IV
—Esther, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás con la abuela?
—La reina… La abuela ha muerto —respondió Esther, con voz sombría.
Pero ¿qué estaba haciendo su hermana?
Esther se quedó mirando boquiabierta a Mary, que encañonaba a los aristócratas rodeada de soldados. Sus palabras resonaron como si fueran las de otra persona que murmurara a lo lejos.
—Venía a decírtelo, pero me han atacado unos…
—¿Te han atacado? Mierda… Ese sargento me va a oír.
—¿Ese sargento?
Esther recordó que así era como los asesinos habían llamado a su líder, y se quedó helada. ¿Era posible que aquellos hombres hubieran sido compañeros de los soldados de su hermana?
—Mary, ¿quiénes son éstos? ¿¡Qué estás haciendo!?
—Lo siento, pero ahora no hay tiempo de explicaciones. Me esperan muchos enemigos que batir.
La mirada que lanzó Mary a su hermana era tan fría que parecía imposible que fuera la misma persona que unos momentos antes le había hablado con aquella calidez. La coronel tenía una luz tenebrosa en los ojos, como si estuviera decidida a destruir todo lo que había en el mundo.
—Después te lo contaré todo… De momento apártate de ahí, porque es peligroso. En seguida terminaremos.
—¡N…, no, Mary! ¿¡Qué vas a hacer!? —chilló Esther, levantando instintivamente la escopeta que llevaba—. ¿¡Qué vas a hacerles!? ¡No querrás…!
—Está claro. Voy a matarlos —replicó le coronel, serenamente.
Sin apartar el revólver de los nobles aterrados, Bloody Mary giró ligeramente la cabeza hacia su hermana para decir:
—Les echaré la culpa a los vampiros y los mataré también, así como a las familias de estos gusanos. La corona que heredaremos estará limpia. No la tocarán estos miserables ni los vampiros. La verdad es que me gustaría poder convertirme en reina, pero ya he renunciado a ello. En vez de eso seré la espada que proteja al reino y a mi hermana… Juntas haremos de éste el país más hermoso.
—Ma…, Mary…
La lluvia caía con tanta fuerza que era incluso dolorosa. La monja seguía de pie en el jardín, empapada de pies a cabeza. Sin embargo, Esther no notaba el frío. Se sentía tan entumecida que no era capaz de pensar en nada.
Desde que había empezado su peregrinación había visto morir a tanta gente…
Un hombre enloquecido por vengarse de la Iglesia que le había quitado a su esposa. Un joven que se había rebajado a traicionar a su mejor amigo. Un hombre que había levantado la bandera de la rebelión contra su madre. La amiga que le había anunciado su futuro antes de partir. Y además…
Había visto tantas muertos… Todo por cumplir con sus obligaciones de Santa.
Innumerables muertes. Hileras interminables de muertos. ¿Tenía que añadir aún más nombres a aquella lista? Muertos culpables y muertos inocentes.
—¡Escuchad, coronel Spencer!
Una voz ronca rompió el silencio entre las dos hermanas. Era el duque de Argyll. El aristócrata se había dado cuenta de que les sería imposible escapar de los soldados y había levantado las manos, suplicante.
—Si nos perdonáis la vida…, ¡os llevaremos al trono! Vamos a deshacer este malentendido que hay entre nosotros…
—Míralos, Esther… ¿Hasta cuándo vamos a tener que seguir aguantando este tipo de cosas?
Jugueteando con su revólver, Mary sonrió con una mirada cortante hacia el noble que intentaba desesperadamente negociar con ella.
—¡Estos… miserables! ¡Siempre me echan a mí la mierda, y ellos se quedan comiéndose las frutas más dulces, como gusanos! Los demás no somos más que herramientas para ellos. ¡Mi destino es acabar con esta nobleza podrida y llevar a Albión a la verdadera gloria!
—Tu destino… ¿Y por él vas a matar a tanta gente?
¿Cómo podía hablar de aquella manera acerca de vidas ajenas? Esther aún recordaba la dulzura con la que le había abrazado en el hospital. La muchacha miró desesperadamente a su hermana, intentando recuperar la sensación de realidad en aquel escenario de pesadilla.
—Vas a matarlos a ellos, a la gente del gueto, a sus familias inocentes… ¿De verdad vas a hacerlo?
—Mira, Esther… —dijo Mary sin mover un milímetro al revólver, como si le hablara a una niña indisciplinada—. Éstos no son gente. Éstos no son más que… No son más que monstruos chupasangre. No merecen tu compasión.
—¡No! Ellos, sus familias, la gente del gueto… ¡son como nosotras! Sé que te hicieron cosas horribles. Sé que hay personas malvadas entre ellos. ¡Pero también hay gente buena! ¿¡Vas a matarlos a todos!?
—Los daños colaterales son inevitables, Esther. Yo también he hecho muchos sacrificios por este país…
La coronel hizo una mueca burlona, pero en su voz no había ni el más mínimo eco de alegría.
—Bloody Mary, bruja, demonio… Me han llamado de todo. Nunca he olvidado las vidas que ha segado mi espada, ni la sangre que he derramado. ¿¡Cómo podía olvidarlo!? ¿¡Sabes cuántas veces me han despertado las pesadillas a medianoche!? Sé que, para muchos, palabras como sacrificio no son más que una simple excusa… ¡Pero yo sé muy bien de lo que hablo!
Las palabras de la oficial se mezclaron con el estruendo de las balas. Antes de que Esther tuviera tiempo de hacer nada, el revólver vomitó una lengua de fuego y el duque de Beaufort se desplomó con el corazón atravesado. El arma no dejó de moverse, como si tuviera vida propia, y seguidamente abatió al duque de Buccleuch y le destrozó la nuca. Antes casi de que los chorros de sangre que brotaban de los muertos cayeran al suelo, el revólver buscaba a su siguiente víctima. Encañonando sin dudar al duque de Argyll, Mary dijo, sonriendo:
—Muere, chupasangre…
—¡Noooooo!
La detonación resonó al mismo tiempo que el chillido de Esther. Antes de que pudiera disparar, el revólver salió disparado de la mano de la oficial.
—¿Esther?
Mientras se volvía hacia su hermana, Mary se quedó con la mano vacía extendida, temblando ligeramente.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué quieres proteger…? No entiendo qué…
—Na…, nadie tiene derecho… a tomarse la venganza… por su mano…
Esther resollaba y agarraba con fuerza la escopeta humeante. Los cabellos empapados que le salían de la cofia le llenaban los ojos de agua. ¿O eran lágrimas?
—Por muy horribles que sean las cosas que nos han hecho no tenemos derecho a hacérselas a otros… ¡No tienes derecho a hacer esto, Mary!
¿De verdad estaba mal lo que hacía?
La duda cruzó la mente de la monja por un instante. Quizá su hermana tenía razón: el derecho de quien ha sido sacrificada… Esther no podía decir que ella misma no hubiera pensado nunca en los derechos que había ganado con sus sacrificios. Ella misma había dejado innumerables cadáveres a su paso para llegar hasta donde se encontraba. Quizá era la Santa quien no tenía derecho a decirle aquello a Bloody Mary.
Pero Esther sabía que no podía vacilar.
Si se daba por vencida entonces, ensuciaría todo aquello por lo que había luchado aquel sacerdote de ojos del color de un lago invernal que ya no estaba en este mundo. No podría responder a la última pregunta del aristócrata no humano que había muerto en sus brazos en István. La bondad que le habían mostrado sus anfitriones en la ciudad del crepúsculo habría sido en vano. Abandonar significaría traicionar a la amiga que había visto caer en la ciudad del invierno.
Además, ella misma no se perdonaría nunca hacer algo así. Aunque ello significara enfrentarse a la única pariente de sangre que le quedaba en el mundo. Tenía que mantenerse firme.
—Sé que has sufrido mucho, Mary. Entiendo que quieras matarlos y que pienses que con eso las cosas se arreglarán… porque yo misma lo he pensado en más de una ocasión.
Esther hablaba con voz grave pero clara, sin bajar la escopeta. Aunque el disparo le había hecho saltar el revólver de la mano, Mary aún tenía el sable militar que le colgaba de la cintura, por no hablar de los soldados que la rodeaban y los tres trajes de combate que había en el jardín. Sin embargo, la monja no mostró ningún miedo a morir al decir:
—Pero que nos hayan dañado a nosotros o a alguien a quien queremos no nos da derecho a dañar a otros. Por haber sacrificado algo que valorábamos no tenemos derecho a matar. ¡No permitiré que utilices eso como excusa!
—Cuidado con lo que dices, hermanita…
La coronel bajó las pestañas un momento, como si reflexionara sobre las palabras de su hermana.
Cuando los ojos azules volvieron a aparecer había en ellos un brillo gélido.
—¿Y tú qué, Esther? Tú no eras capaz de separarte del cadáver de tu amigo. Tú huías del dolor sin preocuparte de nada más…
—Sí, por eso no volveré a huir.
Esther sentía como un grito le desgarraba el corazón, pero lo reprimió apretando los dientes y siguió mirando de frente a su hermana, sin moverte un milímetro.
—Ahora lo sé… Si huyo, él habrá muerto en vano. Muchos habrán muerto en vano… Por eso no voy a huir. No voy a huir. No voy a simular que no sé nada. ¡Defenderé a grandes y pequeños! ¡A todos los defenderé! ¡Ésa será mi lucha!
—…
Mary encaró en silencio a la muchacha como si quisiera atravesarla con la mirada.
—Veo que eres muy fuerte, Esther —replicó finalmente, con voz serena pero triste—. No envidio tu fama, ni tu popularidad, ni tu linaje…, pero sí esa fuerza. Si yo la hubiera tenido, quizá mi vida habría sido distinta.
—Mary…
A Esther se le atragantaron las palabras. Su hermana la había entendido. Por fin, la había entendido. La monja se dispuso a dar un paso al frente cuando…
De repente, los gritos enloquecidos de Bloody Mary resonaron por el jardín.
—¡Yo no soy tan fuerte como tú! ¡Pero el odio me da fuerzas!
—¿¡!?
Al ver el brillo que cortó la lluvia, la monja levantó instintivamente su escopeta. Gracias a ello, el sable que la coronel estaba blandiendo sólo partió en dos el cañón del arma. Si hubiera reaccionado una milésima más tarde, Esther habría caído decapitada allí mismo.
—¡Basta, Mary!
—¿Por qué? ¿Por qué basta con esto? ¿No acabas de decir que ésta es tu lucha? —dijo la oficial, aprovechando su diferencia de altura para descargar de nuevo el arma sobre su hermana—. ¡Antes de enfrentarte a mí habría sido mejor que hubieses medido tus fuerzas, Santa de István!
—¡Ah!
Al intentar esquivar el golpe, a Esther se le doblaron las rodillas y resbaló sobre el fango. Sin embargo, aquel movimiento que ni ella misma había esperado la salvó del sable que Mary había hecho descender con toda su fuerza. La monja cayó boca arriba, y sobre ella, la coronel, que había perdido el equilibrio. Esther relajó los músculos un instante… y salió volando de un salto, aprovechando la técnica que había aprendido durante su entrenamiento en el Vaticano.
—¿¡!?
Antes de darse cuenta de lo que ocurría, la oficial recibió una patada en el estómago que la mandó de espaldas contra el suelo.
—¡Por favor, Mary! ¡Basta! ¡Yo te ayudaré! ¡Pero por favor…!
—¡Je…! ¡Eres demasiado inocente, Santa!
Desde el suelo, Mary movió los brazos dibujando un arco para lanzar con fuerza un puñado de fango contra Esther. Si la monja hubiera querido dispararle, habría tenido tiempo suficiente antes de que el barro le hubiera impactado contra la cara, pero lo único que hizo la muchacha fue cerrar los ojos para protegerse. Antes de que pudiera abrirlos de nuevo sintió en el estómago el rodillazo de la oficial, que se había abalanzado sobre ella con la velocidad de un depredador.
—¡Ufff!
—La verdad es que somos unas hermanas muy desgraciadas… —murmuró Mary, mirando cómo la monja se retorcía agarrándose el vientre y apuntándole con el sable al cuello—. Es una pena… Si no hubiéramos sido hermanas seguro que nos habríamos llevado bien.
—¿¡!?
El estallido de un trueno casi borró el grito de dolor.
«¿¡Me ha matado!?».
Esther notó cómo una nube negra le cubría el campo de visión.
Sin embargo, no sintió ningún dolor. Sólo percibió que su cuerpo perdía el equilibrio y caía hacia la masa informe de barro y hierba…
Pero algo la detuvo a media caída. Unos brazos robustos la sostuvieron por la espalda y evitaron que se desplomara. El roce del sable le había hecho una leve herida en el cuello, pero la muchacha se volvió hacia atrás y vio que quien la sostenía era una figura vestida con hábito de sacerdote.
—¿Pa…, padre Nightroad?
—¿Padre Nightroad? Negativo, hermana Esther Blanchett.
La voz monótona que le respondió no era la del sacerdote de cabellera plateada. Pero era una voz que le resultaba familiar. Quien miraba a la monja era un sacerdote de pequeña estatura y ojos de cristal.
—Los archivos indican que el padre Nightroad ha fallecido. Solicito informe de daños.
—¿¡Pa…, padre Tres!? ¡Gunslinger!
—¿¡Cómo que padre Tres!? ¡El Vaticano!
Una voz femenina llena de veneno repitió el nombre que había pronunciado la monja. Al volverse hacia ella, Esther vio a su hermana, que se sostenía la mano izquierda con una mirada llena de odio.
Además de desarmarla, el impacto de las balas de trece milímetros le había destrozado la muñeca. Una persona normal se habría quedado sin conocimiento por el dolor de la herida, pero Bloody Mary se enfrentó llena de rabia al sacerdote cargado con una mochila enorme.
—¿¡Por qué viene ahora el Vaticano a entrometerse!? ¡Da lo mismo, eliminadlo!
—Cambio de modo estacionario a modo genocida. Empezar ataque.
Tres se quitó la mochila casi al mismo tiempo que los soldados levantaban sus armas, siguiendo las órdenes de su líder. No pasó ni medio segundo antes de que una lluvia de acero cayera de forma implacable sobre el sacerdote y la monja.
—Hermana Esther Blanchett, no os mováis —dijo Tres hacia la muchacha a la que cubría.
Indómito, el sacerdote sacó de la mochila una enorme masa de acero, que empuñó y se apoyó en la cadera. Era un cañón Vulcan.
—Cero coma cincuenta y nueve segundos demasiado tarde.
El cañón Vulcan había sido diseñado como arma aire-tierra para aeronaves de combate. Su potencia de fuego era tal que podía atravesar el blindaje de un tanque.
El disparo del cañón hizo que los trajes de combate salieran volando antes de tener tiempo de disparar sus armas. Seguidamente fueron los aterrorizados soldados quienes, pese a no dejar de disparar, cayeron desparramados como juguetes.
—¡Quieta, coronel Mary Spencer!
Al mismo tiempo que resonaba la orden, el cañón se deslizó hacia un lado, apuntando a la oficial, que se había refugiado tras un grupo de soldados.
—Estáis detenida por el intento de asesinato de una funcionaria de la Secretaría de Estado del Vaticano. Tirad las armas y rendíos…, o dispararé.
—¿¡Qu…, qué tipo de monstruo eres!?
No habían pasado ni diez segundos y sus hombres yacían abatidos implacablemente por el suelo. En medio de aquel infierno de sangre y barro, la oficial gritó como un demonio:
—¡Da lo mismo! ¡Vamos a replegarnos! ¡Las otras unidades ya deben de hacer ocupado el palacio! ¡Reunámonos con ellos en…!
—Ya no os quedan tropas con las que reuniros, Mary.
La voz que respondió a la coronel tenía un eco de dejadez. Al volverse hacia ella, Mary palideció como si hubiera visto a la misma muerte.
—J…, Jane…
—Los soldados del cuarenta y cuatro que había en palacio han sido reducidos.
La duquesa de Erin hablaba con voz inexpresiva. Sin pararse a secar sus cabellos empapados, la aristócrata siguió, monótona:
—Además, los cuatro regimientos a los que habíais convocado en la capital bajo pretexto de sofocar el alzamiento vampiro también han sido detenidos a medio camino, y sus oficiales, apresados. Ni en palacio ni en la ciudad os queda ningún aliado.
—Imposible… —murmuró Mary, atónita.
En sus ojos vacíos se reflejaban las imágenes de Jane, sus soldados y el sacerdote que los acompañaba fumando una pipa.
Al ver la expresión de su amiga, la duquesa de Erin lanzó un suspiro de agotamiento y dejó caer los hombros.
—Es una pena, Mary. Yo que soñaba con ser la consejera de Mary I. Si no os hubiera obsesionado tanto la venganza, podríais haber llegado a ser la más grande de las reinas… Mary Spencer, estáis detenida por alta traición y parricidio.
—¿Parricidio? —repitió Esther sin darse cuenta, aún apoyada en Tres—. ¿Qué queréis decir, excelencia? ¿Mi hermana ha…?
—Hace un rato hemos recibido los resultados de la autopsia de su majestad.
En vez de la aristócrata, fue el sacerdote de la pipa quien respondió con tono indiferente y precisión científica.
—El análisis de sangre ha revelado la presencia de restos de talio, un veneno extremadamente potente y muy difícil de detectar. También hemos descubierto la misma sustancia en un compartimento secreto de la caja fuerte de la coronel.
—¡Pero eso quiere decir que…!
La monja se volvió, pálida, hacia su hermana.
—No…, no puede ser… Mary…, la reina…, la abuela…
—No. Es cierto, Esther —respondió la oficial con voz tranquila, pero sin mirar a su hermana a la cara—. El doctor Wordsworth tiene razón. Yo envenené a la reina. Lo hice con pequeñas dosis, para que los médicos no sospecharan.
—Pero… ¿¡por qué!?
A la monja se le nubló la mirada, pero no por culpa de la lluvia, y se acercó a su hermana como si la fuera a agarrar por las solapas.
—¿¡Cómo has podido…!? ¡La abuela…!
—Porque me odiaba —respondió la coronel, sin inmutarse ante la excitación de la muchacha—. Ella me odiaba. Me odiaba porque mi madre había matado a la esposa de su hijo… Esther, quien asesinó a la princesa Victoria fue mi madre. Y la abuela lo sabía…, pero lo mantuvo en secreto para no provocar disturbios en el país. Al mismo tiempo, hizo lo posible para acabar con la hija de su enemiga.
La voz de la oficial mostraba una ira contenida, que hervía profundamente como los torrentes de una montaña.
—Nunca me reconoció como su nieta. Es natural. Mi madre era la amante de su hijo y la enemiga de su otra nieta… Por eso, me odiaba.
—Te equivocas, Mary.
Esther apartó la mirada de su hermana, que sonreía llena de desprecio. Estaba cansada, muy cansada, pero tenía que decirlo. No podía callárselo.
—La abuela te quería… Sus últimas palabras fueron para ti. Te pidió perdón y dijo que no había nadie mejor para ser reina que tú… Y dijo que te quería.
—¿Eh?
Mary puso los ojos como platos y preguntó de nuevo a la muchacha, que tenía la mirada clavada en el suelo:
—¿Qué quieres decir, Esther? ¿Que la abuela…? Pero ¿¡por qué…!? ¿¡Por qué!?
—Esposad a la coronel Spencer…
Como si ya no pudiera soportar más ver a su amiga en aquel estado, la duquesa de Erin había dado la orden con voz cansada. Pese a la lluvia que caía sobre ellas, mantenía la clásica cara de póquer de los aristócratas de Albión. Al tomar a la monja de la mano para separarla de la oficial…
—¡Muere, Esther Blanchett!
Un alarido grosero cortó la lluvia.
—¿¡El hombre de ayer!?
Al levantar los ojos, Esther descubrió al hombre rechoncho en la copa de uno de los olmos del jardín. El asesino llevaba una granada de mano, que lanzó en dirección a la duquesa de Erin.
—A cubierto, Esther Blanchett —dijo simplemente una voz monótona.
Al mismo tiempo, el cañón Vulcan se movió como si tuviera vida propia y descargó una tormenta de fuego que atravesó la granada en pleno vuelo y llegó hasta el olmo. Las ramas del árbol estaban empezando a desgarrarse entre crujidos cuando la granada estalló con un destello de luz.
—¿¡!?
Esther se cubrió los ojos al mismo tiempo que el brillo se extendía y teñía todo el mundo de blanco. Aquello no era una granada convencional. Era una granada de luz, de las que las tropas especiales utilizaban en operaciones antiterroristas…
—¡Ahora, Jack! ¡Aprovecha ahora! —chilló Sweeney Todd.
Una figura apareció rasgando la luz y se plantó de un salto junto a la oficial, que se cubría los ojos, deslumbrada.
—¡Quieta, coronel!
Los sensores ópticos de Tres capturaron las figuras de Mary y el hombre cadavérico que la cargaba, y el cañón Vulcan se movió, siguiéndolas. Sin embargo, Jack dio un salto con habilidad para poner a Esther y Jane en la línea de tiro.
—¡Encárgate del resto, Todd!
—¡Déjamelo a mí! ¡Deprisa, Jack! —gritó Sweeney Todd, que lanzó una segunda granada.
Estaba a punto de caerse del olmo, pero con tan sólo un movimiento de la muñeca ya fue capaz de lanzar la bomba con fuerza. La masa metálica salió volando directamente hacia Jane.
—¡Duquesa de Erin!
Justo cuando Esther hizo que la aristócrata se pusiera a cubierto, el fuego del cañón Vulcan hizo estallar la granada en el aire con gran estruendo. Aquélla era una granada explosiva. El estallido rojizo tiñó el jardín de una funesta luz.
—Posición del enemigo: desconocida…
Mientras Esther intentaba recuperar el conocimiento, aturdida por el fragor de las explosiones y el olor de la pólvora, una voz desapasionada llamó su atención. Al levantar la mirada hacia ella vio a Gunslinger, que murmuraba en medio de los cadáveres:
—Objetivo: Mary Spencer. Huida confirmada… Solicito deliberación sobre operaciones ulteriores, doctor Wordsworth.