teme debido a su espíritu incalculable, inconstante. Toda labor regular le repugna, y rechazó el mejor empleo, las más altas distinciones, para poder dar rienda suelta, libremente y sin trabas, a sus antojos, a menudo fantásticos. Los hugonotes lo consideran católico, los católicos le tienen por hugonote. Nadie sabe a qué causa sirve, y tal vez él mismo no sabe, en cuanto a su persona, sino que quisiera hacer algo grande y extraordinario, algo distinto de lo que hacen los demás, algo más salvaje, más osado; más romántico y más singular. En España hubiera llegado a ser un Pizarro o un Cortés, pero su rey, muy ocupado en el propio país, no organiza ninguna aventura colonial. Por eso, el impaciente Villegaignon tiene que inventarse una, por su propia cuenta. Reúne unas cuantas naos, las tripula con un centenar de hombres, en su mayoría hugonotes, que se sienten incómodos en la Francia de los Guisa, pero también con unos cuantos católicos, entre ellos, que desean llegar al mundo nuevo, y ansioso de gloria en grado máximo, lleva consigo también, previsoramente, un historiador, André Thévet, pues alienta nada menos que el sueño de fundar una France Artaretique, cuyo creador, gobernador y acaso príncipe omnímodo quiere ser él mismo. Es difícil averiguar hasta qué punto la corte de Francia conocía esos planes, y hasta qué extremo acaso los aprobaba y tal vez fomentaba. Probablemente, en el caso de un éxito, el rey Enrique se hubiera adueñado de la acción del mismo modo como Isabel de Inglaterra se apropiaba de los hechos de sus piratas Raleigh y Drake. Por lo pronto, sólo se permite a Villegaignon probar suerte como particular, para no caer en culpa frente a Portugal a causa de una misión y anexión oficiales.
Villegaignon, que como soldado experto piensa en primer lugar en la defensa, construye, a poco de llegado, en la isla que hoy lleva su nombre, un fuerte, que llama Coligny en homenaje al almirante hugonote, en tanto que bautiza fachendosamente con el nombre de Henriville —por respeto a su rey— a la ciudad futura frente a la isla, que, sin embargo, por el momento no es sino un pantano rodeado de colinas deshabitadas. Inescrupuloso en cuestiones religiosas, y puesto que no encuentra otros católicos para esa soñada colonia francesa, hace venir en 1556 un cargamento de calvinistas de Ginebra, lo que dentro del pequeño establecimiento origina pronto rencillas religiosas. Dos clases de predicadores que se llaman mutuamente herejes son demasiado para una estrecha isla. Pero, con todo, France Antarctique queda fundada, y los franceses que no toleran la caza de esclavos, viven pronto en la mejor armonía con los nativos, con los cuales hacen intercambio. De aquí en adelante, los barcos franceses van y vienen regularmente entre su país de origen y ese establecimiento, no reconocido aún oficialmente por Francia, como si fuera su puerto legal.
Desde luego, esa incursión no puede dejar indiferente al gobernador residente en Bahía. De acuerdo con los principios legales en vigor a la sazón, las costas brasileñas son un mare clausum, en cuyas costas no pueden fondear ni comerciar las naves extranjeras, Pero el hecho de establecer una fortificación con militar extranjero en el mejor puerto de la colonia significa la división del Sur y el Norte y, por ende, la destrucción de la unidad del Brasil. La misión más natural del gobernador sería la de capturar esos barcos extranjeros y derribar el establecimiento, pero no tiene poder alguno para emprender una acción militar de semejante alcance. Los pocos centenares de soldados que habían llegado simultáneamente con él al Brasil se han transformado en el ínterin, ha tiempo ya, en agricultores y dueños de plantaciones, y muestran poca disposición para volver a ceñirse la coraza después de sus años de comodidad. Por otra parte, el joven ente carecía todavía de toda suerte de sentimiento nacional, de toda idea de comunidad, mientras que en Portugal, a su vez, falta el reconocimiento cabal del peligro y, como siempre, el dinero necesario para una expedición rápida. La corona sigue sin atribuir a la cenicienta Brasil suficiente importancia como para armar una costosa flota. De este modo, los franceses tienen abundante tiempo para fortificarse y atrincherarse continuamente. Sólo cuando en el año de 1557 se envía un gobernador nuevo, Mem de Sá, a Bahía, inícianse los preparativos para una acción contra los intrusos. Men de Sá deposita su confianza ilimitada en Nóbrega y se somete por entero a su autoridad espiritual. Y es nuevamente Nóbrega quien, con toda su energía apasionada, reclama un proceder oportuno contra los franceses. Los jesuitas conocen mejor el país y están más preocupados por su porvenir que los negociantes de Lisboa, que valúan sus dominios únicamente de acuerdo con el rendimiento momentáneo de sus especierías; saben que si aquellos hugonotes franceses llegan a radicarse definitivamente en la costa brasileña, queda destruida para siempre, no sólo la unidad del país, sino también la unidad de la religión. El gobernador y Nóbrega envían alternativamente carta tras carta a Portugal para exigir que se faça socorrer a esse pobre Brasil. Pero Portugal —un segundo Atlas— debe soportar sobre sus hombros débiles un mundo entero, y transcurren así dos años más, hasta que en 1559 llegan, por fin, unas cuantas naos desde Portugal, y Mem de Sá puede pensar en una acción militar contra los intrusos.
El jefe verdadero de esa expedición es Nóbrega, quien juntamente con Anchieta reclutó el mayor número posible de sus neófitos para reforzar con ellos las escasas tropas portuguesas. Aparece junto con el gobernador general el 18 de febrero de 1560 frente a Río, y en cuanto el 15 de marzo llegan desde San Vicente las tropas auxiliares rápidamente reunidas, iníciase el ataque contra la fortaleza de Villegaignon. Desde la perspectiva de la actualidad, esa acción, en verdad importante, sólo parece una guerra entre sapos y ratones. Ciento veinte portugueses y ciento cuarenta nativos arremeten contra el fuerte Coligny, al que defienden setenta y cuatro franceses y algunos esclavos. Los franceses no pueden resistir y huyen oportunamente a tierra firme hasta junto con sus amigos nativos, para atrincherarse nuevamente sobre las colinas. Para los portugueses esa acción significa una victoria, puesto que han tomado el fuerte Coligny, la bastilla; sin perseguir o aniquilar a los franceses, regresan a Bahía y San Vicente.
Pero no es más que una victoria a medias, pues los franceses continúan en el país. En total, han sido rechazados aproximadamente un kilómetro, es decir, un espacio que hoy se recorre en automóvil en un par de minutos. Siguen sin ser molestados en el puerto, como antes, continúan su comercio, cargan y descargan sus barcos y construyen en el Morro da Gloria una fortificación nueva para reemplazar a la anterior, e incluso azuzan a los tamoios, sus amigos indios, contra los portugueses, y el primer ataque contra São Paulo por parte de integrantes de esa tribu posiblemente ha sido organizado por aquéllos. Pero Mem de Sá no tiene fuerzas para expulsar a los intrusos. Como siempre en el Brasil, desde los comienzos hasta la fecha, la falla es una misma: hay escasez de hombres. Mem de Sá no puede desprenderse de un solo brazo en Bahía, ya que de lo contrario se estancaría la producción de azúcar, el elemento principal de la economía brasileña; y además, una peste fatal mató a la mayor parte de la población. Sin el apoyo de Portugal es imposible, pues, expulsar a los franceses de su posición nueva, y esa ayuda se hace esperar indefinidamente; los colonos de Villegaignon permanecen así cinco años más en el Brasil, sin ser molestados. Y es de nuevo Nóbrega quien insiste y advierte sin cesar que si en vez de Portugal llegan a ser. los franceses los que envían socorros, la corona perderá definitivamente la bahía de Río y con ella el Brasil. Por último, la reina atiende sus súplicas urgentes y despacha desde Lisboa a Estacio de Sá para atacar al enemigo junto con las tropas auxiliares preparadas en el país por los jesuitas. Nuevamente empiezan, en dimensiones liliputienses, las acciones guerreras. El 19 de marzo de 1565, Estacio de Sá entra con su flota de guerra en la bahía de Guanabara y levanta su campamento al pie del Pan de Azúcar, donde hoy se encuentra el barrio de Urca. Pero —cosa inconcebible para nuestros conceptos modernos— antes de que se lleve a cabo el ataque contra el Morro da Gloria, cuya distancia del Pan de Azúcar se recorre hoy exactamente en diez minutos, pasan no menos de veintidós meses. Sólo el 20 de enero de 1567, Estacio de Sá conduce a sus soldados al asalto, y en una lucha de pocas horas de duración, con una pérdida de veinte o treinta hombres, prodúcese una decisión de importancia histórica: si la ciudad se llamará en adelante Río de Janeiro o Henriville, y si el Brasil será un país de habla portuguesa o francesa. En esas dimensiones, con dos o tres docenas de soldados, librábanse en ese entonces, tanto en América como en la India, unas luchas que habían de determinar por espacio de siglos la forma y el destino de nuestro continente. Estacio de Sá, herido por una flecha, paga la victoria con su vida. Pero esta vez trátase de un triunfo decisivo. Embarcándose en sus cuatro naos, los franceses huyen del país y. sólo llevan a Francia la noticia de la existencia del tabaco, que como homenaje a su embajador, Jean Nicot, designan con su nombre. Sobre las ruinas de la fortaleza francesa en el Morro da Gloria, el obispo consagra la Iglesia de la futura capital del Brasil; en esa hora surge la ciudad de Río de Janeiro.
Fue un combate liliputiense, pero salvó la unidad del Brasil; el Brasil pertenece a los brasileños. Pero ahora se impone la necesidad de desenvolver la colonia, y para ello puede disponer de casi cincuenta años enteros de paz completa. Los límites van adelantando poco a poco en dirección a Río Grande del Norte, y el interior, las colonias de los jesuitas, en São Paulo empiezan a desarrollarse de manera fecunda, las plantaciones del litoral dan fruto abundante, y, aparte de las exploraciones siempre crecientes de azúcar y tabaco, florece otro negocio, más oscuro: la importación de «marfil negro». De mes en mes se traen cargamentos cada vez mayores de esclavos negros de Guinea y del Senegal, y los infelices que no mueren durante el viaje, en las embarcaciones repletas y hediondas, son negociados en el gran mercado de Bahía. Durante algún tiempo, esa abundancia, de negros y el número sorprendente de «mamelucos» engendrados por los portugueses, de esos mestizos de todos los matices, amenazan con hacer desaparecer la influencia europea, civilizadora.
Frente a un puñado de hombres emprendedores que se enriquecen sin medida, se halla, en las ciudades del litoral, un sinnúmero de esclavos de color; sin el trabajo equilibrador de los jesuitas, que en el interior del país instalan en todas partes haciendas y educan a la población para la vida sedentaria, que impiden la exterminación de los nativos y que gracias a la falta de prejuicios fomentan el mestizaje, el Brasil acaso se habría transformado en un país africano, puesto que Europa se mostraba absolutamente indiferente a su respecto.
Esa Europa, sin embargo, envuelta en cien guerras, no puede desprenderse de nuevos colonos, y sólo se encuentran pocos hombres comprensivos que captan paulatinamente todo el valor de ese país. Ya en el año de 1587, Gabriel Soares de Sousa estampará en su Roteiro estas palabras proféticas: Estará bem empregado todo cuidado que Sua Majestade mandar ter deste novo reino, pois está capaz para se edificar nelle um grande imperio, o qual cum pouca despeza deste reino se fará tao soberano que seja un dos estados do mundo.
Pero ha tiempo ya que pasó la hora en que Portugal, que dominaba la mitad del mundo, estaba aún en condiciones de prestar ayuda a alguien, pues se acabó su grandioso sueño romántico de conquistar los tres continentes enteros para sí y para la religión cristina. No se conformaba ese pequeño y valiente país con poseer ambas costas de África, la oriental y la occidental, y con haber sometido a la India, hasta mucho más allá de los límites de la China, a su monopolio comercial. El rey Sebastián, el último y más atrevido soñador de esa estirpe heroica, sueña con una cruzada que debía, de una vez para siempre, poner fin al poderío musulmán. En vez de distribuir sus mejores fuerzas, sus caballeros y sus soldados en las colonias para mantener el imperio de los Lusiadas mediante una organización práctica, reúne, cual un caballero del Santo Grial, ataviado con armadura de plata, su poderío entero en un solo ejército y se traslada a África para aniquilar de un golpe al moro, el enemigo tradicional. Pero el golpe aniquilador no alcanza a los moros sino a él mismo, y en la batalla de Alcazarquivir, esa última y tardía cruzada del Occidente contra el Oriente, el ejército portugués sale, en el año de 1578, totalmente derrotado y cae muerto el propio rey Sebastián. La enorme sobretensión de la voluntad se ha vengado cruelmente: Portugal, el pequeño país que pretendía someter un universo, pierde su propia independencia, y España se adueña del trono que ha quedado vacante. El país, desangrado por mil batallas, no puede ofrecer resistencia; por espacio de sesenta y dos años, desde 1578 hasta 1640, Portugal desaparece de la historia como país independiente. Todas sus colonias, y, por lo tanto, también el Brasil, se convierten en posesiones de la corona de España.
De ese modo, por un minuto universal, Felipe II domina un imperio mundial, que excede en mucho el de Alejandro y el romano de Augusto; aparte de la península ibérica, pertenecen a ese habsburgués, Flandes y toda la América ya conocida, las tres cuartas partes de África y el imperio de las Indias conquistado por los portugueses. Y esa sensación de fuerza y grandeza se refleja en el arte ibérico. Cervantes, Lope de Vega y Calderón producen sus obras incomparables; toda la riqueza de la tierra afluye a ese solo país triunfante.
El Brasil contribuye poco a ese triunfo y no se beneficia en nada de él; en lugar de aumentar su poder gracias a la circunstancia de pertenecer, sin quererlo, a ese imperio ibérico, la colonia, que hasta ahora no había sido importunada, tiene que recibir a todos los enemigos de España: piratas ingleses saquean Santos, incendian San Vicente; los franceses se establecen transitoriamente en Maranhao; los holandeses irrumpen en Bahía y saquean ah! los barcos. El Brasil tiene que sentir dolorosamente cuántas potencias nuevas disputan a España, desde el aniquilamiento de la Invencible, el dominio de los mares. Es verdad que ninguno de esos actos de piratería hiere al país en mayor profundidad; no pasan de causar pequeños daños y desazones que no pueden perjudicar su rápido desenvolvimiento. La situación sólo se torna peligrosa para el Brasil cuando Holanda, se dispone a ejecutar un plan bien trazado y estudiado, no ya para asaltar simplemente unos puertos, sino para conquistar en su integridad het Zuikerland, según los buenos comerciantes llaman al Brasil, dándole el nombre de su mejor producto comercial.
Holanda, ejemplarmente organizada en materia económica, conoce de modo exacto el valor del Brasil, y es difícil que hayan pasado por alto a sus comerciantes vigilantes las palabras contenidas en los Diálogos das grandezas do Brasil, de acuerdo con las cuales ese país en su integridad poseía más riquezas que las Indias. No ha de ser, pues, por casualidad que en el año de 1621 se fundara en Amsterdam, siguiendo el ejemplo de la Compañía de las Indias, una Companhía das Indias Ocidentais, dotada de abundantes capitales —según se decía—, meramente para comerciar con el Brasil y la América del Sur en general, pero, en realidad, con la segunda intención. de apoderarse de ese país enorme a favor de Holanda y su monopolio comercial. Integran esa compañía unos calculadores avezados, quienes comprenden que, para alcanzar tan grande objetivo, hay que emplear también fondos ingentes. Para ocupar el Brasil, y, cosa más importante aún, para retenerlo luego, no se puede, tal cual lo hicieron los franceses, fletar dos o tres barcos con colonos cansados de Europa y marineros enganchados a toda prisa, sino que es menester armar una flota verdadera y embarcar en ella un ejército adiestrado. Nada demuestra más claramente el desenvolvimiento y la importancia que en los últimos cincuenta años el Brasil había alcanzado a los ojos del mundo que las condiciones en que se preparaba la nueva agresión. Mientras Villegaignon atraca con tres o cuatro barcos para fundar la Francia Antártica y las luchas decisivas se libran luego entre setenta y cien hombres de guerra improvisados, la compañía holandesa prepara, de antemano veintiséis barcos, que dota con mil setecientos soldados entrenados y mil seiscientos marineros.
El primer golpe va dirigido contra la capital. El 9 de mayo de 1624, Bahía cae, casi sin oponer resistencia, y los holandeses se llevan un botín incalculable. Sólo entonces despierta España; despacha más de cincuenta naves con once mil hombres, que, en compañía de las tropas auxiliares nativas procedentes de Pernambuco, reconquistan Bahía antes de que llegue la segunda flota holandesa, compuesta por treinta y cuatro barcos. Reconociéndose el valor de la colonia hasta entonces despreciada, ya se han centuplicado los esfuerzos para asegurar la posesión del «país del azúcar». Obligada a ceder en Bahía, la compañía holandesa prepara un nuevo ataque con nuevos refuerzos, y obtiene con ello éxito. En el año de 1635 queda ocupado Recife, y en los años siguientes toda la costa septentrional, con excepción de Bahía. A partir de esa hora, existe en el norte del Brasil, y por espacio de veintitrés años, una administración holandesa independiente.
El esfuerzo colonizador realizado durante esos veintitrés años por los holandeses es, en verdad, magnífico. Supera en mucho todo cuanto los portugueses hicieron en los cien años precedentes. Los holandeses tienen ideas de organización claras y probadas. No confían la inmigración ni la administración a elementos anárquicos accidentales, no envían la escoria de su país, sino sus mejores hombres y los más cuidadosamente seleccionados. Mauricio de Nassau, quien como gobernador de la corona administra el nuevo país, no sólo es de estirpe real, sino que es también un noble en el sentido espiritual, hombre de vastos alcances, de grandes empresas y tolerante. Trae todo un estado mayor de especialistas, ingenieros, botánicos, astrónomos y eruditos, para explorar, colonizar y europeizar el país. Nada es más característico para conocer la inferioridad del material cultural que, en comparación con los franceses y holandeses, los portugueses habían llevado al Brasil, que la circunstancia de que no poseemos, acerca de los primeros años de la juventud del Brasil, una sola descripción de valor verdaderamente literario debida a algún portugués, abstracción hecha de las cartas de los jesuitas, en tanto que los franceses, al cabo de pocos años ya, dan al mundo la obra sobre la France Antarctique, y Nassau manda a Barlens confeccionar aquella ejemplar obra de lujo, provista de grabados y mapas, que inmortalizan su gloria y su empeño.
Mauricio de Nassau hace buena figura dentro de la historia del Brasil. Como humanista, llevó consigo la idea de la tolerancia, permitió a todas las religiones su libre desenvolvimiento, facilitó a todas las artes un desarrollo fecundo, y aun los, colonos viejos no pueden lamentarse de violencia alguna. En Recife, que se denomina en su honor Mauritzstaad o Mauricea, se construyen palacios, casas de piedra y aseadas calles, y las regiones circundantes son exploradas por los geógrafos. Se introducen nuevas prensas hidráulicas para la industria azucarera, se da a los negociantes fugitivos de Portugal intervención en el comercio, y toda la vida pública es orientada en el sentido de la estabilidad y el progreso. Se asegura a los portugueses sus derechos, y a los indígenas su libertad. En cierto modo, Mauricio de Nassau realiza, en el sentido de la humanidad, el mismo ideal de la colonización pacífica que, sobre la base religiosa, habían perseguido los jesuitas.
Pero el destino del Brasil no se decide en el Brasil, sino en Europa. En el año de 1640, Portugal volvió: a independizarse de España y reconquistó, bajo don Juan IV, su corona propia. Debido a ello, toda ulterior ocupación del Brasil por Holanda carece ya de fundamento legal. Un armisticio procura reposo a ambos bandos, y puesto que los Países Bajos, a su vez, como nueva potencia marítima, se ven envueltos en un conflicto con la potencia marítima más naciente todavía, con Inglaterra, puede reiniciarse la lucha por: la liberación del Brasil; y ahora son, por vez primera, fuerzas brasileñas nacionales las que la alientan. En esta oportunidad, no es tanto Portugal como la misma colonia la que lucha, por su unidad e independencia. Y nuevamente los elementos eclesiásticos asumen la dirección, porque reconocen la importancia vital del esfuerzo por mantener el nuevo país libre de toda infiltración de elementos protestantes, cuya presencia podría trasladar la homicida guerra religiosa de Europa al Brasil. En el año de 1649, el padre Vieira, uno de los diplomáticos más geniales de su tiempo, funda en Lisboa una compañía para contrarrestar la obra de la similar holandesa, la Compañía Geral do Comercio para o Brasil, que, por iniciativa propia, arma una flota; y, al mismo tiempo, se improvisa en el Brasil, en colaboración con los comerciantes locales, deseosos de recuperar sus plantaciones e ingenios de azúcar, un ejército nacional. Entonces acontece lo sorprendente: mientras Portugal sigue aún negociando con Holanda y discute si la costa del Brasil, y qué parte de ella, debe quedar en su poder, y aun antes de que llegue la flota que Portugal envía a modo de auxilio, los brasileños ya han procedido por iniciativa propia; rechazan a los holandeses paso a paso, Mauricio de Nassau abandona el país y el 20 de enero de 1654 capitula Recife, su último baluarte; los holandeses se retiran definitivamente. En tanto el utópico reino de los Lusiadas desaparece con la misma rapidez con que lo edificara el momento fecundo de Portugal, el Brasil se conserva íntegro para sí mismo.
En conjunto, el episodio holandés significa para la historia del Brasil un azar venturoso. Duró lo suficiente como para demostrar, por obra de una administración ejemplar, lo que puede conseguirse en este país con una organización buena y civilizada, y, por otra parte, no duró bastante como para anular la unidad del idioma y de las costumbres portuguesas; al contrario: la misma amenaza de un gobierno extraño, crea y fomenta el sentimiento nacional brasileño. De Norte a Sur, la colonia tiene ahora la sensación de constituir un país único, unánimemente resuelto a alejar de su organismo toda intervención violenta en su vida nacional con igual violencia; en adelante, todo lo extraño debe de amalgamarse con lo que es brasileño, si pretende mantenerse. En apariencia, el Brasil quedó reintegrado con esta guerra a Portugal, pero en realidad fue reconquistado para sí mismo.
En esa guerra entre portugueses y holandeses aparece por primera vez este nuevo elemento, cuyas fuerzas y peculiaridades aun se ignoran: el brasileño.
Lentamente empezó a formarse ese tipo, primero de un modo asaz antagónico. El litoral y el interior del país presentan un aspecto absolutamente distinto. A las ciudades costeras afluye continuamente sangre nueva, inmigrantes, comerciantes, marineros y esclavos, mientras que en las aldeas de tierra adentro se conserva siempre la misma sangre. Los hombres del litoral son negociantes o industriales primitivos, su patria verdadera es el mar, y, sin querer, miran con sus productos y sus proyectos, constantemente, hacia Europa. La patria de los colonos, en cambio, es el suelo, y sólo la tierra genera el sentimiento cabal de la unión.
La energía más recia está en los hombres del interior. Ellos viven faltos de seguridad y, acostumbrados al peligro, han comenzado a amarlo. En São Paulo, sobre todo, empieza a formarse un tipo singular: el paulista. Como portugueses o hijos de tales, que llevan en su sangre, por una parte, el gusto nómada de los viejos indios y, por otra parte, el placer de las aventuras de sus antepasados europeos, esa nueva generación no gusta labrar con sus propias manos la tierra que posee. Ha tiempo ya que los esclavos se encargan para ellos de ese trabajo duro; y la manera lenta de adquirir fortuna repugna a su sangre inquieta. La agricultura y la ganadería no proporcionan riquezas mientras no se las organiza en gran escala, con cien esclavos, y ellos quieren enriquecerse al modo de los conquistadores, de una sola vez, a riesgo de la propia vida. Por eso, los habitantes de São Paulo se reúnen varias —veces por año en grupos respetables para recorrer el país como bandeirantes con una bandera al frente, a caballo y seguidos una tropa de siervos y esclavos, como otrora los salteadores, pero no sin antes hacer bendecir solemnemente su bandera en la iglesia. A veces se agrupan hasta dos mil hombres para tales entradas, y, por espacio de varios meses la ciudad y los pueblos quedan entonces sin hombres. Ellos mismos no sabrían decir qué les impele: en parte es la aventura misma, en parte, la esperanza de un hallazgo imprevisto en ese país inmenso e inexplorado. Desde los días del descubrimiento de los tesoros del Perú y de las minas de plata de Potosí, no se acallan los rumores acerca de un El Dorado legendario. ¿No podía, acaso, estar escondido en el Brasil? Por eso, los paulistas remontan la corriente de los ríos, ascienden y descienden de las montañas, siguiendo cada vez nuevos caminos escabrosos, al azar de la dirección que el viento imprime a la bandera que va delante de ellos, y agitados siempre por la esperanza de tropezar en alguna parte con las minas legendarias. Mientras el precioso metal no se deja encontrar, mientras, el Hércules do sertão, Fernão Dias, no descubre al menos las esmeralda, traen siquiera otro botín: hombres vivientes. Durante los primeros decenios, esas entradas no son, en verdad, más que bárbaras y salvajes cacerías de esclavos. Los paulistas consideran más cómodo y al mismo tiempo más interesante cazar indígenas como liebres, persiguiéndolos a caballo y con perros en cacerías que excitan los sentidos, que comprar negros en el mercado de Bahía; pero, por último, caen en la cuenta de que lo más cómodo no es perseguir a los amedrentados con perros de caza hasta muy selva adentro, sino sacar los esclavos simplemente de las colonias, donde los jesuitas los han establecido con tanto orden y les han enseñado ya a trabajar.
Desde luego, esa caballería salteadora es contraria a toda ley, pues el rey confirmó explícitamente la libertad de los indígenas, y Anchieta se lamenta desesperadamente: Para este género de gente nao ha melhor pregaçao que, espada e vara de ferro. Por mera codicia, esas bandas destrozan la obra de colonización penosamente realizada durante años y años; despueblan las colonias, llevan el terror hasta lejanas regiones pacificadas, esclavizan y roban seres humanos, no sólo indefensos, sino también civilizados ya y conquistados por el cristianismo. Pero, debido al rápido aumento de su número con mestizos, los paulistas ya son demasiado fuertes para que las leyes y los preceptos puedan intimidarlos, y aun las bulas papales contra esas entradas y bandeiras no tienen poder en medio del sertão, la selva, virgen. La caza del hombre prosigue con creciente ensañamiento y penetra cada vez más en el país, y en la obra de Debret Voyage pittoresque au Brésil, de principios del siglo diecinueve, encontramos todavía uno de esos cuadros horrorosos, que muestra la manera cómo hombres, mujeres y niños desnudos, acoplados en largas varas, son conducidos como reses por esos brutales cazadores de esclavos.
Y, sin embargo, esos bárbaros pueden pretender para si, a pesar de ellos, un gran mérito en la historia del Brasil. La codicia —de por sí repudiable— de ganancias ha sido siempre una de las fuerzas más grandes para empujar al hombre hacia la lontananza; ella guió las naves fenicias a través del mar, ella atrajo los conquistadores a los continentes ignorados, y a pesar de ser el peor de los instintos, fue ella la que fustigó a la humanidad obligándola a abandonar el estancamiento y el gusto cómodo. De esta suerte, los bandeirantes, que sólo quieren robar y arrebatar, complementan de modo paradójico la obra civilizadora de la estructuración del Brasil, ya que con sus penetraciones salvajes y sin objeto preconcebido, fomentan el descubrimiento geográfico del país. Subiendo, desde Bahía, el río San Francisco, bajando desde São Paulo el Paraná y el Paraguay, ascendiendo, en dirección a Minas, la sierra hasta Matto Grosso y Goyaz, atravesando la selva virgen, establecen e investigan los primeros caminos a los territorios ignorados, y en tanto despueblan, colonizan también. En algunos lugares se establecen parte de ellos y así nacen nuevas células de población, nuevos centros desde los cuales se forman nuevos nervios y arterias que se extienden hacia regiones no holladas hasta entonces por el hombre. Actuando con la más encarnizada enemistad contra el paciente plan de colonización de los jesuitas, apresuraron, sin embargo, la obra de penetración con sus impacientes avances hacia lo desconocido, «una parte de aquella fuerza», según Goethe, «que siempre quiere el mal y crea, no obstante, el bien». Ellos también tienen buena parte en la obra de ls creación del Brasil.
Son también paulistas los que en una de sus entradas penetran en los valles completamente inhabitados de las sierras de Minas Geraes y encuentran allí, en el río das Velhas, el primer oro. Uno de los bandeirantes lleva la noticia a Bahía, y otro a Río de Janeiro, y en el acto se establece en ambas ciudades y en muchos otros lugares, una corriente migratoria, hacía esas regiones inhóspitas. Los dueños de plantaciones arrean sus esclavos, los ingenios quedan abandonados, y muchos soldados desertan; en el transcurso de pocos años se forma en la región del oro un pequeño círculo de ciudades, Villa Rica, Villa Real, Villa Albuquerque, con cien mil habitantes. A ello se agrega poco después el descubrimiento de diamantes. De repente, el Brasil se convierte en la fuente de oro más rica del mundo y en la posesión más valiosa de la corona portuguesa, que se ha asegurado de antemano la quinta parte de todo el oro encontrado y todo diamante de más de veinticuatro quilates.
La nueva provincia ofrece al principio el cuadro de un caos absoluto. Como en los primeros tiempos de la colonización, los intrusos se sienten en esos valles montañosos remotos fuera de toda ley y deber, por falta de una fiscalización por el Estado, y el gobernador que ha sido nombrado tropieza —como en su tiempo los jesuitas— con una decidida resistencia al tratar de introducir el orden y la disciplina. Los paulistas se defienden contra los emboabos, los intrusos venidos del litoral, y se originan luchas desesperadas; de las cuales, a la postre, sale victoriosa la autoridad real. Es, al fin y al cabo, nada más que la codicia la que agrupa a los primeros buscadores de oro, que no quieren compartir con nadie la riqueza inesperada. Pero detrás de su oposición arbitraria ya obra, inconscientemente, a modo de voluntad superior, un sentimiento nacional. Con estas primeras sublevaciones contra la autoridad portuguesa, los paulistas presentan, de un modo puramente instintivo y sin formularla todavía, la exigencia de que toda riqueza del suelo, brasileño pertenezca al Brasil. Encuentran que es absurdo que el oro que ellos —mejor dicho, sus esclavos— hallan, sea empleado para levantar palacios y conventos gigantescos a miles de millas de distancia, allende el mar, en un país que no verían en todos los días de su vida. En cierto sentido, esa primera revuelta, rápidamente sofocada, de los buscadores de oro contra la autoridad portuguesa, ya es el primer preámbulo de la gran lucha por la independencia que medio siglo después descargará nuevamente sus energías retenidas en esa misma ciudad y en ese mismo lugar. Es que el oro, la sustancia de valor más visible, fácil de convertir en dinero, dio al Brasil por primera vez la sensación y conciencia de su riqueza. Desde la hora del descubrimiento del oro, el Brasil ya no se considera deudor y comprometido a la gratitud para su país de origen, sino como sujeto libre que devolvió centuplicado a la metrópoli lo que otrora le debía. Ese torbellino de oro dura en conjunto no más de cincuenta años Luego se agota —¡una catástrofe para Portugal! esa fuente valiosa. Pero en la historia del Brasil se repite constantemente el mismo fenómeno singular: lo que significa un desastre para la metrópoli, para Portugal, se vuelve ventaja para la colonia. Al cesar las remesas de oro, Portugal se ve abocado a una crisis económica gravísima, que el marqués de Pombal no logra conjurar y que en su curso ulterior, tiene por consecuencia la expulsión de los jesuitas y la caída del propio ministro; el Brasil, en cambio, resulta por ello más bien estabilizado. El hallazgo del oro ha promovido una nueva remoción del equilibrio y por ende una consolidación del modo como se distribuyen los habitantes del Brasil. Una vez más, grandes masas se trasladaron al interior hasta entonces poco poblado, y aun cuando se ha agotado la arena de oro de los ríos, los que fueron buscadores de oro prefieren, a pesar de no tener ahí un hogar, ni una patria en otra parte alguna, fijar una residencia en la matta, la fértil tierra baja de Minas Geraes, en vez de volver al litoral. De esta manera, nuevamente queda poblada —como anteriormente sucedió en São Paulo— una provincia, y el río, hasta entonces no aprovechado, de San Francisco, convertido en una activa vía de comunicación. El Brasil se transforma cada vez más de simple costa en un país verdadero.
Mas para el Brasil resulta más importante que todo el oro extraído el sentimiento poderosamente fortalecido de su propio valor. En luchas contra los franceses, que desde el Norte avanzan hacia Maranhao; con atrevidas incursiones en regiones desconocidas y la progresiva colonización del Oeste, la población fue ganando por su propio esfuerzo la cuenca del Amazonas, Matto Grosso, Goyaz, Río Grande del Sur y varias provincias más, cada una de las cuales es de una superficie tan grande o mayor que los omnipotentes Estados europeos, como Francia, España y Alemania.
En una época en que Norteamérica, cuya superficie es igual a la del Brasil, apenas conoce la sexta parte de su suelo, el Brasil se ha extendido hasta cerca de sus fronteras actuales, y hace mucho tiempo ya que la pequeña metrópoli ha dejado de servir de vara, pues diseñado en los límites inmensos del Brasil, Portugal aparece pequeño como una mancha de tinta en una enorme tela. Y cuando en el año de 1750, en el tratado de Madrid, se procura fijar definitivamente las fronteras del Brasil con las posesiones españolas, España debe reconocer a disgusto que, desde hace tiempo ya, es imposible restringir el nuevo país a las líneas anticuadas del tratado de Tordesillas y que, con el derecho más fuerte de su trabajo colonial, dejó sin valor a todos los articulados de papel. A la vuelta del siglo dieciocho, Europa y el propio Brasil empiezan paulatinamente a comprender cuán grande, cuán poderoso, cuán unido llegó a ser en esos años aparentemente faltos de grandes sucesos, gracias a su modo de ser tranquilo y perseverante. Y cuanto más se emancipa de su infancia, de su independencia económica, tanto más debe sentir como inconveniencia e injusticia que su desarrollo libre siga siendo trabado de manera mezquina por la tutela poco política, y además imprudente, de Portugal.
Con el propósito de extraer los mayores provechos posibles de su colonia, la corona de Portugal envuelve al Brasil con una red tupida de leyes, que aísla del comercio mundial a las arterias pletóricas de fuerza del joven país. El gobierno no permite, v. gr., al país donde el algodón crece libre y exuberante, la fabricación de tejidos, para obligar así al Brasil a encargar los productos manufacturados en Lisboa. Y las prohibiciones de ese jaez se multiplican hasta lo arbitrario y estúpido. Así, se prohíbe, por un decreto fechado en 1775, la fabricación de jabón, se prohíbe la producción de alcohol, a fin de obligar a los consumidores a beber mayor cantidad de vino portugués. El gobernador se niega a recibir en su palacio a cualquier persona que no lleve vestido confeccionado con telas portuguesas. Se prohíbe en un país que ya cuenta con dos millones y medio de habitantes, la plantación de arroz, y en el siglo de la filosofía y del enciclopedismo, no se permite a sus ciudades la impresión de diarios y ni siquiera de libros; ningún brasileño tiene derecho a comprar un navío extraño, ningún extranjero tiene permiso para vivir en Río y apenas si alguno lo tiene para llegar hasta esa ciudad. El Brasil queda cercado como si fuese el jardín particular del rey de Portugal. Aun en el siglo diecinueve, cuando Humboldt quiere recorrer el país para escribir su grandiosa obra, que en verdad revela el Brasil al mundo, las autoridades reciben instrucciones confidenciales en el sentido de que, en el caso de aparecer «cierto barón Humboldt», le opongan todas las dificultades posibles.
De esta manera resulta fácil comprender la atención apasionada que los brasileños prestan a la lucha por la independencia de Norteamérica, que se deshace por la fuerza de una tutela mucho más benigna y cuerda y obtiene su libertad. Los primitivos modeladores y maestros de la forma de vida brasileña, los jesuitas, que resultaron más impopulares en la medida en que su organización se volvía más comercial y económica, compitiendo con los colonos locales, tuvieron que abandonar el país por orden del marqués de Portugal; pero ello no significaba, ni mucho menos, que los brasileños se hubieran adueñado de la noche a la mañana de los poderes y derechos para determinar su propio destino; los virreyes administran el país exclusivamente en beneficio de Portugal y se preocupan poco por su desarrollo independiente. Lenta, pero irresistiblemente va formándose un partido portugués, o, mejor dicho, un partido que entonces habría podido conformarse fácilmente con la sola concesión de la igualdad de derechos y de la participación del Brasil en el comercio mundial. El brasileño no es por naturaleza radical ni revolucionario; seria fácil todavía conservar, con mano leve y hábil, e! dominio del país. Pero en Lisboa no hay comprensión para sus deseos, y el mismo Pombal, que se esfuerza en vano por inducir a Portugal a un punto de vista más esclarecido y condescendiente, no procura al Brasil, a pesar de algunas mejoras de orden económico, el completo despliegue orgánico de sus fuerzas. La expulsión de los jesuitas, que ordena a modo de paliativo, de calmante, y que se efectúa contra la resistencia obstinada de las poblaciones adictas a ellos, no redunda de ningún modo en ventaja moral o en beneficio material para el país; al contrario, la animadversión que los colonos demostraron hasta entonces a aquellos organizadores religioso-comerciales, se dirige ahora, compacta, contra la metrópolis. Ya anteriormente se habían producido aislados conatos de rebelión contra los funcionarios fiscales de Portugal en Minas Geraes, Bahía y Pernambuco; pero, por falta de cohesión, fueron sofocados por la fuerza, En la mayoría de los casos, no fueron sino revueltas locales contra algún nuevo gravamen o una nueva restricción, estallidos impulsivos de una masa improvisada, que por ser tales no significaban en verdad un peligro par la autoridad de Portugal. Sólo a fines del siglo se inició un movimiento nacional plenamente consciente de sus propósitos, llevados por el idealismo, cuyos protagonistas fueron los inspiradores de la Inconfidência Mineira.
La Inconfidência es una conspiración de gente joven y, por consiguiente, un movimiento romántico, con discursos inflamados y poemas enfáticos, inhábilmente preparada, pero, con todo, animada en su decisión por el soplo de la época. En el año de 1788, un grupo de jóvenes estudiantes brasileños de la Universidad de Montpellier había discutido apasionadamente la necesidad de la liberación nacional, e incluso había buscado ya entrar en contacto con Jefferson, el ministro de los Estados Unidos en París, a fin de ganar para su causa la ayuda de la república norteamericana. No se llegó a una acción real, pero la idea subsistió, y en cuanto algunos de esos estudiantes regresan a Ouro Preto —la ciudad de más activa vida espiritual de entonces— se constituye un grupo de intenciones revolucionarias, dirigido por José Alvares Maciel, quien acaba de volver de Coimbra, y Joaquín da Silva Xavier, quien, bajo el nombre de Tiradentes, llegó a ser el muy celebrado héroe de ese primer movimiento de liberación cabal del Brasil. Los que se reúnen en esos conventículos secretos son todos hombres de profesiones liberales, médicos, escritores, abogados, magistrados, miembros de la misma capa burguesa ascendente que, a la misma hora, encabeza la revolución en Francia, hombres que gustan discutir, que se enardecen en lecturas e ideas, hombres que gustan hablar y que en esta oportunidad hablan con exceso. Mucho antes de haber proyectado y organizado bien la conspiración, los conspiradores, en su entusiasmo, ya creen haber llegado a su meta y, precipitadamente y de buena fe, buscan adeptos para su proyecto, que es aún mera teoría, De este modo, el gobernador, informado constantemente por espías mezclados entre los conspiradores, puede asestar su golpe aun antes de que aquéllos se hayan decidido a proceder. La mayoría de los jóvenes es condenada a la deportación a África, el poeta Claudio Manuel de Costa se suicida en la cárcel, y uno solo, Joaquín José da Silva Xavier, de Tiradentes, quien hace profesión de fe franca y heroica de su convicción ante el tribunal, es ajusticiado cruelmente el 21 de abril de 1789 en Río de Janeiro, y los pedazos de su cuerpo martirizado son clavados, para terrivel escarmento dos povos, en algunas bocacalles de Minas. Pero con ello la centella del movimiento libertador no queda de ningún modo pisoteada ni apagada, sino que continúa ardiendo bajo las cenizas, Al declinar el siglo dieciocho, el Brasil —lo mismo que todas las naciones vecinas de Sudamérica, desde la Argentina, hasta Venezuela— está interiormente dispuesto para independizarse de Europa y ya no espera sino la hora propicia.
Una casualidad retarda esa hora por espacio de dos décadas. Durante las guerras napoleónicas, Portugal ha quedado en la peor situación que puede producirse en una guerra: entre la espada y la pared. El pequeño país habría estado deseoso, naturalmente, de mantenerse al margen y neutral en la lucha exhaustiva entre los dos gigantes: Napoleón e Inglaterra. Pero cuando la violencia impera sobre un siglo, no queda lugar para gente de paz. Tanto Francia, que ambiciona los puertos de Portugal, como Inglaterra, que los necesita para el bloqueo continental, urgen una decisión. Y esa determinación está terriblemente cargada de responsabilidad para Juan VI. Napoleón domina el continente, Inglaterra domina el mar. Si el, rey resiste la exigencia de Napoleón, éste entra en Portugal y, en tal caso, el país está perdido. Si resiste a Inglaterra, ésta cerrará las rutas marítimas y, en tal caso, el rey pierde el Brasil. Ante tan inexorable alternativa entre el bombardeo de Portugal por Napoleón desde tierra y el mismo bombardeo por los ingleses desde el mar, se forman dos partidos en la corte: un partido anglófilo y otro francófilo. El rey titubea, y en esa indecisión comprende por primera vez lo que el Brasil ha llegado a ser en tres siglos: el bien más precioso de su corona y desde hace largo tiempo mucho más que una mera colonia. Presiente que en lo porvenir llamar suyo al Brasil significará acaso más poder, riqueza y posición en el mundo que el llamarse dueño de Portugal; por primera vez, el Brasil pesa tanto en la balanza como Portugal.
En último momento, cuando Napoleón presenta en el año de 1807 un ultimátum, exigiendo que Portugal se defina a favor o en contra de él, la casa de Braganza toma una decisión: prefiere sacrificar Lisboa, perder Portugal entero, a perder el Brasil. Cuando Junot ya llega a marchas forzadas a las puertas de Portugal, la familia real se embarca apresuradamente con quince mil personas, toda la nobleza, el magisterio, los eclesiásticos y last but not least— con doscientos millones de cruzados, y atraviesa el océano, bajo la protección de la flota inglesa. Hubo de producirse un descalabro universal para que, por primera vez en tres siglos, un miembro de la casa de Braganza, y ahora el mismo rey en persona, pise el suelo del Brasil.
El gobernador y el maestro de ceremonias quedan terriblemente confundidos. Río de Janeiro no cuenta con palacios, no dispone de locales ni camas suficientes para recibir tan grandes huéspedes y una corte tan numerosa. Pero el pueblo saluda al rey con gritos de júbilo y le recibe como «emperador del Brasil», pues siente instintivamente que un monarca que ha venido una vez a buscar refugio en su país, ya no podrá en lo sucesivo tratar al Brasil como colonia subordinada. En efecto, poco después de la llegada del rey caen las barreras restrictivas. En primer término, ábrense los puertos al comercio mundial, se da libertad incondicional a la producción industrial, se crea un banco propio, el Banco del Brasil, se forman ministerios, se inaugura una imprenta real, y por primera vez, incluso, puede aparecer un diario en el país hasta entonces amordazado. Surgen una serie de instituciones, que convierten Río de Janeiro en una capital verdadera: academias, museos, un jardín botánico entre ellos. Pero sólo en el año de 1815 se establece, por fin, la total igualdad de derechos políticos de los reinos unidos: el Portugal y el Brasil, otrora dueña y criada, respectivamente, son ahora hermanas. Lo que diez años atrás no podía ni soñarse, lo que de otro modo no era de esperarse, ni aun en siglos, de la sabiduría de los estadistas, lo produjo por la fuerza, en un término perentorio, la personalidad de Napoleón, transformadora del mundo. Gracias a este evento feliz —las catástrofes de Portugal, no se puede repetirlo con suficiente insistencia, siempre fueron buena fortuna para el Brasil—, la guerra de independencia que asoló durante años y más años a Norteamérica y que costó grandes pérdidas de sangre a los demás Estados sudamericanos, respetó por el momento a ese país privilegiado. El Brasil puede aprovechar, sin más ni más, la época de intranquilidad europea para consolidar paulatinamente sus fronteras. Hace mucho tiempo ya —en 1750— que las viejas restricciones del tratado de Tordesillas han sido declaradas nulas y sin valor. El nuevo reino se adentra mucho en dirección al Oeste, a todo lo largo de la corriente del Amazonas; en el Sur, se incorpora Río Grande do Sul; al Norte, la frontera, disputada mucho tiempo, desplázase hasta la Guayana, y la feliz coyuntura de hallarse Europa entretenida en congresos induce a don Juan VI a adueñarse, con un golpe de mano, de Montevideo y anexar el Uruguay —aunque sólo por un corto tiempo— al Brasil como provincia cisplatense. En el siglo diecinueve, la forma definitiva del Brasil queda poco menos que establecida.
Esos años de la presencia de la corte real aportan al país ingentes ventajas morales, aparte de los beneficios políticos. Desde que los jesuitas fueron expulsados en tiempos del marqués de Pombal, ocurre por primera vez que portugueses de rango cultural, sabios, investigadores, toman residencia en la capital. El rey llama, además, del modo más magnánimo a sabios y pintores de Francia y Austria para fundar institutos o para ampliar otros. Sólo desde esa época poseemos cuadros y grabados verdaderos de Río, estudios científicos, descripciones dignas de ser leídas. El Brasil real ya no es como otrora terra de exilio, desde que se convirtió en terra de refugio de su rey, y, al cabo de pocos años, constituirá un polo contrario de la civilización europea y sede de una corte brillante y muy respetada. Nada demuestra más paladinamente la importancia mundial de ese nuevo país que el hecho de que el emperador de Austria, el hombre más poderoso de Europa después de la caída de Napoleón, no consideró demasiado poco importante al heredero del trono de ese país, don Pedro, para concederle la mano de una hermana de María Luisa, de su hija Leopoldina, que es recibida en Río con las mayores solemnidades. Si el rey Juan pudiera seguir sus propias inclinaciones, permanecería por todo el resto de su vida en el Brasil, de cuya belleza y valor futuro se ha convencido prontamente, lo mismo que todos sus familiares. Pero puesto que Napoleón ya no puede inquietar a Europa desde la yerma isla de Santa Elena, Portugal reclama celoso el retorno del rey legítimo. En caso de no obedecer a ese llamamiento, cada vez más imperioso, Juan corre peligro de perder el trono de sus antepasados. Va difiriendo la partida largo tiempo, pero por último ya no puede hacerlo. En el año de 1821, Juan VI vuelve a Lisboa, después de haber nombrado al heredero de su trono, don Pedro, su lugarteniente en el Brasil.
El rey Juan VI residió durante doce años en el Brasil, tiempo suficiente para reconocer cuán fuerte, cuán voluntarioso, cuán nacional se tornó el país con el siglo nuevo; no consigue librarse, en lo más íntimo, del mal presentimiento de que a la larga no podrá subsistir una unión personal de dos países a través de tres mil millas y de un océano. Por esta razón aconseja a su hijo don Pedro, a quien instauró como defensor perpetuo do Brasil, de que en caso de necesidad, se coloque él mismo la corona del Brasil antes de que la usurpe un aventurero extraño cualquiera. En realidad, la partida del rey genera un movimiento nacional que reclama la independencia y que el heredero de la corona fomenta más que traba. Después de una resistencia aparente, el 7 de septiembre de 1822, el afanoso joven, aconsejado por el destacado ministro José Bonifacio de Andrada e Silva, el primer estadista verdaderamente brasileño, quien con gran superioridad espiritual sabe aprovechar la ambición del heredero de la corona para sus fines patrióticos, proclama la independencia del Brasil. El 12 de octubre de 1822, el hasta entonces «defensor perpetuo» es proclamado emperador del Brasil con el nombre de Pedro I, luego de haber prestado juramento en el sentido de que no gobernaría el país, como monarca autócrata, sino como príncipe constitucional. Después de breves luchas, en parte con tropas portuguesas que se mantienen fieles a la metrópolis, en parte contra movimientos revolucionarios, se restablece la calma exterior en el país; la calma interior, sin embargo, es más difícil de lograr. El sentimiento de independencia brasileño, embriagado por los éxitos inesperadamente rápidos, anhela triunfos más visibles aún. No concibe a ese su primer emperador como el monarca verdadero, propio, realmente brasileño; el pueblo no sabe perdonar a Pedro I el haber nacido portugués, y no se acalla la sospecha de que, luego de muerto su padre, trataría de reunir nuevamente las dos coronas. Más romántico que realista, atrevido y demasiado ocupado con asuntos amorosos particulares y exponiendo la corte al capricho de su amante, la marquesa de Santos, Pedro I no sabe tampoco ganarse las simpatías de su pueblo.
El golpe decisivo lo asesta la desastrosa guerra contra la Argentina, en la que el Brasil pierde su provincia cisplatense. Desde el punto de vista histórico, el resultado de esta guerra significa, en verdad, más bien una ventaja política; con la creación de un Uruguay independiente se aleja de una vez por todas cualquier posibilidad de conflicto entre las inmensas naciones hermanas, Brasil y Argentina, dando lugar a una amistad duradera. Pero en el año de 1828, el país sólo ve la renuncia a la desembocadura del Río de la Plata, que el Brasil ambiciona desde hace mucho tiempo, y el emperador tiene que sentir ese descontento. En balde renuncia en 1830, a la muerte de Juan VI, a la corona de Portugal, que le corresponde por derecho, manifestando así que se ha decidido inequívocamente a favor del Brasil; sigue siendo el extranjero en el país, y los elementos nacionales se organizan cada vez más resueltos contra él. La revolución francesa de julio arrasa el resto de su popularidad, pues todo lo que es francés obra a modo de estímulo sobre los parlamentarios brasileños, que están acostumbrados a copiar ese modelo en sus discursos, leyes y debates; y esa copia de todo lo francés llega a tal extremo que dos políticos brasileños de primera fila se llaman, de manera grotesca, Lafayette y Benjamín Constant. Sólo la renuncia oportuna del emperador impopular puede salvar todavía la corona contra la arremetida republicana; por eso, Pedro I abdica en 1831 a favor de su hijo, reconociendo acertadamente: Meu filho tem. sobre mim a vantagem de ser brasileiro. En el caso de esta abdicación, también se sigue felizmente la tradición brasileña, de acuerdo con la cual las revueltas políticas se llevan a cabo, en lo posible, sin derramamiento de sangre y en forma conciliadora. El primer emperador del Brasil abandona ese país tranquilo y sin ser perseguido por el odio ni por el rencor.
El nuevo monarca, Pedro II, o imperador menino, que por su sangre es Habsburgo y Braganza a la vez, tiene cinco años de edad cuando su padre abdica. José Bonifacio asume en su lugar la regencia, y entonces se inician, frente y detrás de los bastidores, una politiquería y unas intrigas desenfrenadas. Para el Brasil, que por espacio de tres siglos no conocía la independencia ni la libertad de palabra, los fueros parlamentarios y la libertad de prensa son cosas demasiado nuevas para que no se embriaguen todos con ellas. Los debates se suceden sin solución de continuidad; la excitación política permanece constantemente en alta tensión por mero gusto de discutir y hacer política, y, en verdad, sin valedera razón exterior. Un partido trabaja a favor del establecimiento de una república, otro procura apresurar la asunción del mando personal por Pedro II, y entre esas dos tendencias se entrecruzan las intrigas personales. Ningún partido, ningún gobierno parecen verdaderamente estables. En el transcurso de siete años se suceden cuatro regentes, hasta que en 1840 el partido conservador impone finalmente la prematura declaración de mayoría de edad de Pedro II para obtener cierto apaciguamiento. A los quince años de edad, el hasta entonces imperador inenino es coronado, el 18 de julio de 1841, solemnemente emperador del Brasil.
La poca confianza que inspiran al mundo las continuas disputas y riñas de los políticos sudamericanos se manifiesta en la recepción fría que se hace al embajador secreto, quien, inmediatamente después de la ascensión, fue enviado a Europa con la misión de buscar una esposa de sangre principesca para el joven emperador. Se dirige en primer término a Viena, en busca de los Habsburgos, los parientes más próximos del emperador. Pero mientras se concedió sin más ni más una de las tantas archíduquesas de la familia imperial a su padre, Pedro I, esta vez el omnipotente canciller Metternich se mantiene frío y a la expectativa. Debido a la inestabilidad de sus gobiernos, a los alzamientos continuos de generales ambiciosos y de políticos apasionados, los Estados sudamericanos habían perdido en Europa gran parte de su crédito. En el año de 1841 ya no se piensa siquiera en enviar una archiduquesa a través del océano inquieto a un país mas inquieto todavía, y aun entre las princesas de menor categoría no hay ninguna con inclinación para esa corona imperial ultramarina. Luego de haber hecho antesala durante un año entero en Viena, el mediador debe conformarse con llevar al joven monarca una princesa napolitana, dotada de poca belleza y poco dinero, pero, en compensación, más rica en años que el futuro esposo.
Pero esta vez, según ocurre tan frecuentemente, los políticos profesionales se equivocaron con sus pronósticos; el joven monarca gobernará durante casi medio siglo pacíficamente y conservará su posición, difícil de por sí, con dignidad y el respeto general. Pedro II es un carácter contemplativo, más un sabio o bibliotecario sagaz elevado a un trono que un político o un militar. Humanista verdadero, de sentimientos nobles, para cuya ambición es mayor ventura recibir una carta de Manzoni, Víctor Hugo o Pasteur que brillar en desfiles militares o conquistar triunfos, se mantiene en lo posible en segundo plano —a pesar de que exteriormente impresiona muy bien con su hermosa barba y su actitud digna—, y sus horas más felices las pasa en Petrópolis, junto a sus flores, o en Europa, entre libros y visitando museos. Su posición personal es conciliatoria, y en ese sentido obra absolutamente de acuerdo con el espíritu de su país, y la única guerra que se vio obligado a conducir durante su largo imperio —la lucha contra López, el agresivo dictador militar del Paraguay— termina, luego del triunfo, con una reconciliación absoluta con la nación vecina. Se devuelven al país vencido, incluso y voluntariamente, los trofeos militares. Gracias a esa posición del emperador, impresionante en apariencia, pero en el fondo prudentemente incolora, gracias a la superioridad política de sus estadistas, que saben resolver todos los conflictos de frontera mediante el arbitraje y los acuerdos internacionales, gracias también a la riqueza del país, creciente a ojos vistas, que, en vez de ampliar sus fronteras, procura la consolidación interior, el Brasil alcanza en esos cincuenta años de gobierno de Pedro II una posición de respeto absolutamente nueva en el mundo.
Queda, sin embargo, un solo conflicto sin solución en todos esos años, porque alcanza hasta el nervio vital del país, de modo que una operación demasiado radical significaría una pérdida de energías y de sangre incalculable: es el problema de la esclavitud. Desde sus comienzos, toda la producción agrícola e industrial del Brasil se basa en el trabajo de los esclavos; aun el país no dispone ni de maquinarias ni de obreros libres suficientes como para reemplazar a esos millones de manos negras. Pero, por otra parte sobre todo desde la guerra de secesión norteamericana—, el problema de los esclavos se ha convertido en una cuestión social y moral que, confiéseselo o no, oprime la conciencia de toda la nación. Oficialmente, toda nueva importación de esclavos, y con ello el tráfico de los mismos, quedaba prohibida desde 1831, y, en rigor, aun desde 1810, en virtud de un tratado con Inglaterra; en 1871 se complementa esa ley de protección con otra, la del ventre livre, de acuerdo con la cual se asegura la libertad a todo hijo de una esclava, desde el mismo seno materno. De acuerdo con esas dos leyes, el problema de la esclavitud ya no sería, prácticamente, sino una cuestión de tiempo y no un problema de principios, puesto que está impedido todo aumento del número de esclavos y, en la medida en que fallecía el «material» viviente, no quedaban en el Brasil más que hombres libres. Pero en la realidad de los hechos, ni los importadores de esclavos, ni los dueños de plantaciones apartadas se preocupan ni remotamente por esas leyes.
Quince años después de prohibido el tráfico de esclavos, se importan en 1846 todavía 50.000 esclavos, en 1847 no menos de 57.000 y en 1848 hasta 60.000 negros, y puesto que los poderosos grupos de esos comerciantes que tratan con ébano viviente se burlan de todos los convenios internacionales, el gobierno inglés se ve en la necesidad de armar unos cañoneros para capturar los barcos que transportan tales cargas criminales. El problema de la esclavitud pasa de año en año más al centro de la discusión, aumenta continuamente la presión de los grupos liberales en el sentido de dar término de una vez a la «vergüenza negra», pero en la misma medida, o tal vez en mayor grado aún, aumenta la defensiva de los círculos agrícolas, que —y no sin razón— temen una crisis catastrófica para el país como consecuencia de una medida tan repentina, ya que nueve décimas partes de la economía del Brasil se basan en el trabajo de los esclavos.
Para el emperador, ese problema se convierte en un conflicto personal. Como intelectual, liberal y demócrata, como personalidad sentimental, aunque no del todo exento de la frialdad de los Habsburgo, la esclavitud ha de resultarle horrible, abominable. Demuestra claramente su animadversión contra todos los que intervienen en este tráfico infame, rehuyéndose enérgicamente a conferir un titulo nobiliario o una condecoración a cualquiera, aun al más acaudalado de los hombres, que había hecho fortuna mediante el tráfico de negros. Es sumamente penoso para ese hombre culto que durante sus viajes a Europa sea considerado por los grandes representantes de la humanidad, cuya amistad anhela, por un Pasteur, un Charcot, un Lamartine, un Víctor Hugo, un Wagner, un Nietzsche, como monarca responsable del único imperio que todavía tolera el látigo y la estigmatización de los esclavos. Pero durante mucho tiempo debe reprimir su repudio personal y evitar toda intromisión, de acuerdo con el consejo de su estadista mejor y más sabio, el vizconde de Río Branco, quien aun desde su lecho mortuorio lo conjura: Não perturben a marcha do elemento servil y quien, por lo tanto, quería que se diera a ese problema una solución brasileña, es decir, no radical. Las consecuencias económicas son de antemano a tal punto incalculables, el contraste apasionado entre los abolicionistas y los dueños de esclavos tan irreconciliable, que el trono sólo puede mantenerse, como quien dice, en un equilibrio entre ambos partidos, ya que la inclinación hacia uno de ellos podría significar su caída. Por eso, el emperador retiene en lo posible hasta 1884, a través de más de cuarenta años, su opinión, que particularmente es harto conocida. Pero poco a poco se acrecienta su impaciencia para libertarse de la ignominia, y en 1886 una ley provisional dispone la liberación de todos los esclavos que hayan pasado de los sesenta años. Con ello se ha dado otro importante paso adelante. Pero aun el espacio que ha de conducir automáticamente a la liberación de los últimos esclavos en el Brasil es más largo que aquel que parece concedido a un hombre viejo y enfermizo ya, que quisiera presenciar todavía aquella hora. Por eso, Pedro II, de acuerdo con su hija, doña Isabel, la heredera de la corona, apoya cada vez más visiblemente al partido de los abolicionistas. El 13 de mayo de 1888 se vota, por fin, la tan esperada ley que dispone claramente la inmediata liberación de todos los esclavos en el Brasil.
Faltaba poco para que el anciano emperador no se enterase nunca de la realización de su anhelo, En los días en que el júbilo provocado por la noticia llena las calles del Brasil, don Pedro yace gravemente enfermo en un hotel de Milán. En abril había visitado todavía, con su habitual afán de aprender, los museos y a los artistas italianos; estado en Pompeya y Capri, en Florencia y Bolonia, y en Venecia había pasado, en la Academia, escrutador, de cuadro en cuadro, y de noche oía en el teatro a Eleonora Duse y recibía a Carlos Gomes, el compositor brasileño. Luego, una grave pleuresía le postra en el lecho de enfermo. Charcot, de París, y tres médicos más, le prodigan sus cuidados, pero el estado del monarca empeora de tal modo que ya se le administra la extremaunción. Surte mejor efecto que todos los medicamentos y remedios la noticia de la abolición de la esclavitud. El telegrama respectivo le infunde nuevas energías, y en Aix-les-Bains y Cannes, se restablece, al punto de que luego de unos meses puede pensar en regresar a su país.
Río brinda una recepción entusiasta al viejo monarca de barba canosa, que durante cincuenta años gobernó el país pacífica y dignamente. Pero el ruido de una calle sola nunca expresa la opinión de un pueblo entero. En realidad, la solución del problema de los esclavos ha creado más agitación que la anterior lucha de partidos, pues, se produce una crisis, más grave aún que la prevista por los más cautelosos. Muchos de los esclavos liberados se trasladan de la campaña a las ciudades; las empresas agrícolas, que de repente se ven privadas de su mano de obra, tienen que enfrentar toda suerte de dificultades y los ex propietarios de los esclavos se sienten despojados porque no se les abonan indemnizaciones, o indemnizaciones suficientes, de su pérdida de capital de marfil negro. Los políticos, que prevén dificultades, se agitan nerviosamente porque no saben qué partido tomar, y las tendencias republicanas que en el Brasil siempre ardían bajo las cenizas, desde los días de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, reciben, con esa situación tensa, inesperado alimento. Su movimiento, en verdad, no va dirigido contra la persona del emperador, cuya buena voluntad, entereza y sincera opinión democrática deben reconocer y respetar aun los republicanos más aferrados a sus principios. Pero a Pedro II le falta una condición, la más importante, para conservar una dinastía: a los sesenta seis años de edad, el emperador no tiene un hijo, un heredero varón de la corona. Dos hijos suyos han. muerto a temprana edad, la princesa heredera está casada con un príncipe d’Eu, de la casa de Orleáns, y el sentimiento nacional brasileño ya se ha vuelto tan fuerte y sensible que no quiere admitir a un príncipe consorte de sangre extranjera. El verdadero golpe de Estado parte del ejército, de un grupo muy reducido, y, de ofrecérsele una resistencia enérgica, podría,, sin duda, quedar reprimido con facilidad. Pero el propio emperador, viejo, enfermo y cansado ya de gobernar, recibe en Petrópolis la noticia sin voluntad cabal de resistir; nada puede resultar más odioso a su temperamento conciliador que una guerra civil. Debido a que ni él ni su yerno demuestran pronta decisión, el partido monárquico se diluye y desaparece de la noche a la mañana. La corona imperial rueda por el suelo casi sin hacer ruido; no se manchó de sangre cuando fue ganada, ni ahora al perderse; el verdadero triunfador moral es una vez más el espíritu conciliador del Brasil. El nuevo gobierno sugiere, sin odiosidad alguna, al anciano que durante diez lustros había sido un bienintencionado gobernante del país, que se retire pacíficamente para pasar sus últimos días en Europa. Noble y tranquilo, sin una palabra de acusación, don Pedro abandona el 17 de noviembre de 1889, como otrora su padre y su abuelo, el continente americano, que no tiene cabida para ningún rey.
Desde entonces, los «Estados Unidos do Brasil» constituyen y siguen constituyendo una república federal. Pero esta transformación de un imperio en una república, se ha operado sin conmociones internas, exactamente como otrora la transformación de reino en imperio, o como en nuestros días la ascensión de Getulio Vargas a la presidencia. No son nunca las formas de Estado exteriores las que determinan el espíritu y la actitud de un pueblo, sino que lo hace siempre el carácter innato de la nación, que en última instancia imprime su sello a la historia. En todas sus distintas formas, el Brasil no ha cambiado nunca su esencia, sólo se ha desarrollado en el sentido de una personalidad nacional cada vez más pronunciada y más consciente de sí misma. Tanto en su política interior como en la exterior, el Brasil reveló invariablemente el mismo método, porque refleja el alma de millones y millones de hombres: la solución pacífica de todos los conflictos por obra de una mutua conciliación. Con su propia construcción, jamás perturbó la estructura del mundo, sino que siempre la favoreció. Desde hace más de un siglo no ha extendido sus fronteras y se ha entendido buenamente con todos sus vecinos; siempre ha dirigido sus crecientes energías hacia adentro, aumentó continuamente el número de sus habitantes y su estándar de vida y, sobre todo en los últimos diez años, se adaptó, mediante una organización más estricta, al ritmo de la época. Pródigamente dotado por la naturaleza con espacio y con riquezas inmensas dentro del mismo, favorecido con belleza y todas las fuerzas potenciales imaginables, sigue aún frente a la vieja misión de sus comienzos: radicar en su tierra inagotable a hombres procedentes de zonas superpobladas y, uniendo lo viejo a lo nuevo, crear una civilización distinta. Al cabo de cuatrocientos cuarenta años, su desarrollo se halla todavía bajo el impulso original, y no hay fantasía suficiente para imaginar lo que este país, este mundo, habrá de significar a la próxima generación. Quienquiera que describa la actualidad del Brasil, ya describe inconscientemente un pasado; sólo el que al mismo tiempo considera su porvenir reconoce su sentido verdadero.