LAS CALLEJUELAS

Los grandes bulevares son lo nuevo, lo grandioso de Río; pocos hay en el mundo que puedan comparárseles en magnificencia de trazado y belleza de paisaje. Pero son rutas de tránsito, calles de exhibición, calles modernas, internacionales, y yo prefiero a su magnificencia deslumbrante las callejuelas anónimas en las que nadie se fija, por las que se puede transitar sin saber adónde se va, que encantan incesantemente con pequeñas gracias naturales, meridionales, y que impresionan tanto más románticamente cuanto más pobres, más primitivas y más humildes son. Aun las más pobres —y precisamente éstas— están llenas de color, de vida y de aspectos variados. Uno no se cansa de contemplarlas. No hay en ellas nada especialmente dispuesto para atraer la atención del forastero, nada digno de fotografiarse, y su encanto no reside en la arquitectura ni en la estructura, sino, bien al contrario, en la confusión animada, en lo accidental, que hace a cada calleja atractiva, y a cada una de ellas en un sentido distinto. Los paseos, que constituyen un viejo placer mío, se han convertido en Río, para mí, en verdadero vicio; ¡cuántas veces he salido para dar un paseo de un cuarto de hora y, seducido de una callejuela tras otra, he regresado a las cuatro horas, sin recordar el recorrido o siquiera un solo nombre en esa ciudad de los descubrimientos y encantos eternos! Y, sin embargo, nunca tuve la sensación de haber perdido o desperdiciado el tiempo.

Vagar por las estrechas callejuelas de Río equivale a retroceder en el tiempo. Hállase uno en un mundo de la colonia, donde todo estaba a mano, próximo, abierto todavía, donde aun no se precipitaban los automóviles ni relampagueaban las señales luminosas para dirigir el tránsito, donde aun se marchaba a paso lento, sin buscar mucho más que la sombra que hace más grata la caminata. Aun las calles más distinguidas eran estrechas en aquellos tiempos; puede comprobarse aun hoy en la rúa Ouvidor, la antigua calle de los comercios distinguidos. Está prohibido el tránsito de vehículos en ella

—como, a ciertas horas, en la calle Florida, de Buenos Aires—, ni podrían ellos tampoco avanzar, pues durante el día se abre paso allí una multitud abigarrada; todo buen carioca la cruza diariamente unas cuantas veces; es el gran paseo, el punto de reunión. Hombro a hombro, tan denso y animado, que apenas puede distinguirse una pulgada del piso, camina, charla, va y viene un gentío constantemente renovado, y la ausencia del ruido de los automóviles, infernal en otros puntos, convierte a ese corso en un placer inagotable. Pero sigo luego a derecha o izquierda por calles y callejuelas, no vale la pena inquirir sus nombres, ya que es imposible retenerlos. Largas y estrechas, se cruzan y entrecruzan constantemente, y acá o allá pasa otra más ancha, con ruidosos tranvías —cada coche sobrecargado— o automóviles estridentes; ninguna se caracteriza por una arquitectura sobresaliente, las casas no tienen, por lo común, más de un piso, sin adornos, y en su planta baja hay una tienda abierta. Pero precisamente el hecho de que ni puertas ni vidrios impiden que se vea desde la calle el interior de las tiendas, convierte a cada uno de sus comercios en un cuadro de género. Allí hay, sentado en un rincón, un zapatero con sus tres oficiales clavando unas suelas; aquí, una verdulería con una corona de bananas que circunda como una naturaleza muerta toda la puerta; cuelgan cebollas en largas ristras, melones muestran los colores de sus carnes, amontónanse tomates en montículos rojos. Al lado, una farmacia, una droguería; brillan cien botellas; más allá, una vinería; luego, un barbero que enjabona al cliente; un cestero remendando el asiento de una silla. Allí trabaja el carpintero; aquí opera un carnicero; en el patio, las mujeres lavan y retuercen la ropa; una tienda, cubierta de mil números, invita a probar suerte en la lotería; el notario redacta sus escritos en el despacho abierto, casi en plena calle. Aquí se puede ver cómo se está haciendo todo, y donde se ve un pueblo dedicado a sus tareas, vése su vida verdadera, Se ve cómo la gente vive, se ve la sencilla cama de hierro detrás del taller, separada sólo por una cortina, se ve a la gente comer, se ve cómo emplea todas sus horas. Nada permanece oculto, disimulado, nada está mecanizado ni estandarizado ¡Y cuánto hay que ver allí, cuanto, pues en el Brasil aun prosigue inconmovible el viejo trabajo manual, que en Europa y Norteamérica se extingue paulatinamente! Durante un paseo pueden aprenderse todos los oficios, con sólo mirar —todo es allí tan magníficamente falto de misterio y al mismo tiempo tan maravillosamente abigarrado— aquí, el negro; allá, el blanco, y más allá el mestizo, y todos vestidos con trajes claros, y las mujeres con vestidos de todos los colores, y todo ello brillando con diez veces más intensidad bajo el esplendor radiante de un sol intenso. Y luego, los cafés, ¿Cuántos cafés? ¿Quién los puede contar? En cada esquina hay uno, y hay en ellos un incesante vaivén hasta muy avanzada la noche. Entonces brillan y centellean, en contraste con la oscuridad profunda de las casas, esos locales sombreados como cavernas iluminadas, animados hasta altas horas de la noche, pues en esa ciudad, de vitalidad extrema, la vida prosigue sin tregua, y a las cinco de la mañana ya pueden verse los primeros bañistas en la playa. ¡Cuánta vida hay en esas mil callejuelas y cuánta vida por venir, en formación! En todas partes niños, niños de distintos colores y mezclas, y ese tumulto de colores y movimiento —eso es lo típicamente brasileño— aparece a la vez amortiguado por una quieta amabilidad, una coexistencia afable. Dondequiera que se pasee, hasta en los barrios más pobres y abandonados, se encuentra siempre la misma cortesía. Aun allá donde las casas ceden lugar a chozas y las callejas se pierden entre rocas y vegetación, sigue teniéndose la sensación de que los hombres, gracias a una sobriedad innata, se conforman incluso con ese mínimo de bienestar.

Y de rato en rato, nuevos descubrimientos. Aquí, de repente, una plaza del tiempo colonial con palacios distinguidos y grandes parques cerrados; allá, un mercado, cuya abundancia evoca cuadros holandeses, en tanto que lo vivo de sus colores hace pensar en van Gogh y Cézanne; más allá, inesperadamente, un trozo del puerto con soñolientas barcas pesqueras y un olor penetrante de algas; Luego, un parque que no se conocía o, a la sombra de un edificio alto, unas cuantas casuchas en ruinas, o, de pronto, una iglesia vieja. Hay callejuelas que terminan repentinamente, obligando a trepar por unas rocas. Quiere uno asistir a una fiesta suburbana, y de repente se halla —dos cuadras antes de llegar a su destino— en medio de un barrio de lujo. Piensa uno dirigirse a la estación del ferrocarril y se halla de pronto en medio del parque imperial. Nada hace juego, y no obstante, armoniza todo; pásase de sorpresa en sorpresa, pero nunca se acaba uno de cansar. Vagar, ambular y descubrir cosas nuevas, ese placer que, entre todas las ciudades de Europa, París fue la última en brindarme, en Río volví a encontrarlo en la forma más seductora.