UNAS CUANTAS COSAS QUE TAL VEZ MAÑANA YA HABRÁN DESAPARECIDO

Algunas de las cosas singulares que dan a Río su carácter policromo y pintoresco, es verdad, ya están amenazadas. Sobre todo las favelas, las zonas pobres en el corazón de la ciudad, ¿las veremos todavía de aquí a unos cuantos años? Los brasileños no gustan hablar de ellas, y, desde el punto de vista social e higiénico, constituyen, desde luego, un atraso en medio de la ciudad que brilla de limpieza y que, gracias a un servicio higiénico ejemplar, exterminó en cuatro lustros y por completo la fiebre amarilla, que antes había sido endémica en ella. Pero las favelas constituyen un tono de color peculiar en medio de ese cuadro caleidoscópico, y habría que conservar siquiera una de esas estrellitas en el mosaico de la ciudad, porque representan un pedazo de naturaleza humana dentro de la civilización.

Esas favelas tienen su historia propia. Los negros, que en parte viven de emolumentos muy reducidos, no podían sufragar el gasto del alquiler de un departamento en la ciudad; por otra parte, el diario traslado desde las afueras hasta el lugar de trabajo significa un doble viaje y el gasto del pasaje. Por eso se procuraron en las colinas y rocas, en medio de la ciudad, a las que no conducen caminos ni senderos, un lugar cualquiera donde edificaron una casucha o choza, sin averiguar quiénes eran los propietarios de esos terrenos. Para levantar semejantes mocambos no hacen falta arquitectos. Se toman unas cañas de bambú que se clavan en el suelo. Rellénanse los espacios entre las cañas con barro amasado a mano. Se pisotea el suelo hasta dejarlo liso. Se cubre el techo con una especie de junco o paja. Y ya está lista la construcción. No necesita ventanas; bastan unas chapas de cine, recogidas en cualquier parte del puerto. Una cortina hecha de una bolsa vieja cubre la entrada, que en todo caso se adorna con listones sacados de un cajón vacío, y he aquí la misma choza que siglos atrás los antepasados construyeron en la aldea brasileña o africana. El mobiliario no es, por supuesto, muy abundante: una mesa de construcción casera, una cama, unas pocas sillas y unos cromos de revistas viejas en las paredes. Huelga decir que esas moradas carecen de muchas comodidades modernas. El agua, por ejemplo, hay que subirla a pulso desde la fuente que está al pie de la colina y de un sendero abierto en la roca o en el barro. Ininterrumpidamente, como una cadena sin fin, ascienden mujeres y niños, llevando el precioso líquido en vasijas que balancean sobre la cabeza; mas esas vasijas no son de barro —que así costarían demasiado—, sino hechas de viejas latas de kerosene. La luz eléctrica tampoco llega hasta esas chozas, que de noche sólo hacen guiños con pequeñas luces de petróleo a través de la maleza. Y siempre el caminito escarpado, que pasa sobre gradas y piedras y escaleras, muchas veces peligroso y rara vez limpio, ya que entre las chozas pululan los más diversos animales: cabras y gatos esqueléticos, perros sarnosos y magras gallinas; las aguas servidas corren y gotean sucias y sin cesar entre las rocas. A cinco minutos de distancia de una playa de lujo o de una avenida, uno cree hallarse en medio de un pueblo de la selva de Polinesia o en una aldea africana. Se ha visto el extremo de lo primitivo, la forma ínfima de morar y vivir, una forma que en Europa y Norteamérica ya casi no se considera creíble. Pero, cosa curiosa, su aspecto no tiene nada de aflictivo, nada de repulsivo, no subleva ni humilla. Porque los moradores se sienten ahí mil veces más dichosos que nuestro proletariado en sus casas de inquilinato. Habitan casa propia, pueden hacer en ella lo que les viene en gana —de noche se les oye cantar y reír—, son allí dueños de sí mismos. Si aparece el propietario del terreno o una comisión para desalojarlos, porque se piensa abrir ahí una calle o trazar un barrio moderno de residencias, ellos se trasladan impasibles a otra colina. Nada les impide mudarse, como quien dice, con su casucha a cuestas. Y luego, como esas casuchas están situadas en lo alto de los cerros, en los rincones y aristas más inaccesibles, se disfruta desde ellas la vista más hermosa que es dable imaginarse, la misma vista de las más costosas villas de lujo, y es la misma naturaleza pródiga, que adorna aquí el menor pedazo de tierra con palmeras y que alimenta generosamente con bananas, esa naturaleza maravillosa de Río, que prohíbe al alma sentirse melancólica y desdichada, ya que consuela incesantemente con su suave mano tranquilizadora. Cuantas veces subí esas gradas, resbaladizas de barro, hasta aquellos barrios pobres, nunca encontré en ellos una persona grosera o malhumorada. Con esas favelas desaparecerá un trozo incomparable de Río, y me cuesta imaginarme los oteros de Gavea y otras colinas sin esa especie de aldeas pegadas osadamente a la roca, cuyo carácter primitivo nos recuerda cuánto tenemos y exigimos de superfluo y nos demuestra que hasta en un mínimo de la existencia, como en una gota de rocío, puede resumirse toda la diversidad de la vida.

Otra curiosidad más de Río caerá pronto víctima de la ambición civilizadora y tal vez también de la moral, como en tantas ciudades europeas, en Hamburgo, en Marsella. Las calles de las que no se habla, la zona de Mangue, el gran mercado del amor, el Yoshiwara de Río. Ojalá a última hora apareciese todavía un pintor para fijar esas calles en el lienzo tal como de noche brillan bajo las estrellas con luces verdes, rojas, amarillas, blancas, con sus sombras ondulantes y fugitivas, un aspecto fantástico, oriental, como no vi otro igual en toda mi vida, y, además, misterioso, debido a los destinos encadenados. En una ventana pegada a la otra, o mejor dicho, en una puerta junto a la otra, esperan allí, como animales exóticos tras rejas, mil o acaso mil quinientas mujeres de todas las razas y colores, toda edad y procedencia, negras senegalesas al lado de francesas que ya casi no consiguen disimular las arrugas de la edad con los afeites, delicadas indias y carnosas croatas, todas aguardando los clientes, que, en un desfile ininterrumpido, espían por las ventanas para examinar la mercadería. Detrás de ellas brilla una lámpara de vivos colores que ilumina con reflejos mágicos el aposento, donde la cama, más clara, destaca contra la sombra un claroscuro a lo Rembrandt, que torna casi místico ese tráfago cotidiano y, además, espeluznantemente barato. Pero lo más sorprendente, lo que al mismo tiempo es lo marcadamente brasileño de esa feria, es el silencio, el sosiego, la quieta disciplina. Mientras en las calles equivalentes de Marsella o Tolón todo retumba de risas, gritos, hurras y gramófonos enloquecidos, mientras allá los huéspedes emborrachados berrean salvaje y peligrosamente, en Río todo permanece como en un cuadro y en silencio. Los jóvenes pasan frente a esas puertas sin avergonzarse, con franca despreocupación meridional, para desaparecer a veces tras una puerta, con sus trajes claros, como un fulminante rayo de luz. Y sobre todo ese acontecer silencioso, secreto, tiéndese el cielo con sus estrellas; aun ese rincón apartado, que en otras ciudades, consciente y avergonzado de algún modo de su negocio, se escurre a los barrios más pobres y más derruidos, aun él tiene en Río cierta belleza y se convierte en un triunfo del color y de la luz abigarrada.

¿Y desaparecerán, en verdad, también los viejos bondes, los coches de tranvía abiertos, para quedar reemplazados por otros modernos y cerrados? Seria infinitamente de lamentar, pues prestan a las calles un brillo apresurado y estruendoso. ¡Qué aspecto, del que uno no se cansa nunca, el de esos coches abiertos, sobrecargados, de cuyos estribos los hombres cuelgan como racimos de uvas blancas! Y de noche, cuando corren con la luz que en su interior se vierte sobre esos rostros negros, oscuros y blancos, es siempre como si alguien lanzara un ramo de flores colorido. ¡Y cuán grato es viajar en esos coches! Durante los días de más calor y sofocación, se compra en ellos, por el equivalente de un «cent», la más refrescante de las brisas y, al mismo tiempo, se ven —en contraste con los ataúdes cerrados de los automóviles— a diestro y siniestro, la calle, los negocios y la vida. No hay medio mejor para explorar el verdadero Río; ni el auto de excursión ni el coche particular aventajan en ese sentido al vehículo de la gente modesta. Sólo gracias a los bondes (y a las propias piernas) creo conocer hoy Río de Janeiro en realidad de verdad. Y no tengo por qué avergonzarme de tal preferencia, pues el mismo emperador Pedro gustaba a tal punto de esos carruajes anticuados que pasan chirriando por sus rieles que se reservó uno de ellos para sus paseos democráticos. Se cometería un gran error si se quisiera hacer desaparecer ese romanticismo, un poco ruidoso y bamboleante, para obtener lo que todos tienen y perder con ello lo que pertenece a Río exclusivamente: una animación abigarrada y ódespreocupada.