PASEO POR LA CIUDAD

Todo camino arranca en Río de la avenida Río Branco. Es —o, mejor dicho, era— el orgullo de la ciudad. Hace unos cuarenta años, apoderóse de Río la ambición de emular a las grandes ciudades europeas y de disponer de un gran bulevar, una calle principal representativa en el corazón de la urbe. Y puesto que, como todas las ciudades meridionales, soñaba con trocarse en un nuevo París, sintióse tentado a imitar el ejemplo del bulevar Haussmann, que el gran prefecto de París había trazado con osada línea ancha, geométricamente derecha, a través del anterior caos de viejas calles revesadas. Pero el proyecto de esa avenida, de lujo ya se creía atrevido, tomando la medida de los bulevares europeos y adoptando un ancho de treinta y tres metros. Los brasileños de la vieja generación, los cariocas de arraigo, acostumbrados a los estrechos y sombreados pasajes coloniales, meneaban, sin embargo, la y explicaban que esa anchura desmedida era en extremo atrevida. Pero el proyecto se impuso. Construyóse en uno de los extremos de la avenida un magnífico teatro, muy al estilo de la ópera de París, la Biblioteca Nacional, el museo, el hotel de lujo de entonces, para señalar la nueva calle desde un principio como centro espiritual y cultural, e incluso se osó levantar edificios de seis pisos, que miraban orgullosos sobre los tejados bajos de los palacios y palacetes más antiguos. Adornáronse has aceras con mosaicos blancos y negros asfaltóse la calzada, y las casas de comercio y los clubes se apresuraron a adaptar sus anchos y bellos frentes al estilo de la arquitectura moderna a la sazón.

Resultó, en verdad, una calle hermosa, y los brasileños podían decirse orgullosos que era digna de figurar al lado de los famosos bulevares europeos.

Pero en América, ese continente que progresa con una vehemencia muy propia, siempre resulta error y modestia fatal el pensar y calcular en medidas europeas. El tiempo y el espacio tienen allende el océano una distinta medida dinámica. Allí todas las cosas evolucionan más de prisa, pero, en verdad, también envejecen con mayor rapidez. Por eso, debido al crecimiento tropical de Río y al tránsito que se desarrolla de un modo fantástico, ya hoy la avenida Río Branco es demasiado estrecha, continuamente atascada por la procesión de los autos, que sólo pueden avanzar al paso, aparte de que retumba de ruido, está repleta de gente y siempre queda disminuida en su anchura por los vallados avanzados de constantes reconstrucciones. Porque ya los edificios magníficos de 1910 no parecen bastante grandiosos y atrevidos; el hotel de lujo de antes está condenado a desaparecer, y existe el propósito de levantar en su mismo solar un edificio de treinta y dos pisos. Las casas de seis pisos, o levantan otros más o son transformadas por completo; lo que treinta años atrás todavía parecía imponente y aun monstruoso, impresiona hoy como cosa pequeña, anticuada y pasada de moda, en cuanto al estilo. El teatro Municipal, completamente arrinconado en la sombra, no puede desplegar más sus proporciones, el Museo de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional han perdido su superioridad, y tal como acontece con los bulevares del centro de París, con la Friedrichstrasse de Berlín y el Regent Street de Londres, los comercios de lujo empiezan a retirarse de esa agitación desenfrenada hacia calles adyacentes, más sosegadas. La avenida de lujo no es hoy mucho más que la vía obligada de tránsito y paso, sin rasgo propio y sin personalidad artística; precisamente el carácter que se había pensado darle, el de la distinción, se ha perdido, porque hoy únicamente procura servir a la época, y, sin embargo, ya no está a la altura de ella.

Para poder desplegar enteramente todo su ritmo, la ciudad tenía necesidad de avenidas nuevas y más anchas, y las crea, en su constante sofocación, con resuelta energía. A diestro y siniestro —los proyectos son verdaderamente grandiosos en su osadía—, Río va abriendo siempre de dentro a fuera, libertándose, nuevas avenidas, arrasando manzanas enteras de edificios tal como una locomotora en plena marcha empuja y levanta una hoja de papel. Se quitan de en medio colinas enteras, se entregan manzanas íntegras al pico demoledor, atraviésanse rocas perforando túneles, ábrense anchas vías de comunicación que suben serpentinas asfaltadas hacia las colinas. Una administración previsora reconoció en buena hora que para nada sirve hacer economía de espacio, elevando los edificios más altos, si al mismo tiempo la ciudad se vierte, como una cacerola cuyo contenido se derrama, invadiendo cada vez mayores franjas de la zona rural. Las antiguas calles principales, la rúa da Carioca, do Catete y Laranjeiras y las que comunican con Tijuca y Meyer, traban el tránsito más de lo que le sirven, y para llegar de los nuevos barrios residenciales al centro de la ciudad se necesita, en automóvil, media hora y aun más. Había, pues, que ganar espacio a todo trance, y la parte que en ese sentido resultó más complaciente, más accesible, fue el mar. Quitar, mediante rellenos, a una bahía que se prolonga por millas y millas, una franja de doscientos y aun quinientos metros, significaba no quitarle gran cosa al mar inconmensurable, pero ganar muchísimo para la ciudad. De este modo surgieron los grandes bulevares costaneros que hoy forman el marco del cuadro y que, abriendo la vista al mar y al paisaje circundante, adornados con arboles y jardines, recompensan con sus formas de constante variedad al Río moderno, con una belleza nueva, la pérdida de su romanticismo antiguo. Impresionan como el margen blanco de un libro alrededor del texto impreso. Cada página de ese libro, que se diría abierto por Dios, manifiesta otra hermosura y uno no se cansa de hojearlas una y otra vez. Gracias a la bizarra formación con que el mar penetra con cinco o seis ensenadas en la ciudad, el aspecto se presenta en cada curva más variado. Es verdad que Río sólo se puede comparar con un abanico pintado, cada una de cuyas partes contiene un dibujo peculiar, en tanto que sólo el abanico totalmente desplegado presenta el panorama completo.

El que recorre esas avenidas costaneras en automóvil —o a pie, si está dispuesto a marchar horas enteras—, pasa, en realidad, por seis o siete u ocho ciudades completamente distintas. A la izquierda de la avenida Río Branco parten todas las calles que dan al puerto y con ello a la parte comercial de la ciudad. Aquí atracan los grandes transatlánticos, de aquí parten los ferry-boats que comunican con las islas, aquí el mercado, abigarradamente luminoso, se llena de flores y frutas, aquí espera el aeropuerto con sus golondrinas plateadas, aquí se agrupan los diques, los arsenales y los cuarteles de la marina; formando un grupo nuevo y orgulloso, levántase aquí el bloque poderoso de los ministerios reunidos, edificios de doce, catorce y aun dieciséis pisos y de estilo modernísimo. De acuerdo con un plano atrevido, puede, decirse que allí casi toda la administración de un país enorme se halla condensada como en un solo bloque erguido. Pero aun cuando el puerto, el centro comercial y administrativo, tiene unos matices de más colorido que en otras ciudades, la fisonomía de lo moderno no deja por ello de impresionar allí como cosa internacional. Aun no se ha advertido la belleza urbana peculiar, personal, de Río de Janeiro, que no radica ni en lo útil ni en lo histórico, sino en el arte incomparable con que la ciudad trata de resolver armoniosamente todos los contrastes.

La preciosa cadena de los bulevares costaneros, resplandeciente de noche con mil perlas de luz, en realidad sólo comienza en el extremo de la avenida Río Branco la plaza París, de la que parte, es algo como un broche artístico. El nombre de la plaza París no ha sido elegido al. azar. Los urbanistas franceses, que trazaron su plano, pensaban, sin duda, en la plaza de la Concordia, tal como de noche resplandece con sus lámparas de arco. Pero esta plaza París tiene, además, la vista sobre la bahía con las islas y montañas al frente, de modo que el lujo urbano se mezcla en un cuadro inolvidable con la prodigalidad de la naturaleza. Entre el azul del mar y las blancas hileras de casas corre una ancha franja verde, y el cielo descansa abierto sobre las copas de los árboles de ese parque por el que pasan disparando automóviles y autobuses verdes, azules, rojos y amarillos, como fieras embravecidas, sin que su velocidad ni su estrépito confundan los sentidos, según acontece en otras calles. Allí la mirada puede descansar y admirar lo que le place. La animada línea de los palacios y hoteles, la bahía abierta con su borde blanco de Niteroi, los barcos y ferry-boats, o en la colina, por encima de las casas, la antigua, noble y blanca, Iglesia de Nuestra Señora de la Gloria, destacando sobre las pendientes más abruptas de la montaña, que, ella cual un telón de fondo, se yergue a mayor distancia.

Ya esa primera mirada cree haber abarcado toda la visión panorámica, y, sin embargo, ¡cuán. poco ha alcanzado todavía, cuánto le espera aún! Después de la plaza París, la calle se estrecha y se acerca más al mar, desembocando en la playa Flamengo. Allí estaban antes las viejas residencias que miraban, en medio de jardines, modestamente, desde un primer o segundo piso sobre la playa. Pero tal lugar, con esa vista libre y la brisa refrescante, era demasiado costoso. Ahora los edificios se yerguen en un frente de cemento hasta once y doce pisos, y las gigantescas palmeras que antaño protegían los techos de las casas antiguas, apenas llegan hasta el pecho de las construcciones nuevas. La vista sobre la bahía se reduce poco a poco, pues enfrente se levanta petulante —adornado de noche con una corona de luces— el Pan de Azúcar, una mole impresionante, que guarda la entrada a la bahía y ante la cual toda embarcación debe pasar humildemente para poder penetrar en el puerto. Y otra curva más y se entra en otra bahía, la de Botafogo. Ya la vista no se tiende amplia y libre; se cree estar junto a un lago rodeado de montañas, entre montañas y oteros diferentes— de los que se acaban de dejar detrás de sí, pues forma parte del misterio del paisaje de Río el que las montañas, debido a su configuración irregular, ofrecen desde cada ángulo una silueta distinta. Lo que visto desde Botafogo impresiona como algo abrupto, es suave si se mira desde Flamengo; una superficie de un otero está cubierta de bosque, y la otra es roca viva, en tanto que en la tercera se levantan casas hasta en la cima. Del mismo modo, la bahía modifica sus curvas en cada recodo, debido al incesante zigzag de su trazado. En esa ciudad de la variedad, el mismo mar, y una misma montaña impresionan siempre de modo nuevo y sorprendente, en virtud de la variedad indescriptible de las perspectivas. En vez de hallar alguna cosa nueva, se descubre todo una y otra vez de nuevo.

Dos cuadras más y se está inesperadamente en otra ensenada, la Praia Vermelha, que está tan escondida en una garganta estrecha entre dos cerros, tan a trasmano de los barrios residenciales, que necesítanse semanas enteras para hallarla. Y, de repente, todo cambia otra vez de aspecto. Desaparecida la ciudad, perdida la vista de la bahía. No hay allí casas de lujo, ni tránsito, fiebre, sino únicamente olas y rocas, playa y silencio. Involuntariamente, sobreviene la sensación de que se ha llegado al fin de la ruta, al extremo de la ciudad.

Pero, en verdad, sólo se ha llegado a un nuevo comienzo, a uno de los tantos principios con que esa ciudad se presenta, siempre sorprendente. Basta recorrer dos calles y atravesar un túnel horadado en la roca y de repente se está en la playa de Copacabana, que es, más que Niza y más que Miami, tal vez la playa más hermosa del mundo. Por increíble que ello parezca, lo cierto es que, después de esos cinco minutos de paseo de Río a Río, se está frente a un mar completamente distinto, en otra atmósfera, en otra temperatura, como si se hubiera hecho un viaje de varias horas. Y, en efecto, lo que se ha visto en la avenida Beiramar es otro mar, ya que no es sino el agua de una bahía completamente cerrada. Es el mar, sí, pero un mar dominado, encadenado, debilitado, que ya no tiene fuerzas para levantar olas furiosas y que, pese a su gran amplitud y extensión, ya no consigue producir un verdadero flujo y reflujo. En Copacabana, en cambio, la frente batida por el viento está repentinamente ante el Atlántico, y se sabe y se siente que a una distancia de miles de millas, hasta África y Europa, no se tiende más que ese mar inmenso. Poderosas, levantando espuma verde, las ondas —tiro de Poseidón— arremeten con las crines blancas de sus corceles marinos contra la inmensamente ancha playa resplandeciente. El trueno retumba en los oídos, y es tan fuerte el embate, tan potente el aliento del gigante atlántico, que el aire y agua pulverizados desprenden yodo y sal. Tan rica es en ozono, que muchas personas habituadas a la atmósfera, por lo demás suave y un poco pesada, no soportan la permanencia en esa playa eternamente estrepitosa, en esa llovizna incesante. ¡Pero cómo refresca, por eso mismo! Al cabo de cinco minutos de viaje se está en un ambiente con cuatro o cinco grados menos de temperatura, y éste es también uno de los cien misterios de esa ciudad, que sólo conoce quien ha vivido largo tiempo en ella, y es que las temperaturas cambian allí sensiblemente de esquina a esquina. En un mismo barrio, la calle del fondo puede ser más calurosa que la del frente, la de la izquierda, más azotada por los vientos, y la de la derecha en calma, y todo ello sólo porque se tienden en un ángulo determinado con respecto al aire del mar o porque, por otra parte, un cerro cierra el paso a esa brisa. Así, por ejemplo, el primer tramo de Copacabana, llamado Leme, no es tan popular ni tan elegante y de tanto valor, a pesar de que se halla a sólo un kilómetro de distancia del resto de la avenida Atlántica y, en apariencia, tiene el mismo frente al mar. La avenida Atlántica, el frente de Copacabana, es una playa de lujo. Allí se levanta un hotel famoso, allí están los obligados cafés con orquesta cíngara, un casino y un paseo ancho; tiene además sus hábitos propios y, por lo tanto, no muy brasileños. Sólo aquí se ven, como en los lugares de veraneo europeos y norteamericanos, muchachas vestidas con pantalón y hombres con camisa de deporte, sin americana. La gente se sienta allí en los cafés y restaurantes al aire libre. No hay allí comercios ni camiones, pues esa playa sólo quiere estar reservada al lujo, la diversión, el deporte, los paseos, los colores, al placer del cuerpo y en particular al de los ojos. Es, en último análisis, la cabina de lujo para el baño gigantesco en esa playa enorme, que en muchos días reúne cien mil personas, sin por ello aparecer atestada. Aveces se tiene la impresión de que esa playa no forma parte, en verdad, de la ciudad y que, de manera parecida a lo que aconteció en Niza, pero en dimensiones mucho más grandiosas, fue anexada a una ciudad trabajadora, activa, de un millón de habitantes, a beneficio de los extranjeros y de las personas de vida fastuosa, y que sólo poco a poco penetró y se refundió con la vida, con el organismo de la urbe. Veinte años atrás, efectivamente, sólo unas pocas casitas modestas osaban levantarse sobre las dunas. Pero desde que se descubrió el amor al aire, al sol, al agua y las nuevas velocidades del automóvil, levantáronse en Copacabana, con asombrosa rapidez, barrios enteros. Hoy se va a Copacabana con la misma naturalidad con que en Viena se va al Prater o en París al Bois, que otrora significaban una excursión y poco menos que todo un viaje. Si Copacabana no es el corazón, es, por así decirlo, el pulmón a través del que Río respira. Pero con toda su belleza, una cosa es simbólica: sentado o de pie junto a esa playa, se da prácticamente la espalda al Brasil. Porque esa avenida mira —verdad que por sobre todo un océano— a Europa. Es tan neoeuropea como treinta años fue europea la avenida Río Branco, y es típico que gustan más vivir en la avenida Atlántica los extranjeros y viajeros que los verdaderos cariocas, quienes ahí tienen más la sensación de estar de visita que en su propia casa.

Y una curva más —aquí debe detenerse el peatón, es demasiado ya para una sola jornada—, y se cree uno transportado en alas mágicas, repentinamente, a Suiza. Allá, a pocos metros de la playa, tiéndese un lago, el lago de Freitas, enmarcado completamente por cerros. Con rapidez verdaderamente siniestra, una novísima ciudad de chalets se recostó sobre sus márgenes llanas, pero en lo alto los cerros la vigilan y, de noche, sus contornos oscuros se reflejan mágicamente en el espejo negro de sus aguas. Pero no nos detengamos. Baste una mirada sobre ese lago alpino en medio de una metrópoli, al que desde lo alto contemplan despreocupadamente románticas chozas de negros. Otra extensa playa más, la de Ipanema, y otra más, la de Leblón, donde tanto las casas como las palmeras del bulevar son flamantes aún. Sólo después, la avenida se aproxima al mar abierto, y toma el nombre de Niemeyer. Abierta en la roca viva, como la Corniche de la Riviera, muy junto a la playa, cada vez más abrupta y rocosa, mira sobre el mar, que allí se muestra más peligroso y agitado. Pero a la derecha, los cerros tranquilizan al transeúnte y le ofrecen protección. Descienden cubiertos de verde matorral, palmeras y bananos. Es un viaje lleno de variaciones, hasta que cerca de Joa se llega a un otero que brinda descanso y una amplia vista. Abierta la bahía con sus islas y rocas, desarrollado el panorama de las montañas lejanas, desaparecida la ciudad detrás de esa abigarrada decoración, se ha llegado al campo abierto, al término del viaje. Pero, ¿hasta cuándo será ello verdad? ¿Un año más? ¿Un decenio más? Ya en la ensenada próxima, en la playa de Tijuca, divídense los terrenos en lotes; donde la arena penetra blanda y blanca en los zapatos del viandante, pronto un nuevo paredón de casas se opondrá al mar. ¿Quién puede decir dónde Río terminará?, ¿dónde se detiene en verdad? Y otra vez una curva, y otra vez un mundo nuevo, El auto asciende en curvas empinadas la montaña; se pasa un cuarto de hora en la selva virgen; raras veces. una casa, cuando mucho unas pocas chozas, medio cubiertas por palmeras, moradas de negros. Ya se empieza a olvidar que no se ha emprendido más que un paseo de una hora dentro de los limites de la ciudad, y se tiene la sensación de haberse alejado en ese término millas y más millas. Pero, de pronto, en una vuelta del camino, se mira hacia abajo, y he aquí de nuevo la ciudad. Se tiende de modo muy distinto, porque se la ve desde otro lado, se la reconoce y, sin embargo, no se la reconoce. Y sea cual fuere el camino que se siga, ascendiendo más aún hasta la Vista Chinesca, la Mesa del Emperador o volviendo hacia Tijuca, ese viejo barrio, de residencias aristocráticas, en todas partes las perspectivas se desplazan. Un aparato fotográfico necesitaría diez docenas de películas para registrar siquiera los aspectos más sorprendentes. Y luego se entra de nuevo en la ciudad, no se sabe desde qué dirección y en qué dirección —uno no se orienta ni aun después de meses de permanencia—, y se encuentran nuevos bulevares, como el de Mangue, guarnecido de palmeras, se pasa a lo largo del Jardín Botánico o se cruza la plaza de la República, que más que plaza es un parque. En una o dos horas se ha dado la vuelta, no sólo a una ciudad, sino a un mundo, y ligeramente mareado, vuélvese al medio del tumulto multicolor de los hombres y de los negocios. Una de esas calles meridionales recuerda la Cannebière, de Marsella, otra, que asciende por una colina, evoca Nápoles, los mil cafés, con los hombres que charlan despreocupadamente, recuerdan Barcelona o Roma, los cines, con su propaganda y los rascacielos, Nueva York. Se cree estar a un mismo tiempo en todas partes, y, sin embargo, por esa armonía singular sábese que se está en Río.