JARDINES, CERROS E ISLAS

De noche, cuando nos asomamos a la ventana, y el mar se tiende en calma, sin la menor brisa, sentimos en la atmósfera suave, saturada, endulzada con misteriosas esencias y resinas, que en Río siempre estamos entre árboles y jardines. Se les encuentra por doquier. No pasa un minuto sin que se eche un vistazo sobre el verdor. Muchas de las calles están flanqueadas de palmeras, en torno a casi todas las casas brotan tupidas matas con manchas de flores y frutas exóticas, y cuando más nos alejamos del mar tanto más pródigos se despliegan los parques, y muchas torres casi desaparecen abrazadas entre su cerco. Siempre y en todas partes vegetación. A veces amplíase, formando grandes jardines, como en la plaza París o en la de la República, pero dentro de la ciudad es siempre una naturaleza domeñada, subyugada, protegida. En Tijuca ya irrumpe impetuosamente, como un océano, una confusión tupida de árboles, setos y lianas; se diría que —tal como en el mar las olas rivalizan para llegar primero a la playa— esos troncos y esas copas luchan y disputan entre sí para abrirse camino en la espesura verde hacia el sol. La selva no es aquí, como en Europa, un aglomerado crepuscular, que la vista puede atravesar, sino una oscura masa compacta, y cuando se trata de penetrarla —aunque sólo sea unos pocos pasos— el hombre se siente prisionero, aislado como bajo una campana de buzo. La respiración percibe el aire extraño y condensado como el aliento húmedo, sofocante, de un animal gigantesco y peligroso. A una hora de distancia de la ciudad, se ha bordeado la zona de la selva virgen.

Por eso, el Jardín Botánico de Río —al decir de todos los especialistas (no cuento entre ellos), el más surtido del mundo— es tal maravilla y tal gloria. En él hay todo lo que encierra la selva virgen, sin sus terrores, su infinidad, su impenetrabilidad, sus peligros. Hay allí todos los árboles, todas las plantas, todos los fenómenos del trópico en sus ejemplares más espléndidos, y puede contemplárseles sin esfuerzo. La misma hilera de palmeras, a su entrada, es un espectáculo maravilloso, el vial de triunfo que siglo y medio atrás se levantó un rey —Juan VI— y que se yergue magníficamente simétrico y tieso como la columnata de un milenario templo griego. Se han visto innúmeras palmeras, tanto en el Brasil como en otras partes, y, sin embargo, se cree no haber sabido nunca cuán hermosa y majestuosa, cuán realmente «real» puede ser una palmera antes de haber visto éstas, tiesas como un cirio, magníficamente redondo el tronco con su corteza escamada, que parece delicada malla arábiga, y en lo alto, ¡oh, muy alto!, mucho más alto de lo que jamás se ha levantado la vista, la copa. Y en redor, a diestro y siniestro, los vasallos mandados venir desde todos los países y de todas las zonas, de Sumatra y Malaca, de África y el Ecuador, una familia gigantesca de variadísima especie. No se sabe cómo llamarlas, qué nombres darles, no se conocían antes las frutas de extraños colores y formas que llevan entre su follaje, pero se recibe la clara sensación de que esos gigantes tienen un origen remoto, y se piensa en las lontananzas exóticas de que proceden para ofrecer aquí el conjunto de sus frutos y colores. Y luego, a la sombra de arbustos abigarrados, en el estanque propicio, las flores enormes de la Victoria Regia, y en las partes más altas y boscosas, los arboles y arbustos de nuestras zonas, que se reconocen en el extranjero como amigos. Un museo viviente, por una parte, es ese jardín, sin embargo, al mismo tiempo, un perfecto trozo de naturaleza. Nada más genial en su trazado que la idea de recostarlo contra la falda de un collado: con ello se produce una ilusión, como si desde este parque en medio de una metrópoli hubiera de extenderse la ondulante vegetación cada vez más lejos, tierra, adentro, a través del país, del mundo entero, y como si uno se hallara nada más que al comienzo de sorpresas enormes. Ni por un instante tiénese la sensación de estar cercado. Es como si en un promontorio, de repente, se llegase junto al mar; una visión inolvidable de la infinidad de la naturaleza.

Pero ¿acaso es menos grandioso el otro parque de Río, el parque municipal, la Quinta da Boa Vista? No, sólo que es distinto. Quería servir únicamente a la belleza, y no como el Jardín Botánico, también a la ciencia. Fue creado como jardín de uno de los patricios brasileños que lo donó a la ciudad, para abarcar desde una villa en lo alto, con una sola mirada, todo lo que el paisaje de Río brinda en multiplicidad: el mar y la montaña, los valles y la exuberancia de su vegetación. Pero no resultó una mirada, sino un nunca acabarse de aspectos. Suaves pendientes aquí, artísticas flores allá, que compiten con el prodigio de colores de los araras, los más hermosos de todos los papagayos, y en medio un estanque aquí y una terraza allá; todas las artes de la arquitectura de jardines están aquí conscientemente aplicadas. Y tratándose, como se trata, de Río de Janeiro, hay que imaginarse como remate de todo aquello un cielo claro, puro, que cual un. disco azul acerado, distribuye la luz del modo más penetrante y a la vez más difuso, de manera que cada color descarga, por así decirlo, con fuerza de explosión y destaca exactamente hasta el contorno más fino de un árbol. Y a todas esas hermosuras se agrega, por último, aquella que en verdad es la que da el toque de perfección a la naturaleza: el gran silencio. Son tan extensos esos parques que rara vez se encuentra a alguien en ellos; allí es posible hallarse, en medio de una gran ciudad, bienaventuradamente solo con lo perfecto. Allí se apaga el ruido y sólo la tierra respira, con mil cálidos labios invisibles, el aire suave y sofocante.

Otro día nos dirigimos a zonas más elevadas. ¿Es posible ver montañas en una ciudad, sin sentir el afán de subir a ellas, sin el deseo de ver tendida clara y abierta la confusión verde y de piedra en la que se vive? Es fácil satisfacer tal gusto, pues la ascensión al Corcovado, que se levanta a 700 metros sobre la ciudad —mejor dicho, dentro de la ciudad—, y que de noche alza con grandioso gesto de bendición su cruz eléctricamente iluminada sobre toda la bahía de Guanabara, no puede llamarse siquiera una excursión: en veinte minutos un automóvil recorre las muy cerradas curvas del sombreado camino hasta la cima. Y ahí se despliega un panorama inolvidable. Por fin, la vista abarca la ciudad entera con su bahía, sus montañas y lagos, sus islas y barcos, sus casas y sus playas. Por fin, diseñado con líneas azules, verdes y blancas, el trazado de Río y a la vez su grandiosidad. Azotado por el viento, apoyado contra la estatua gigantesca del Redentor, abarco la vista entera; es, en verdad, la vista de las vistas y, sin embargo, imposible de ser fotografiada, como todo en Río, porque sus perspectivas se. tienden y dilatan demasiado. Hacia todos los lados hay aspectos que invitan a la contemplación, a la derecha lo mismo que a la izquierda, al Norte, Sur, Oeste y Este; aquí es el mar, cuyo azul continúa al infinito, allá, la sierra de Orgãos; luego, la planicie, la playa, la bahía y la ciudad. Sólo entonces se comprende, desde esa altura y casi desde la perspectiva del pájaro, la combinación sin igual.

Y, sin embargo, el Corcovado no es más que uno de los tantos cerros de Río, y sólo es el más concurrido porque el ferrocarril y la autovía lo hacen tan cómodamente accesible a los turistas. Pero ¡cuántos caminos más hay en esas montañas y oteros, cuántos panoramas desde cada uno de ellos, desde el alto de Boa Vista, desde Tijuca, la Mesa del Emperador, la Vista Chinesca, el cerro de Santa Teresa, y todos esos rincones y terrazas sin nombre! Lo que desde la cima del Corcovado parece reunido, se divide, se separa, y el panorama se desintegra cinematográficamente en distintas escenas y paisajes: no se acaba nunca de ver Río. Nunca se acaba de conocerlo, y en esto reside su verdadera belleza, su belleza imperecedera.

Desde los cerros se han visto islas y más islas, en medio de la bahía que se extiende infinitamente, grises y rocosas las unas, verdes y floridas las otras, y todas ellas diseminadas en la: superficie azul como en un juego despreocupado de gigantes. ¿No hay que visitarlas a ellas también? Por supuesto, siquiera a algunas de ellas. Una ancha y sólida lancha nos conduce, primero a lo largo de las islas próximas a la rada, que en su mayoría tienen un destino práctico, sirviendo de asiento a la Escuela Naval o a depósitos de petróleo; sólo al cabo de una hora nos acercamos a las islas más interesantes. Algunas de ellas no son más que arrecifes desnudos, sobre los cuales vuelan bandadas de pájaros; en otras hay palmeras y una que otra casa vieja. Por último, se desembarca en Paquetá, y despiertan de repente viejos recuerdos de la infancia, el recuerdo de libros de viaje—, Colón en Guanahaní, el capitán Cook en Tahití y Robinsón Crusoe en su isla. Porque Paquetá es una de esas islas bienaventuradas, densamente floridas, llameantes de flores, la realización del sueño de los mares del Sur. No hay en ella autos ni elegantes balnearios, como en Honolulú y Hawaii, que vendieron por dinero su inocencia. En un viejo carricoche tirado por caballos dase la vuelta a la playa; aquí y allá, una casucha, un campo, un jardín; el resto, naturaleza inalterada, magníficamente tropical, más allá del tiempo y de los tiempos. Se tiene la impresión de que esa isla ha de pertenecer a nadie y a todos, pero, admirable contraste —Río es verdaderamente inagotable en el arte de los contrastes— separada sólo por un angosto brazo de mar, se yergue enfrente una isla que es propiedad de una sola persona: Brocoió. Aquí, el propietario convirtió una minúscula isla, inhabitada durante años y años, en un paraíso para sí solo, y colocó en su centro una casa encantadora, abierta y con terrazas hacia todos lados, con todo el confort de nuestra época, con libros, un órgano y seductores aposentos para huéspedes. Mientras Paquetá es un trozo de naturaleza, Brocoió es un pedazo de cultura. En bien cuidados jardines, con bordes de piedra y piso de grava, juegan perros y pavos reales, y hay destellos de bichos extraños; amplios parques bordean el camino, que trepa por una colina: en media hora hemos dado la vuelta a este reino. ¡Qué soledad tan divina bajo estas palmeras, apoyadas contra un cielo eternamente azul y cuya sombra se proyecta sobre un mar eternamente azul también! Y soledad, soledad consoladora, hasta donde nuestros pensamientos la soportan; una sacudida; el motor arranca y media hora más tarde estamos de vuelta en la ciudad, en medio del fragor de la vida. Y al desaparecer entre las olas aquellos contornos con las palmeras de hermosa esbeltez, nos preguntamos si lo hemos visto en realidad o si lo hemos soñado, puesto que nos parece inverosímil que nuestra época produzca todavía formas de belleza tan puras y tan perfectas. Hemos sorbido (¡y cuántas veces ya lo hicimos en esta ciudad!) una gota más de la abundancia dorada de este mundo.