SÃO PAULO

Para presentar la ciudad de Río de Janeiro habría que ser, en verdad, pintor; para describir la de São Paulo, estadista o experto en ciencias económicas. Habría que apilar y comparar números, copiar tablas y tratar de manifestar el crecimiento con palabras. No es el pasado ni el presente lo que hacen tan fascinante a São Paulo, sino su crecimiento y desarrollo visible, por así decirlo al ralentisseur, el ritmo de su transformación, São Paulo no ofrece un cuadro, porque ensancha de continuo su marco, porque es demasiado inquieto en su rápida mutación. La mejor manera de presentarlo es a modo de una película que de hora en hora pasase más ligera. Ninguna otra ciudad del Brasil y muy pocas del mundo entero, pueden compararse, en cuanto a impetuosidad del desarrollo, con ésa, que es la más ambiciosa y dinámica de las ciudades brasileñas.

Veamos, pues, unas cuantas cifras para tener una vara, una especie de termómetro para la curva de fiebre de ese desenvolvimiento. Al promediar el siglo dieciséis, los jesuitas edifican unas cuantas chozas y casas en torno a su primitivo colegio; los siglos diecisiete y dieciocho todavía ven una insignificante aldea a orillas del río Tieté, más cuartel general y campamento que residencia fija de las bandas errantes de los «paulistas», que desde allí recorren el país entero en sus temidas y famosas entradas, pero, en verdad, sin enriquecer, con sus cacerías de esclavos, a sí mismos ni a la ciudad. Aun muy avanzado el siglo diecinueve, en el año de 1872, São Paulo, con sus 26.000 habitantes y sus calles estrechas y pobres, figura todavía en décimo lugar entre las ciudades brasileñas, a gran distancia de Río, con sus 275.000, de Bahía, con sus 129.000 habitantes, pero también a la zaga de ciudades cuyos nombres el no brasileño ignora, como, por ejemplo, Niteroi, que tiene 42.000 habitantes, y Cuiabá, que tiene 36.000. El café, ese gran rey, es el que primero ordena a sus tropas de labor que se trasladen a aquel lugar, y el progreso, una vez iniciado, alcanza proporciones fantásticas. Las 26.000 almas de 1872 se han triplicado y suman 69.000 en el año de 1890, y en el decenio siguiente, la cifra se eleva a saltos hasta alcanzar los 239.000. En el año de 1920 ya son 579.000, y alrededor del año 1934 pasa de un millón. Hoy la cifra debe estar cerca del millón y medio, sin que se pueda registrar el menor indicio de una disminución del ritmo. En 1910 se construyen 3.200 casas; en 1938, más de 8.000; una cifra que, sin embargo, de por sí no da la sensación acabada del progreso, ya que las construcciones nuevas, que son de varios pisos y en algunos casos hasta rascacielos, albergan más gente que docenas de las casas viejas, sencillas y de un solo piso. El coeficiente de progreso resulta más evidente a través del valor de locación, que nada más que en el lapso de 1910 hasta hoy subió de 43.137 contos de reis a más o menos 800.000, es decir a una cantidad casi veinte veces mayor. Cuatro casas nuevas por hora es, aproximadamente, el ritmo de la evolución de esa ciudad, que reúne en su perímetro 4.500 fábricas desde que la industria arrancó al café el cetro del poder. Por otra parte, São Paulo dirige prácticamente casi toda la vida mercantil del país.

¿Qué causas determinaron un crecimiento tan fantástico y siguen fomentándolo hasta la fecha? En esencia, son las mismas causas geográficas y climáticas, que cuatro siglos atrás indujeron al fundador Nóbrega a elegir ese lugar como el más apropiado en todo el Brasil para una expansión rápida y sana. Uno de los mejores puertos de Sudamérica, el de Santos, está cerca, el altiplano facilita el tránsito en todas las direcciones, las grandes rutas acuáticas del Paraná y del Plata son de fácil acceso, el suelo, llamada terra roxa, es fértil y propio para toda clase de cultivos y superabunda la fuerza hidroeléctrica, que, además, es barata. Todo eso basta ya para explicar el crecimiento rápido dentro de un país que de por sí se agranda sin cesar. Pero el factor decisivo lo constituía desde el principio el clima, que si bien saturado de sol en esa planicie, a ochocientos metros sobre el nivel del mar, nunca ejerce, sin embargo, el efecto deprimente para la energía de trabajo que es propio en las zonas tropicales y en las ciudades de la costa, situadas a un nivel más bajo. Ya en el siglo diecisiete resultó evidente que el «paulista» se desarrollaba más enérgico, más emprendedor, con más espíritu de iniciativa que los demás brasileños. Siendo los depositarios verdaderos de la energía nacional, descubren y conquistan el país semper novarum rerum cupidi, y era voluntad osada, ese espíritu de progreso y expansión se transmitió en los siglos siguientes al comercio y la industria. El verdadero impulso del progreso se debe luego, en los últimos decenios del siglo diecinueve, a los inmigrantes. Éstos buscan instintivamente condiciones de vida y un clima que estén de acuerdo con los de su país de origen. Los italianos, que constituyen el grueso de la inmigración, encuentran en São Paulo el clima del norte de Italia, del centro de Italia, y también encuentran allí el sol del sur. No les hace falta adaptarse, ni tienen que aprender ninguna cosa nueva; llevan consigo todo su impulso inquebrantado y, más bien, lo agrandan aún en el nuevo ambiente. El inmigrante siempre está más impaciente por progresar que el aborigen, no posee heredad que pudiera gastar y disfrutar sin hacer nada, sino que tiene que adquirir todo con su propio esfuerzo. Ello aumenta su ritmo, su inversión de energías. Y ese agregado de energía y atrevimiento arrastra luego a los demás. Los brasileños más dispuestos a trabajar y más ambiciosos se establecen en São Paulo, donde pueden disponer de ese material de trabajo más civilizado, mejor preparado y más emprendedor. El capital sigue gustoso los pasos del espíritu de empresa, una rueda engrana en la otra, y de esta suerte su revolución adquiere de año en año mayor rapidez. Cuatro quintas partes de todo lo que hoy se realiza en el país entero en lo industrial y en organización, tiene su origen y recibe su ímpetu en São Paulo. Este Estado, más que cualquier otro del Brasil, mantiene actualmente el equilibrio de la economía; es, por así decirlo, el centro muscular, el órgano de su fuerza.

Ahora bien, dentro del organismo, el músculo representa un elemento necesario, pero no es de por sí un órgano bonito. El que espera recibir en São Paulo singulares impresiones estéticas, sentimentales o pintorescas, quede advertido; es ésa una ciudad que crece en dirección al futuro, con tal inquietud e impaciencia que apenas le queda sensibilidad para su presente y menos aún, desde luego, para su pasado. Quien busque, algo histórico allí no lo encontrará en mayor medida que, por ejemplo, en Houston o en otra de las ciudades norteamericanas del petróleo. Incluso el viejo colegio de los fundadores de la ciudad, que por piedad debía haberse conservado como panteón, ha tiempo ya que fue demolido para dar lugar a cualquier edificio práctico. São Paulo no conservó nada, o tanto como nada, de sus siglos diecisiete y dieciocho, y el que quiera ver todavía siquiera un pobre resto del tipo de construcción paulistano del siglo diecinueve debe darse prisa, pues se derriba, con una velocidad que casi inspira terror, todo cuanto aun recuerda el ayer y el anteayer. A veces se tiene la sensación de encontrarse, no en una ciudad, sino en un enorme solar en construcción. Hacia todos lados, el este, el oeste, el norte y el sur, las edificaciones invaden el paisaje, y en el centro, en el barrio de los negocios, se transforman una calle tras otra. El que haya estado allí hace cinco años tiene que inquirir informes para orientarse, como si visitara una ciudad nueva. En todas partes, todo parece demasiado estrecho, demasiado bajo, demasiado reducido; las calles exigen perentoriamente una ampliación, y obligan a las casas a crecer hacia arriba. Subterráneos tienen que abrir a los automóviles nuevas salidas; por doquier todo se transforma caprichosamente y con cierta precipitación egoísta. De modo, pues, que allí se contempla hoy todavía el cuadro viviente del crecimiento y la transformación de una auténtica ciudad de colonos e inmigrantes. Esas ciudades no han crecido, como en Europa, paulatinamente alrededor de un centro, concéntricamente, sino que se han desarrollado en base de improvisaciones, con toda prisa, sin orden ni concierto. Un inmigrante cualquiera ha ganado un poco de dinero; no había casas de alquiler disponibles, y helo aquí levantando su casa propia, ya que ni el terreno ni la mano de obra eran caros. Construye en cualquier parte una de esas casas pequeñas, sin arte ni parte, como en el Brasil se encuentran en todos lados, a lo largo de toda la costa, a través de todo el país. En cada una de ellas, un comercio en la planta baja y dos o tres habitaciones en el primer piso. Si el dueño era italiano, pintaba el frente con vivos colores, ocre, o rojo ladrillo, o azul marino. Una casa se pegaba a la otra y de repente estaba formada una calle, y luego otra, y, poco a poco, toda una ciudad. Nadie tenía la certeza de vivir siempre en tal casa; era inclusive probable que siguiese viaje a otra ciudad; era posible también que el constructor volviese con sus ahorros a la patria o bien que adquiriese mayores bienes, y entonces edificaba otra casa, uno de esos chalets recargados de un falso barroco o estilo oriental, que treinta años atrás pasaban allí por distinguidos. El concepto de la duración, de lo sedentario, de la constancia, de la absoluta adaptación burguesa a la ciudad y a la vida municipal tenía que faltar, forzosamente, en esos inmigrantes con espíritu nómada, razón por la cual esas ciudades estaban predestinadas a constituir, desde el punto de vista arquitectónico, cosas provisionales, una agrupación accidental de viviendas, algo que crece sin plan y que se resuelve derribar con la misma facilidad con que se ha resuelto levantarlo. Una casa de veinte años es considerada allí, como entre nosotros un edificio dos veces secular, como muy anticuada, y es demolida con la misma precipitación con que había sido construida.

Sólo desde que la industria, el comercio y la riqueza han tomado impulso tan repentino, São Paulo parece haber caído en la cuenta de que es una gran ciudad, y que como tal tiene obligaciones representativas. Las calles, las plazas, las iglesias, los edificios de la administración, los establecimientos bancarios, los hospitales, todo resulta aquí demasiado estrecho, demasiado pequeño, y ahora la ciudad, activa y enérgica, está empeñada en crearse un centro, en darse una forma. El que hoy llega acá, vive un momento en extremo interesante. Puede ver con qué energía un conjunto de cosas yuxtapuestas va tomando forma orgánica, cómo lo provisional se transforma en algo definitivo. Se está trabajando por todas partes: ábrense calles por debajo de puentes, ciérranse terrenos destinados a parques, trátanse paseos y avenidas a través de los barrios estrechos, levántanse grandes edificios públicos, y todo eso de acuerdo con unos planos de urbanización que, sin embargo, llegan a carecer de objeto durante su ejecución, a causa del ritmo vertiginoso con que la ciudad se va agrandando. En el centro, los rascacielos se yerguen, cada cual unos pisos más alto que el próximo, para compensar la falta de espacio, al tiempo que los barrios de la periferia, verdaderas ciudades jardines, se ensanchan, cuesta arriba y cuesta abajo, formando círculos cada vez más amplios. También desde el punto de vista etnográfico la ciudad se halla sometida a un cambio radical. Antes, estaba dividida solamente por nacionalidades, de modo que surgieron los barrios italianos (São Paulo es, también, una de las ciudades italianas más grandes del mundo), armenio, sirio, japonés y alemán. En la actualidad, todo aquello está amalgamado y la ciudad está dividida, en cuanto a las meras formas representativas, es una city, o sea un centro, con una arquitectura acentuadamente norteamericana, y una ciudad-jardín, donde se encuentran las viviendas propiamente dichas; y tanto aquélla como ésta son susceptibles de tornare hermosas en un nuevo sentido, al cabo de algunos años o decenios. Desde luego se ofrecen perspectivas agradables al que, desde lo alto de un rascacielos, abarca con la vista aquel paisaje poco ondulado; pero el riesgo peculiarísimo de São Paulo, modelo de ciudad en evolución, se revela en lo que se está haciendo y no en lo que ya se ha hecho: de un modo más intenso que en la misma América del Norte (en cuanto a la América del Sur, sólo en Montevideo late algo similar), he visto aquí el fenómeno de una ciudad que se transforma íntegra y cambia, por así decirlo, de piel. Ahora bien, si se quiere insistir a todo trance en el concepto de la belleza, la de São Paulo sólo puede denominarse una hermosura naciente y no existente ya, una belleza no tanto óptica como energética y dinámica; es una hermosura y forma del mañana, que en este momento sentimos surgir del hoy con bríos impacientes.

Es el trabajo el que continúa dando a esa ciudad su significado y su fisonomía. São Paulo no es ciudad para gente que quiere deleitarse, ni presume de representativa; nótase en ella la total ausencia de avenidas; hay pocos paseos, poco panorama, pocos centros de esparcimiento, y por las calles vense casi exclusivamente hombres activos, presurosos, precipitados. El que no trabaja o no viene aquí en plan de negocios, al segundo día ya no sabe cómo pasar el tiempo. El día tiene aquí doble cantidad de horas que en Río, y las horas, doble cantidad de minutos, ya que cada uno de ellos está cuajado de actividad. São Paulo tiene todo lo que hay de nuevo, de moderno, buenas industrias manuales y selectos negocios de lujo, pero uno se pregunta quién tiene tiempo allí para el lujo y para el deleite, en vez de dedicarlo a la obtención de lucro. Se recuerda sin querer a Liverpool o Manchester, ciudades dedicadas íntegramente al trabajo, y, de hecho, São Paulo es, respecto de Río de Janeiro, lo que Milán respecto de Roma, o Barcelona respecto de Madrid, no siendo ni una ni otra la respectiva capital, ni la sede del gobierno, ni siquiera la guardiana de los valores artísticos, pero si ambas superiores a la respectiva capital por su energía dinámica. En el comercio y en la industria, el Estado de São Paulo solo —gracias en parte al clima, que no perjudica la actividad de los inmigrantes europeos— produce más que la mayor parte del resto del país; es más moderno, más progresista que todos los demás y, por lo tanto, más parecido, por su organización intensiva, a las ciudades norteamericanas y europeas. Nada de la maravillosa molicie de Río, de esa atmósfera que es permanente tentación de abandonarse a la contemplación y a la dulce ociosidad; la musicalidad que envuelve a aquella clara ciudad y a toda ha bahía de Guanabara está sustituida aquí por el ritmo, un ritmo fuerte y acelerado, como el latido del corazón de un corredor que no cejara en su carrera, extasiándose ante su propia velocidad. Lo que le falta en hermosura está compensado con energía, que en estas zonas tropicales llama mucho la atención y es muy apreciada; pero el hecho más importante es el que esta ciudad tiene conciencia de la necesidad de adquirir todavía la forma adecuada, y como São Paulo está rivalizando con Río de Janeiro, animada por la voluntad de no ser considerada inferior y de efecto poco artístico, pueden esperarse de esa ciudad muchas sorpresas en el curso de los próximos años.

En cuanto a las curiosidades propiamente dichas, aun no hay muchas en São Paulo, y las tres que existen, con ser grandiosas, se distinguen por un fuerte dejo desagradable. He aquí, en primer lugar, el museo Ipiranga, donde se pueden apreciar todas las variedades etnográficas de la fauna, la flora y la cultura del Brasil, ordenadas de un modo excelente, por cuadros de conjunto muy instructivos; pero lo que se siente al pasar por las salas es deseo antes que satisfacción, pues preferimos observar a los millares de multicolores colibríes y papagayos en su ambiente natural, en libertad, que no disecados, y sabemos que median pocas horas de camino de aquí a la selva, y frente a las vitrinas, soñamos con aquellas regiones fabulosas. Todo lo exótico deja de impresionar como tal al ser esquematizado y arreglado en forma de exposición; tórnase insípido como un objeto de enseñanza, como una categoría rígida, y por eso nos parece un poco absurda (aun en contra del propio entendimiento, que admira tal museo y no se cansa de ponderar su mérito) la naturaleza enclaustrada en medio de la naturaleza salvaje y exuberante. Tal gracioso mono nos encantaría, por supuesto, como merced concedida por la naturaleza si lo viéramos meciéndose entre palmeras, pero el aspecto de centenares de variedades de simios momificados y colocados a lo largo de las paredes no despierta en nosotros más que cierta curiosidad técnica. Dado que ni siquiera las exposiciones de fieras nos parecen del todo reales, menos todavía nos lo parecen los museos, aun cuando estén dirigidos, como el museo Ipiranga, con máxima pericia y formen un conjunto grandioso. Todo lo encerrado nos oprime, y por eso se me contrajo el corazón al ver la otra curiosidad, el célebre penitenciaría de São Paulo, establecimiento modelo que redunda en honor de la ciudad, de la nación y de sus directores. Aquí el problema del establecimiento penal —que en lo moral nunca podrá resolverse totalmente— ha sido abordado por el lado más humano, y este país, en cuyo código penal no figura la pena de muerte, ha procurado tratar a sus criminales según los principios más razonables y más modernos. Aquí, a diferencia de otros países, no se ha abolido la humanidad —por ser algo demasiado rancio— en el trato con los penados, sino que se desarrolla intencionadamente y es fomentada, en la convicción de que cada preso debe hacer el trabajo que le sea adecuado y que todos juntos deben formar una comunidad autárquica, por decirlo as!, bastándose a sí mismos. En este conjunto de casas grandes, asombrosamente limpias y edificadas de acuerdo con los preceptos de la higiene, todo el mecanismo es accionado por quienes en ellas viven; los mismos presos hacen el pan, preparan los medicamentos, administran la clínica y el hospital, cultivan las hortalizas y lavan la ropa, de suerte que rarísimas veces recurren a los servicios ajenos; los directores fomentan cualquier inclinación artística; se ha formado una orquesta; en las salas se pueden mirar los dibujos hechos por los presos. He aquí cómo en un país en cuyas provincias menos accesibles hay todavía un número bastante elevado de analfabetos, el establecimiento penitenciario brinda la ocasión de aprender lo que debía aprenderse en la escuela. Estamos convencidos de que la penitenciaría de São Paulo es un verdadero establecimiento modelo, que bastaría para corregir esa presunción de los europeos de que todas sus instituciones son las más perfeccionadas del mundo. Y, sin embargo, respiramos un desahogo al pasar, finalmente, por la última de la larga serie de pesadas puertas de hierro: respiramos libertad y vemos hombres libres.

Con parecido respiro de alivio se sale también del criadero de serpientes de Butantan, a pesar de que allí hemos visto cosas grandiosas y adquirido nociones fundamentales. Lo que allí atrae la curiosidad del público —pues nada gusta tanto al hombre como ver el peligro sin estar expuesto al mismo no me importaba mucho. Años atrás, yo había visto ya en la India cómo se sacan las serpientes venenosas de sus nidos subterráneos, cogiéndolas con unos palos para extraerles el veneno. Y siempre me ha causado repugnancia ver al hombre valerse de un animal vencido para ofrecer un espectáculo o un entretenimiento. Hace mucho que el Instituto de Butantan ha llegado a ser más que un criadero de serpientes y una fábrica de sueros terapéuticos para las frecuentes picaduras; es, en la actualidad, un instituto científico de primera categoría, donde los especialistas más famosos se sirven para sus investigaciones de los aparatos y dispositivos más modernos; en la hora que he pasado allí escuchando las explicaciones relativas a las distintas experiencias sobre transplantaciones y sobre desdoblamientos de naturaleza química, he aprendido más que durante años enteros en los libros; para los profanos, el trabajo material, la demostración en el objeto, es el único modo para hacernos llegar a la comprensión de los problemas abstractos. Y por ser las cosas sensibles o ópticas, las que más poderosamente obran sobre mi imaginación, nada me impresionó allí tanto como un solo frasco, de tamaño mediano, lleno de diminutos cristales blanquecinos: es el veneno de ochenta mil serpientes, que se guarda en aquel frasco en forma cristalina, de máxima concentración. Es el más tremendo de todos los venenos. Cada uno de esos granos, apenas perceptibles, que desaparecería completamente debajo de una uña, puede producir fácilmente la muerte instantánea de un hombre. Miles de veces más que, en las granadas del más grueso calibre, la destrucción se halla comprimida en este frasco único, terrible e irremplazable, portento más grandioso que el del conocido cuento de Las mil y una noches. Nunca había visto la muerte en forma tan concentrada, ni la he tenido entre manos multiplicada centenares de miles de veces, como en aquel minuto en que mis dedos tocaron ese frasco frío y frágil. Lo inconcebible de la posibilidad de aniquilar instantáneamente un ser humano íntegro, palpitante, con todos sus pensamientos y todas sus sensaciones; la parálisis repentina del corazón y de todos los músculos, producida por la mera introducción de un grano —mucho menor que un grano de sal— en el organismo, y ver esa posibilidad, casi inimaginable en el caso de un solo ser viviente, multiplicada por centenares de miles de veces, todo eso implica algo conmovedor y grandioso al mismo tiempo. Todos los aparatos de este laboratorio se me aparecieron de pronto como fuerzas que arrancan a la naturaleza, como si no fuera nada, lo más peligroso, con el fin de utilizarlo luego en un nuevo sentido, particular y creador, a favor de esa misma naturaleza; y miré entonces con respeto la casita que, expuesta al viento, se halla sumida en la soledad del verdor de una colina, abrazada por la naturaleza y dominándola mediante el infatigable espíritu humano.