ECONOMÍA

El Brasil, que por su extensión es, incomparablemente, el mayor Estado de Sudamérica y abarca un área superior aún a la de los Estados Unidos de Norteamérica, constituye hoy una de las más importantes reservas, si no la más importante de todas, para el futuro del mundo. Cuenta con una inmensa riqueza de tierra que aun no ha conocido el cultivo ni el arado y, bajo la tierra, metales, minerales y riquezas que están lejos todavía de ser aprovechados o siquiera descubiertos en su totalidad. Hay en este país una posibilidad de colonización en una extensión que acaso calcule mejor un fantaseador que el hombre dedicado a las estadísticas usuales. La misma diferencia de los cálculos, según los cuales el país, que hoy alberga aproximadamente cincuenta millones de hombres, podría contener quinientos o setecientos o novecientos millones, sin que su densidad fuese superior a la normal, suministra un fundamento, para las estimaciones de los peritos en cuanto a lo que el Brasil podrá significar para nuestro cosmos dentro de un siglo, acaso ya dentro de un decenio. Se hace gustosamente suya la breve fórmula establecida por James Bryce: «Ningún país grande del mundo, perteneciente a una raza europea, posee parecida abundancia de tierra para el desarrollo de la existencia humana y de una industria productiva».

Con la forma de un arpa gigantesca, reproduciendo de modo curioso con sus fronteras el perfil de la América latina entera, es este país todo al mismo tiempo: sierra, litoral, pampa, selva, cuenca de ríos, y fértil en casi todas sus partes. Su clima reúne todas las transiciones de lo tropical a lo subtropical y lo templado; su aire es húmedo aquí y seco allá, oceánico en una parte y alpino en otra; al lado de zonas poco lluviosas hay otras de abundante precipitación, lo que ofrece posibilidad para la vegetación más variada.

Brasil posee o alimenta los ríos más grandes del mundo, el Amazonas y el Plata, sus montañas recuerdan en muchas partes a los Alpes y alcanzan con su cima más elevada, el Itatiáia, los tres mil metros, y con ellos la zona de los hielos eternos. Sus cascadas de agua, el Iguazú y el Sete Quedas, superan en potencia al infinitamente más famoso Niágara y cuentan entre las mayores reservas de electricidad del mundo. Sus ciudades, como Río de Janeiro y São Paulo, ya pueden rivalizar hoy, en medio de un crecimiento fantástico, con el lujo y la belleza de las capitales europeas. Todas las formas del paisaje cambian ante la mirada continuamente fascinada, y la diversidad de su flora y fauna ofrece a los investigadores, desde hace siglos, siempre nuevas sorpresas. Una sola enumeración de las clases de pájaros ocupa tomos enteros de catálogos, y cada nueva expedición es portadora de cientos de nuevas especies. Más de lo que aún permanece oculto debajo de tierra como posibilidades latentes en minerales y metales, el porvenir lo revelará. Una sola cosa es segura, y es que los mayores depósitos de hierro del mundo esperan en el Brasil, intactos todavía, suficientes ellos solos para proveer a nuestro globo terráqueo durante siglos y siglos. También se sabe con certeza que en el cuadro geológico difícilmente falta en este enorme imperio una clase de metal, de piedra, ni de especie vegetal. A pesar de lo mucho que en los últimos años se realizó en el sentido de la creación de un orden y de una visión general, la comprobación y la valuación verdaderas se hallan todavía en los comienzos e incluso aun antes del comienzo decisivo. Hay que repetirlo, pues, una y otra vez: este inmenso país, gracias a su virginidad y amplitud, significa para nuestro mundo apremiado, en parte ya cansado y agotado, una de las mayores esperanzas y, tal vez, la esperanza más justificada de nuestra actualidad.

La primera impresión que se recibe en este país es la de una opulencia perturbadora. Todo es vehemente en él: el sol, la luz, los colores. El azul del ciclo estalla más violento, el verde es oscuro y saturado, el suelo compacto y rojo; ningún pintor puede hallar en su paleta tonos más ardientes, más deslumbrantes, más irisados que el que las aves llevan en su plumaje, las mariposas en sus alas. La naturaleza alcanza siempre su superlativo, las tormentas que con relámpagos estruendosos rajan el firmamento, las lluvias que se precipitan como cataratas, la vegetación que en el correr de unos pocos meses se multiplica y se convierte en enormes florestas verdes, el suelo intocado desde los siglos y milenios y no provocado aún al máximo rendimiento, responden aquí con una energía casi increíble a toda excitación. Si se recuerdan el esfuerzo, la tortura, la habilidad, la tenacidad que en Europa hacen falta para arrancar a un jardín o un campo unas flores o frutas, se encuentra aquí, en cambio, una naturaleza que más bien hace falta dominar para que no se desarrolle demasiado pródiga, demasiado impetuosa. Aquí no hay que fomentar, sino que hay que detener el crecimiento para que con su ímpetu bárbaro no invada las plantaciones dispuestas por el hombre. Solos y sin cuidado crecen los árboles y arbustos que ponen la alimentación ni alcance de la mano de una gran parte de la población: bananas, mangos, mandioca y ananás. Y cada nueva planta, cada fruto traído de otro continente, se adapta y acostumbra de inmediato a ese humus virgen.

Esa impetuosidad y esa facilidad, casi diría, la generosidad con que este país responde a todo experimento que se realice en él, se ha convertido en el curso de su historia económica, paradójicamente, varias veces en un peligro. Se produjeron, en sucesión casi regular, crisis de superproducción debidas sólo a que todo sucede demasiado rápida y fácilmente, y cada vez que el Brasil empezaba a producir algo —las bolsas de café arrojadas al mar en el siglo veinte constituyen el último ejemplo— tenía que contenerse para no producir en exceso. Por esta razón, la historia económica del Brasil está llena de sorprendentes mutaciones y acaso es hasta más dramática que su historia política. Generalmente, el carácter económico de un país está inequívocamente definido desde los comienzos; cada uno de ellos toca, por así decirlo, su propio instrumento único y el ritmo no suele cambiar esencialmente en el curso de los siglos. Este país es un país de jardines, aquél extrae su riqueza de la madera y los metales, este otro, de la ganadería. La línea de la producción puede oscilar y acusar tal cual ascenso y descenso, pero la orientación sigue comúnmente invariable. El Brasil, en cambio, es un país de constantes transformaciones y de reorganizaciones bruscas. Puede decirse que cada siglo originó aquí una característica económica, y dentro de ese desarrollo dramático, cada acto tiene su nombre propio: oro o azúcar, café o goma o madera. En cada siglo, más aún, cada medio siglo, el Brasil manifiesta otra nueva y distinta sorpresa de su opulencia.

En los comienzos remotos, durante el siglo dieciséis fue la madera, el pau-brasil, lo que dio al país su característica económica y hasta su nombre definitivo. Cuando las primeras naves tocaron tierra en esas costas, los europeos quedaron grandemente desencantados. No encontraron nada que llevarse y robar; el Brasil no tenía nada para ellos, salvo su naturaleza, una naturaleza exuberante, virgen, anárquica, que aun no se había sometido al hombre. Nem ouro, nem prata; esta fórmula breve del primer informe bastaba para reducir el valor comercial del nuevo país, en un principio, a cero. No se podía quitar nada a los aborígenes, que miraban asombrados a los extraños hombres blancos, vestidos, porque no poseían nada fuera de su propia piel y su propio cabello. Aquí no había actuado con anterioridad una cultura nacional, como en el Perú y en Méjico, una cultura que tejiendo fibras hacía telas, o que extraía metales del seno de la tierra para martillarlos y convertirlos en adornos y armas. Los antropófagos desnudos de la Terra de Santa Cruz no habían alcanzado siquiera el primitivo grado de civilización; no sabían trabajar el suelo, ni cuidar el ganado, ni levantar chozas. Sólo recogían y engullían lo que encontraban en los árboles y en el agua, y seguían adelante en cuanto habían consumido todo lo que una región podía brindarles. Pero al que no tiene nada, nada puede quitársele; desengañados, volvieron los marineros a sus barcos, dejando un país del que no valía la pena llevar cosa alguna, pues hasta los mismos hombres que lo habitaban resultaban inservibles. Si se los apresaba para convertirlos en esclavos y si se los obligaba a trabajar, se consumían de ordinario bajo el látigo en el curso de pocas semanas, se dejaban caer a tierra y morían.

Lo único que esos primeros barcos llevaban en su: viaje de regreso eran algunas curiosidades, unos cuantos monitos inquietos, y aquellos papagayos magníficamente abigarrados, que las distinguidas damas europeas gustaban guardar, como animales de lujo, en jaulas y en razón de los que muchas veces se llamaba al país también Tierra de los Papagayos. Sólo en oportunidad del segundo viaje se descubrió un producto que, en todo caso, podía compensar el comercio con una tierra tan alejada, el palo del Brasil. Esa madera que se llamaba «brasil» (de «braso», arder) porque la superficie de su corte es de un brillante color rojizo, como una brasa, no tenía, en realidad, tanta aplicación como madera cuanto como colorante, pero, puesto que no se conocían otros tales, era en esa condición muy solicitada en el comercio, igual que todo otro artículo exótico.

El gobierno portugués está demasiado ocupado como para encargarse él mismo de una exportación regular de palo del Brasil. El monopolio de la madera es un negocio demasiado insignificante y, además, demasiado trabajoso para quien emplea todas sus fuerzas marítimas y militares a fin de arrebatar los tesoros a los príncipes indios. La explotación, sin embargo, es lucrativa. Un quintal de esa madera colorante que, calculando todos los gastos de transporte y todos los riesgos, viene a costar en Lisboa medio ducado, reporta en Francia o en los mercados holandeses dos y medio y aun tres ducados. Pero la corona necesita para sus grandes y grandiosas empresas ganancias rápidamente realizables. Prefiere, por lo tanto, arrendar el monopolio de la madera contra pago al contado a uno de los más ricos «cristianos nuevos», a Fernando de Noronha, quien luego, en compañía de sus correligionarios refugiados, organiza ese comercio en Pernambuco. Pero aun bajo su dirección no pasa de ser un comercio en pequeña escala, sin perspectiva de convertirse en algo que pudiera promover una colonización regular y el establecimiento de factorías grandes. Un mero colorante no basta para impulsar la población de ese país, que no deja de estar muy distante. Si el Brasil ha de desarrollarse en el sentido de un factor productivo para el mercado mundial, hay que encontrar primero un nuevo producto de venta, de mayor rendimiento, y el breve ciclo del palo del Brasil ha de quedar sustituido por otro de más rápida e importante circulación. En la época de su descubrimiento, no dispone de tal producto el Brasil, o, mejor dicho, la estrecha franja del litoral explorada hasta entonces. Si ha de volverse fecundo para. la economía europea este país, primero ha de ser fertilizado por Europa. Todas las plantas, todos los productos que deben crecer y medrar en sus zonas exuberantes, han de ser introducidos y adaptados primero, y, aparte de ello, han menester de un abono especial: el hombre. Desde la primera hora de la existencia del Brasil, el hombre, el colono, como elemento vivificador, fertilizante, resulta la más imprescindible de sus necesidades. Cuanto el Brasil ha de producir hay que llevárselo desde Europa, debe enseñárselo Europa. Pero todo cuanto ésta le presta en plantas y energías humanas, la nueva tierra lo devuelve al viejo continente con multiplicado interés. Mientras los países ultramarinos del Oriente, donde pueden sacarse, robarse, tomarse tesoros apilados, representan para Portugal un problema de conquista, este país, totalmente inorganizado aún, resulta desde el principio un problema de colonización y de inversión.

Como primer ensayo de trasplantación y cultivo de un producto no oriundo del Brasil, los portugueses traen la caña de azúcar, desde Cabo Verde. Y ya este primer experimento da el mejor resultado: la naturaleza realiza en el Brasil de un modo superabundante toda tarea que se le exige. La caña de azúcar significa un objeto do producción absolutamente ideal para un país no organizado aún, porque su plantación y explotación no requieren sino un mínimo de trabajo manual y ningún conocimiento previo. Apenas acaba de ser hundida en la tierra, la caña crece, sin exigir mayor cuidado, y produce un arbusto de dos pulgadas de ancho, y ello más de una vez por año. Con los procedimientos más sencillos y fáciles se extrae su precioso jugo. Basta colocar la caña entre dos rollos de madera; dos esclavos —un buey costaría demasiado dinero— hacen girar una palanca horizontal, trotando en un círculo cerrado. Su incansable ronda aprieta los cilindros de continuo uno contra el otro, hasta que la última gota de jarabe es extraída de la caña. Este jugo blancuzco, pegajoso, se hierve luego y se le da forma de terrones o panes, y la caña exprimida sirve todavía, lo mismo que las hojas quemadas, como abono y ceniza para la agricultura. Ese primero y más primitivo método de fabricación se perfecciona en múltiples ensayos; pronto, los ingenios, unas pequeñas fábricas, se instalan a la vera de los ríos para poder aprovechar la fuerza hidráulica en lugar de la fuerza humana. Pero en todas sus formas, la explotación del azúcar sigue siendo un proceso en extremo sencillo y, además, el más productivo. El azúcar blanco, extraído por esclavos negros de unas cañas marrones, se convierte con asombrosa rapidez en oro amarillo y pesado. Desde que Europa, en oportunidad de las Cruzadas, entró en un primer contacto con el mundo refinado y civilizado del Oriente, demuestra una avidez incontenible para las especias picantes y estimulantes, por una parte, y las golosinas y cosas dulces por la otra. Enriquecida por el comercio floreciente, ya no gusta en adelante de sus manjares espartanos, monótonos, pobres, y se procura placeres del paladar más refinados y matizados. Ya no le basta el escaso dulce que hasta entonces se elaboraba exclusivamente en base de la miel. Desde que probó la nueva sustancia dulce, el azúcar, exige con terquedad infantil cada vez mayor cantidad de ese alimento luculiano. Y puesto que habrán de transcurrir tres siglos hasta que Europa —en tiempos del bloqueo continental— extraerá azúcar de la remolacha indígena, hay que traerlo por lo pronto como artículo de lujo desde zonas exóticas, y los comerciantes, que pueden contar con una clientela creciente, pagan cualquier precio por ese mercadería nueva. De repente, el Brasil adquiere importancia para el mercado mundial. Puesto que los gastos de esa producción primitiva son casi nulos, ya que no cuestan nada ni la tierra, ni la planta, ni los esclavos, que son en los ingenios los animales de trabajo más, económicos, las ganancias se multiplican rápidamente, y la riqueza que el Brasil —más propiamente dicho, Portugal— obtiene de esos establecimientos llega a lo inconmensurable. La producción se amplía y aumenta de semana en semana; durante tres siglos, la situación privilegiada y de monopolio del Brasil en esa materia ya no puede conmoverse; el volumen gigantesco que acaba por alcanzar esa exportación queda patente por el solo ejemplo de que en muchos, años el Brasil exporta azúcar por un valor de venta de tres millones de libras esterlinas, una suma, superior al valor íntegro de las exportaciones simultáneas de Inglaterra. Sólo hacia fines del siglo dieciocho empiezan a mermar las ganancias, porque el Brasil mismo malogra, debido a la superproducción, el precio de venta de su «oro vegetal». Como todos los demás productos coloniales, la pimienta, el té y la goma, lo que por ser rareza había sido además una preciosidad, se convierte, a causa de la superproducción, en algo común y corriente. La introducción del azúcar de remolacha asesta el último golpe a la gran oportunidad favorable, pero el ciclo del azúcar ha cumplido brillantemente su misión económica dentro de la historia económica del Brasil, y. el ocaso del producto principal llega demasiado tarde para poner en peligro a la economía basada ya sobre artículos distintos. Apoyado sobre la débil caña que los primeros barcos trajeron del viejo mundo, el Brasil atravesó tres siglos y se fortaleció lo bastante para poder proseguir luego su camino sin tal apoyo.

Al poco tiempo se agrega un segundo producto de exportación, en cierto sentido similar al primero, porque también fomenta un vicio europeo: el tabaco. Ya Colón había encontrado fumando a los primeros aborígenes, y los demás navegantes habían llevado consigo a la patria esa extraña costumbre. Los europeos, primero, consideran ese masticar, fumar y aspirar de la hoja parda como un hábito bárbaro. Se hace burla y escarnio de los marineros que mascan los gruesos rollos entre los clientes y que escupen la sucia savia marrón. Se ríe y se llama locos a los pocos aficionados que apestan el aire con sus pipas de barro, y pesa sobre ello una prohibición estricta dentro de la buena sociedad y, sobre todo, en la corte. No es, pues, por placer ni por imitación o moda como Europa de pronto se acostumbra al tabaco, sino por temor. En los días de pánico, cuando las grandes pestes atacan y diezman en rápida sucesión las distintas ciudades de Europa, muchos —desconociendo aún los microbios— creen poder prevenirse contra el contagio fumando sin cesar e inmunizándose así con un veneno contra el otro. Pero pasada la epidemia y vencido el temor, los hombres se han acostumbrado al tabaco, debido al constante fumar —lo mismo que al coñac, que anteriormente sólo se administraba en pequeñas dosis a modo de medicamento— y ya no quieren renunciar a él, como no renunciarían tampoco a comer y beber. De año en año, Europa reclama mayor cantidad, y el Brasil se establece también en este caso como proveedor al por mayor, pues el tabaco crece silvestre en ese país, y se reconoce a sus hojas la mejor calidad. Lo mismo que su hermano, el azúcar, el tabaco no exige cuidados ni atención especiales. No se necesita más que arrancar las hojas de los arbustos, que crecen por sí solos, secarlas, enrollarlas, y ya lo que en su punto de origen carece casi de valor, se encamina como mercancía valiosa hasta las embarcaciones.

El azúcar, el tabaco y, en menor medida, el cacao, el tercer objeto codiciado por el novísimo placer del paladar europeo, forman los tres pilares principales sobre los que descansa la economía brasileña hasta el siglo dieciocho. A ellos se agrega, tan pronto como Europa aprendió: a hilarlo, como cuarto hermano, el algodón. El algodón existía desde el principio en el Brasil, crece silvestre en las selvas del Amazonas y en otras provincias, pero en contraste con los aztecas y peruanos, más civilizados, los indígenas no sabían hilarlo; sólo durante la guerra empleaban sus copos, colocándolos en la punta de sus flechas para incendiar poblados enemigos, y, en la región de Maranhao, el algodón servía, de modo curioso, hasta de circulante. Al principio, Europa tampoco sabe qué hacer con el algodón: aun cuando el propio Colón ya llevó algunos copos de esa lana blanca a España, nadie advierte su futura importancia como materia textil. En el Brasil, en cambio, los jesuitas, enseñados, a lo que parece, por informes llegados desde Méjico, ya conocen en 1549 la utilidad del algodón y enseñan a los indígenas de sus aldeas a hilarlo. Pero sólo gracias al invento de las máquinas de hilandería (1770-1773), el algodón puede llegar a constituir un producto de comercio importante. Con esas máquinas, por otra parte, iníciase la llamada «revolución industrial». Desde fines del siglo dieciocho, Inglaterra, en primer término, que ocupa un millón de tejedores, necesita siempre mayor cantidad de algodón para su producción mundial y paga cada vez mejores precios. De esta suerte, el algodón, que antes medraba silvestre en los bosques, es plantado en adelante sistemáticamente en el Brasil; ya en los comienzos del siglo diecinueve, la exportación de algodón representa la mitad de la exportación total del Brasil, y con ello la salvación de su equilibrio comercial. La aguda baja de precios del azúcar queda compensada felizmente por esa exportación gigantesca, en una de esas felices y rápidas reorganizaciones, tan típicas para la historia económica del Brasil.

Todas esas materias primas, el azúcar, el tabaco, el cacao y el algodón se suministran crudas y no se elaboran en el país mismo; liará falta un desarrollo largo antes de que el Brasil esté suficientemente libre y maduro para una industria de transformación, organizada y mecanizada. Su esfuerzo se limita a la plantación, recolección y embarque de los llamados «productos ultramarinos», es decir, a los procedimientos primitivos para cuya realización no hacen falta sino manos. Pero, en verdad, muchas manos y baratas. Por esa razón, los hombres representan la materia prima más necesaria que ese país, más que rico en todos los productos naturales, debe importar en cantidad cada vez mayor. Es, tal vez, la característica más singular de su historia económica el que el Brasil carecerá en todo tiempo de la fuerza motriz a la sazón más conveniente y tendrá que importarla —en los siglos anteriores, el brazo humano, en el siglo diecinueve, el carbón, y en el siglo veinte, el petróleo—. Es natural que en aquellos primeros años se procurase la más económica de esas fuerzas motrices. En un principio, los colonos tratan de esclavizar a los aborígenes; pero como éstos, en razón de su constitución delicada, resultan poco rendidores y, además, los jesuitas insisten continuamente en el respeto a los edictos reales para la protección de la población indígena, en el año de 1549 se inicia una verdadera importación de «marfil negro». Mes tras mes, y pronto también semana tras semana, se transportan nuevos cargamentos de esa materia prima viviente en horribles barcos, que se llaman tumbeiros, porque en la travesía muere regularmente la mitad de los negros encadenados y amontonados. En el curso de tres siglos, el Brasil importa por lo menos tres de los diez millones de esclavos que el Nuevo Mundo obtiene en el África saqueada y despoblada, Ya no será posible reconstruir nunca más las cifras exactas (hay quien calcula esa importación hasta en cuatro y medio millones), puesto que Rui Barbosa, con un gesto de noble propósito, dio en 1390 orden de quemar los documentos guardados en archivos y relacionados con la importación de esclavos, para redimir a la joven república de esa ignominia.

Durante mucho tiempo, el tráfico de esclavos es considerado en el Brasil como el negocio más lucrativo, aunque no muy honroso; financiado desde Londres o Lisboa, asegura tanto al fletador como al vendedor ganancia segura, gracias a la creciente demanda. En un principio, el esclavo negro, que en el mercado de Bahía se comercia a un precio que oscila entre los cincuenta y los trescientos mil reis, parece bastante caro en comparación con el esclavo aborigen, al que se cotiza a cuatro y a lo sumo setenta mil reis. Pero el precio de adquisición de un huesudo negro del Senegal o de Guinea debe incluir los gastos de transporte, una recompensa por la «mercadería» averiada y tirada al mar durante el trayecto, el enorme beneficio de los cazadores de esclavos, de sus vendedores y de los capitanes y, además, el derecho de importación, de tres a tres y medio mil reis, que el cristianísimo rey de Portugal manda cobrar por todo esclavo que pasa por la aduana, interviniendo así en ese negocio oscuro. A pesar de ese precio elevado, la adquisición de negros sigue siendo para los hacendados tan imprescindible como la de palas y arados. Un negro fuerte trabaja, si de tarde en tarde se le aplica una tanda de latigazos, doce horas diarias, sin recibir por ello recompensa alguna; además, el capital así empleado no significa un gasto, sino una inversión a rédito, pues aun en sus pocas horas de descanso, el negro aumenta la fortuna de su amo con los hijos que engendra y que, desde luego, pasan como nuevos esclavos gratuitos a posesión del dueño. Una pareja de negros, adquirida a los dieciséis años de edad, procura a la familia de sus amos, en el correr de dos o tres siglos, una generación entera de esclavos. Esos esclavos representan la fuerza motriz que mantiene el impulso de las grandes haciendas, y como la tierra misma no tiene casi valor en ese país inmenso, la riqueza de un hacendado se mide por la cantidad de sus esclavos, tal como en la Rusia feudal la fortuna de un estanciero no se calculaba según la extensión de sus tierras, sino según él número de «almas» que poseía. Hasta muy adelantado el siglo diecinueve, los negros son, en medida cada vez mayor, los verdaderos pilares de la economía. Sobre sus hombros descansa todo el peso de la producción colonial, en tanto que los portugueses sólo dirigen y vigilan, como funcionarios, inspectores y empresarios, la marcha ininterrumpida de esa maquinaria de trabajo puesta en movimiento por millones de brazos negros.

Esa separación demasiado rigurosa entre blancos y negros, entre dueños y esclavos, es desde un principio peligrosa, y de no haber sido por el esfuerzo compensador de la colonización iniciada en el interior del país, habría comprometido sin cesar la unidad del Brasil. En sus comienzos, ese país inmenso carece de por sí ya de un equilibrio estático, debido a que durante el primer siglo y gran parte del segundo, toda fuerza activa, y, por lo tanto, toda afluencia de sangre y de hombres se concentra en el Norte. Para el mundo de entonces, la zona tropical —muy en contraste con la decadencia actual— representa el verdadero tesoro del Brasil. Allí se concentra la actividad económica hasta que quede satisfecha la primera y más precipitada avidez de Europa por productos coloniales. Bahía, Recife, Olinda, de simples puntos de trasbordo se convierten en ciudades reales, y edifican iglesias y palacios en una época en que en el interior sólo se levantan humildes chozas y capillas de madera. Aquí cargan y descargan sin cesar barcos europeos, allí afluye continuamente la materia prima constituida por los negros, allí se empaquetan las nueve décimas partes de todas las mercancías ultramarinas destinadas al transporte a través del océano, allí se establecen las primeras oficinas, y cerca de esas ciudades, que crecen con ímpetu tropical, se concentran también, por la mayor comodidad del transporte, los ingenios y las plantaciones de más rendimiento. Quienquiera que en el año de 1600, de 1650 y en rigor hasta en 1700 pronuncia en Europa, el nombre del Brasil no alude prácticamente sino al norte del país y, más propiamente dicho, al litoral del mismo, con sus ya universalmente conocidos puertos, su azúcar, su cacao, su tabaco, su comercio y sus negocios. Nadie, ni siquiera el rey de Portugal, sospecha en Europa que, invisible, debido a las altas cadenas montañosas, en el interior del Brasil se ha ido iniciando lejos de la curiosidad de los navegantes y comerciantes, un desarrollo comercialmente acaso menos provechoso, pero incomparablemente más sano. Esa colonización, metódica y promovida con diligencia tenaz y sistemática con elementos aborígenes, constituye la gran acción de los jesuitas a favor del Brasil. Con una previsión que abarca siglos enteros, infinitamente más que la de los funcionarios fiscales y la de los intermediarios, que sólo consideran ganancia lo que puede convertirse rápidamente en dinero contante y sonante, reconocieron, clarividentes, que el fundamento económico de un pueblo no puede consistir a la larga en el conjunto incierto de aislados artículos de monopolio ni en el trabajo de esclavos comprados. Un país que quiere conformarse debe aprender primero a labrar la tierra y a sentirla suya. La grandeza de esa empresa no puede considerarse debidamente sino desde dos puntos de vista: teniendo en cuenta que ha nacido de la nada, y frente al resultado definitivo, evidente ante el mundo actual. Una sana economía nacional sólo podía desarrollarse sobre la base de la milenaria y eterna forma original de la agricultura y la ganadería; el que haya sido posible educar para esa tarea indispensable precisamente a las tribus, aun totalmente nómadas significa, en el terreno moral, el comienzo verdadero de la nación brasileña.

Tal tarea empieza desde cero. Cuando Nóbrega y Anchieta llegan al país, faltan, aparte de la tierra, que nadie cultiva, aparte de los nativos, que no saben todavía cómo labrarla, las fuerzas que unen y atan. No se dispone de nada, todo hay que traerlo primero a través del mar, cada cabeza de ganado, cada vaca, cada ternero, cada cochino, cada martillo, cada serrucho, cada clavo, cada azada, cada rastrillo, y, aparte de ello, también las plantas y semillas, y luego hace falta enseñar poco a poco y con mucho trabajo a esos seres, desnudos e infantiles, cómo han de arar, cómo han de cosechar, cómo han de construir establos para el ganado y cómo deben tratar a las bestias. Aun antes de que puedan enseñarles cabalmente a ser cristianos, los jesuitas deben enseñar a los aborígenes las distintas faenas, y primero deben infundirles la voluntad del trabajo para sólo después penetrarlos de los conceptos fundamentales de la fe. Lo que en la lejanía ha sido para los jesuitas un proyecto espiritual de gran envergadura, se convierte en pequeña y fatigosa labor de detalle, que sólo la fuerza disciplinada de unos hombres entregados con toda su vida a una idea puede llevar a cabo: la civilización del hombre mediante el cultivo de la tierra. Nada de cuanto esos primeros maestros, esa docena de hombres, llevan consigo en libros, medicamentos, herramientas, plantas y animales, fue de un efecto tan vivificarte y tonificante para el desarrollo como su tenaz y a la vez ardiente energía. Las flamantes aldeias, esas primeras poblaciones, crecen y se desarrollan rápidamente —como todo en el Brasil— y pronto los jesuitas pueden informar en sus cartas, con justificado orgullo, cuán felizmente se opera esa unión, esa unión de la tierra con los hombres, y ese cruce de blancos y aborígenes que forman una nueva y activa generación. Ya los padres, creen que su labor ha tenido éxito: São Paulo —primero la ciudad y luego la provincia— se va poblando y las aldeas van surgiendo una tras otra, tierra adentro. Pero la conquista verdadera del país no se efectuará del modo tranquilo, pacífico y metódico que ellos prevén, sino de muy otra manera. La historia, al realizar una idea, gusta siempre apartarse del proyecto trazado por los hombres, para seguir su propia ruta; y así ocurre también en esta contingencia. Los jesuitas establecieron en aquel suelo una generación joven para que lo trabajase. Pero ya la nueva generación de los «mamelucos».. los mestizos, trasponen impaciente los límites que los píos padres les habían fijado. En su sangre perdura todavía el gusto por la inquieta vida nómada de sus antepasados indígenas y, por otra parte, la ferocidad desenfrenada de los primeros colonos. ¿Por qué labrar la tierra con sus propias manos, en vez de hacerla trabajar por otros, por esclavos? Pronto, los hombres semioscuros, se convierten en los enemigos más encarnizados de los hombres de color, los hijos de los aborígenes, cuyos padres fueron salvados por los jesuitas de la esclavitud, en los más feroces tratantes de esclavos, y precisamente en São Paulo, con la que los jesuitas habían soñado como con un centro de pureza moral y de unidad espiritual, surge la nueva generación de conquistadores, los paulistas, que al poco tiempo se transforman en los enemigos acérrimos de los jesuitas y de sus esfuerzos colonizadores. Reunidos en grupos marciales, esos bandeirantes (que de modo curioso parecen similares a los cazadores africanos de esclavos) recorren en sus entradas el país, destruyen los poblados, roban esclavos, que no sólo arrebatan a la selva virgen, sino también a la tierra labrada, y, sin embargo, no cumplen sino con el principio jesuítico —aunque más rápida, brutal y violentamente— de la penetración en forma de abanico. En cada una de esas partidas destructoras, algunos paulistas quedan en las encrucijadas, y de esta manera se constituyen poblados y hasta ciudades en la retaguardia de las tropas de asalto, que regresan con millares de esclavos. El fértil Mediodía empieza a ser ocupado por hombres y ganado; va cristalizando, en oposición al hombre más indolente y pausado del litoral, el tipo del vaqueiro, del ganadero y del gaucho, el hombre del interior, el hombre con una verdadera patria. La primera de las grandes migraciones al interior, con sus efectos de equilibrio y de sujeción, comenzó en parte debido al plan de los jesuitas, en parte debido a la codicia de los paulistas; el bien y el mal colaboran en una obra común, en apariencia obrando antagónicamente, pero, en realidad, sujetos a una trabazón interna. En el siglo diecisiete, la agricultura y la ganadería del interior ya constituyen un contrapeso beneficioso al mundo tropical del norte, rápidamente florecido, pero rápidamente también marchitado y sujeto siempre a las fluctuaciones del mercado mundial. Y la voluntad del Brasil de convertirse de un mero proveedor de productos ultramarinos en un país que se mantiene a sí mismo, en un organismo que se desarrolla de acuerdo con sus propias leyes, en lugar de ser un simple retoño de la metrópolis, esa voluntad se torna más y más consciente de su propósito.

En el umbral del siglo dieciocho, el Brasil ya representa, en lo económico, una colonia productiva, que adquiere creciente importancia para la corona de Portugal, en la medida en que ésta va perdiendo, en detrimento de su anterior imperio universal, asiático y africano, una colonia tras otra a beneficio de los holandeses e ingleses. Han pasado para Lisboa los tiempos dorados, en los cuales, al decir de los cronistas, el día no era suficientemente largo para que se contaran y registraran las rentas aduaneras que producía el comercio con las Indias. En el siglo diecisiete, Brasil ya no representa un pasivo para Portugal; se han olvidado, desde tiempo atrás, las peripecias de los comienzos, cuando el gobernador tenía que pedir suplicante cada cruzado, y Nóbrega mendigaba en Lisboa unas cuantas camisas usadas para sus neófitos. Los brasileños son buenos proveedores, cargan los buques portugueses con mercadería valiosa, mantienen los funcionarios portugueses con sus propios beneficios, y los recaudadores de aduana ya envían importes considerables a la tesorería real de Portugal. Pero, además, los brasileños son buenos compradores y clientes; muchos de esos reyes del azúcar tienen más dinero y crédito que su propio monarca, y ninguna de sus colonias es mejor mercado para los vinos, los tejidos y los libros portugueses que el Brasil. Con toda tranquilidad y calma, éste se ha convertido en una colonia grande y constantemente próspera, sin dejar por ello de ser la colonia que costara menos sangre a Portugal, que reclamara los menores gastos y la menor cantidad de inversiones. No hacen falta grandes guarniciones, en Río ni en Bahía ni en Pernambuco para mantener el orden. La población crece incesantemente con los años y, aparte de algunos tumultos sin importancia, nunca ensayó una revuelta seria. No es necesario construir dispendiosas fortificaciones, como en la India y en África, ni es preciso enviar fondos para inversiones oficiales. Hace tiempo ya que ese país se defiende y se mantiene con sus propias fuerzas.

No es posible, pues, imaginarse una colonia más cómoda que el Brasil, con su crecimiento lento y silencioso, con su desarrollo modesto —y, se diría, mudo—, que se opera casi sin ser notado por el resto del mundo.

En este país, que crece tranquila e incesantemente en su interior y que exteriormente sólo produce azúcar y envía gruesos fardos de tabaco a los depósitos comerciales, no hay nada que pueda estimular la fantasía y ni siquiera la curiosidad de Europa. La conquista de Méjico, los tesoros áureos del Perú, las minas de plata de Potosí, las perlas del océano índico, las luchas de los hacendados norte americanos contra los pieles rojas, los combates contra los filibusteros del mar Caribe, inspiran a los cronistas y poetas narraciones románticas y cautivan el espíritu inquieto de la juventud, siempre ansiosa de aventuras. El Brasil, en cambio, permanece durante decenios y decenios, prácticamente durante dos siglos, en la sombra de la atención universal. Pero precisamente esa condición de estar oculto largo tiempo y de hallarse aislado, significa, en última instancia, una gran suerte para el Brasil. Nada favoreció más su desarrollo lento y orgánico que la circunstancia de que sus tesoros fácilmente transformables en dinero, que su oro y sus diamantes, permanecían hasta principios del siglo dieciocho bajo tierra, sin ser descubiertos. Si ya se hubieran encontrado ese oro y esos diamantes en el siglo dieciséis o diecisiete, las grandes naciones se habrían precipitado en competencia furiosa sobre semejante presa. Los conquistadores habrían irrumpido inconteniblemente desde el Perú, Venezuela y Chile, y el Brasil se habría transformado en un campo de batalla de todos los malos instintos, siendo destrozado, removido y lacerado. Pero cuando en el año de 1700 el Brasil se revela inesperadamente como el país más rico en oro del mundo contemporáneo, ya ha pasado definitivamente el tiempo de los aventureros y conquistadores, de los Villagaignon, de los Walter Raleigh, de los Cortés y de los Pizarro, la época de la osadía, que no había de repetirse, la época en que unos cuantos aventureros resueltos, al mando de cuatro o cinco embarcaciones y, de un centenar de mercenarios, podían someter países enteros. En el año de 1700, el Brasil ya forma una unidad, ya constituye una fuerza; tiene sus ciudades, sus fortificaciones, sus puertos y —lo que es casi vez más importante que todo eso— ya forma una comunidad nacional que cuenta con un ejército invisible, que defendería el país con el sacrificio hasta el último hombre contra cualquier invasor, y que no reconoce a la propia metrópolis sino a regañadientes la renta aduanera y el tributo de los impuestos. No le hacen falta sino dos cosas: más tiempo y más hombres. A la postre, el silencioso y paciente :resultará ser el más fuerte, El descubrimiento de oro en la provincia de Minas Geraes es algo más que un acontecimiento de significación nacional para el Brasil y Portugal. Es un suceso mundial, que influye definitivamente sobre todo el orden económico de la época. Según afirma Werner Sombart, el desarrollo capitalista e industrial de Europa a fines del siglo dieciocho habría sido imposible sin la afluencia enorme y estimulante del oro brasileño a las arterias de la vida económica europea, que en el acto pulsaron con mayor rapidez. La cantidad de oro que el Brasil, ese país hasta entonces inadvertido, lanza de repente al mercado representa una suma casi inimaginable para aquella época. Según las apreciaciones de Roberto Simonsen, que merecen todo crédito, en aquel solo valle montañoso de Minas Geraes se extrajo en ese medio siglo más oro que en toda la América junta hasta el descubrimiento de las minas de oro californianas, en el año de 1852. El botín del Perú y Méjico, que llevó el siglo dieciséis a un paroxismo de locura, y que de golpe duplicó el valor material, el valor monetario de todos los objetos (según Montesquieu lo describiera tan magníficamente en su famoso ensayo sobre Les richesses de l’Espagne), representa apenas una quinta parte, quizá nada más que una décima parte, de lo que la colonia, tan largo tiempo despreciada, reporta a su metrópolis. Lisboa pudo ser reconstruida después de su destrucción gracias a ese oro; el gigantesco monasterio de Mafra fue edificado con el «quinto» que por ley había de entregar al monarca; el repentino florecimiento de la industria inglesa sólo pudo operarse en virtud de ese abono amarillo; el comercio y tráfico europeos adquieren con esa afluencia repentina un ritmo más acelerado. Por una hora universal, por espacio de cincuenta años, el Brasil es la tesorería del viejo mundo y la colonia más provechosa y más envidiada que pueda poseer un Estado europeo. Por un momento parece haberse cumplido el sueño de los conquistadores y se diría que se ha encontrado el legendario El Dorado.

Ese episodio del oro —pues no será más que un episodio en la historia del Brasil— es a tal punto dramático en su advenimiento, transcurso y epílogo que, para describirlo más convenientemente, lo mejor es adoptar la forma de una obra teatral con sus distintos actos y escenas.

El primer acto tiene lugar poco antes del año de 1700 en un valle montañoso de Minas Geraes, que en ese entonces no constituye todavía una provincia, sino un territorio inhabitado, sin ciudades ni caminos. De Tabauté, un pequeño reducto de paulistas, parten cierto día unos pocos hombres, montados en caballos y mulas, que se dirigen a las colinas que el pequeño río de las Velhas sortea con muchos recodos y curvas.. Como miles de hombres antes que ellos, han salido sin rumbo, sin conocer un camino y, en realidad, sin una meta determinada. Lo único que quieren es hallar alguna cosa para llevarla a su casa, ya sean esclavos, ya sea, ganado o acaso un metal precioso. Entonces se produce el hallazgo inesperado. Uno de esos hombres —no se sabe si basándose en una información secreta o si por mero azar— descubre en la arena los primeros granos de oro, y los lleva dentro de una botella a Río de Janeiro. Como siempre, basta la primera visión de ese metal, que misteriosamente es del color de la envidia, para que se inicie una migración frenética. La gente acude presurosa desde Bahía, Río de Janeiro y São Paulo, a caballo, a mula, a lomo de burro, a pie y en barquichuelas río arriba por el San Francisco. Los marineros —en este punto el director debe recurrir a las escenas representadas por masas abandonan sus barcos; los soldados, sus guarniciones; los comerciantes, sus negocios; los sacerdotes, sus púlpitos, y los esclavos son conducidos en rebaños negros hasta aquel páramo. En el primer instante, la aparente riqueza parece convertirse en una catástrofe económica sin precedentes para todo el país. Se interrumpe el trabajo en los ingenios y en las plantaciones de tabaco, ya que sus directores los han abandonado, llevando consigo a los esclavos para reunir en unas semanas acaso en un día, lo que la labor paciente y sistemática sólo produciría en un año. No es posible cargar los buques ni hay quien los conduzca. Todo se detiene y para, y el gobierno tiene que publicar edictos especiales para impedir la deserción de las fuerzas productoras al interior. Pero mientras la repentina despoblación amenaza a las ciudades del litoral con una catástrofe, se levanta en el distrito del oro, a la inversa, debido a la imprevista superpoblación, la amenaza del eterno destino del rey Midas: la carestía frente a los platos de oro. Abundan la arena y las pepitas de oro, pero faltan pan, maíz y queso, no hay leche ni carne para alimentar a las decenas de miles o acaso cien mil hombres llegados a ese desierto sin provisiones, ganado ni frutas. Afortunadamente, la perspectiva, de vender la mercadería a un precio quintuplicado y aun decuplicado y de recibir en pago, además, oro puro, induce a los negociantes a multiplicar sus esfuerzos. Se transportan cantidades cada vez mayores de alimentos y de otros elementos, como picos y palas y cribas, que llegan por tierra y por vía fluvial hasta el yermo. Van abriéndose caminos, y el río San Francisco, que hasta entonces corría silencioso, azul y soñoliento, y que en meses apenas si había visto una vela, se transforma ahora en una vía animada. Las barcas ascienden y descienden, arrastradas por esclavos; luego, los bueyes arrastran carretas, y de vuelta viene, en pequeñas bolsas de cuero, el soñado oro, suelto o ya a medias acuñado. Una actividad febril ha invadido de golpe ese paisaje tranquilo y que trabajaba casi soñoliento.

Pero es, como siempre, una fiebre maligna esa fiebre de oro. Excita los nervios, acalora la sangre, hace los ojos ávidos y perturba los sentidos. No tardan en producirse luchas; los primeros descubridores, los paulistas, defiéndense contra los que llegaron más tarde, contra los emboabas. Lo que el uno reunió a costa de mucho trabajo, otro se lo arrebata de una puñalada, y lo ridículo se mezcla grotescamente con lo trágico. Hombres que ayer todavía eran mendigos, se pavonean ostentando ridículos trajes de lujo; en las mesas de juego, desertores y mozos de cordel pierden a los dados fortunas enteras. Y el primer acto termina con una escena digna de una ópera: durante esa frenética excavación del suelo en mil puntos distintos, se descubre en la proximidad de Diamantina algo más valioso aún que el oro: el diamante.

Segundo acto. Entra en escena una nueva figura principal: el gobernador portugués, custodio de los derechos de la corona. Ha llegado para fiscalizar la nueva provincia y, sobre todo, para asegurar el quinto que por ley corresponde al monarca. Detrás de él marchan los soldados, siguen a caballo los dragones para, establecer el orden. Se instala una casa de moneda, donde debe entregarse todo el oro hallado, para ser fundido, a fin de que sea posible llevar una fiscalización exacta. Pero la bárbara multitud no quiere fiscalización alguna; estalla una rebelión, que es sofocada con mano implacable. Entonces se convierte la aventura lentamente en una fabricación regular, severamente vigilada por la autoridad real. En la reducida región del oro se forman paulatinamente grandes ciudades, como Villa Rica, Villa Real y Villa Albuquerque, que reúnen en sus chozas y en sus casas, rápidamente construidas con barro, a un centenar de miles de hombres, más que Nueva York o cualquiera otra ciudad americana de ese tiempo, ciudades, por otra parte, de las que ya casi nadie tiene conocimiento en nuestros días y de las cuales aun el mundo contemporáneo no tenía sino nociones muy vagas. Porque Portugal está decidido a guardar el tesoro y a no dejar a ningún extranjero acercarse, ni aun por una sola hora, a aquella fuente aurífera. Toda la región queda cercada, por así decirlo, con una reja de hierro; se colocan barreras en todas las encrucijadas, y por todas partes patrullan soldados, día y noche. Ningún viajero puede penetrar en la zona y ningún buscador de oro puede abandonarla sin antes haber sufrido un registro minucioso para averiguar si acaso no lleva consigo algún polvillo de oro que hubiera sustraído ilegalmente a la fundición y la Tesorería. Los castigos que se aplican a quienquiera que atente contra las disposiciones respectivas son terribles. Está prohibido dar noticias acerca del Brasil y sus tesoros, no se deja salir ninguna carta, y un libro escrito por el jesuita italiano Antonil (seudónimo de Andreoni) sobre Las riquezas del Brasil queda suprimido por la censura. Apenas Portugal ha cobrado conciencia del valor que constituye el Brasil y ya aplica todas las artes de la vigilancia para mantener alejadas las peligrosas envidia y codicia de las demás naciones. Sólo la corte y los funcionarios de la Tesorería deben saber en qué lugares se extrae oro y en qué otros, diamantes, y cuál es la participación de la corona, y aun hoy nadie puede, en verdad, establecer un calculo exacto sobre los beneficios obtenidos en ese siglo. Pero no cabe duda que fueron inmensos, pues, aparte del referido quinto, afluye a la caja, exhausta desde tiempo atrás, todo diamante de más de veintidós quilates, que debe ser entregado sin derecho a indemnización, y a ello se agrega todavía el beneficio obtenido por la mercancía importada por la colonia enriquecida de la noche a la mañana, así como la mayor entrada en concepto de derecho aduanero sobre los esclavos, que deben importarse en doble cantidad para acelerar la explotación. Sólo ahora Portugal se da cuenta de que, después de haber perdido sus posesiones indias y africanas, le quedó no obstante la más valiosa de sus «provincias ultramarinas», precisamente aquel país que sus Lusiadas no ponderan y que fue colonizado por sus hijos más pobres y por los expulsados.

El tercer acto de la tragicomedia del oro tiene lugar unos setenta años después y representa el giro trágico. La primera escena se desarrolla en Villa Rica y en Villa Real, transformadas y, sin embargo, las mismas. No ha cambiado el paisaje con sus colinas desnudas, de un verde oscuro, y con su río, que avanza intempestivo por los estrechos valles. Las ciudades, en cambio, se han modificado: imponentes iglesias claras, ricamente adornadas en su interior con cuadros y esculturas, se yerguen sobre las colinas; alrededor del palacio del gobernador se han agrupado gallardas casas; en ellas reside una población notable y acaudalada, pero ya no es la misma malgastadora y alegremente animada de ayer y de anteayer. Ha desaparecido algo que infundía a las calles, las tabernas y los negocios una actividad animada, ha desaparecido algo que iluminaba las miradas de los hombres y que hacía más sueltos y animados sus movimientos, algo que hacía febril y fogosa la atmósfera del lugar. Ese algo es el oro. Sigue el río corriendo y echando espuma, y en su curso continúa depositando en la orilla piedra deshecha en arena, pero por mucho que se la agite en las cribas y por mucho que se la lave, sólo queda arena sin valor. Ya no se encuentran, como otrora, los pesados granos relucientes; han pasado los años en que bastaba, para enriquecerse, colocar cincuenta o cien esclavos con orden de agitar y volver a agitar la arena en grandes palanganas de madera, en cuyo fondo siempre quedaban unas cuantas onzas de granos de buenos quilates. El oro del río de las Velhas había sido oro de aluvión, oro de superficie, y está ahora espumado, Para extraerlo de las entrañas de la montaña, se necesita realizar un fatigoso trabajo técnico, para el que no están preparados aún ni la época ni el país. Por este motivo se produce el cambio: Villa Rica se transforma en villa pobre. Los lavadores de oro de ayer, empobrecidos y amargados, se retiran con sus burros, mulas y esclavos y con sus míseros bienes; las chozas de barro de los esclavos, diseminadas por millares en las colinas, son arrastradas por las lluvias o se desploman. Los dragones se retiran, pues ya no queda nada que vigilar, la casa de moneda no tiene qué fundir y el gobernador no encuentra qué administrar; hasta la cárcel se despuebla, ya que no hay allí qué robar o hurtar al prójimo. El ciclo del oro ha tocado a su fin.

Sigue el cuarto acto, dividido en dos escenas simultáneas, una en Portugal, la otra en el Brasil. La primera escena tiene lugar en el palacio real de Lisboa. Está reunido el consejo de la corona. Se da lectura al informe de la Tesorería, y ese informe es aterrador. Disminuyen continuamente los envíos de oro del Brasil, y aumentan sin cesar las deudas. Las compañías industriales fundadas por el marqués de Pombal están a punto de quebrar, porque ya no es posible financiarlas. La reconstrucción de Lisboa, iniciada con tantos bríos, está trabada. ¿Dónde sacar dinero, desde que no afluye más el oro del Brasil, y cómo reemplazar a éste? La expulsión de los jesuitas y la confiscación de sus bienes no han servido para nada; después del primer imperio soñado de los Lusiadas desapareció ahora también el de un eterno El Dorado. Engañoso como siempre, el oro sólo ha prometido la dicha, pero sin cumplir tal promesa. Y Portugal tiene que conformarse con volver a ser lo que fue en el principio: un país pequeño y tranquilo, digno, de ser amado precisamente por esa calmosa belleza.

La segunda escena, simultanea, se desarrolla en Minas Geraes y ofrece un contraste absoluto: los lavadores de oro han dejado, con sus mulas, burros, esclavos y todos sus bienes movibles la inhospitalaria región montañosa y han descubierto la fértil zona campestre.

Se radican en ella, surgen villorrios y ciudades, embarcaciones surcan el río San Francisco, el tránsito aumenta, y una región inhabitada, no cultivada, se transforma en una nueva provincia activa. Lo que para Portugal significa una pérdida resulta un beneficio para el Brasil; a cambio del oro desaparecido encontró una sustancia infinitamente más valiosa: un nuevo trozo de su tierra apropiado para la labor activa y productiva.

Esa corrida tras del oro de Minas Geraes representa, en realidad, y desde el punto de. vista demográfico, la primera de las grandes migraciones, hacia el interior, que resultaron tan decisivas para el desarrollo nacional y económico del Brasil. Sin esas repetidas migraciones hacia el espacio interior, no se explicaría el fenómeno de que un país de tan inmensas dimensiones haya conservado a tal punto su unidad nacional que ni siquiera el idioma tomara matices de distintos dialectos desde el Paraná hasta el Amazonas, ni desde el océano hasta las lejanías casi inalcanzables de Goyaz, y que en todas partes imperen las mismas costumbres y el tipo popular se haya mantenido homogéneo pese a todas las diferencias de clima y profesionales. Como en todos los países de gran superficie, el colono tiene aquí una relación con el suelo que el campesino de las estrechas demarcaciones europeas, que está completamente entregado a su casa y sus tierras. En el Brasil, donde la tierra de todo el interior carecía de amo, y donde cada cual podía adueñarse de ella donde quería y en la forma que se le antojaba, el hombre es emprendedor y dado a la vida, nómada. Aconteció muy naturalmente que el colono, menos aferrado a la tradición que el campesino europeo, mudara fácilmente de residencia, y siguiera pronto a cualquier nueva oportunidad que se le brindaba. De esa suerte, las grandes transformaciones de la economía brasileña, los pasos de un producto de monopolio a otro, los llamados ciclos de producción se manifiestan también como migraciones y desplazamientos del equilibrio de colonización y en cierto sentido, a esos ciclos podría denominarse lo mismo de acuerdo con los objetos de producción que de acuerdo con las ciudades y regiones que han creado. La era de la madera, del azúcar y del algodón pobló el Norte. Creó a Bahía, Recife, Olinda, Ceará y Maranhao. Minas Geraes fue poblado gracias al oro. Río de Janeiro deberá su grandeza al traslado del rey y de su corte; São Paulo deberá su progreso fantástico al imperio del café, en tanto que el repentino florecimiento de Manaos y Belén es debido al ciclo rápido de la goma, y desconocemos todavía la situación de las ciudades que surgirán a raíz del próximo cambio: la extracción de metales y la industria.

Ese proceso de la distribución del equilibrio, que está operándose hasta el presente momento ya que el brasileño es de una naturaleza particularmente movediza, debido a su herencia de color, que ha sido constantemente fomentado por el agregado incesante de la inmigración africana, primero, y europea, después, impidió que el proceso de expansión orgánica jamás cesase por completo. Evitó una separación social, demasiado vigorosa y dio preponderancia al sentimiento nacional sobre el sentimiento particular. Aun se oye decir, alguna que otra vez, que Fulano es oriundo de Bahía y Zutano do Porto Alegre; pero al indagar mejor, acaba por saberse casi siempre que el padre y la madre respectivos son naturales de distintos puntos. Gracias a esa transfusión y trasplantación constantes, el milagro de la homogeneidad brasileña perduró hasta el día de hoy, cuando el aumento de las posibilidades de comunicación, debido a las fuerzas de trabazón de la radio y de la prensa, torna mucho más natural la conjunción nacional. Mientras el imperio hispano-sudamericano, que ni en espacio ni en población es superior a la que fue colonia portuguesa, por la mera división en distintos distritos gubernamentales destacó más nítidamente las peculiaridades de la Argentina, de Chile, Perú y Venezuela en las formas dialectales, costumbres y hábitos, la forma de gobierno centralista del Brasil preparó desde un principio una modalidad económica y nacional absolutamente unitaria, que, por estar desde temprano y orgánicamente arraigada en el alma del pueblo, resultaba indestructible aun en su aspecto económico.

Si se procura establecer un balance entre el Debe y el Haber de la colonia y la metrópolis, del Brasil y Portugal, correspondiente a la época del comienzo del siglo, se presenta un cuadro completamente cambiado. Desde 1500 hasta 1600, el Brasil es la parte que recibe, y Portugal, la que da; Portugal tiene que enviar barcos, mercancías, y soldados, comerciantes y colonos, y su población blanca es diez veces superior a la de la flamante colonia. Alrededor del año 1700, es decir, al comienzo del siglo dieciocho, la balanza estará más o menos equilibrada, o, en todo caso, se inclinaría un poco a favor del Brasil. Alrededor del año, 1900, la proporción se modificó ya de un modo fantástico. Portugal, con sus 91.000 kilómetros cuadrados, aparece diminuto en comparación con el país que abarca ocho millones y medio de kilómetros cuadrados. Alberga un número do esclavos negros que, él solo, es mayor que el de todos los habitantes de Portugal; y en cuanto a su potencia económica, el imperio americano ya no puede compararse siquiera con la metrópolis europea empobrecida y que se hunde cada vez más en el marasmo financiero. Con mucho oro lo mismo que con poco, con sus diamantes, su azúcar, su algodón, su tabaco, su ganado, sus minerales y, desde luego, con .sus energías de trabajo que aumentan intensamente de año en año, el Brasil ha tiempo ya que se emancipó de cualquier ayuda. El hijo mantiene ahora a la madre, y ya no la madre al hijo. En oportunidad del terremoto de Lisboa, el Brasil no envía menos de tres millones de cruzados, a modo de regalo, para invertirlos en la reconstrucción de la ciudad, y ya en Portugal no cuentan entre los ricos sino los que poseen propiedades en el Brasil y quienes comercian con sus puertos y ciudades. Comparado con la «pequeña casa lusitana», el Brasil aparece como un mundo.

Pero cuanto mas fuerte, más viril, más firme se vuelve el Brasil, tanto más visiblemente manifiesta la metrópolis la preocupación por que el vástago, que se desarrolla demasiado, puede el día menos pensado sustraerse a su tutela. Trata una y otra vez de encerrar en el andador a ese ente que ya actúa, piensa y obra independientemente, y lo trata como si fuese aún menor y necesitado de la tutela real. Quiere impedir por la fuerza su independencia económica Mientras Norteamérica hace tiempo ya que puede determinar libremente su destino, el Brasil aun no tiene derecho producir mercancías, aparte de sus materias primas. No le es permitido tejer telas, sino que ha de obtenerlas por intermedio de la metrópolis; no puede construir barcos propios, para que sólo los armadores portugueses obtengan beneficios. No debe haber lugar aun ni campo de actividad en el Brasil para los intelectuales, para técnicos ni industriales. No puede imprimir ahí ningún libro, ni publicarse diario alguno, y al expulsar a los jesuitas se quita al Brasil los únicos hombres que difundían alguna instrucción en el país. Todo se hace para evitar un progreso económico, una comunicación libre con los mercados mundiales. El Brasil debe seguir siendo un país esclavizado, una colonia cuanto menos independiente, cuanto menos intelectual y cuanto menos nacional, tanto mejor. Todo conato independencia es sofocado por la violencia. Y las tropas portuguesas, estacionadas en el interior del Brasil ha tiempo ya que no tienen la misión de proteger la colonia contra enemigos exteriores —cosa que el país podía lograr desde hace mucho, mediante sus propias fuerzas— sino que sólo les toca proteger el cuartel económico de la corona contra el propio país.

Pero en la historia se repite siempre el mismo fenómeno; lo que se descuida durante años y más años prudencia e indiferencia, lo impone la fuerza bruta, una sola hora. Es —y parece grotesco— Napoleón, tirano de Europa, quien facilita la libertad a ese país americano. Obligando al rey de Portugal, con el avance relámpago de sus tropas, a abandonar su residencia en Lisboa en fuga precipitada, le obliga simultáneamente a ver por primera vez con sus propios ojos la tierra que había edificado sus palacios y que durante decenios y siglos había sido el auxiliar más fiel de su corte y de su país. En lugar de los recaudadores de impuestos y de la gendarmería, aparece ahora en la colonia por primera vez un miembro de la casa de Braganza el rey Juan VI, con toda su corte, la nobleza y el clero.

Pero el siglo diecinueve ya no conocerá ninguna colonia llamada Brasil. El rey Juan no puede sino proclamar solemnemente la mayoría del hijo que le recoge, un refugiado y lamentablemente vencido. Con la denominación de Reinos Unidos, el Brasil es equiparado con Portugal, y durante doce años, la capital de ese noble reino no se halla en las márgenes del Tajo sino en las de la bahía de Guanabara. Han caído de golpe las barreras que hasta entonces aislaron al Brasil del comercio mundial; ha pasado el tiempo de las prohibiciones, de los permisos y de los decretos severos. Desde el año de 1808 pueden atraer vapores extranjeros, pueden intercambiarse mercaderías sin necesidad de pagar un tributo a la Tesorería de allende el mar. El Brasil ya puede trabajar y producir, hablar y escribir y pensar, y de esta suerte puede comenzar por fin, simultáneamente con el progreso económico, el desarrollo cultural tan largo tiempo reprimido por la fuerza. Por primera vez, desde el fugaz episodio de la ocupación holandesa, se llama al país a artistas, sabios y técnicos de nombradía para fomentar ahí el desenvolvimiento de una cultura propia. Se instalan cosas totalmente desconocidas hasta entonces: bibliotecas, museos, universidades, academias, escuelas técnicas, y se concede al Brasil toda libertad para manifestar y probar su propia personalidad dentro del círculo cultural del mundo.

Pero el que una vez ha conocido y estimado la sensación de la libertad ya no se detiene hasta haber obtenido la libertad entera, incondicional. Aun el lazo débil que une al nuevo reino con el viejo reino de allende el mar causa al Brasil ahora la sensación de una traba y una opresión. Y su independencia real sólo comienza cuando en el año de 1822 se instituye en imperio.

O dicho con más propiedad: podría comenzar. Porque el Brasil sólo logra conquistar su independencia en el sentido político, pero no así en el sentido económico. Al contrario, hasta muy entrado el siglo diecinueve, el Brasil se encuentra en una situación de dependencia económica de Inglaterra y de otras naciones industriales, más pronunciada aún que otrora su dependencia de Portugal. El Brasil, trabado en su desenvolvimiento por las prohibiciones emanadas de Lisboa, dejó pasar sin aprovecharla la revolución industrial que a fines del siglo dieciocho comenzó a transformar fundamentalmente a nuestro mundo. Hasta entonces podía vencer toda competencia en el suministro de sus productos coloniales gracias al bajo precio de su mano de obra, gracias a la esclavitud, manteniendo, en el aspecto económico, el primer lugar entre todas las colonias americanas. Aun en el momento de la declaración de la independencia, llevaba ventaja a Norteamérica en cuanto a las exportaciones, y en algunos años, sus ventas incluso igualaron las cifras de Inglaterra. Pero con el nuevo siglo irrumpió un elemento de novedad en la economía mundial: la máquina. Una sola máquina de vapor atendida por doce obreros, produce ahora en Liverpool o en Manchester más que cien, y pronto más que mil esclavos, en el mismo tiempo. Desde entonces, la producción manual ya no podrá, a la larga, luchar contra la industria mecanizada y organizada, del mismo modo que los indios desnudos nada pueden con sus flechas contra las ametralladoras y los cañones. Esta circunstancia, de por sí fatal, de quedar a la zaga del ritmo de la época, se acentúa aún debido a un contratiempo. En el catálogo vasto y casi completo de sus minerales y metales, falta tan luego la materia energética que, como sustancia motriz, resulta decisiva para el siglo diecinueve: el carbón.

En el momento decisivo, en que el transporte y la producción de energías empieza a valerse de esa nueva sustancia dinámica, el Brasil no dispone en todo su inmenso territorio ni de una sola mina hullera. Cada kilo debe ser traído en viajes de muchas semanas de duración, y pagado muy caro con el azúcar, cuyo precio declina rápidamente. Por esta razón, los transportes, se vuelven dispendiosos, y además, la estructura montañosa del país retrasa la construcción de ferrocarriles en decenios irreemplazables, y aun después ello sólo se realiza en una medida insuficiente. Mientras el ritmo de las operaciones comerciales y del tráfico se vuelve, en los norteamericanos y europeos de año en año, diez, cien y aun mil veces más rápido, en el Brasil, la tierra se niega a entregar carbón, las montañas ponen trabas y los ríos se retuercen como si quisieran oponerse al siglo nuevo. Y no tarda en ponerse en evidencia, el resultado de ello: de lustro en lustro, el Brasil queda, más a la zaga del desenvolvimiento moderno, y, sobre todo, el Norte, con sus deficientes medios de comunicación, se hunde en una decadencia que más tarde ya es casi imposible detener. En una época en que las vías férreas unen con triple o cuádruple cinturón el este y oeste, el norte y sur de los Estados Unidos de Norteamérica, sobre una superficie idéntica a la del Brasil, las nueve décimas partes de este país se hallan a millas y más millas de distancia de cualquier riel, y mientras en el Mississipi, el Hudson y el San Lorenzo los modernos barcos a vapor suben y bajan continuamente, en el Amazonas y en el San Francisco sólo se ve rara vez el humo de una chimenea. He aquí por qué en una época en que las minas de carbón y los talleres siderúrgicos, las fábricas y los centros de comercio, las ciudades y los puertos de Europa y Norteamérica colaboran con una pérdida de tiempo cada vez mas reducida y se supera de año en año la potencia y eficacia de la producción en masa, el Brasil permanece hasta muy avanzado el siglo diecinueve apegado impotentemente a los métodos de los siglos dieciocho, diecisiete y aun dieciséis, suministrando siempre las mismas materias primas y entregado, indefenso por lo mismo, con la colocación de sus productos, al arbitrio del comercio mundial.

De esta manera, el balance comercial va cayendo y decayendo, y el Brasil pasa como factor dominante de la primera fila de América a la segunda y tercera, y el cuadro de su economía no carece, al comienzo del siglo diecinueve, de cierta perversidad, pues tan luego el país que tal vez posee mayor cantidad de hierro que cualquier otro en la Tierra, debe importar cada máquina, cada herramienta del extranjero. Aun cuando su suelo produce una abundancia ilimitada de algodón, tiene que importar de Inglaterra el género tejido e impreso. A pesar de que sus selvas se extienden, inconmensurables y sin talar, tiene que comprar el papel en el exterior, lo mismo que cualquier otro objeto que no puede producirse mediante el trabajo manual no organizado y tradicional. Como ocurre siempre en el Brasil, grandes inversiones para reorganizar los procedimientos salvarían al país. Pero el Brasil carece de capital desde la cesación de los hallazgos de oro, y por eso sus primeras fábricas, sus ferrocarriles y sus pocas, empresas de envergadura son montados exclusivamente por compañías inglesas, francesas y belgas, y el nuevo imperio queda entregado, como colonia de grupos anónimos, a la explotación mundial. En un tiempo en que el ritmo del movimiento, la animación del espacio mediante energías creadoras resultan decisivos para el desarrollo económico de un país, el Brasil sigue trabajando de acuerdo con métodos arcaicos y con la vieja lentitud de transacciones, y está amenazado por el marasmo completo. Su economía ha vuelto, una vez más, a un nivel ínfimo.

Pero es propio del desenvolvimiento del Brasil que ese país de las posibilidades ilimitadas venza cada una de sus crisis por obra de una readaptación súbita, hallando, en cuanto falla su principal artículo de exportación, otro más provechoso aún. Así como el siglo diecisiete operó tal milagro del inesperado progreso gracias al azúcar, y en el siglo dieciocho gracias al oro y los diamantes, el siglo diecinueve lo realiza mediante el café. Después del ciclo del azúcar, el oro blanco, y del ciclo del oro verdadero, se inicia con el café el ciclo del oro pardo, sustituido durante un corto lapso por el ciclo del oro líquido, el caucho. Es una marcha de triunfo sin par, pues con el café, el Brasil obtiene durante todo el siglo diecinueve y parte del siglo veinte un monopolio universal absoluto; son. de nuevo los factores viejos y tan típicos, la fertilidad del suelo, la facilidad del cultivo, lo primitivo del proceso de producción, los que hacen a ese nuevo artículo especialmente adecuado para el Brasil. El grano de café no puede plantarse ni recogerse con máquinas. En este ramo, el esclavo rinde mucha mayor utilidad que el volante de hierro. Y nuevamente se trata, como en el caso del azúcar, del cacao y del tabaco, de un artículo de calidad que apela a los nervios refinados del gusto; es, en verdad, el complemento necesario de los productos anteriores, pues el cigarro, el azúcar y el café forman la trinca ideal para rematar una buena comida.

Son siempre el sol del Brasil, la savia y la fertilidad de su suelo, los que salvan a ese país. Lo que ya era delicioso en la vieja patria se vuelve más delicioso aún en esa tierra nueva; en ninguna parte el café medra tan exuberante y con tanto aroma como en esa zona subtropical. Los siglos anteriores ya habían conocido esos granos y su fuerza estimulante. Pero cuando en el año de 1730 se trasplanta el café a la región del Amazonas, y en 1763 a la de Río de Janeiro, se le considera todavía como artículo de lujo, de manera que su venta no puede resultar decisiva para la economía; en las tablas estadísticas aparece hasta los comienzos del siglo diecinueve en cantidades y con un valor que quedan muy a la zaga del algodón, del cuero, del cacao, del azúcar y del tabaco. Exactamente como en el caso de sus hermanos mayores, el azúcar y el tabaco, sólo el creciente hábito de servirse de ese magnífico estimulante, que se infiltra en capas cada vez más amplias de Europa y de Norteamérica, contribuye a su cultivo más intenso. En la segunda mitad del siglo diecinueve, la producción y venta empiezan a aumentar, ascendiendo como una curva de fiebre, y el Brasil conviértese en proveedor de café del mundo entero. Tiene que ampliar su producción cada vez más rápidamente para conformar la demanda; cientos de miles, y luego millones de obreros afluyen a la provincia de São Paulo, se amplían los grandes diques y depósitos de Santos, donde hay veces que en un solo día se encuentran treinta barcos cargados de café. Durante decenios, el Brasil regula su economía con la exportación de café, y los números gigantescos revelan el valor que alcanza tal exportación. Desde .1821 hasta 1900, es decir, en el curso de ochenta años, el Brasil vende café por valor de 270.835.000 libras esterlinas, y en total, hasta la fecha, por más de dos mil millones de libras esterlinas; con ese importe sólo queda cubierta ya la mayor parte de las inversiones e importaciones del país. Pero, por otra parte, esa monoproducción tiene por consecuencia que el Brasil dependa cala vez más de los precios cotizados en la bolsa y que el valor de su moneda quede encadenado al precio del café; cada baja de los precios del café tiene que arrastrar consigo el valor del milreis.

Y esa desvalorización del café resulta finalmente inevitable. Los plantadores, seducidos por las grandes facilidades de venta, engrandecen sin cesar sus fazendas, y puesto que ningún plan económico organizado se opone oportunamente a tan desmedida superproducción, una crisis sigue a la otra. El gobierno debe intervenir repetidas veces para impedir una catástrofe, unas veces adquiriendo la cosecha, otras veces cobrando tal impuesto sobre las plantaciones nuevas que prácticamente equivale a una prohibición, y una tercera vez mandando tirar al mar el café adquirido para detener la baja del precio. Pero la crisis permanece latente. Luego de breves repuntes, el precio vuelve a decaer una y otra vez, y en cada una de sus bajas arrastra consigo al milreis. La misma bolsa de café que en 1925 costaba todavía cinco libras esterlinas, vale en 1936 nada más que libra y media, en tanto que el milreis, sufre una baja más acentuada aún. Pero para la estabilidad de las finanzas y el equilibrio interior es más bien ventajoso el que la soberanía del café se aproxime a su fin y el bienestar o la crisis de todo un país no sea determinado por la cotización casual de los granos marrones en las bolsas internacionales de productos. Como siempre, en este caso también una crisis económica se transforma en beneficio nacional para el Brasil, porque impele hacía una difusión más regular de su producción y advierte a tiempo el peligro que significa el jugar toda la fortuna nacional a una sola carta.

Durante algún tiempo un poderoso pretendiente al trono parece querer alzarse contra el rey económico del Brasil, el café, para adueñarse del gobierno: la goma. Tendría, en realidad, cierto derecho moral para justificar su pretensión, pues no es como el café un inmigrante llegado bastante tarde, sino un ciudadano nativo. El árbol del caucho, la hevea bresiliensis, se encontraba primitivamente en las selvas del Amazonas. Desde los siglos de los siglos medran ahí trescientos millones de esos árboles, sin que jamás su forma específica ni su savia preciosa hubieran sido conocidas por los europeos. Los aborígenes usaban de vez en cuando, la resina de esos árboles —según Le Condamine comprueba, el primero, en ocasión del viaje a lo largo del Amazonas, en 1736—, para impermeabilizar las velas de sus embarcaciones y sus vasijas. Pero esa resina pegajosa que no tiene utilidad industrial, ya que no resiste ni altas ni bajas temperaturas, sólo se exporta a principios del siglo diecinueve en pequeñas cantidades y en forma de artículos de hechura muy primitiva, a la América del Norte. El cambio decisivo sólo se opera cuando, en el año de 1839, Charles Goodyear descubre que mediante una aleación con azufre se puede transformar aquella masa blanda en otra menos sensible al calor y al frío. De golpe, el caucho se convierte en uno de los big five, una de las grandes necesidades del mundo, apenas inferior en importancia al petróleo, el carbón, la madera y el hierro. Se le necesita para hacer mangueras, galochas y mil cosas más, y con el advenimiento de la bicicleta y, luego, del automóvil, su consumo adquiere proporciones gigantescas.

Hasta fin del siglo diecinueve, el Brasil posee el monopolio exclusivo de la materia prima de ese nuevo producto. La hevea bresiliensis —un azar económico sin par— sólo se encuentra en la selva amazónica; el Brasil está, pues, en condiciones de dictar los precios. Resuelto a conservar para sí solo ese monopolio valioso, el gobierno prohíbe la exportación aun de un solo árbol, recordando muy bien cómo el mismo Brasil, con la importación de unas pocas docenas de arbustos de café desde la vecina Guayana francesa puso en jaque al rival más peligroso. Y ahora, repitiéndose el fenómeno observado en oportunidad del descubrimiento del oro en Minas Geraes, se produce un repentino boom hacia la selva del Amazonas, hasta entonces sólo poblada por mosquitos y otros bichos. Con ese cielo del «oro líquido> comienza una nueva, y enorme migración interior hacia una provincia despoblada hasta entonces. Las compañías emplean y transportan en botes y barcas a setenta mil personas de la región de Ceará, que, a consecuencia de una sequía repentina, tuvieron que abandonar sus hogares, y los llevan de Belén a las florestas, por no decir que los venden. Porque se inicia un terrible sistema de explotación en esas regiones tan apartadas de la ley y de toda vigilancia, como, en su tiempo, los valles auríferos de Minas Geraes. Aun cuando no son esclavos, esos seringueiros son mantenidos prácticamente en la esclavitud, tanto por los contratos de trabajo como por el, hecho de que los empresarios, no satisfechos con el beneficio que les deja el caucho, venden a los desdichados trabajadores de la «cárcel verde» las mercancías y los comestibles que necesitan al cuádruple y quíntuple de su precio. Para comprender todos los detalles del horror de esos días conviene leer la admirable novela de Ferreira de Castro, que describe con grandioso realismo esa época vergonzosa. El trabajo del seringueiro es terrible. Morando en míseras chozas en medio de la selva, lejos de toda humanidad civilizada, tiene que abrirse primero camino con el machete a través de la maleza hasta llegar a los árboles que luego ha de tajar y sangrar. Tiene que hacer ese camino varias veces por día, bajo un calor sofocante, tiene que hervir el látex obtenido en el momento propicio y, con las fuerzas menguadas, zarandeado por la fiebre, termina siendo deudor todavía, después de meses de trabajo, de los empresarios, debido a un cálculo criminal, ya que de pronto se le cobra el gasto del traslado luego de haberlo explotado con el suministro de los víveres. Si el desdichado procura huir del «contrato de trabajo», que es el eufemismo con que se designa esa esclavitud, le persiguen y cazan unos cuidadores armados, exactamente como antes ocurría con los esclavos, y en adelante debe trabajar engrillado.

Pero gracias a esa desvergonzada explotación del trabajo, gracias al monopolio comercial y al aumento del consumo mundial, que acrecienta de año en año, los beneficios aumentan vertiginosamente hasta llegar a lo fantástico. Los días de Villa Rica y Villa Real del siglo dieciocho, citando las ciudades del oro surgían en medio del yermo con un lujo apresurado y una pompa sin sentido, parecen retornar en el siglo diecinueve. Belén florece de nuevo y a mil millas de distancia de la costa se forma una ciudad nueva, Manaos, dispuesta a superar en lujo y magnificencia a Río de Janeiro, São.Paulo y Bahía. En medio de la selva virgen aparecen avenidas asfaltadas, bancos y palacios con luz eléctrica, edificios y comercios hermosos, el teatro más grande y lujoso del Brasil, que no cuesta menos de diez millones de dólares. Todo nada en dinero. Se gasta un conto, que a la sazón tiene el valor de doscientos dólares, como si fuera un peso, los objetos de lujo más refinados llegan desde París y Londres a bordo de los grandes vapores que surcan cada vez con mayor frecuencia las aguas del Amazonas. Todo el mundo especula, todo el mundo comercia con goma, y mientras los árboles sangran y en la «cárcel verde» de la selva los seringueiros mueren a centenares y a miles, toda una generación se enriquece en la región del Amazonas con el «oro líquido», tanto como en otro tiempo sus antepasados en los campos auríferos de Minas Geraes. Es verdad que el Estado también se beneficia con esa exportación provechosa, y en la balanza comercial el caucho se acerca a saltos, con brincos, peligrosamente, al café. El advenimiento del automóvil abre perspectivas ilimitadas. Dos lustros más, y Manaos será una de las ciudades más ricas, no sólo del Brasil, sino del mundo entero.

Pero el globo tornasolado revienta con la misma rapidez con que se había hinchado. Un solo hombre lo pinchó subrepticiamente. Anulando hábilmente, mediante el soborno, la prohibición de exportar una hevea bresiliensis o sus semillas, un joven inglés lleva no menos de setenta mil de esas semillas a Inglaterra, donde en Kew Gardens se plantan los primeros arbolitos que luego son trasplantados a Ceilán, Singapur, Sumatra y Java. Con ello queda anulado el monopolio brasileño, y su producción pasa prontamente a un segundo piano. Las plantaciones sistemáticamente dispuestas en las islas malayas, donde los árboles de la goma están formados como granaderos en líneas derechas de muchas millas de largo, permiten una explotación mucho más fácil y rápida que con los árboles en medio de la selva, donde primero hay que librar a cada árbol de las malezas circundantes. Como de costumbre, la producción brasileña, anticuada e improvisada, cae víctima de la moderna organización superior.

El descenso se opera con la rapidez de un alud. En el año de 1900, el Brasil produce todavía 46.750 toneladas de caucho contra míseras cuatro toneladas procedentes de Asia. En el año de 1910 aun predomina con sus 42.000 toneladas frente a las 8.200 toneladas de producción asiática. Pero en 1917 ya está vencido con sus 87.000 toneladas contra 71.000, y a partir de entonces el descenso se acentúa cada vez más. En 1938 ya no produce sino 16.400 toneladas contra 365.000 toneladas procedentes de los Estados malayos, 300.000 de la colonia holandesa, 58.000 de Indochina y 52.000 de Ceilán. Y aun esas pobres 16.000 toneladas no obtienen más que una parte del precio primitivo. El teatro de Manas no aloja, como otrora, las compañías de los principales teatros europeos, las fortunas se deshacen, el sueño del oro líquido, sueño es otra vez. Nuevamente, un ciclo ha llegado a su fin después de haber cumplido su misteriosa misión: la de infundir vida y vitalidad a una provincia dormida hasta entonces, engranándola más estrechamente en el comercio y tráfico de la totalidad de la nación.

A fines del siglo diecinueve, se cumplirá una vez más la ley más íntima del desarrollo brasileño que, fácilmente seducido por el momentáneo beneficio obtenido con un artículo principal, necesita siempre de una crisis para reorganizarse, de modo que esas crisis cíclicas, en resumen, han sido más favorables que contrarias a su multiforme desarrollo total. La última gran transformación a que se vio obligado el Brasil no se la imponía la voluntad del mercado mundial externo, sino su propia voluntad mediante la ley del año de 1888 que abolía definitivamente la esclavitud.

En el primer momento, ése es un choque violento para la economía, tan violento que incluso hace caer el trono imperial. Muchos negros, embriagados por la nueva libertad, abandonan el campo y se dirigen a las ciudades. Unas empresas que sólo daban beneficios gracias a las energías gratuitas de trabajo, cesan en su actividad; los hacendados pierden con los esclavos una gran parte de su capital, y, por último, hasta la agricultura y la plantación de café, de por sí ya apenas capaces de competir con los modernos métodos técnicos, están amenazadas de fracasar. De nuevo se repite el viejo llamamiento del principio: «¡Brazos para el Brasil! ¡Manos, hombres a cualquier precio!» Ello obliga al gobierno a dar impulso sistemático a la inmigración, que hasta entonces había sido un simple laissez faire, una actitud pasiva e indiferente, mientras que en adelante hará falta atraer los inmigrantes europeos y asiáticos. Antes de la era del café, el Brasil sólo conocía, una inmigración rural. ya en el año de 1817, el rey Juan mandó contratar, por intermedio de agentes europeos, a dos mil colonos suizos, que fundaron una colonia llamada Nova Friburgo; en 1826 les siguió un grupo alemán que se estableció en Río Grande do Sul, y con la llegada posterior de hasta 120.000 alemanes más, al sur de Brasil fueron formándose poco a poco distritos netamente alemanes en Santa Catalina y Paraná, pero toda esa inmigración era debida más o menos a la iniciativa propia y a la actividad intermediaria de agencias privadas. Sólo al adquirir importancia una nueva producción rendidora y faltando el trabajo de los esclavos, el Estado y, en particular, la provincia de São Paulo se deciden a fomentar la inmigración en una proporción. mayor que antes, costeando el pasaje de los que carecían de medios y poniendo porciones de tierra a disposición de quienes quisiesen dedicarse a las faenas rurales. Esos subsidios alcanzan en los años decisivos hasta diez mil contos anuales en dinero efectivo; pero apenas el Brasil allana el camino y abre las puertas, ya afluyen las masas. Un año después de la liberación de los esclavos, en 1890, la inmigración pasa de 66.000 a 107.000 seres, para alcanzar en 1891 el mayor número hasta entonces registrado, o sea 216.760, manteniéndose después sobre un nivel que aunque variable es siempre elevado, y que sólo en los últimos años de la política de restricción decayó nuevamente hasta unos 20.000 por año.

Esta inmigración de cuatro o cinco millones de blancos durante los últimos diez lustros significaba un enorme aumento de energías para el Brasil y reportó al mismo tiempo una inmensa ventaja cultural y etnológica. La raza brasileña, que como consecuencia de una importación de negros, a lo largo de tres siglos amenazaba con volverse cada vez más oscura, más africana por su tez, vuelve a aclararse visiblemente, y el elemento europeo eleva, en contraste con el de los esclavos analfabetos primitivamente criado, el nivel general de la civilización. El italiano, el alemán, el eslavo, el japonés, traen de sus respectivas patrias, por una parte, una energía y voluntad de trabajo completamente íntegra aun, y por otra parte, la aspiración a un standard de vida más elevado. Saben leer y escribir, tienen conocimientos técnicos, trabajan con un ritmo más acelerado que la generación mal acostumbrada por el trabajo de los esclavos y debilitada, a menudo, en su capacidad productiva por el clima. Los inmigrantes buscan en todas partes, instintivamente, las regiones que consideran parecidas al clima de origen y a las viejas formas de vida, y por esta razón son principalmente las provincias del sur, Río Grande do Sul, Santa Catalina, las que más animación reciben por ese nuevo cielo del «oro viviente». El cielo de la inmigración significa para las ciudades y la región de São Paulo, Porto Alegre y Santa Catalina lo que otrora significaba el azúcar para Bahía, el oro para Minas Geraes y el café para Santos: el impulso decisivo, cuyas energías consecuentes crean luego residencias, posibilidades de trabajo, industrias y valores culturales. Y precisamente por proceder ese material nuevo de las zonas más distintas del mundo —Italia, Alemania, los países eslavos, Japón y Armenia—, el Brasil puede acreditar del modo más feliz su viejo arte de la mezcla y adaptación recíproca. Gracias a la singular fuerza de asimilación de ese país, los elementos se adaptan con rapidez asombrosa, y la próxima generación ya contribuye naturalmente y en igualdad de derechos al viejo ideal de los comienzos: una nación unida por un solo idioma y un solo modo de pensar.

Este adelanto determinado por la inmigración de los últimos cincuenta años constituye, en verdad, el agradecimiento por el acto moral de la liberación de los esclavos. El ingreso de cuatro o cinco millones de europeos a la vuelta del siglo representa una de las mayores suertes para el Brasil y, en verdad, una suerte doble. Doble, porque, en primer lugar, esas fuerzas vigorosas y sanas afluyen al país en número tan grande, y, en segundo término, porque su llegada comienza exactamente en el momento histórico oportuno. Si una inmigración de tal volumen, si semejante masa de millones de italianos y alemanes hubiera acudido un siglo antes, cuando la cultura portuguesa aun no cubría sino una capa muy delgada, esos hombres de habla extranjera y de costumbres propias distintas habrían ocupado y se habrían posesionado de diversas provincias, y grandes partes del país se habrían italianizado o germanizado definitivamente. Pero si, por otra parte, esa inmigración principal, esa inmigración en masa, no se hubiera operado en aquella época que aun tenía el espíritu cosmopolita, sino en nuestro tiempo de nacionalismo exaltado, los individuos ya no habrían estado dispuestos a disolverse en una nueva forma idiomática. y de pensamiento. Habrían permanecido fija y obstinadamente apegados a la ideología de sus respectivos países y no habrían adoptado la idea de ese país nuevo. Así como el oro no fue descubierto antes de tiempo ni demasiado tarde para fomentar la economía del Brasil sin poner en peligro su unidad, así como el ciclo salvador del café se inició justamente en el instante de la recaída catastrófica, la inmigración europea en masa se produjo exactamente en el momento en que podía surtir los efectos más fecundos. En vez de extranjerizar en el Brasil lo brasileño, ese aporte poderoso contribuyó a que lo brasileño se volviese más vigoroso, variado y personal.

En el siglo veinte se cumple, pues, también la ley, por así decirlo, innata del país, según la cual el Brasil siempre ha menester de crisis para conducir su economía a la transformación enérgica. Esta vez, por fortuna, no son crisis en el propio país, sino las dos catástrofes allende el océano, las dos guerras europeas, que imprimen a su estratificación económica los impulsos decisivos. La primera guerra mundial señala al Brasil el peligro que significa el haber supeditado casi toda su producción para la exportación a un producto solo y el no haber dado desenvolvimiento a sus industrias en toda su variedad. La exportación de café se interrumpe, y con ello queda repentinamente obstruida la arteria principal; provincias enteras no saben qué hacer con sus productos, y, por otra parte, ya no pueden importarse muchos productos manufacturados para el uso diario, debido a la incertidumbre de los mares y a la carga que los países de Europa deben soportar a consecuencia de la guerra. La balanza comercial entera empieza a tambalearse, porque ha sido montada demasiado unilateral y despreocupadamente y sin consideración al equilibrio interior, sobre la venta de billones de granos de café, y por esta razón el Brasil se ve obligado a modificar su actitud y a dedicarse siquiera a algunas de esas empresas industriales. Ese impulso, una vez iniciado, surte recios efectos; en todos los años en que Europa se halla trabada por el temor y la preparación de la guerra, se producen en el Brasil infinidad de artículos de producción mecánica y manual que antes había que importar de Europa, con lo que se prepara cierta autarquía. Quien entonces volvía al Brasil, al cabo de pocos años de ausencia, quedaba sorprendido ante la cantidad de artículos otrora importados que entonces ya se reemplazaban con otros de producción nacional, así como del grado de independencia que el país en tan breve plazo había logrado en sus medidas de organización y con respecto a los instructores y directores extranjeros. Gracias a esos preparativos, la segunda guerra mundial no hirió a la economía brasileña tan gravemente como la primera. Esta vez también la desvalorización del café y de muchos otros productos ultramarinos resultó inevitable, pero el nuevo final de la coyuntura para el café no despobló a São Paulo, como en su tiempo el agotamiento del oro había despoblado a las ciudades de Minas Geraes y la catástrofe del caucho a Manaos. Ya la economía había aprendido la sabiduría del viejo adagio inglés según el cual no hay que llevar todos los huevos en una sola canasta, y se colocó sobre un fundamento más sólido que el de un producto único, central o de monopolio, supeditado a todas las oscilaciones del mercado mundial.— El equilibrio no sufrió quebrantos, porque las pérdidas que se registraban en una línea quedaban compensadas gracias a un progreso muy pronunciado de la industria, que produce en el país mismo y con materiales propios, en cantidades cada vez mayores, gran parte de lo que antes debía traerse de Alemania y otros países bloqueados. Así como las guerras napoleónicas crearon, indirectamente, la independencia política del Brasil, así la guerra de Hitler creó la industria brasileña, y no cabe duda de que el país sabrá conservar la independencia económica a través de los siglos, lo mismo que supo conservar su independencia política.

Es siempre arriesgado echar desde el presente un vistazo sobre el futuro. Con sus cincuenta millones de habitantes y su dilatado espacio, el Brasil constituye uno de los esfuerzos colonizadores más grandiosos del inundo, y se halla hoy sólo al comienzo de su desarrollo. Falta mucho aún para vencer todas las dificultades que se oponen a su estructuración definitiva, y, a pesar de la tarea inmensa cumplida, muchas de esas dificultades siguen siendo aún considerables. Para poder valuar debidamente el esfuerzo realizado al paso de los siglos, la justicia exige que también se tomen en consideración los obstáculos que se le habían opuesto y que siguen oponiéndose. No hay mejor índice para la fuerza de voluntad, tanto de un hombre como de un pueblo, que las dificultades que deben vencerse en un trabajo físico o moral.

De los dos inconvenientes principales que impidieron al Brasil emplear la totalidad de sus energías potenciales, uno está claramente a la vista, en tanto que el otro se oculta primero a la mirada superficial. El peligro secreto, y por lo tanto más pérfido, para el total despliegue de sus energías radica en el estado de salud de su población, que su gobierno no oculta ni descuida. El Brasil, ese país pacífico por excelencia, cuenta con acérrimos enemigos en el interior, que anualmente le arrebatan o debilitan tantos hombres como una campaña en un país en guerra. Tiene que luchar incesantemente contra billones de seres minúsculos, casi invisibles, contra microbios y mosquitos y otros perversos vehículos de enfermedades.

El enemigo principal es, hasta el día de hoy la tuberculosis, que arrebata al país cada año cerca de doscientos mil hombres, es decir, el equivalente de cuerpos de ejércitos enteros. El brasileño, por ser de complexión débil, parece más expuesto, más indefenso frente a la «peste blanca». A ello se agrega, sobre todo en el norte, una insuficiente o, mejor dicho, inadecuada alimentación, y eso en un país que rebosa de alimentos. Ya se inició una resuelta acción gubernativa para poner coto, si no a la propia enfermedad, cuando menos a los factores de su propagación, y es de suponer que en los próximos años esa campaña será intensificada todavía. Pero si la medicina, la ciencia moderna, no crea el remedio buscado desde hace decenios, el Brasil tendrá que contar por mucho tiempo todavía con ese enemigo peligroso, mientras que la sífilis perdió en ese país intensidad debido a la propagación durante siglos, y pronto quedará, seguramente, exterminada gracias a la terapéutica de Ehrlich.

El segundo enemigo del Brasil es el paludismo, natural casi, debido a las condiciones climáticas del norte y aumentado todavía por el inesperado arribo del anopheles gambiae, del que algunos ejemplares llegaron en 1930 subrepticiamente, en un avión desde Dakar, penetrando clandestinamente en el país, donde se aclimataron y multiplicaron con gran rapidez, tal como en el buen sentido se aclimatan y multiplican en el Brasil toda fruta, toda planta, todo animal y todo ser humano.

La tercera enfermedad, en el conjunto de esos enemigos, es la lepra, que sólo podrá circunscribirse mediante el aislamiento hasta tanto no se descubra un remedio radical. Todas esas dolencias, aun cuando no acaban acarreando la muerte, determinan un debilitamiento enorme de la capacidad de producción. En el norte, principalmente, esa capacidad, reducida ya de por sí, debido al clima, queda en gran parte muy debajo del nivel medio europeo y norteamericano, y cuando las tablas estadísticas registran cuarenta o cincuenta millones de habitantes, el efecto productivo de esa cifra no corresponde ni con mucho a la producción de energía de igual cantidad de norteamericanos, japoneses o europeos , que se produce sobre la base de una cuota mucho más elevada de personas sanas y bajo condiciones climáticas más favorables. Un número espantosamente grande de personas sigue en el Brasil sin contar para la vida económica, ni como productores ni como consumidores; la estadística estima el número de personas desocupadas o sin ocupación determinada, en 25 millones (Simons en Niveis de vida e a economia nacional), y su standard de vida es, sobre todo en la zona ecuatorial, tan bajo que las condiciones de alimentación son a menudo peores que en la época de la esclavitud. Incorporar esa masa inalcanzable de la selva amazónica y de la profundidad de los Estados fronterizos, tanto con respecto a la economía como en lo referente a la salud, a la vida de la nación, es una de las grandes misiones que hoy ya preocupan seriamente al gobierno, y cuya solución definitiva requerirá todavía lustros de labor.

Resulta, pues, que el hombre, considerado como fuerza productiva, esta lejos aún de ser totalmente aprovechado en el Brasil, lo mismo que el suelo con todas sus riquezas de la superficie y subterráneas. En este caso, la dificultad es evidente (y no oculta, como en el de la enfermedad). Está determinada por la desproporción insuperada aún entre el espacio, el número de habitantes y los transportes. No hay que dejarse cegar por la organización ejemplar y por la cultura moderna de Río de Janeiro y São Paulo, donde una casa toca a la otra, los rascacielos se elevan hasta las nubes y los automóviles corren uno tras otro como en una perenne carrera. A dos horas de distancia de la costa, las asfaltadas carreteras modelos se pierden en caminos bastante dudosos, que luego de uno de los tan frecuentes aguaceros tropicales no pueden ser utilizados durante días enteros o que sólo son transitables entonces para autos provistos de cadenas; y en seguida empieza el sertão, la zona oscura y que está lejos aún de ser ganada para la civilización verdadera. Todo viaje hacía la diestra o siniestra de la carretera principal se convierte en una aventura. Los ferrocarriles no llegan hasta suficiente profundidad del interior y, además, por ser de tres trochas distintas, son difícilmente intercomunicables, aparte de ser tan lentos y tan poco prácticos que se llega mucho más rápido a Porto Alegre o a Belén y Bahía yendo en barco que utilizando el tren. Por otra parte, las grandes vías acuáticas, como el San Francisco o el río Doce, sólo son navegadas rara e insuficientemente y, por lo tanto, hay grandes y esenciales partes del país que sólo pueden alcanzarse gracias a expediciones individuales cuando no es dable contar con el apoyo de la aviación. Hablando en términos médicos, ese cuerpo inmenso sigue sufriendo, pues, de constantes perturbaciones circulatorias, la sangre no recorre uniformemente el cuerpo entero, e importantes partes del país están, en el sentido económico, absolutamente atrofiadas. Por eso, los productos más valiosos yacen todavía sin aprovechar bajo tierra, sin prestar servicio alguno a la industria. Se sabe hoy, con precisión, dónde se hallan, pero no tiene sentido extraerlos mientras no exista posibilidad de transportarlos luego. Allá donde hay mineral, faltan ferrocarriles o barcos para acarrear el carbón, y allá donde la ganadería podría prosperar fácilmente, no hay posibilidad de transportar ganado. La causa y el efecto (más propiamente dicho, la falta de efecto) se muerden la cola como una serpiente; forman un círculo vicioso. La producción no puede desarrollarse al ritmo adecuado porque faltan carreteras; las carreteras, a su vez, no pueden ser construidas una tras otra porque su construcción y conservación costosas no responderían en ese país, ondulado y poco poblado aún, a un tránsito compensador. A ello se agrega la peculiar fatalidad de que el Brasil carece en el siglo veinte del combustible necesario para el nuevo medio de transporte, el automóvil, tal como en el siglo diecinueve carecía de carbón, y la nafta tiene que ser importada, gota a gota, en cuanto no se puede sustituirla por alcohol. Para resolver en forma más rápida ese problema principal de la dificultad de transito y transporte, sería menester un capital inmenso, y el Brasil carece de capitales líquidos. En este país, el dinero efectivo siempre ha sido escaso, y los mismos títulos fiscales rinden un interés de aproximadamente ocho por ciento, mientras que en las transacciones particulares la tasa de interés es aún considerablemente mayor. La repetida desvalorización del milreis, la desconfianza vieja y casi instintiva ya contra inversiones en Sudamérica, indujeron a la altas finanzas europea y norteamericana, durante lustros y más lustros, a una precaución grande y, seguramente, excesiva; por otra parte, el gobierno observa desde hace algunos años cierta reserva en cuanto al otorgamiento de concesiones, para evitar que las empresas más vitales caigan enteramente en manos extranjeras. Todo ello trabó al proceso de la industrialización e intensificación, comparado con Europa y Norteamérica; mientras en Europa se invertía demasiado y con excesiva prisa, en el Brasil muchas cosas se atrasaron en decenios. Para propender a un desarrollo más rápido de ese inmenso país, de ese imperio, de ese mundo, desde un extremo al otro, se necesitaría una doble fertilización: una amplia afluencia de dinero, pero, sobre todo, una constante afluencia de gente, que, sin embargo, ha sido muy restringida en los últimos años a causa de la guerra mundial y de sus consecuencias ideológicas. Mientras Norteamérica sufre por exceso de capital líquido, amontonado en los bancos sin reportar intereses, mientras Europa sufre por un exceso de población y por falta de espacio, por un estado que la congestiona y la lleva una y otra vez a nuevos y repetidos accesos de locura en lo político, el Brasil sufre una anemia, una falta de gente en su dilatado espacio. El remedio para el viejo mundo y simultáneamente para este nuevo mundo, sería una transfusión de sangre y capital, grande, intensa, realizada con toda cautela y paciencia.

Pero aun cuando las dificultades son grandes —lo han sido desde el primer día, y prácticamente siempre han sido las mismas—, mil veces mayores aun son las posibilidades de esa parte imponente y favorecida de nuestra Tierra. El mismo hecho de no haberse aún aprovechado ni remotamente la capacidad de las fuerzas potenciales significa una reserva inconmensurable, no sólo para ese país, sino para toda la humanidad. En la lucha contra las circunstancias que trabaron su progreso, el Brasil encontró la ayuda de un verdadero taumaturgo: la ciencia y la técnica modernas, de las que sabemos lo que son capaces de dar de sí aun cuando no podemos sospechar lo que realmente conseguirán todavía. Quien hoy vuelve al país después de algunos años, queda continuamente sorprendido por las cosas maravillosas que consiguió en el sentido de la unificación, independencia y saneamiento. La sífilis, que en el Brasil era enfermedad hereditaria y de la que se habla con la misma naturalidad que de un resfriado, ha quedado tanto como extirpada gracias al invento del doctor Ehrlich, y no cabe duda de que la higiene científica dará cuenta también dentro de un plazo breve de las demás enfermedades. Así como Río de Janeiro, que sólo dos lustros atrás era aún uno de los focos más temibles de la fiebre amarilla, se ha convertido hoy, desde el punto de vista sanitario, en una de las ciudades más seguras del mundo, es de esperar que la ciencia conseguirá librar también al norte, amenazado de miasmas y plagas, incorporando la población, coartada en su capacidad de producción por la fiebre y la desnutrición, a la vida activa y productiva del país. La distancia que hay entre Río de Janeiro y Bello Horizonte salvábase un lustro atrás en dieciséis horas, mientras que hoy el avión la recorre en hora y media; dos días se necesitan hoy para llegar al corazón de la selva amazónica, que antaño, sólo se alcanzaba en veinte días de viaje; en medio día llegase a la Argentina, en dos días y medio a los Estados Unidos, en un par de días a Europa, y todas estas cifras sólo tienen validez para el momento; mañana, posiblemente, el progreso aeronáutico las reducirá a la mitad. La dominación de su espacio enorme, ese punto neurálgico, esa dificultad principal de la economía brasileña, teóricamente está resuelta ya y prácticamente está en vías de resolverse; ¡quién sabe si la dificultad del transporte no quedará superada también dentro de muy poco tiempo por una nueva especie de aeronaves u otros inventos, para los que nuestra fantasía resulta hoy demasiado pobre y timorata! El segundo impedimento aparentemente invencible, el de la insuficiente capacidad de trabajo en el clima tropical, que reduce la energía individual y amenaza al vigor físico, también empieza a ser resueltamente atacado por la técnica. La refrigeración, el aire acondicionado de las viviendas y oficinas, que hoy es privilegio todavía de algunos locales de lujo, será dentro de pocos años tan común y corriente como lo es en las zonas más septentrionales la calefacción central. El que ve cuánto se ha adelantado en este sentido y sabe al mismo tiempo lo que aun queda por hacer, no puede tener sino la seguridad de que la superación de todas las dificultades es únicamente una cuestión de tiempo. Pero no hay que olvidar que el tiempo de por sí ya no constituye una medida uniforme, sino que ha sido acelerado por el impulso de la máquina y el organismo, más grandioso aún, del espíritu humano. Un año bajo la égida de Getulio Vargas puede hoy, en 1941, producir más que todo un decenio bajo don Pedro II y un siglo anteriormente, en tiempos del rey Juan VI. Quien hoy advierte la velocidad con que crecen las ciudades, mejora la organización, y las fuerzas potenciales se convierten en otras reales, siente que —en contraste con el pasado— la hora tiene en el Brasil más minutos que en Europa. Desde cualquier ventana que se mire, se ve una casa en construcción; en cada calle y en la lejanía del horizonte vense nuevas moradas, y, más que todo, ha crecido en ese país el espíritu y el placer de las empresas. A todas las energías desconocidas y desaprovechadas aún del Brasil, agregóse en los últimos años una nueva: la conciencia propia de la nación. Durante mucho tiempo, ese país estaba habituado a quedar a la zaga de Europa en cuanto a la cultura y el progreso, el ritmo del trabajo y el esfuerzo. Con una especie de atrasada conciencia colonial, levantaba la mirada al mundo allende el océano, como a un mundo superior, más experimentado, más sabio y mejor. Pero la ceguera de Europa, que ahora se devasta a sí misma por segunda vez con nacionalismos e imperialismos insensatos, independizó la nueva generación del Brasil. Ha pasado el tiempo en que Gobineau podía mofarse diciendo: Le brésilien est un homine qui désire passionément habiter Paris. Ya no se encontrará ningún brasileño y pocos inmigrantes que quisieran volver al Viejo Mundo, y esa ambición de desenvolverse solo y en el sentido de la época se manifiesta en un optimismo y una osadía completamente nuevos. El Brasil aprendió a pensar en las dimensiones del futuro. Cuando construye un ministerio, como ahora el ministerio de Trabajo y el de Guerra, lo hace en escala más grande que los de París, Londres o Berlín. Cuando se traza el plano de una ciudad, calcúlase de entrada el quíntuplo y aun el décuplo de su población. Nada es demasiado atrevido, demasiado original para que esa nueva voluntad no ose realizarlo. Después de largos años de incertidumbre y modestia, el Brasil aprendió a pensar en las dimensiones de su propia grandeza y a calcular con sus posibilidades ilimitadas, como una realidad prontamente atendible y alcanzable. Reconoció que el espacio significa fuerza y genera fuerzas, y que no es el oro ni un capital ahorrado lo que representa la riqueza de un país, sino que tal representan la tierra y el trabajo que en aquél se lleva a cabo. Pero ¿qué país posee mayor cantidad de tierra inaprovechada, deshabitada, inutilizada, que el Brasil, cuyo territorio iguala al del mundo viejo entero? Y el espacio no es sólo simple materia, sino que también es fuerza psíquica. Amplía la visión y ensancha el alma, infunde al hombre que lo habita, y al que envuelve, valor y confianza para que se atreva a avanzar; donde hay espacio, hay también no sólo tiempo sino porvenir. Y quienquiera que vive en ese país, oye en lo alto las alas de ese futuro susurrar fuertes y animadoras.