CIUDADES DEL ORO
Villa Rica y Villa Real, que en el siglo dieciocho fueron las ciudades más ricas y famosas del Brasil, hoy ya ni siquiera figuran en el mapa. Los cien mil hombres que las habitaban en una época en que Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires no eran sitio poblados sin importancia, dispersáronse y hasta los nombres pomposos han abandonado a esas ciudades. Villa Rica, que la vox populi escarnecía luego cambiando su nombre por el de Villa Pobre, se llama hoy Ouro Preto, y no es más que una romántica villa provincial con unas pocas docenas de calles sin empedrar. En el lugar de Villa Real se alza una pobre aldea que se recoge humildemente a la sombra de la nueva capital del Estado de Minas Geraes, el moderno Bello Horizonte. Su brillo y su grandeza duraron apenas un siglo.
Este fugaz esplendor de riqueza y oro, que entonces iluminaba el mundo entero, provenía del pequeño río de las Velhas y de los flancos de los cerros que bordean su curso: fue una aventura iniciada por aventureros y que no se repitió. A fines del siglo diecisiete, penetra por primera vez en esa zona inhóspita, sombría, un grupo de bandeirantes, de aquellos individuos osados que, partiendo de São Paulo, recorren el país entero en busca de esclavos y metales. Durante semanas y semanas vagan por los desfiladeros sin caminos, sin hallar una morada, un vestigio humano. Pero no cejan en su empeño, porque las montañas relucen en las partes donde se ha desprendido la capa superior con brillo de metal blanco y la tierra irradia un color rojo oscuro, como si estuviese saturada de fuerzas misteriosas. Por fin, la suerte se les muestra propicia: el pequeño río de las Velhas, que en su curso inquieto desde Ouro Preto hasta Mariana roe los cantos de los cerros, arrastra entre su arena oro, oro puro, de buenos quilates, y, sobre todo, en abundancia. Basta recoger la arena, en vasijas de madera, y zarandearla, y deposítanse entonces en el fondo las preciosas pepitas.
En ninguna parte del mundo el oro se halla, en el siglo dieciocho, en tanta cantidad, tan a mano, tan fácilmente, como en esa región montañosa del Brasil.
Uno de los bandeirantes lleva el primer botín en una bolsita de cuero a Río do Janeiro —distante, en ese entonces, dos meses de viaje, y hoy, dieciséis horas en tren—, otro lo lleva a Bahía, y en el acto se inicia un asalto a aquel yermo, comparable únicamente al que se produjo en oportunidad del descubrimiento de los yacimientos auríferos de California. Los plantadores abandonan sus sembradíos de caña; los soldados, sus cuarteles; los clérigos, sus iglesias; los marineros, sus barcos; en botes, jinetes a caballo, en mulas y a pie, enormes multitudes se abren camino, obligando a sus esclavos negros, a latigazos, a acompañarlas. No tarda en llegar de Portugal la primera, segunda y tercera leva, y poco a poco acumúlanse tales masas, que amenaza producirse una escasez de víveres en ese páramo sin ganadería ni vegetación. Iniciase una animación caótica, ya que aún no se ha establecido en el lugar una autoridad que hiciese respetar las leyes. Por desgracia, nos falta el competente testigo ocular literario, el Bret Hart brasileño, que nos describiese lo fantástico de ese primer tumulto desencadenado; pero, de todos modos, debe haber sido sin igual. Los paulistas, los descubridores, luchan contra los emboabas, los intrusos. Según su modo de ver, el oro les pertenece de modo exclusivo, como recompensa por las expediciones sin fin que sus padres y sus hermanos habían emprendido, en vano, desde São Paulo. Son vencidos, pero con ello no se establece la paz. Donde hay oro, impera la violencia. Los asesinatos, los robos y hurtos aumentan de hora en hora, y, desesperado, exclama el padre Antonil en su precioso libro (de 1708): «Ninguna persona sensata puede abrigar dudas en el sentido de que Dios sólo hizo descubrir tanto oro en las minas para castigar con ello al Brasil».
Durante más, de dos lustros reina en ese valle lejano un caos absoluto. Por último, interviene el gobierno portugués, para asegurarse su propia participación del oro que esos aventureros indisciplinados malgastan o exportan por medios subrepticios. Coloca un gobernador al frente de la nueva capitanía, el conde de Assumar, quien llega ahí con tropas de infantería y dragones para asegurar la autoridad de la corona. Con el fin de obtener una fiscalización exacta, dispone, como primera medida, que no salga una sola pepita de oro del territorio de la provincia. Todo el oro debe ser entregado primero a la fundición que él establece en el año 1719 y donde el gobierno puede descontar de inmediato la parte que le corresponde por ley, un quinto de todo el oro encontrado. Pero los buscadores de oro repudian cualquier clase de fiscalización. ¿Qué les importa, en aquel yermo, el rey de Portugal? Bajo el mando de Felipe dos Santos reclútanse dos mil hombres, toda la población blanca y semiblanca de Villa Rica, para amenazar al gobernador, quien, sorprendido por la inesperada revuelta, concede a los sublevados, por un documento obligado, todo cuanto exigen. Pero, al mismo tiempo, moviliza en secreto sus tropas y sorprende, a su vez, a los amotinados, de noche, en sus casas. Felipe dos Santos es descuartizado, parte de la población incendiada, y en adelante se impone a Minas Geraes el orden mediante los recursos más severos y aun más crueles. En medio del hormiguero de esclavos y lavadores de oro que trabaja, excava, transporta y zarandea, las míseras chozas de barro, y las tiendas levantadas a toda prisa van transformándose, y paulatinamente empiezan a destacarse los contornos de una ciudad cabal. En torno al palacio del gobernador, la casa de fundición y la cárcel, que también tiene importancia para una administración ordenada, se agrupan casas de piedra; estrechas calles arrancan de la plaza principal, poco a poco so levantan iglesias y, con la riqueza inconmensurable que cincuenta y aun cien mil esclavos infatigables extraen y zarandean, llega a esas ciudades un lujo absurdo, un lujo frenético, infantil, que forma grotesco contraste con la soledad y el apartamiento de ese valle desierto. A principios del siglo dieciocho se extrae en Villa Rica, Villa Real y Villa Albuquerque solas, más oro que en todo el resto de América, sin excluir Méjico ni el Perú, mucho más famosos. Pero dentro de aquel yermo, poca cosa puede comprarse con oro; por eso, los desdichados dementes del oro se abalanzan ávidos sobre cualquier baratija pomposa que los mercaderes acarrean a esos valles inhospitalarios, donde las venden con centuplicado provecho. Aventureros que hasta ayer eran todavía mendigos, se pasean ahora con abigarrados trajes de terciopelo, presumen con medias de seda y pagan por una pistola con incrustaciones veinte veces más ducados que monedas de plata se pagan en Bahía por esa misma mercancía. Una mulata bonita cuesta más que en la corte de Francia la más dispendiosa de las cortesanas. Todos los cálculos, todas las medidas terminan por ser absurdas aquí debido a la abundancia del metal, que se obtiene con excesiva facilidad. Individuos harapientos pierden en una noche a los dados o a los naipes importes con que en Europa se podrían adquirir los cuadros más valiosos de un Rafael o un Rubens, o que bastarían para fletar barcos enteros o para edificar hermosos palacios. Pero esos individuos, que hace tiempo ya se consideran demasiado distinguidos como para empuñar personalmente la pala, prefieren comprar con su oro esclavos y más esclavos para que éstos les extraigan oro y más oro. El mercado de esclavos de Bahía no da abasto y los barcos casi resultan insuficientes para transportar tanta carga negra. Y así crece la ciudad de año en año; ya todas las colinas están cubiertas de refugios para esos animales de trabajo, negros, como con construcciones de termitas; ya las casas de los dueños de esclavos y explotadores de oro se vuelven más bonitas. Se levantan —signo de riqueza excepcional— incluso hasta un segundo piso, y se llenan de muebles y adornos. Llegan, desde las ciudades de la costa, artistas, atraídos por el lucro soñado, para edificar iglesias y palacios y para adornar las fuentes con esculturas. Unos decenios más de tal progreso vertiginoso y Villa Rica habrá de transformarse en la ciudad más rica, más hermosa y más poblada de América.
Pero el falaz milagro desaparece del mismo modo fantasmagórico como surgió. El oro del río de las Velhas no era sino oro de aluvión, y, al cabo de cincuenta años, queda agotada la preciosa superficie. Para sacar el pérfido metal de las entrañas de la roca, de la que siglos y tal vez milenios lo habían extraído y reducido a pepitas con trabajo invisible, faltan a los primitivos lavadores de oro la fuerza, las herramientas y, sobre todo, la paciencia. Durante un tiempo procuran abrir galerías directamente en la roca, para llegar hasta el precioso metal, pero el esfuerzo resulta vano, y no tarda en dispersarse el tropel nómada. Los negros son reconducidos por la fuerza a las plantaciones de azúcar, y sólo tal o cual aventurero fija su domicilio en la matta, los valles fértiles situados a menor altura. Al cabo de uno o dos decenios, las ciudades del oro quedan abandonadas. Las chozas de barro, donde residían los esclavos, se hunden en el suelo sin dejar rastro, el viento y la lluvia dispersan los techos de paja que las cubrían; las casas de la propia ciudad se convierten en ruinas y, por espacio de casi dos siglos, no se construyen otras. Como en los tiempos del comienzo, nuevamente es trabajoso llegar hasta esos lugares desaparecidos y olvidados.
Es verdad que, gracias a la técnica moderna, resulta fácil el acceso a la actual capital de Minas Geraes, fundada poco antes de comenzar nuestro siglo; el avión cubre en hora y media la distancia entre Río de Janeiro y el altiplano de Minas Geraes, para la que, en su tiempo, los primeros bandeirantes empleaban dos meses de viaje, y aun el ferrocarril de nuestros días necesita dieciséis horas. Esa nueva capital del Estado, Bello Horizonte —en el Brasil se hallan las variantes más singulares en todos los dominios y también en el de las construcciones de ciudades—, no ha crecido orgánicamente, sino que ha sido proyectada; es una ciudad creada por la voluntad, la previsión y el cálculo que toma en consideración decenios de progreso. La capital primitiva, tradicional, de Minas Geraes, la antigua Villa Rica, que hoy se llama Ouro Preto, no podía modernizarse sin echar a perder, simultáneamente, un documento sin par de la historia del Brasil. Por lo mismo, el gobierno resolvió construir una capital completamente nueva al lado de la anterior, y ello en el sitio que por el paisaje es el más hermoso, y, por el clima y geográficamente, el más conveniente. En un principio, debía llamarse ciudad de Minas, pero, en consideración de su amplio panorama —aquí se ven las más bellas puestas del sol del Brasil—, se prefirió darle el bonito nombre itálico de Bello Horizonte. Mas, mucho antes de procederse a la denominación, mucho antes de colocarse la piedra fundamental de la primera calle, se había modelado esa ciudad completamente, con un trazado sumamente previsor. No se quería confiar al azar ni su forma ni su desarrollo, y cada barrio tenía de antemano su destino, cada calle su ancho y dirección, y todo edificio público debía adaptarse con rasgos propios y a la vez armoniosamente al futuro conjunto de la ciudad. Bello Horizonte es, lo mismo que Washington, el resultado feliz y ejemplar de un proyecto no trabado por el pasado y tendiente únicamente al futuro. Imponentes diagonales dividen de modo muy sensato y bien calculado el círculo en que —guardando distancias e intervalos regulares— la ciudad se despliega y se desplegará cada vez con mayor amplitud. En el centro están reunidos los edificios de la administración pública. Amplios jardines comunican las calles simétricas con los alrededores, y cada calle tiene, alternativamente, el nombre de ciudades, regiones y grandes personajes brasileños, de modo que un paseo a lo largo de la periferia proporciona a la vez un curso sistemático de geografía e historia brasileñas. Ideada desde un principio como ciudad modelo, Bello Horizonte cumple tal destino gracias a una organización e higiene ejemplares. Mientras en otras ciudades encanta precisamente la multitud de contrastes, la yuxtaposición y el caos pintoresco de distintas capas culturales y cronológicas, sorprende en Bello Horizonte la homogeneidad perfecta y armoniosa. Ciudad absolutamente bonita, por haber nacido de una idea, Bello Horizonte ha conservado una claridad de línea de desarrollo único, y el sentido de esa idea, incorporada a su construcción —la de ser capital de un Estado que es tan grande como un reino europeo—, se manifiesta de año en año con mayor claridad. Fundado en 1894, era en el año 1897 todavía poco más que un pedazo de tierra incultivada, y cuenta hoy ya con más de 150.000 habitantes y se halla, en virtud de su situación favorable y su excelente clima, así como gracias al proyecto previsor, en rápido crecimiento, que es además absolutamente armonioso. A pesar de todos los cálculos, no puede preverse hasta dónde podrá desarrollarse una vez que se inicie sistemáticamente la explotación metalúrgica de ese Estado riquísimo y cuando Minas Geraes despliegue todo su poderío industrial. A una próxima generación el nombre de Bello Horizonte le será, sin duda, tan familiar como los de Río y São Paulo.
Trasladarse de Bello Horizonte a Ouro Preto, de la nueva capital a la antigua, significa tanto como viajar del futuro al pasado, del mañana regresar al ayer. Apenas se dejan tras de sí las calles asfaltadas de la nueva capital, y ya las carreteras empiezan a recordar muy intensamente el pasado, pues la roja tierra barrosa despide, por efecto del calor, una nube de polvo, y tras un aguacero conviértese en una masa pegajosa; como otrora, aun hoy no es del todo fácil y cómodo llegar hasta el mundo del oro. Contemplando el panorama desde el claro y acogedor altiplano de Bello Horizonte, creí que detrás de la escarpada cadena de montañas había de extenderse un paisaje limpio, llano y tropical. Pero, en realidad, la carretera conduce en curvas incesantes, subidas y bajadas continuas, siempre a través de nuevas serranías. En algunos puntos ascienden a mil y aun a mil cuatrocientos metros, a picos sobresalientes, desde los cuales la vista abarca un panorama cuya grandiosidad sólo tiene par en Suiza: montaña tras montaña, como gigantescas olas petrificadas, un nuevo océano verde e infinito, de piedra y selva. Fuerte y perfumado, pasa el viento sobre esas alturas, y su susurro quedo es el único tono que se advierte en esa soledad. Ningún vehículo en la carretera, apenas una choza en un trayecto de horas, ningún carro labrado, ningún tañido de campanas, ningún canto de pájaro. Siempre y sólo el sonido original de los comienzos de los tiempos en ese mundo vacío, inanimado, que no parece conocer aún el hombre. Y, sin embargo, hay en ese solitario paisaje de salvaje belleza algo que excita extrañamente la fantasía; se siente que aquí se oculta en la tierra, en la roca y en el río un secreto peculiar. Un brillo extraño emana de las quebradas, un centelleo de mineral y metal. Aun sin saberlo, por mérito de lecturas; y estudios, se sospecharía, por el mero fulgor brillante, que esas montañas guardan en sus entrañas metal, un tesoro de metal inexplotado aún y casi incalculable. Lo revela la misma carretera con su barro polvoriento, tan saturado de hierro, que se vuelve de un rojo oscuro y da al automóvil, después de corto viaje, un brillo purpúreo, tornándolo semejante al carro flamígero del profeta Elías. Lo revela también el río, el río de las Velhas, que arrastra, pesada y saturada, la arena refulgente. Yace aquí oculto un brillante mundo subterráneo lleno de valiosos cuarzos, y pasarán decenios aún, tal vez siglos, antes de que se ofrezca a la impaciencia humana. Más, ahora, ningún golpe de azada, ningún traqueteo de maquinas interrumpe la soledad; sigue la carretera, ora subiendo, ora bajando, por las pétreas vueltas, arriba y abajo, y ya se está a tal punto acostumbrado a esa inanimada grandiosidad que sólo se espera encontrar nuevas viviendas humanas abajo, en el valle. Aquí arriba, según lo que se cree, no vive nadie, ni ha morado jamás hombre alguno.
Pero de improviso, en una nueva curva, refulge algo con un doble relámpago blanco: las dos torres claras de una esbelta y bonita iglesia. Y aterra casi tan súbita irrupción de perfección humana en esa soledad dura y severa. Pero he aquí, en la colina vecina, una segunda iglesia, igualmente liviana, esbelta y blanca, y una tercera. Son tres de las once iglesias que protegían la otrora poderosa ciudad de Villa Rica y que ahora protegen la pequeña ciudad adormecida de Ouro Preto.
Es como irreal la primera impresión que causan esas iglesias prominentes, que alzan su belleza, libres y orgullosas, hacia el cielo, mientras a sus pies algo se tiende, pequeño e incierto, como un sobrante olvidado o tirado: esa ciudad transportada a ese lugar por el ave maravillosa del cuento de hadas, esa ciudad que de repente se cansó y que, expoliada por sus habitantes, no logró nunca más sobreponerse a su agotamiento.
Nada cambió en esa ciudad, mientras en Río de Janeiro y en São Paulo se construye una casa nueva cada hora y por todas partes las dimensiones aumentan de un modo fantástico, con un vigor de crecimiento tropical. Por la plaza principal, donde se alza el que fue palacio del gobernador, cuya autoridad alcanzaba a cien mil personas, pasan unos pocos individuos, a modo de sombras, que se pierden en las estrechas y pedregosas calles laterales; trotan mulas, exactamente como en los tiempos coloniales, en largas filas, una tras otra, con su carga de leña; en oscuro recinto trabaja el zapatero con la misma brea, las mismas herramientas y el mismo alambre que usaban sus antepasados, como esclavo o hijo de esclavo. Las casas parecen a tal punto cansadas que dan la impresión de estar tan juntas y bajas para apoyarse la una en la otra; su revoque es viejo y gris, ajado y arrugado, como el rostro de un anciano. Sabemos que por ese mismo empedrado irregular, tanto aquí como en Mariana, subían y bajaban por las callejuelas los abuelos y antepasados más remotos de esa misma gente, llevando idéntico indumento y dirigiéndose a igual tarea: al anochecer, se tiene la impresión fantasmagórica de que esos hombres son todavía los mismos de antaño o su sombra. A veces se queda uno sorprendido porque las campanas de las iglesias cuentan las horas, pues ¿para qué indicar el tiempo cuando se ha detenido y está parado? Cien años o doscientos no parecen aquí más que un día. Se pasa, por ejemplo, a lo largo de una hilera de casas quemadas; sin techo ni vigas, yérguense, tiznadas, las murallas desnudas y medio derruidas. Dan la impresión como si una semana atrás, un mes atrás acaso, se hubiera producido ahí un incendio y la gente no se hubiese tomado aún la molestia de remover los escombros. Pero entonces nos informan que ésas son las casas que en el mes de julio de 1720 había mandado incendiar el gobernador, conde Assumar. En todos esos 220 años no se movió una mano para reconstruirlas o para derribarlas por completo. En Ouro Preto, en Mariana y en Sabará todo ha quedado tal cual estaba en el tiempo de los esclavos y del oro. Con alas invisibles, y sin tocarlas, ha pasado el tiempo sobre las desaparecidas ciudades del oro.
Pero precisamente ese estacionamiento del tiempo presta hoy a esas ciudades hermanas de Ouro Preto, Mariana, Sabará, Congonhas do Campo y São Joao d’El Rei, su peculiar encanto. En medio de un paisaje variado, se conservan, como de ordinario bajo los cristales de un museo, la imagen del tiempo y de la cultura coloniales tan incólume como en ninguna otra parte de América y acaso de un modo más impresionante que en cualquier otro lugar. Esas viejas ciudades mineras son, hoy por hoy, el Toledo, la Venecia, el Salzburgo, el Aigues-Mortes del Brasil, historia hecha imagen, y, además, historia de una cultura nacional sin par. Por inverosímil que ello parezca, lo cierto es que en esas ciudades apartadas, que en su tiempo ninguna carretera comunicaba con la costa ni con el mundo, en que sólo se habían agrupado aventureros incultos, ambiciosos de oro y de rápido lucro, nació en el corto tiempo de su florecimiento un arte absolutamente propio. Las iglesias y capillas de esas cinco ciudades, creadas por un solo gremio de artistas locales, cuentan entre los monumentos más originales del pasado colonial de que dispone el Nuevo Mundo. Y vale, por cierto, la pena hacer un viaje asaz complicado para verlas.
Esas claras iglesias bien proporcionadas, que desde las colinas de Ouro Preto, Sabará, Congonhas do Campo y Mariana se saludan fraternalmente, no presentan, en rigor, líneas nuevas, ni una arquitectura local típicamente brasileña. Están todas ellas construidas en el llamado barroco jesuítico, y sus trazados venían, sin duda, de Portugal. En cuanto a la riqueza de los ornamentos, las superan las iglesias de San Benito y de San Francisco, en Río de Janeiro, y en cuanto a la edad, las de Bahía. Lo que las torna dignas de verse e inolvidables es el modo armonioso como combinan con un paisaje completamente yermo, y su originalidad consiste en el milagro que ha hecho posible que edificios tan grandiosos y artísticos hayan podido surgir en una zona que en aquel tiempo estaba completamente aislada del mundo civilizado, en el milagro, aun hoy sin explicación acabada, de que en medio de una horda, precipitadamente acumulada, de buscadores de oro, aventureros y esclavos, haya existido un pequeño grupo de artistas y operarios brasileños capaces de dar a esas iglesias, de un modo perfecto y personal, tan rica ornamentación pictórica y escultórica. Quizás es éste un secreto que nunca se revelará. Es posible que jamás se llegue a saber a ciencia cierta de dónde procedió y cómo se unió en la labor ese grupo errante, que recorrió muchas millas de una ciudad del oro a otra, para levantar allí, en comunión orgánica por sobre la servidumbre ambiciosa del oro, esos monumentos de la fe cuyo esplendor llega muy lejos. Una sola figura se destaca plásticamente de ese grupo, la del escultor de tan fecundo círculo, Antonio Francisco Lisboa, llamado el Aleijandinho, el mutilado.
Este Aleijandinho es el primer artista verdaderamente brasileño, y ya típicamente brasileño por ser mulato, hijo de un carpintero portugués y de una esclava negra. Nacido en Ouro Preto, en el año de 1730, en una época en que esa ciudad no era sino una confusión de gente presurosamente llegada, sin casas verdaderas, sin iglesias ni palacios de piedra, se crió sin profesión, sin maestro y sin los más rudimentarios elementos de cultura. Lo que primero llamó la atención de los demás en ese mulato travieso fue su fealdad demoníaca, que le dio una especie de fraternidad bastarda con Miguel Ángel, cuyo nombre, seguramente, no había oído nunca y de quien jamás vio una obra. Con sus gruesos labios de negro, sus grandes orejas caídas, sus ojos inflamados y de mirar constantemente iracundo, su boca torcida y sin dientes y su cuerpo deforme, debe haber tenido ya en su juventud un aspecto a tal punto repugnante que, según cuentan los cronistas, cualquiera que se encontraba con él de improviso sentía espanto. A ello se agregó, a partir de sus cuarenta y seis años de edad, la horrible enfermedad que le mutiló, carcomiendo primero los dedos de sus pies y luego las falanges de los dedos de la mano. Pero ninguna mutilación logra impedir que el tan cruelmente señalado por la naturaleza continúe trabajando. Cada mañana, ese Lázaro brasileño se hace conducir por sus dos esclavos negros hasta el taller o las iglesias. Ellos dan apoyo a sus pies mutilados e inseguros, y atan el pincel o el cincel a la mano sin dedos para que pueda trabajar. Y sólo cuando ya ha cerrado la noche le reconducen en la litera a su casa. El Aleijandinho conoce el horror que inspira. No quiere ver a nadie, ni quiere ser visto por persona alguna. No quiere más que su trabajo, que le permite olvidar su sino oscuro, insoportable. Sólo vive para su trabajo, y sólo por él y gracias a él vivió hasta los ochenta y cuatro años.
Conmovedora tragedia de un artista, en cuya alma ensombrecida anidaba tal vez un genio auténtico y a quien una suerte adversa negó la oportunidad de realizar sus posibilidades supremas, verdaderas. Es posible que en ese mulato mutilado viviese el germen de un escultor, cuyas obras habrían estado destinadas al mundo entero. Pero perdido en una apartada aldea de montaña, en medio de la soledad tropical, sin maestro, sin camaradas que le ayudasen, sin conocimientos y, aun sin idea de los grandes ejemplos, ese pobre mestizo sólo pudo aproximarse trabajosamente y por senderos inciertos a la obra de real valor. Solitario, como Robinson Crusoe en su isla, Lisboa nunca vio una estatua griega en el yermo cultural de su pueblo de buscadores de oro, ni siquiera una copia de Donatello o de cualquiera de sus contemporáneos. Nunca palpó la superficie blanca del mármol, ni conoció la ayuda propicia del fundidor de metales. Nunca hay un compañero a su vera para enseñarle las leyes del arte ni los secretos técnicos transmitidos de generación en generación. Mientras otros aprovechan el aplauso, se exaltan en la emulación ambiciosa, él permanece solo en su soledad que asesina el alma, y debe buscar, labrar, inventar lo que otros encontraron listo y a su disposición y acabado desde los siglos. Pero el odio a los hombres, la aversión que le inspira su propia figura repugnante, le empuja cada vez más al trabajo y, de un modo penosamente lento, al encuentro de sí mismo. Mientras sus plásticas ornamentales sólo son de buen gusto, artísticas, desde el punto de vista profesional, en tanto que sus figuras no salen del esquema del barroco, alcanzan a los setenta, a los ochenta años, una expresión artística propia, personal. Las doce grandes estatuas de piedra jabón, esa extraña piedra blanca, pero resistente al tiempo, que coronan la escalinata de la iglesia de Congonhas do Campo, tienen, pese a todas sus fallas técnicas y torpezas, un ímpetu y una grandeza acabados. Genialmente adaptadas al escenario, respiran al aire libre con fuerte movimiento, mientras las reproducciones en yeso que se conservan en Río de Janeiro dan una impresión de rigidez. Un alma indómita se manifiesta en sus gestos extáticos y altivos. El esfuerzo y tormento de una oscura vida mutilada se convierte en ellas en obra de arte o, cuando menos, en efecto artístico.
Los demás artistas —en parte anónimos— que intervinieron en la construcción y ornamentación de esas iglesias también tuvieron que vencer dificultades sin cuento. No disponían de los bloques de piedra necesarios para dar a los edificios toda su fuerza, ni de mármol, y tampoco de las herramientas para labrarlo; pero tenían oro, oro en abundancia. Podían dar brillo con el valioso metal a las balaustradas de madera, a los marcos y molduras, y por eso los altares irradian un fulgor intenso. Es fácil imaginarse que los primitivos habitantes, que moraban en refugios miserables, que apenas si tenían una cama y no disponían sino de un traje, un puñal y una pala, se sentían orgullosos cuando es las iglesias albas, con toda la magnificencia de sus cuadros y esculturas, llevaban a su vida bárbara y desenfrena un presentimiento de la belleza supraterrena. Pronto, los esclavos negros no querían quedar a la zaga de los demás. Ellos también querían iglesias, donde los santos debían de ser de color oscuro, como ellos mismos, y aportaron sus escasos ahorros para edificarse igualmente tamaña magnificencia. De esta suerte surgió en otro solar de Ouro Preto la iglesia de Santa Ifigenia, donada por el Chico Rey, un esclavo negro que en África había sido príncipe de una tribu y que, luego de haber sido particularmente afortunado en la búsqueda de oro, había comprado la libertad para sí y para otros esclavos de su tribu. Esa corona de iglesias brilla hoy en medio de la solitaria región montañosa y por encima de las ciudades desaparecidas. Un aspecto incomparable, y un cabal consuelo para la vista. Lo que el río había acarreado con esfuerzo eterno, la parte que las montañas cedieron de sus tesoros, que están lejos aún de haber sido extraídos por completo, se transformó en el valor más noble y más duradero de este mundo: en belleza. Hace tiempo, muchísimo tiempo, que los moradores y las mismas ciudades han desaparecido de esos valles abandonados, pero las iglesias quedaron como vigías y testigos de una grandeza marchita. Ouro Preto, que en su sombría decadencia es el Toledo brasileño, y Congonhas, que, en situación más apacible y coronado de palmeras, es el Ovieto o Asís del Brasil, han resistido el embate del tiempo, guardando fielmente el pasado. Con toda razón resolvió el Brasil conservar intacto, como «monumento nacional» ese legado precioso, tanto más cuanto que Ouro Preto, por otra parte, se ha convertido en su historia nacional, debido a la confabulación de la Inconfidência Mineira, en lugar de peregrinación. Ver esas ciudades es una experiencia muy singular y no solamente un placer para los ojos y los sentidos. De modo misterioso siéntese en su existencia, incomprensible en el fondo, la magia múltiple de ese metal amarillo que levanta ciudades en medio del desierto, que despierta en los saqueadores más bárbaros un ansia de arte, que aquí, como en todas partes, estimula tanto los instintos buenos como los malos y que, siendo él mismo frío y pesado, despierta, sin embargo, en los sentidos de los hombres y en su sangre los sueños más ardientes y sagrados, la magia, pues, de esa ilusión más misteriosa e indestructible, que una y otra vez y siempre. de nuevo confunde al mundo.
Con una última mirada sobre esas colinas románticamente sombrías como las iglesias que se tienden sobre ellas como alas de ángeles, se deja ese mundo singular que el brillo fatuo del oro proyectó siglos atrás, cual un espectro en el espacio desierto. Pero nadie quiere abandonar esos valles de oro sin haber visto con sus propios ojos siquiera una partícula, un rastro del elemento misterioso que trajo a los hombres hasta aquí; no se quiere volver del mundo dorado sin haber tocado, sin haber palpado oro. La ocasión parece propicia. De vez en cuando se ve todavía, al pasar, un hombre de pie en medio del río de las Velhas zarandeando, a la usanza antigua, la arena en la batea. Esto tampoco ha cambiado en el curso de doscientos años: pobres buscadores de oro, de ningún modo románticos, tientan todavía la suerte, ya que todo el mundo tiene permiso para buscar el oro de aluvión según los métodos antiguos. Hubiera querido contemplar y observar a uno de esos pobres buscadores de fortuna en su penosa tarea, pero se me advirtió que no perdiera el tiempo. Durante horas y horas, a veces durante días y días, esa gente paupérrima zarandea en balde su batea, recogiendo sin ton ni son la arena del lecho del río. Hoy ya es una suerte muy grande cuando, por fin, uno de ellos encuentra una sola minúscula pepita en su criba. Ella le permite vivir unos pocos días estrechamente, para luego volver a sacudir por semanas y semanas. Buscar oro en la arena de aluvión se ha convertido aquí en tarea trágica, desesperante. Mientras un hallazgo feliz recompensa a veces el trabajo de años de un grampeiro, un buscador de diamantes, esos francotiradores de la caza del oro están en situación peor que el más pobre de los obreros. Ha tiempo ya que la explotación de oro sólo es posible sobre una base organizada y colectiva, como en las minas modernas de Morro Velho y de Espirito Santo, que son dirigidas por ingenieros ingleses y servidas por máquinas norteamericanas. Es una industria complicada, excitante y digna de verse, que conduce de la luz del día, hasta las entrañas de la tierra. Desde que el oro de Minas llegó a conocer a los hombres en toda su brutalidad, se retiró y escondió de ellos en las rocas. Ya no permite ser asido fácilmente, pero en los millares de años de cacería, el hombre también se ha vuelto mucho más hábil y refinado que sus antepasados. Inventó con la técnica un arma efectiva, y dentro de las galerías profundas, cada vez más profundas, manos de acero procuran ahora llegar hasta el malicioso metal. Las galerías han horadado la roca hasta dos mil metros de profundidad, y no pasan minutos, sino horas, antes de que el ascensor llegue a la galería más profunda. Allá se cumple la tarea principal. Con perforadores eléctricos se despedaza el mineral oscuro, que es luego transportado hasta el ascensor en pequeñas vagonetas tiradas por burros, pobres burros grises, condenados a trabajar y dormir toda su vida en las galerías, iluminadas por luz eléctrica, esclavos y víctimas, como los hombres, del oro. Sólo tres veces por año, en los días de Pascua, de Pentecostés y de Navidad, se les permite subir, por una sola jornada cada vez, a la luz del día, mientras las tareas permanecen en suspenso. Apenas ven la luz del sol, los pobres animales empiezan a gritar jubilosamente, a saltar y a revolcarse gozosos de la luz verdadera, que tanto tiempo echan de menos. Pero lo que se transporta en aquellas vagonetas no es oro puro, ni mucho menos. No es mas que un mineral bruto, gris, sucio, duro, un conglomerado en el que aun la vista más penetrante no podría descubrir un resplandor de oro. Pero entonces tratan máquinas gigantescas esos bloques de mineral, martillos enormes los destrozan, golpean y trituran hasta que se convierten en una masa blanda, continuamente lavada con agua, que luego pasa por tamices y por encima de mesas vibratorias. De ente modo se separa lo metálico cada vez más del resto de la masa que no tiene valor. La arena, purificada y muy fina ya, se tamiza nuevamente mediante procedimientos eléctricos y químicos, hasta que, por último al cabo de infinitas fases casi indescriptiblemente refinadas, se ha extraído del mineral hasta la última y mínima partícula de oro. Ahora, el elemento puro puede fundirse en crisoles candentes.
Durante una o dos horas se han visto con interés y atención esos procedimientos debidos al genio colectivo de infinitas invenciones. Se han visto centenares, y aun millares de hombres en esa fábrica gigantesca, los obreros en las galerías, junto a las máquinas, los cargadores, los fundidores, los fogoneros, los ingenieros, los administradores. El trueno de los martillos que se precipitan retumba todavía en el oído, duelen los ojos, que han visto demasiado en el cambio constante de oscuridad, luz artificial y natural. Se ha visto todo, menos lo principal, el oro puro, el resultado palpable de todos esos esfuerzos fantásticos. E impaciente quiere saberse cuánto produce la labor de los ocho mil hombres que día a día trabajan en esa obra. Se ansía saber qué cantidades inmensas de oro produce en un día el procedimiento complicado de esa maquinaria imposible de abarcar con una sola mirada, y el empeño de todas las fuerzas intelectuales, manuales, químicas y eléctricas que se han puesto en juego. Por último, se tiene oportunidad de ver el producto de una jornada y casi se queda aterrado, ya que parece tan insensatamente poco. No es, según yo había creído, un grandioso montón, no son bloques enteros como en las cámaras de Moctezuma, sino una barra pequeña de oro, no más grande que un ladrillo. Es, pues, un solo trozo de metal amarillo lo que esos ocho mil hombres extrajeron con ayuda de complicadísimas máquinas y con trabajo organizado del modo más hábil, y ese solo ladrillo dorado para los ocho mil hombres, paga los intereses de las inversiones e incluso alimenta, no se sabe dónde, a los accionistas anónimos. Y una vez más advertí la magia diabólica que en todos los siglos ejerce ese metal amarillo sobre los hombres. Reconocí por primera vez, con la vista y los sentidos, todo el absurdo de esa servidumbre cuando vi en París los subterráneos del Banco de Francia, donde, como en una especie de fortaleza, a muchísimos metros debajo de tierra, yacía en lingotes la pretendida riqueza de Francia, muerta y fría, en realidad millones y miles de millones imaginarios, cuando vi todo el trabajo, todo el arte y toda la fuerza intelectual que se emplean para volver a guardar en el seno de la tierra, en una mina artificialmente construida en París, el oro penosamente extraído en África, América y Australia. Y aquí, en otro extremo de la tierra, fui testigo del mismo empeño, del mismo arte, de la misma fuerza espiritual condensados en el trabajo de ocho mil hombres para arrancar astutamente a la tierra aquel mismo, metal muerto, sólo para que en alguna parte vuelva a ser enterrado en ella en la galería artificial de un Banco, de un subterráneo. Y me negué el derecho de burlarme de la locura de los buscadores de oro de Villa Rica, que se paseaban allí ataviados con trajes de gala, pues el delirio remoto se ha conservado hasta el día de hoy, y sólo cambia de formas. Ese frío metal sigue incitando a la humanidad más poderosamente que todas las dínamos y todas las ondas espirituales, y determina, con efectos incalculables, los acaecimientos de nuestro mundo. Y precisamente luego de haber visto delante de mí el ladrillo de oro frío y absolutamente trivial, cobré conciencia de lo absurdo.
Me ocurrió, pues, algo extraño en esos valles del oro. Había ido allí para conocer mejor su poder, su efecto, en el punto de su origen, a la vista de sus formas reales, palpables. Pero nunca conocí más profundamente el absurdo de esa ilusión que en el minuto en que toqué, completamente falto de respeto, el amarillo ladrillo de oro, al que aun parcela estar pegado el esfuerzo invisible de miles de manos: no era más que frío y duro metal. Ninguna vibración, ningún calor inundó mis manos, ninguna excitación sobrevino a mis sentidos, ningún respeto sintió mi alma. Y no logré comprender que sirviese a esa ilusión la misma humanidad que, sin embargo, es capaz de crear tan grandes y brillantes obras como aquellas iglesias luminosas, y de guardar en ellas, respetuosamente, el legado terrenal de la eternidad: el arte y la fe.