LA ENTRADA

Muy de madrugada, todos los pasajeros, llevando prismáticos y máquinas fotográficas, aguardan con impaciencia, agolpados a la borda; ninguno de ellos quiere dejar de ver la célebre entrada a Río de Janeiro, por más veces que la haya admirado. Pero todavía no se ve sino el brillo del mar, azul y metálico, como desde hace muchos días: monotonía sedante y que cansa. Y, sin embargo, sentimos que nos aproximamos a la costa; respiramos la tierra cercana antes de verla, pues el aire se torna de repente húmedo y suave, acariciándonos la boca y las manos, y un perfume misterioso llega hasta nosotros imperceptiblemente; perfume preparado en el fondo de la inmensa selva con el hálito de las plantas y la humedad de los cálices, esas indescriptibles exhalaciones de las regiones tropicales, cálidas, bochornosas y en fermentación, que nos embriagan y nos cansan de un modo delicioso.

Ahora, por fin, una silueta a lo lejos: en lontananza una cadena de montañas perfilase vagamente, como unas nubes, sobre el cielo límpido y, en la medida que el vapor se va aproximando, los contornos resaltan más nítidos: es la serie de montañas que con los brazos abiertos protege la bahía de Guanabara, una de las más grandes del mundo. Esta bahía, con sus muchos recodos y promontorios, es tan ancha y tan ensenada que todas las embarcaciones de todas las naciones cabrían en ella, una junto a otra, y en el interior de esta gigantesca concha abierta, hállanse diseminadas, cual perlas, numerosísimas islas, cada una de las cuales es de forma y de color distintos. Unas emergen grises y uniformes del mar de color amatista; vistas de lejos, semejan unas ballenas por la desnudez y la tersura de sus lomos. Otras son de forma oblonga, pedregosas y cubiertas de tubérculos como la piel de cocodrilo; otras: están pobladas, otras convertidas en fortalezas; y otras parecidas a unos jardines flotantes con palmeras y vergeles; y mientras admiramos con curiosidad, a través de unos prismáticos, la insospechada multiplicidad de sus formas, cobran plasticidad las montañas del fondo, cada una de ellas, también, de figura particular. Allí están los montes: uno, sin árboles; otro, cubierto de una envoltura de verdes palmeras; otro, peñascoso; y otro, ceñido con un resplandeciente cinturón de casas y jardines, como si la naturaleza, escultora atrevida, hubiera tratado de colocar, una al lado de otra, todas las formas existentes en este mundo, y por eso la fantasía popular dio nombres de este mundo a las figuras pétreas y montañosas —la Viuda, el Corcovado, el Perro, los Dedos de Dios—, llamando Pan de Azúcar a la más sobresaliente de ellas, la que se eleva frente a la ciudad con repentino empinamiento, cual la estatua de la Libertad a la entrada de Nueva York, como símbolo antiquísimo e inamovible de la ciudad. Mas a todos esos monolitos y montes les domina el Corcovado, el jefe de la tribu de gigantes, que alza sobre Río de Janeiro una cruz gigantesca (que de noche se ilumina con luz eléctrica) para la bendición, como un sacerdote alza la Custodia sobre un grupo de gente arrodillada.

Ahora, finalmente, luego de haber atravesado el laberinto de islas, divisamos la ciudad. Pero no la divisamos de una vez. Este panorama de edificios no se puede abrazar de una ojeada como los de Nápoles, de Argel o de Marsella, que se ofrecen en forma de anfiteatro abierto con gradas de piedra: Río de Janeiro se abre como un abanico, una imagen después de otra, un sector después de otro, una perspectiva después de otra, y esto es lo que da su carácter dramático a la entrada, tan abundante en sorpresas. Cada una de las ensenadas pobladas, cuya suma forma la playa, se halla aislada por cadenas de montañas, que son como las varillas del abanico que separan las imágenes a la par que las reúnen. Surge, por fin, la playa, de hermosa curvatura. ¡Qué aspecto más encantador! Un paseo costanero, ancho, siempre cubierto de espuma de olas, con casas y chalets y jardines, y ahora ya se distinguen bien el hotel de gran lujo y los chalets, rodeados de parques y trepando por las colinas. Pero nos hemos equivocado; aquello no es más que la playa de Copacabana, una de las más hermosas del mundo, y Copacabana es un arrabal nuevo de Río de Janeiro, y no la ciudad propiamente dicha. Aun hay que doblar el Pan de Azúcar, que quita la vista: sólo entonces vemos la ciudad dentro de la bahía, esa ciudad blanca y compacta, mirando al mar y fundiéndose indistintamente en las alturas vestidas de verde. Vemos los jardines, recién plantados junto al mar, y el aeródromo, que se acaban de ganar al océano: no tardaremos en desembarcar y satisfacer nuestra impaciencia. ¡Otra vez estamos equivocados! Ésta es la bahía de Botafogo y de Flamengo; tenemos que seguir adelante, abriendo otro pliegue de este abanico divino, reluciente con todos los colores imaginables, al pasar por delante de la isla de la Marina y aquella otra, pequeña, con el palacio de estilo ojival, donde el emperador Pedro ofreció, sin sospechar nada, su último sarao, dos días antes de su destronamiento. Sólo ahora nos saludan los rascacielos, que forman una compacta mole vertical; sólo ahora se echan de ver los diques, y el vapor puede atracar al desembarcadero, y estamos en la América del Sur, en el Brasil, en la ciudad más hermosa del mundo.

Esta entrada a Río de Janeiro, que dura una hora, depara emociones extraordinarias, únicas, sólo comparables a las que causa Nueva York. Pero el saludo de Nueva York es más austero, más enérgico: sus cubos blancos como el hielo y puestos unos sobre otros, producen la, impresión de un fiord nórdico. Manhattan es un saludo varonil, heroico; la empinada voluntad humana de América: explosión única de energías concentradas. Río de Janeiro no se empina ante el forastero, sino que se extiende abriendo sus brazos muelles, brazos de mujer: Río de Janeiro recibe al forastero, lo atrae hacia sí, entregándose con cierta voluptuosidad a la vista. Aquí todo es armonía: la ciudad, el mar, el verdor y las montañas, todo se confunde armoniosamente; ni los rascacielos, ni las embarcaciones, ni las multicolores luminiscencias publicitarias constituyen estorbo alguno; y esa armonía se repite en acordes cada vez más diferentes: esta ciudad, vista desde las colinas, es distinta de la misma ciudad vista desde el mar, pero en todas sus partes predomina la armonía, multiplicidad resuelta que siempre vuelve a formar una perfecta unidad: la naturaleza hecha una ciudad, y una ciudad que impresiona como la naturaleza. Y del mismo modo ambiguo, inagotable, grandioso y liberal que nos recibe, sabe retenernos; desde la hora de la entrada sabemos que la vista no se cansará y que los sentidos no se hartarán de esta ciudad sin par.

Más breve, pero, acaso, más perturbadora aún es la impresión que se recibe llegando en avión a la ciudad. En tal caso se obtiene por primera vez una visión completa de la disposición verdadera de Río, se ve cómo está tendida en la falda de las montañas, que la vigilan; cómo, por así decirlo, se va diluyendo en el paisaje. Se va planeando sobre montañas y más montañas y de repente se abarca la amplitud de la bahía que encierra a esa perla blanca en su gigantesca concha azul. Se ven las diagonales tajantes, como trazadas a cuchillo, de las avenidas que la atraviesan, la playa resplandeciente, no más ancha que la piel blanca que cubre una naranja dorada, y luego, esparciéndose hasta muy tierra adentro, las manchas blancas de los chalets y casas, y todo esto destacando sobre un doble azul: el cielo límpido y acerado y el agua que lo refleja. Y cuando el avión toma una curva, es como si las sierras desapareciesen de pronto, y entonces es la ciudad, con sus casas albas, la que saluda como una sola pared blanca de piedra, y ya se distingue la cinta movida de los autos que recorren las avenidas costaneras, los bañistas en el mar, se percibe la vida que le espera a uno y los colores que deslumbran al que llega. Y una, dos, tres veces más, el avión va perdiendo altura hasta casi tocar el tejado del monasterio de Sanl Benito. Luego rechinan las ruedas, se aterriza en suelo firme, en la tierra más bella del mundo.