IV
—Isaac, ¿crees que a Esther le habrá gustado nuestro regalo?
—No lo sé, mein Herr —respondió Panzer Magier respetuosamente a la voz que salía del micrófono de la cisterna de regeneración.
Sobre la mesa había extendidos todos los periódicos, para que la criatura de la cisterna los pudiera ver inmediatamente en cuanto saliera.
—En mi opinión, la señorita Blanchett tiene mucho miedo al poder. Ser princesa además de Santa… Me preguntó si no es un peso demasiado grande para ella.
—No, Isaac. Mi regalo no ha sido hacerla princesa, sino reina… Puede que mañana mismo ya lo sea.
El hotel Ritz era el establecimiento más lujoso de la calle Piccadilly.
En aquella suite con vistas a todo Londinium habría cabido una casa entera. En medio del amplio espacio había un extraño objeto: una cisterna de cristal de unos dos metros de diámetro.
La habitación, que costaba diez mil dinares por noche, había visto todo tipo de mascotas exóticas, como cocodrilos o leopardos.
Pero ¿qué habría en aquella cisterna? Rodeada de complejas máquinas y controles que recordaban a la cabina de un avión, salían de ella innumerables tuberías y desprendía un vapor maloliente. Lo más extraño de todo, sin embargo, era lo que había dentro. El líquido negro brillante, como alquitrán de hulla, no parecía contener un ser vivo. Sin embargo, la voz inocente salía, sin ninguna duda, de su interior.
—Esther Blanchett… He pasado tantos momentos con ella y ha ayudado tanto a mi hermano… Lo mínimo que podía hacer por Esther era esto.
—Efectivamente… Hablando de vuestro hermano, mein Herr, ¿qué hacemos con el señor Abel? Me temo que no hay manera de salvarle.
—¡Ah, Abel! Ha muerto, el pobrecito. Nunca tuvo suerte en la vida. Una desgracia detrás de otra. Qué pena…
—Pues no pareció que os costara mucho matarlo… —señaló fríamente el hombre vestido de negro—. Me sorprendió que reaccionarais así. Después de tantos siglos sin veros, esperaba que tuvierais mucho que contaros…
—Es que Abel me asustó; se puso hecho una furia de improviso. Por lo que me habías contado pensaba que había madurado un poco, pero al parecer no había cambiado nada.
La voz bajó de tono al lanzar una risotada.
—Pero eso es lo de menos. Lo importante ahora es recuperar el cuerpo de mi hermano. Al menos nos servirá para solucionar este problema tan pesado.
—Tenéis razón. Pero está pendiente la cuestión de cómo transportar el cadáver hasta aquí —respondió el hombre, observando cuidadosamente el controlador de presión mientras frotaba el cristal con la mano.
Volviéndose hacia el correo acumulado sobre la mesa, Panzer Magier añadió con voz preocupada:
—Además, tenemos a sus colegas. No creo que vayan a dejar que les quitemos el cuerpo tan fácilmente.
—¡Ah, claro! Seguro que ellos también valoran mucho a Abel. Pues es un problema… A ti te pueden reconocer y yo tardaré todavía un rato en poder moverme. ¿Qué hay del resto?
—Ni Colmillo ni la Baronesa Roja podrían. No soy capaz de imaginar más que a dos personas, aparte de vos, capaces de infiltrarse a través de las medidas de seguridad y llegar hasta 02: vuestro hermano y vuestra hermana.
—O sea que tendré que ir yo… Pero todavía no puedo salir…
—Exactamente os quedan doce horas, ocho minutos y veintiocho segundos. Eso quiere decir que mañana, justo antes de que salga el sol, podréis salir del tanque.
—¿Doce horas? Si esperamos tanto, los del Vaticano se llevarán a Abel a Roma. Eso sí que es un problema. ¿Qué haremos?
La voz canturreaba por la nariz distraídamente. Con un tono serio que contrastaba con la indolencia de su señor, Panzer Magier propuso:
—¿Qué os parece esta idea? Esta noche haré lo posible por ganar todo el tiempo que pueda. No permitiré que el cadáver de vuestro hermano abandone la ciudad. Así, cuando estéis sano de nuevo, podréis ir a buscarle vos mismo.
—¿Ganar tiempo? ¿Tienes pensado algo?
—Así es. Ayer encontré algo interesante por los subterráneos.
Panzer Magier mostró entonces uno de los maletines que había recogido el día anterior. Si Vanessa lo hubiera visto, se habría dado cuenta de que era uno de los que llevaban las cuatro momias del equipo que había desaparecido intentando recuperar las tecnologías perdidas.
—Por supuesto, aquí no están todas las piezas que necesito, pero he estado pensando en alguien que me podría servir… Si sale bien, mi señor tendrá tiempo de recuperarse tranquilamente y el cadáver de vuestro hermano no se moverá de aquí.
—¡Ah!, de acuerdo. Cuento contigo, Isaac… Por cierto, tengo que pedirte algo importante.
—¿De qué se trata?
Panzer Magier levantó respetuosamente el rostro, sacudiéndose la melena. Sin embargo, la voz no mostró ningún rastro de seriedad y dijo, como quien habla del tiempo:
—Mañana para desayunar quiero fish and chips… Con mucho vinagre y sal.
Siguiendo el río Támesis unos diez kilómetros en dirección a su desembocadura en el mar del Norte, se llegaba a Greenwich, la ciudad que servía de base a la Marina Real.
A orillas del río se extendía el campus de la escuela naval y en sus muelles estaba atracada la flota de Albión, una de las más poderosas del mundo. Además, contaba con astilleros, diques, arsenales y todo tipo de instalaciones necesarias para la Marina, construidas unas al lado de las otras como un muro de acero frente al río.
La colina que se elevaba al sur de la ciudad, sin embargo, era un lugar mucho más tranquilo. En la cumbre había un edificio de ladrillo coronado con una cúpula blanca y rodeado de hileras de árboles delicadamente arreglados e innumerables filas de lápidas.
Antas del Armagedón, aquélla había sido la sede de un observatorio astronómico, pero después se había convertido en el cementerio de la Marina Real.
Allí descansaban eternamente desde los marineros anónimos caídos en combate hasta los más famosos almirantes. El antiguo observatorio había sido reconvertido en una iglesia, y su sacerdote solía celebrar en ella misas por las almas de los difuntos. El cementerio recibía cada día visitantes de todas las clases sociales, que venían a dejar flores. En el aparcamiento no faltaban nunca las hileras de automóviles y carruajes adornados con emblemas aristocráticos.
—Siento haber tardado tanto.
El enorme coche que se encontraba estacionado aquella tarde en una de las esquinas del aparcamiento parecía el de algún noble que estuviera de visita en el cementerio.
El sedán negro tenía todos los vidrios tintados. El automóvil, de líneas exageradamente estilizadas, no llevaba ninguna señal de fabricante o afiliación, pero a simple vista se podía ver que era un vehículo exclusivo y bastante caro. Hasta él había ido caminando un caballero de mediana edad que parecía ser su dueño, por la manera como abrió la puerta y tiró en el asiento del copiloto el montón de documentos que cargaba.
—Es que he tenido que rebuscar entre decenas de archivos. Además, no he podido escaparme de tomar el té con el cura, y eso ha hecho que perdiera aún más tiempo… Siento mucho haberos tenido encerrada aquí este rato, milady.
—¡Pero ¿de qué va todo esto?!
Los cristales oscuros hacían que el interior del coche permaneciera en la penumbra, pero la voz que salió del asiento de atrás era aún más oscura y fría.
La muchacha de cabellera rubia se apartó para evitar la luz del sol poniente que entró en el coche y miró duramente al caballero con sus ojos de acero.
—¡Contéstame, vamos! ¿¡Qué significa todo esto!?
—¿Todo esto? Es lo que os estaba diciendo, los documentos…
—Fuck! ¡No es eso lo que te pregunto! —chilló la joven, mientras el caballero ponía el coche en marcha—. ¿¡Por qué salva un cura del Vaticano a una methuselah!? ¿¡Cuáles son tus verdaderas intenciones!?
—No es que espere ninguna recompensa, pero podríais ser un poco menos agresiva con quien os salvó la vida… —respondió William Wordsworth, conduciendo con mano experta al mismo tiempo que encendía la pipa—. Además, tampoco sabría qué razón daros. Ayudar a una dama en apuros es algo natural para un caballero, ¿no os parece?
—¿¡Una dama!? ¿¡Yo!? ¡Déjate de chorradas, viejo!
Escuchando a quien creía ser su mortal enemigo, a Vanessa Walsh se le atragantaron por un momento las palabras, pero en seguida reaccionó poniéndose roja de ira y sacando las garras. De no haber sido porque el coche iba ya a una velocidad considerable, no había duda de que habría descabezado al sacerdote allí mismo.
—Que un perro del Vaticano salve a una methuselah…, o tendría que decir, a un monstruo, como decís vosotros… ¡Seguro que tienes alguna intención oculta! ¿¡Te crees que voy a tragarme esas estupideces de la caballerosidad!?
—¿Un monstruo?
El caballero parecía no darse cuenta de la ira de su pasajera. Como si hubiera olvidado que llevaba en el coche a una medusa, respondió con serenidad:
—Yo os encontré caída al lado de la Santa. Entonces no sabía que erais vampira… Estábamos en plena operación y no había tiempo para fijarse en esas cosas.
—No te pases, viejales…
Vanessa bajó el tono, pero no porque las explicaciones del Profesor la hubieran convencido. Con las garras puestas en la parte de atrás del asiento, buscaba el punto de entrada exacto para arrancarle el corazón de un zarpazo.
—No tengo tiempo de escuchar las historias de un viejo chocho. ¡Dímelo ya! ¿¡Por qué me has salvado!? ¿¡Qué pretendes!? ¿¡Acaso quieres usarme como rehén para negociar con mi hermano!? En ese caso siento decirte que Virgil es demasiado íntegro para eso. Nunca pondrá en peligro al clan, ni siquiera por su propia hermana.
—Eso ya lo sé sin que me lo digáis. Además, negociar con vuestro hermano es imposible ahora mismo.
Mientras el coche subía por la carretera serpenteante, el Profesor bajó el cristal tintado. Las primeras estrellas habían empezado a aparecer en el cielo y el sol no era más que un pálido reflejo en la línea del horizonte. Mirando hacia poniente con expresión cansada, el sacerdote explicó:
—El conde de Manchester fue capturado anoche por los hombres de la coronel Spencer y ha sido encerrado en la Torre de Londres. Para hablar con él necesito el permiso directo de la coronel.
—¿¡Ti…, tienen a Virgil!?
Vanessa se quedó un instante atónita, mirando el reflejo del caballero en el espejo retrovisor, pero en seguida estalló, llevando la mano a la puerta:
—¡Mierda! ¿¡Por qué no me lo has dicho antes!? ¡Tengo que hacer algo!
—Esperad. El sol aún no se ha puesto del todo. ¿Y qué pensáis hacer, así de repente, milady? —dijo serenamente el sacerdote, al ver a la methuselah dispuesta a saltar del coche en marcha—. Deberíais saberlo, como londinense, pero la Torre es inexpugnable. Por muy methuselah que seáis, no os resultará fácil entrar sin que os descubran. Además, vuestro hermano estará bajo una vigilancia especialmente severa. Ir ahora a tontas y locas no os servirá de nada… ¡Ah!, y ya os lo digo por adelantado: tomarme a mí como rehén no es más que una pérdida de tiempo.
El sacerdote se dirigía con voz pausada pero implacable a la muchacha, que le amenazaba con sus afiladas garras. Como si fuera un maestro encargándole deberes a un alumno desmañado, añadió:
—Pero podéis estar tranquila, porque la coronel no piensa matar a vuestro hermano en seguida. De hecho, ahora mismo vuestra ciudad, el…, ¿el gueto, es como le llamáis? El gueto está completamente bloqueado. Los ingenieros militares han probado todo tipo de medidas, pero son incapaces de entrar. Por eso cuentan con vuestro hermano para que les dé la información que necesitan… Si no nos ponemos nerviosos aún tenemos tiempo de salvarle.
—¿Tenemos? —repitió Vanessa, con voz desconfiada—. ¿¡Quién se supone que es ese nosotros!? ¿¡Qué pretendes!?
—Me pregunto si realmente escucháis lo que se os dice. ¿No me habéis oído? Para entrar en la Torre se necesita el permiso de la coronel. Vos sola no conseguiréis nunca salvar a vuestro hermano. Por eso vamos a…
—¡No es eso lo que te pregunto! ¿¡Por qué me has salvado!? Yo soy una methuselah, una vampira, y tú eres un cura del Vaticano. ¿¡Por qué me has salvado!?
—¡Hmmm!, no es fácil contestar a esa pregunta. Pero si os empeñáis en que os dé una respuesta… Será por… ¿un ataque de sentimentalismo? —respondió el Profesor, mordiendo su pipa con los ojos cerrados sin cambiar su cara de póquer—. Anoche perdí a un viejo amigo. Digamos que no quería ver morir a nadie más, aunque fuera…, bueno, aunque fuerais vos. Sé que no es una respuesta muy lógica, pero me temo que es la verdad.
—¡Pero ¿tú eres idiota?! —replicó inmediatamente Vanessa.
¿Un ataque de sentimentalismo? ¡Como si eso fuera suficiente para que un sacerdote del Vaticano salvara la vida a un monstruo!
—¿¡Te crees que me voy a tragar que por algo así un cura del Vaticano está dispuesto a salvarnos!? ¡Déjate de tonterías y dime la verdad! ¿¡Pretendes engañarme para que te cuente cómo abrir el gueto!? ¿¡O es que estás planeando otra cosa…!? ¡Escupe lo que sea!
—A ver, me gustaría poder hablar sin rodeos, pero… —respondió el Profesor con una sonrisa, como si no le preocupara el aspecto terrorífico de su interlocutora de colmillos afilados—. La verdad es que entiendo que os resulte sospechoso que os haya ayudado, puesto que soy un sacerdote. Pero bueno…, ya que os he salvado la vida, ¿no podéis confiar un poco en mí?
—¡Ja! ¡Lo que quieres es pillarme desprevenida, sucio terrano! —replicó con obstinación Vanessa ante el tono paternalista del Profesor, aunque esa vez su voz parecía triste—. Hemos convivido con los terranos durante siglos. A cambio de la protección de la reina, ofrecíamos nuestra ciencia; a cambio de la sangre de los pobres, les dábamos dinero y medicinas. Si alguien sufría una enfermedad en las chabolas, íbamos a curarlo. El pueblo nos quería más a nosotros que a los aristócratas o a la Iglesia, que no hacían más que discursos vacíos. Habíamos convivido tan bien durante tanto tiempo… ¡Y ahora esto! ¡A la mínima nos echan la culpa de todo! ¡Los mismos que habían recibido nuestra ayuda vienen a perseguirnos al grito de «muerte a los chupasangre»! ¿¡Cómo esperas que confíe en vosotros!?
—No os falta razón…
El Profesor esperó a que la muchacha acabara su discurso antes de intervenir con tono calmado:
—Entiendo perfectamente vuestro enfado, miss Walsh. Es innegable que el Reino de Albión y su pueblo han pecado de desagradecidos…, pero eso no quiere decir que todos seamos unos traidores.
Enmarcado en el espejo retrovisor, el rostro del Profesor mostraba una viva emoción extraña en él. Su voz era serena, pero por su tono casi parecía que hablara desde la propia experiencia.
—Muchas veces la gente se deja arrastrar por el entorno. Es cierto que ahora mismo vuestras relaciones con el reino son difíciles, pero por eso no debéis odiar a todas sus gentes. A veces puede parecer que los más gritan hablan en representación de todo el grupo, pero eso no es así. La mayoría simplemente se deja llevar. No perdáis la esperanza en el género humano tan deprisa.
—¿Te pasa algo, abuelo? —preguntó Vanessa con rostro extrañado—. ¿Te encuentras mal? ¿Tienes fiebre?
—La verdad es que podríais tener un poco más de educación, miss Walsh. Incluso yo tengo mis momentos de… ¿Eh?
La methuselah no llegó a oír lo que el paciente Profesor quería explicarle, porque una señal de alarma se encendió en la guantera. La siguió una voz femenina.
—¿Me recibís, doctor Wordsworth? Al habla el Iron Maiden II. Responded, por favor.
—Un momento, miss Walsh. Me llaman mis colegas… Aquí Wordsworth. Os escucho, Iron Maiden II. ¿Qué ocurre?
—Tenemos los resultados de la investigación que habéis encargado antes. Teníais razón. En el mercado negro de Londinium ha habido un enorme tráfico de armas en los últimos meses, tantas como para empezar una guerra… Sin embargo, no hay rastro de que hayan ido a parar a manos de las bandas de delincuentes. El investigador de Scotland Yard que nos ha ayudado no tenía ni idea de cuál podía haber sido su destino.
—Ya veo. Buen trabajo, Kate. ¡Ah!, yo también he encontrado lo que buscaba —dijo el Profesor, sacándose del bolsillo un cuaderno lleno de notas—. Los soldados biónicos que hallamos en el hotel y que atacaron después a la hermana Esther en el gueto habían recibido mejoras corporales del tipo K. Albión ha utilizado esa tecnología cuatro veces en su historia, pero en los últimos treinta años sólo se ha aplicado una vez. Fue hace cinco años, en el caso de un infante de la marina que había sufrido heridas graves. Su nombre era…, a ver…, sargento Jack Ironside, del regimiento cuarenta y cuatro de infantería de marina, quinto batallón de operaciones especiales. Tenía treinta años.
—Infantería de marina… Quinto batallón de operaciones especiales. ¿Y qué fue del sargento Ironside? ¿Continuó en el ejército?
—No. Siguió en el mismo regimiento, pero hace dos años…, en la rebelión de Percy…, el cuarenta y cuatro fue exterminado en Beaufort. Todos sus integrantes murieron y se les otorgó la cruz de Waterloo a título póstumo. A Ironside lo ascendieron a brigada y lo enterraron en el cementerio de Greenwich. Como no tenía familia, fue su superior quien se encargó del entierro: la coronel Mary Spencer. Eso es lo que he encontrado en los archivos militares…
Los altavoces se llenaron por un momento de ruido estático, y el Profesor toqueteó los controles para intentar mejorar la recepción.
—Lo curioso es que los archivos eclesiásticos no contienen ni rastro del entierro del sargento Ironside. Y no sólo en su caso. De entre los caídos en la rebelión de Percy, hay un centenar de hombres del cuarenta y cuatro de cuyo entierro no tenemos constancia.
—¿O sea que oficialmente murieron en combate, pero no fue registrado su entierro? —preguntó Kate, extrañada.
Quien llevaba el registro de muertos en el campo de batalla era el Ejército, pero de los funerales se encargaba la Iglesia. No era raro que hubiera algunas discrepancias entre los archivos de ambas instituciones, ni que hasta entonces nadie se hubiera molestado en comprobarlo. De todos modos, que desaparecieran un centenar de cadáveres de soldados no era normal. ¿Adónde habían ido a parar?
—¿Qué ha ocurrido entonces, Profesor? No entiendo nada…
—Me muerto de ganas de contároslo, y además tengo más información interesante, pero tendremos que dejarlo aquí, de momento… Creo que esta conversación no es del tono privada —dijo el sacerdote, sonriendo hacia las interferencias que salían de los altavoces, y levantó la voz para que le oyera la methuselah que iba en el asiento trasero—. Lo que sí puedo decir es que alguien planea algo gordo para los próximos días. Voy a intentar hablar con esa persona y averiguar qué hay detrás del asunto. En cuanto haya terminado, os lo contaré todo. Hasta entonces, os tengo que pedir que os mantengáis a la espera sobre la ciudad. Si mi intuición no me engaña, pronto ocurrirá algo. Debéis estar a punto para reaccionar en cualquier momento.
—Comprendido. Profesor, id con cuidado. Recordad que Abel… Dios no quiera que vos también…
El Profesor no llegó a oír el final de la frase, porque una tormenta de interferencias borró completamente la preocupada voz de la monja.
—¿Qué pasa, vejestorio? ¿Se te ha cascado la radio? ¡Je!, es que la tecnología terrana…
—No, no es eso.
El sacerdote respondió con seriedad al comentario sarcástico de Vanessa. Sin intentar siquiera manipular los controles, lanzó una mirada afilada hacia los indicadores luminosos.
—Son interferencias provocadas. Alguien está utilizando contramedidas electrónicas de gran potencia… Además, es la reacción del radar. Algo se acerca por el aire a gran velocidad. ¿A cien nudos por hora? Tan deprisa sólo puede ser… ¿una aeronave de combate? Pero ¿quién hará vuelos de entrenamiento por aquí después de la puesta de sol?
—¿Será eso de ahí?
Vanessa había descubierto algo mirando a través de los cristales ahumados. El cielo de levante ya se había oscurecido, pero en él habían aparecido dos luces brillantes. Una mirada humana las habría confundido con dos estrellas, pero la methuselah no dudó: eran dos biplanos volando en formación, uno por encima del otro.
—Son dos aviones de combate de la Marina Real… Pero qué raro… No llevan número de identificación ni matrícula…
—¡Agarraos fuerte al asiento, milady! —gritó el Profesor.
Antes de que la methuselah tuviera tiempo de burlarse de su tono serio, el sedán aceleró violentamente por la carretera.
—¡Pero bueno, abuelo! ¿¡Qué mosca te ha picado!?
—¡Silencio! ¡No quiero que os mordáis la lengua por mi culpa!
¿De dónde sacaba aquella potencia el coche? Levantando una enorme polvareda por la carretera desierta, el sedán ganaba más y más velocidad, como un guepardo persiguiendo a su presa. Sin embargo, cuando Vanessa volvió a alzar la voz no fue por la aguja del velocímetro, que parecía estar a punto de salir disparada. Los dos biplanos habían reducido la velocidad al acercarse a ellos y parecían dispuestos a caer en picado como dos halcones sobre una liebre.
—Pe…, pero ¡¿quiénes son ésos…?! ¡Vienen a por nosotros!
Cuando la methuselah se dio cuenta por fin de lo que ocurría, los biplanos ya habían abierto fuego, y cortinas de polvo se levantaban a ambos lados del sedán.
—¡Y nos disparan! ¡Que nos disparan, viejales!
—Gracias por avisarme… Pero sinceramente preferiría que dejarais de utilizar expresiones como ésa. Si queréis que nos tratemos con más familiaridad, me podríais llamar abuelito…
—No sé si ahora es el momento de… ¡Que vuelven!
El sedán ya debía de ir a más de cien kilómetros por hora, pero los biplanos doblaban su velocidad. Soltando una nube de casquillo, hicieron una nueva pasada por encima del vehículo. Una vez que lo hubieron sobrepasado unos trescientos metros, se dieron la vuelta, se cruzaron y se prepararon para lanzar una tercera ráfaga.
—¡Hmmm!, son buenos. Seguro que son pilotos de clase L, por lo menos.
—Guárdate los cometarios para otr… ¡Los tenemos encima! ¡Que disparan! —chilló Vanessa, observando cómo crecían las funestas sombras al otro lado del cristal.
Las dos primeras pasadas les habían servido para calcular la trayectoria de disparo. La tercera sería la definitiva.
—¡Que vienen!
—No hay de qué preocuparse… ¡Cohetes de aceleración!
Con un ruido estruendoso, el coche aceleró y dejó tras de sí una columna de humo blanco. La fuerza de la aceleración hizo que Vanessa cayera contra el asiento.
—¿¡Co…, cohetes de aceleración!? Pero, abuelo, ¿¡qué pretendes!? ¡Ah…! ¡Ah…! ¡Aaaaaaaaaaah!
En medio de un estrépito tal que parecía que se hubieran abierto el cielo y la tierra, el vehículo empezó a vibrar tanto que la methuselah no pudo decir nada más, y su voz se convirtió en un gemido.
Mientras tanto, el sedán no dejaba de acelerar. Su velocidad ya superaba los doscientos kilómetros por hora, de manera que los biplanos que los perseguían tenían que hacer esfuerzos para no perderlos de vista. Además, se oyeron unos extraños ruidos procedentes de la parte baja del vehículo. Se estaban desplegando unas planchas metálicas a cada lado del sedán.
—¿¡Eso son alas!? ¡Pero… ¿este coche tiene alas?!
—Dejemos los detalles para más tarde. Ahora abrochaos el cinturón, porque vamos a despegar.
—¿¡De…, despegar!? ¡Pero ¿de qué…?!
Antes de que Vanessa pudiera terminar su pregunta el vehículo se la respondió elevándose suavemente en el aire.
—¡Vu…, vuela de verdad! —murmuró la aristócrata, mirando cómo las cortas alas guiaban al coche en su ascensión.
Por muy deprisa que fueran, era increíble que pudieran ponerse a volar, pero no podía negar que el suelo se alejaba ante sus ojos.
—¡Esto es absurdo!
—¿Absurdo? ¿Mi coche favorito?
—¡No sé qué es más increíble, si el coche o tú! ¡Un sedán que vuela!
—Bueno, tampoco es para extrañarse. Hoy en día, ¿quién puede llamarse científico sin ser capaz de hacer volar a un coche?
—E…, este viejo está como una cabra… —replicó Vanessa, frotándose el chichón que se había hecho en la frente.
Un extraño olor llamó su atención en seguida. Era un hedor a amoníaco y cabellos quemados. Buscando con el olfato la fuente del olor, la methuselah bajó la mirada y se quedó estupefacta.
—¡Eh…! ¡El asiento se quema! ¡Oye, abuelo! ¡Que sale humo!
—¿Humo? Qué raro… Si no nos han dado…
El Profesor miró hacia la joven por el espejo retrovisor y en seguida tensó el rostro.
—¡Hmmm!, esto no pinta bien. Estamos perdiendo combustible.
—¿Perdiendo combustible?
Pero ¿por qué salía tanto humo de los asientos de piel? Al ver la mirada de incomprensión de la methuselah, el Profesor empezó su lección de química:
—A ver, estos cohetes usan peróxido de hidrógeno como comburente y una mezcla de metanol y un derivado de la hidracina como reductor. Este combustible tiene la ventaja de generar una gran fuerza de impulso con muy poca cantidad. El único inconveniente es que el reductor es extremadamente corrosivo… y se escapa del tanque con mucha facilidad. Tengo que investigar la manera de usar electrólitos para sellar el tanque y evitar escapes. ¡Ah!, por cierto, mejor que no toquéis la parte que se ha deshecho. La hidracina descompone las proteínas, y vuestro cuerpo no duraría ni un segundo.
—¡Pe…, pe…, pe…, pero serás desgraciado! ¡Eso se avisa!
Vanessa dio un salto repentino al ver cómo los faldones de la chaqueta empezaban a deshacérsele.
—¡Me bajo! ¡Yo me bajo ahora mismo! ¡Quiero bajarme de este cacharro!
—No deis esos saltos, por favor. No sabéis lo difícil que es conseguir que el coche vuele en equilibrio. Si no dejáis de moveros perderemos velocidad y…
—¿Y a mí qué me cuent…? ¡Aaaah!
Vanessa se abalanzó hacia la puerta para intentar abrirla, pero antes de que pudiera alcanzarla, el asiento dio la vuelta. Sin previo aviso, el sedán había hecho un giro de noventa grados en pleno vuelo.
—¡Aaah…! ¡Mirad qué habéis conseguido! ¿¡No os acabo de decir que…!?
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Vanessa sólo puedo responder a las amonestaciones del Profesor con un alarido, mientras el sedán caía en picado hacia el río. Si perdía velocidad, era muy difícil que un vehículo así se mantuviera en vuelo. El agua se acercaba rápidamente hacia ellos.
—¿No os parece que no queda muy femenino gritar «¡aah!»? Una dama como vos debería chillar «¡oh!» o al menos «¡aaay!»…
—¡Déjate de tonterías y haz algo, maldito!
—¿Hmmm?
Por el espejo retrovisor, el Profesor vio que los dos biplanos iniciaban también el descenso. Probablemente pretendían dispararles cuando cayeran al río. Los últimos rayos del sol hacían brillar los cañones de sus ametralladoras.
—Bueno, parece que no tenemos mucho tiempo para jugar… Ahora os daré lo que estáis buscando.
El caballero de la pipa dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
Al mismo tiempo que levantaba el volante, el sacerdote pisó con fuerza los pedales, lo que hizo que el morro del vehículo se elevara con un rugido. Los cohetes de propulsión, que parecían haberse quedado encallados, recibieron una nueva inyección de combustible que los devolvió a la vida. Cortando la superficie del agua, como una espada, el sedán recuperó altura a una velocidad endiablada.
Pero…
—¡No! ¡No podemos escapar!
Acurrucada en un extremo del asiento para escapar del líquido corrosivo, Vanessa observaba, desesperada, a sus perseguidores. Los biplanos se estaban poniendo en posición para lanzar la ráfaga definitiva contra el sedán. Casi podía ver las sonrisas tétricas de los pilotos al apuntar cuidadosamente sus armas mortíferas. Sus cohetes no eran rivales para los dos aviones. Tal y como estaban las cosas, sólo era cuestión de tiempo que los convirtieran en un colador. Sin embargo, los gritos de Vanessa encontraron como respuesta la voz calmada del sacerdote:
—¡Vamos a subir, Vanessa! ¡Agarraos fuerte!
El sedán empezó una violenta ascensión que hizo que la methuselah lanzara un grito. Los perseguidores, por su parte, no se quedaron atrás y se elevaron también, como siguiendo su rastro.
—¡Es inútil! ¡Nos van a…!
Una gigantesca explosión interrumpió el alarido de la muchacha.
La superficie del río se elevó como si un volcán hubiera entrado en erupción bajo el agua; incluso el sedán, que estaba a una buena distancia del suelo, notó la sacudida. Sin embargo, los biplanos, que se encontraban más cerca del agua, no tuvieron espacio para maniobrar. La columna de agua se alzó como un cañonazo y los despedazó en pleno vuelo.
—¿¡Qu…, qué ha pasado!? —murmuró, atónita, Vanessa, viendo cómo la columna de agua volvía a caer al río como si fuera lluvia.
El suelo estaba sembrado de los restos de los dos biplanos, como si una detonación los hubiera alcanzado de pleno. Sus perseguidores habían encontrado el destino al que pretendían enviarlos. ¿Qué había ocurrido allí?
—Justo antes de elevarnos he soltado parte del combustible sobre el río… El peróxido de hidrógeno es un explosivo más inestable que la nitroglicerina. Si se colara un insecto en el tanque sería capaz de provocar una explosión —explicó tranquilamente el Profesor mientras estabilizaba el vehículo y comprobaba que los pilotos habían conseguido saltar de los aviones—. Bueno, veo que no ha habido víctimas… Vamos, que no hay tiempo. Volaremos hasta Londinium. Abrochaos bien el cinturón, Vanessa.
—Pe…, pe…, pero ¿qué ha sido esto…?
—¿No os lo acabo de explicar? El peróxido de hidrógeno, al entrar en contacto con el agua…
—¡No es eso! ¡Lo que quiero saber es por qué nos perseguían! Si pueden enviar a dos biplanos para eliminarnos, no se trata de simples asesinos. Tienen que tratarse del gobierno o el ejército… ¡Oye, abuelo! ¿Qué es eso que has dicho antes de que iba a ocurrir algo gordo? ¿¡Qué demonios has descubierto!? ¿¡Tienes alguna idea de quiénes podrían ser!?
—Bueno, más que alguna idea, se podría decir que estoy seguro.
—¿Seguro? ¿De qué estás seguro?
—Lo que pasa es que no me apetece contárselo a alguien con tan malas maneras. Al menos podríais intentar decir algo como «Distinguido caballero, ¿seríais tan amable de responderme a esta pregunta?» o «¡Abuelito, cuéntamelo todo!». Entonces, me saldría todo mucho más fluido.
—Pero ¿de qué vas, viejales? ¡Ya estás cantando ahora mismo o…!
La methuselah levantó de nuevo las garras apuntando a la nuca del sacerdote, pero se detuvo en seco. Uno de los indicadores instalados sobre la guantera se había puesto a sonar con un ruido agudo al mismo tiempo que una luz roja iluminaba la palabra ALERTA.
—¡Hmmm…! Esto no pinta bien.
—¿Y ahora qué es? ¿¡Más enemigos!?
—Una señal de radar desconocida se dirige hacia nosotros. Esto no me gusta nada… Nos han localizado.
—¿¡Localizado!?
Pero ¿quién o qué?
Vanessa se volvió hacia todos lados, pero no vio ninguna otra aeronave. No se veía más que la luna y un grupo de pescadores en el Támesis que seguían con la boca abierta la imagen del sedán volador. También se veía una espuma sobre el río… ¿¡Espuma!?
—¡Abuelo! ¡Abajo! ¡Bajo el agua!
El río se abrió casi al mismo tiempo que resonaba el grito de la methuselah. Dos objetos largos y delgados se elevaban por el aire nocturno.
Una vez que estuvieron completamente fuera del agua, los dos cohetes accionaron sus motores y dirigieron sus cabezas afiladas hacia el sedán, guiados por el radar del enorme cuerpo que se dibujaba bajo el agua.
—¡¡¡Misiles!!! ¡Imposible!
—¡Agarraos, milady!
Lanzando una rápida mirada por el retrovisor, el caballero puso la quinta marcha. El combustible llenó los cohetes de propulsión traseros, y el sedán salió disparado a una velocidad endiablada.
Sin embargo, los misiles que los perseguían eran aún más rápidos. La distancia entre el vehículo y las cabezas metálicas que traían el fuego de la destrucción era cada vez más pequeña.
—¡No! ¡Nos van a pillar!
El Profesor lanzó un grito, abandonando por un momento su habitual vocabulario sofisticado, al mismo tiempo que miraba por el retrovisor…
Y un resplandor rasgó la noche.