II
La explosión que les resonó en el estómago se había producido al otro lado de la calle.
Entre la niebla blanca que cubría la noche, una flor de fuego se abrió sobre los adoquines.
—¿¡Qué es eso!? ¿¡Cócteles molotov!?
—¡Son granadas! ¡Tienen granadas de mano, los malditos!
El fuego iluminó la barricada construida frente a la escalera que llevaba a la entrada del gueto, en lo que antiguamente había sido el metro de la ciudad. Desde sus posiciones, a cubierto, los soldados empezaron a gritar improperios.
Las explosiones resonaban por el cielo nocturno. Ya no eran causadas por las débiles deflagraciones de los cócteles molotov que les habían estado lanzando los alborotadores. Aquello eran granadas, y de las que usaba el ejército.
—¡Pedimos permiso para retirarnos, almirante!
El joven soldado de uniforme rojo se volvió hacia su comandante, con ojos nerviosos inyectados en sangre. Encarando a la mujer que estaba sentada relajadamente en su silla, gritó con fuerza:
—¿¡No veis cómo está la situación!? ¡Los amotinados tienen granadas militares! ¡No parece que estén muy dispuestos a deponer su actitud! ¡Vicealmirante, hay que retirarse inmediatamente!
—Pero, bueno…, ¿retirarse?
Después de lanzar una mirada perezosa al soldado, la mujer vestida con uniforme azul marino, la vicealmirante Jane Judith Jocelyn, reprimió a duras penas un bostezo. Sus doncellas le acababan de servir una taza de café, pero respondió con voz adormilada.
—Pero si acabamos de llegar… ¿y ya te quieres ir? A nuestros huéspedes no les va a gustar nada, soldado… A ver…, ¿cómo te llamabas?
—Soldado Blackman, del segundo regimiento de la Guardia —respondió el hombre, visiblemente enojado.
¿Cómo podía la vicealmirante tomarse aquello con tanta calma? El soldado frunció el ceño y contuvo las protestas que le hinchaban el pecho. La Guardia pertenecía al ejército de tierra y siempre había mantenido cierta rivalidad con la Marina, cosa que no ayudaba a que Blackman tuviera mucho respeto por su superiora.
Claro estaba que no se podía decir que la ira que embargaba a los soldados procediera del hecho de estar bajo el mando de una vicealmirante. Tampoco era por las masas de habitantes del East End amotinadas que les estaban atacando.
Si los soldados que protegían la barricada no estaban contentos era porque tenían un miedo terrible a los habitantes de las instalaciones subterráneas que estaban guardando.
—¡Hay que retirarse, vicealmirante! ¡Quedarse sólo producirá víctimas innecesarias! ¡No tiene sentido derramar sangre para proteger a ésos…!
—No nos retiraremos… Por cierto, ¿hacia dónde piensas retirarte, exactamente? Si dejamos que esos locos entren en el gueto, no habrá manera de salvar Londinium. Y si la capital se hunde, Albión se hunde… Entonces, sí que no tendremos ningún sitio al que huir.
Jugueteando con el látigo que usaba como bastón de mando, Jane se volvió con aire melancólico.
Las escaleras que llevaban al nivel subterráneo estaban cubiertas de sacos de arena a modo de barricada. Entre ellos se veían algunas caras pálidas. A primera vista parecían ciudadanos normales y corrientes, pero de hecho los soldados les tenían más miedo a ellos que a los amotinados, porque eran…
—¡Soldados! ¿¡Qué demonios estáis haciendo!?
Por los abucheos que llegaban hasta su posición, parecía que los asaltantes comprendían perfectamente las emociones de los soldados. Las masas de ciudadanos armados con cócteles molotov caseros les gritaban con voz ronca:
—¡Salid de ahí! ¡Salid y dejad que nos encarguemos de los vampiros! ¡Sabemos que son esos monstruos los que manejan la niebla! ¿¡Por qué protegéis a esas bestias!? ¿¡Es que queréis acabar con la ciudad!?
No sólo los amotinados parecían estar de acuerdo con aquellas palabras. Entre los hombres que guardaban la barricada no hubo pocos que asintieron entre susurros. Mirando con tristeza a los soldados, Jane se dirigió a la silenciosa pareja que la acompañaba.
—Parece que entre los ciudadanos hay algunos alborotadores. Y se les ve muy organizados… No creo que vayan a dispersarse muy fácilmente. Esto puede ponerse feo.
—A mí casi me preocupan más vuestros hombres. Me parece que hay más de uno al que le gustaría usar su arma contra nosotros —respondió el hombre, un aristócrata de facciones finas.
Arreglándose la cabellera rubia, el conde de Manchester hizo una señal hacia los soldados, que le miraban con ojos intranquilos.
—No es raro, supongo. Al fin y al cabo, les estamos pidiendo que arriesguen la vida para proteger a unos monstruos. No me sorprendería que muchos prefirieran estar a la cabeza de los que nos atacan.
—¡Dejémonos de tonterías! ¡Vamos a matarlos a todos!
Quien respondió así a las palabras de Virgil fue su hermana Vanessa. Reaccionando ante la ira de la mujer, sus cabellos de medusa había empezado a erizarse. La irascible methuselah clavó en los alborotadores su mirada de color de acero.
—¡No sé para qué les ayudamos siquiera! ¡Sería mejor dejar que la niebla arrasara Londinium! ¿Qué si desaparece la capital desaparecerá Albión? ¡Por mí, perfecto!
—Y también desaparecerá quien os puede proteger. ¿Eso también os parece perfecto? —replicó Jane, con el tono indolente de siempre pero bajando la voz para que no la oyeran los soldados—. Si Albión cae en una guerra civil, no quedará nadie que os ayude. Todos se lanzarán a cazaros, como esa pandilla de locos… Miss Walsh, me parece muy bien que os alegréis del final de Albión, pero pensad que tarde o temprano eso significará vuestro final. ¿Os da lo mismo?
—¡No me importa! —respondió la methuselah, burlona, ante las advertencias de Jane—. Nosotros vamos a morir igualmente. ¡Al menos nos llevaremos por delante a los que nos traicionaron!
—¡Hay que exterminar a los vampiros!
Los gritos desafiantes se elevaron entre los amotinados, como si respondieran a las palabras de Vanessa.
Liderados por la voz ronca, los amotinados empezaron a avanzar, gritando y agarrados de los brazos. No se podía decir que marcharan muy conjuntados, pero sus rostros feroces no dejaban lugar a dudas acerca de sus intenciones asesinas.
—¡Acabemos con los monstruos!
—¡Matémosles a todos!
—¡Tenemos que defender nuestra ciudad de los vampiros!
Los alaridos resonaban ominosos sobre los adoquines.
En la barricada, el terror recorría a los soldados, que veían cómo se les venía encima aquella masa enfervorecida armada con antorchas. Mirando alternativamente a las llamas y a los atemorizados soldados, Vanessa se mordió los labios.
—Cobardes de mierda… ¡Pero a mí no me van a matar así como así! ¡Me llevaré a todos los que pueda por delante!
—¡Basta, Vanessa!
Si Virgil evitó que su hermana saliera de un salto de la barricada no fue por miedo a lo que les hiciera a los terranos, sino porque se había dado cuenta de que algunos soldados, al ver las afiladas garras de la methuselah, habían empezado a volver sus armas hacia ellos. Sosteniendo a Vanessa, lanzó un grito hacia Jane:
—Duquesa de Erin, la situación es insostenible… Haced que se retiren los soldados. Nosotros nos defenderemos solos.
—Desgraciadamente, me parece que no hay manera de retirarse —respondió Jane, con el tono perezoso y desesperanzado de siempre.
«Nos defenderemos solos» quería decir que los methuselah lucharían contra los sublevados. Aunque los atacantes los superaban en número de manera aplastante, no tendrían problemas para dispersarlos, siendo la especie más fuerte del planeta. Claro estaba que entonces ya no habría manera de colaborar juntos para acabar con la niebla. La destrucción de Londinium sería inevitable…
La duquesa de Erin cerró levemente los ojos ante el funesto presentimiento.
—¡Quietos todos!
Una límpida voz femenina resonó desde el cielo.
Al abrir de nuevo los ojos, Jane vio un brillo que atravesaba la niebla como una estrella fugaz. Pero no era una estrella. Desafiando todas las leyes del sentido común, lo que volaba por el aire era un coche…, un sedán negro que cruzaba el cielo lanzando llamaradas.
—Es el doctor Wordsworth… Parece que la hermana Esther ha llegado a tiempo —suspiró la duquesa de Erin, a la vez que el sedán aterrizaba sobre el pavimento.
Los frenos del automóvil chirriaron al detenerse en medio del grupo de alborotadores, que se habían apartado, alarmados, a su paso. Sobre los adoquines quedó el rastro requemado del frenazo en unos cien metros.
—¡Pero ¿qué creéis que estáis haciendo?! —gritó hacia los amotinados la muchacha que salió de un salto del asiento del copiloto.
Era increíble que una chica tan menuda tuviera la potencia de voz suficiente para reñir de aquella manera a un centenar de personas y que todos la oyeran claramente. La muchacha se irguió con una luz enérgica en los ojos de lapislázuli.
—¿¡Es que no sabéis el peligro que amenaza a la ciudad!? ¡No es momento para hacer tonterías! ¡Hay que evacuar la capital!
—¡He…, hermana Esther… La Santa…!
Los alborotadores retrocedieron ante los gritos de la muchacha. De sus rostros había desaparecido completamente la furia asesina que les había impulsado antes contra los vampiros. Como unos niños a quienes su madre hubiera pillado haciendo una travesura, bajaron la mirada, avergonzados.
Y no sólo los amotinados.
—Esa niña… Algo le ha pasado —murmuró Jane, sin ocultar su sorpresa.
Aquella muchacha no se parecía en nada a la que había visto en palacio. ¿Era la misma que lloraba desconsoladamente en la capilla de Windsor por la muerte del sacerdote?
Mientras Calamity Jane, incrédula, parpadeaba, la Santa seguía enfrentándose a gritos a la multitud.
—La ciudad está inmersa en un grave peligro. Estamos haciendo todo lo posible para luchar contra ello, pero aún no se sabe cómo acabarán las cosas. Por eso lo que tenéis que hacer es seguir las indicaciones de la policía y el ejército, y abandonar la ciudad. ¿¡Qué se supone que estáis haciendo aquí!?
—Queríamos… exterminar a los vampiros, Santa…
Quien respondió así fue un enorme hombre calvo que estaba en la primera fila. A Jane le parecía recordar que era uno de los sinvergüenzas que llevaban negocios de juego ilegal en las chabolas. Era tan grande que, casi más que una persona, parecía un oso preparado para hibernar. La imagen de aquel gigante apocado ante una chiquilla que no abultaba ni la mitad que él era incluso ridícula.
—Como los vampiros tienen la culpa de la niebla, hemos hablado unos con otros… y hemos decidido venir a salvar la ciudad…
—¿Que tienen la culpa de la niebla? ¿Que la gente del gueto tiene la culpa de la niebla?
Esther repitió teatralmente las palabras del hombre calvo para captar la atención del público.
—¡Pero ¿quién ha dicho eso?! ¡Entonces, ¿por qué cubre la niebla incluso la parte donde viven ellos?! ¿¡No os parece raro!? ¿¡Quién!? ¿¡Quién ha dicho eso!?
—Yo no he sido… —negó apresuradamente el gigante.
A su alrededor, todos sacudían la cabeza y se miraban unos a otros. Al ver que nadie se identificaba como fuente de los rumores, Esther se puso las manos en la cintura.
—Bueno, pues dejadme que os diga que la niebla no tiene nada que ver con la gente del gueto. Para nada son ellos quienes tienen la culpa —anunció Esther, hinchando el pecho, con el volumen justo para que la oyeran todos—. Todavía no hemos acabado la investigación, pero parece que el origen de la niebla es una antigua tecnología bélica. El gobierno de Albión está tratando de encontrar el punto débil de la niebla para acabar con ella. A fin de conseguirlo en el menor tiempo posible, la gente del gueto nos está ayudando.
—El gueto… ¿¡Los vampiros nos ayudan!?
Un grito de incredulidad se elevó entre los amotinados. Esther no le vio la cara, pero muchos de los presentes se volvieron hacia la voz ronca que chillaba airada:
—Pero ¿lo habéis visto? ¡Incluso la Santa está compinchada con los vampiros!
—¡¿Pe…, pe…, pero, qué decís, Santa?! —bramó, atónito, el gigante calvo—. ¿¡Es que os habéis vuelto loca!? Ésos son…, ¡son los enemigos de la humanidad! ¡Son vampiros! ¡No podemos aliarnos con…!
—¿Quién os ha dicho que ésos son los enemigos de la humanidad?
Esther clavó la mirada en el gigante, que le sacaba cuarenta centímetros y pesaba cuatro veces más que ella, y empezó a trabajar las mentes de su público usando las palabras como cincel.
—Hasta la noche pasada vivíais todos juntos en esta ciudad, apoyándoos unos en otros, pero hoy los tratáis como enemigos. ¿De verdad pensáis que ellos son vuestros enemigos?
—Pe…, pe…, pero son vampiros…, los enemigos de la humanidad…
—¿Enemigos de la humanidad? ¡Pero ¿quién lo ha dicho?! ¿El Vaticano? ¿La reina? ¿Los periódicos? ¿Quién os lo ha metido en la cabeza? ¿De verdad odiáis a esa gente por iniciativa propia? ¿¡Es que ha pasado algo entre vosotros y ellos que haya hecho que los odiéis!?
—Es…, es que…
—Yo he visto mucho odio…
El hombre calvo bajó la cabeza y no habló más.
Con las manos cruzadas sobre el pecho, como si estuviera rezando, Esther habló con los ojos cerrados y recordó el duro camino que había recorrido.
—He visto mucho…, mucho odio. En la ciudad del invierno, en el desierto ardiente, en la capital del crepúsculo… y en el palacio de la niebla… He visto mucho odio sin remedio, del que no acaba hasta que una de las partes desaparece. Pero el odio que veo aquí no es así. Es un odio que alguien os ha dicho que tenéis que sentir…, ¿me equivoco?
—Es que…, nosotros…
Esther había vuelto a abrir los ojos y los había clavado fijamente en la multitud. Ante su mirada de lapislázuli no hubo un solo alborotador que no bajara la cabeza. Ruborizado, el hombre calvo balbució:
—Nosotros teníamos miedo… No es que los odiáramos, pero…, no sabíamos qué hacer… Los ricos se han largado todos de la ciudad y a nosotros no nos queda más que morir como perros. Por eso…
«Por eso habéis decidido volveros contra los que son más débiles que vosotros», pensó Esther en silencio. Cuando el hombre calló, la monja anunció con voz firme, como un oráculo:
—De acuerdo. Entonces, ayudaréis a acabar con la niebla. Si no queréis abandonar la ciudad, al menos ayudaréis a defenderla.
—¿No…, nosotros?
—Pero ¿cómo?
Los alborotadores se quedaron boquiabiertos ante las palabras decididas de la muchacha. La multitud estaba tan absorta que nadie se dio cuenta de que una pequeña figura rechoncha se escondía entre ellos. ¿Qué iba a decir la Santa?
Después de dejar una larga pausa, Esther asintió:
—Vamos a empezar las acciones necesarias para eliminar la niebla. Puede que los responsables de este crimen quieran impedírnoslo… Vuestro trabajo es evitar que lo consigan.
—¿Po…, podemos acabar con la niebla, Santa? —preguntó el hombre calvo.
—Pero ¿cómo?
—El método aún lo estamos buscando, con la ayuda del doctor Wordsworth… y la gente del gueto.
—¿¡Los del gueto!?
—Así es. Ellos nos van a ayudar. Y vosotros vais a protegerlos mientras lo hacen… Porque eso quiere decir proteger también vuestra ciudad. Eso es lo que debéis hacer.
Esther asintió hacia los ciudadanos, que la miraban con asombro. Posando una mano sobre el hombro del gigante, que había caído instintivamente de rodilla ante ella, gritó con fuerza:
—¡No hay tiempo que perder! ¡Si queréis ayudarnos, seguid las instrucciones de la duquesa de Erin para formar unidades de protección! Tú te encargarás de liderarlos… ¿Cómo te llamas?
—Blodie… Blodie Brodie. Es que antes tenía pelo… —respondió el hombre, frotándose, avergonzado, la calva.
Al sonreír, su semblante duro se volvió como el de un niño. La Santa parecía tener un efecto especial sobre la gente. Y no era por sus ideas o su oratoria, sino por cierta aura personal, algo parecido al carisma.
—De acuerdo, Brodie. Te dejo al cargo… Duquesa de Erin, ¿puedo confiar en que organizaréis a estos ciudadanos? —le preguntó con algo de timidez Esther a la aristócrata—. Necesito al conde de Manchester y al doctor Wordsworth para que trabajen en la respuesta a la niebla.
—Yo me encargo, tranquila… Ha sido una intervención maravillosa, hermana Esther, digo…, princesa Esther —comentó la duquesa, haciéndose un tirabuzón en el pelo, como una niña—. Es increíble cómo habéis logrado convertir a esa masa de salvajes en una manada de cachorritos… Realmente os admiro.
—No he hecho más que decir lo que sentía. He tenido suerte de que me hayan escuchado.
Después de responder a los halagos con una sonrisa, Esther levantó la mirada hacia la niebla. El manto destructivo de color lechoso seguía flotando en el aire. Comparada con la niebla natural era como una pantalla de vapor azulado, de una belleza casi fantasmagórica. Mientras tanto, seguía cargándose de electricidad, preparándose para lanzar una nueva descarga en pocas horas. No podían dormirse… ¿Llegarían a tiempo?
—No hay tiempo que perder. Tenemos que encontrar la manera de acabar con esta niebla y…
—De cualquier modo, la ciudad está perdida —dijo entonces una voz ronca desde la multitud—. Cuando amanezca, las llamas arrasarán la capital y se llevarán a toda esta panda de cretinos. Pero antes… te voy a hacer pagar que me hayas desmontado así el lío que tanto me ha costado organizar. ¡Muere, mocosa!
—¡Cuidado, hermana Esther!
El primero que reaccionó ante la figura rechoncha que saltó hacia la monja fue Virgil. Aunque el efecto de la plata todavía le entorpecía la capacidad de reacción, no dejaba de ser un methuselah. Desenvainando la espada que llevaba a la cintura, se plantó frente al atacante.
—¡Eh! ¡Aparta, monstruo!
Todd Cunningham hizo una mueca al mismo tiempo que partía la espada de Virgil de un sablazo.
—Titanio omega… ¡Maldita sea! ¡Un filo de alta frecuencia! —gritó Virgil al darse cuenta de cuál era el arma que blandía su adversario.
Todd dio un salto con la navaja en alto, preparando para descargar el filo vibrante sobre la Santa.
—¡Éste será tu fin!
—¡Que te crees tú eso, sapo asqueroso!
Lo que salvó a Esther fue el ataque que desequilibró a Todd por el costado.
Innumerables agujas, finas como cabellos pero más duras que el acero, cayeron sobre el asesino. Claro estaba que Todd tenía el cuerpo recubierto por una piel especialmente reforzada. La elasticidad del colágeno y la dureza de la queratina fueron suficientes para repeler todas las agujas…, excepto dos.
—¡Aaah!
El asaltante retrocedió, lanzando un grito que no parecía de este mundo.
Las agujas le había atravesado la única parte del cuerpo que no tenía protegida: los ojos. Sin embargo, perder la visión no fue suficiente para detenerlo. Tomando impulso de nuevo, blandió la navaja sobre Esther…
—¡A cubierto, hermana Esther!
El Profesor se puso frente a la monja y disparó una luz cegadora con su bastón.
Ninguna piel reforzada era capaz de resistir una llama de acetileno de más de mil grados. Convertido en una antorcha humana, el cuerpo cayó rodando sobre el pavimento. El hedor de la carne quemada llenó el aire mientras Todd se retorcía, enloquecido. Cuando los soldados reaccionaron ante las órdenes de Jane y acudieron con cubos de agua, al asesino ya casi ni se movía.
—¿Estás bien, Santa?
Una voz malhumorada hizo que Esther volviera finalmente en sí después de la terrible escena. La methuselah que le había salvado se sacudió la melena rubia frente al cuerpo moribundo.
—No puede una confiarse. Los discursos están muy bien, pero siempre hay alguien que no queda convencido… Ve con cuidado. Vuestra vida es corta…
—Gr…, gracias, Vanessa… —respondió torpemente la muchacha.
Casi más que el intento de asesinato, la había dejado atónita la persona que la había salvado.
—Pero ¿por qué habéis…? Pensaba que me odiabais… —preguntó con los ojos como platos.
—Porque tú eres útil.
Vanessa lanzó un resoplido por la nariz mientras se subía el cuello de la cazadora y dio la vuelta con el pie al cuerpo carbonizado del pavimento.
—No me gusta que estés diciendo siempre tonterías, pero eres mejor que Mary… Venga, sapo, levanta. ¿Eres un esbirro de Mary, verdad? —preguntó despiadadamente la methuselah—. Antes de palmarla haz una buena acción al menos… ¿Dónde está Mary? ¿Dónde se esconde esa maldita? ¿Es ella quien controla la niebla?
—¡Ah…! ¡Ah…! No voy a decir nada… Mary… es nuestra reina… —replicó Todd, moviendo trabajosamente los labios, que tenía casi por completo carbonizados—. Vuestra princesa será muy guapa…, como nuestra reina… Seguro que muchos correrán a jurarte fidelidad, pero no te confíes. En las provincias tenemos muchos aliados. Nuestra reina los ha convocado… Estás acabada, princesita…
—¡No! ¡Apartaos todos! —vociferó el Profesor mientras Todd hacía el último esfuerzo antes de cerrar los ojos.
Blandiendo el bastón como un bateador, golpeó al asesino en la mano y le hizo soltar el cilindro de metal que sostenía. El cilindro salió disparado y cayó en un agujero del alcantarillado. Antes de que nadie tuviera tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido, una explosión sacudió el suelo y una columna de humo salió del agujero.
—Al ver que su misión había fracasado iba a suicidarse… Bueno, puede que fuera planeado originalmente como un ataque suicida —suspiró el Profesor, que protegía a las muchachas del humo—. Era un enemigo, pero no se puede decir que no fuera fiel a su señora.
—Pues ya me dirás de qué nos sirve eso, abuelo…
Después de ser testigos de un inesperado intento de asesinato de la princesa, la multitud de ciudadanos y soldados bullía como un avispero. Desclavando los cabellos del cadáver calcinado, Vanessa murmuró:
—El sapo este no ha cantado dónde está Mary. Y ahora nos hemos quedado sin pistas.
—En absoluto. Nos ha dejado muchos indicios —comentó el doctor, acariciándose la barbilla—. ¿Recordáis lo que ha dicho antes de morir? «En las provincias tenemos muchos aliados. Nuestra reina los ha convocado…». Eso quiere decir que la coronel Spencer aún se encuentra escondida en las cercanías de Londinium. Además, para comunicarse con las tropas de las provincias necesitarán una radio de larga distancia. ¿Qué instalación de radio queda en Londinium que no haya destruido la niebla? Duquesa de Erin, ¿alguna idea?
—Sólo se me ocurren dos posibilidades… —respondió Jane, después de pensar un momento con el dedo en los labios—. Una es la base de la Marina en Greenwich…, o sea, nuestra base de operaciones. La otra está al oeste de la capital…
A media frase, Esther levantó la mirada. Probablemente había adivinado lo que iba a decir la duquesa. Sin darse cuenta de la palidez de la monja, la aristócrata prosiguió:
—A veinte kilómetros del aeropuerto de Heathrow: el castillo de Windsor.
A unos treinta kilómetros al oeste de Londinium había una pequeña colina que daba al Támesis.
A los gobernantes de la capital no se les había escapado que aquél era un lugar ideal para la defensa y para refugiarse en caso de emergencia. El rey que había llegado de allende el mar para conquistar el reino muchos siglos antes le encargó al obispo Gandalf, el mismo que había construido la Torre de Londres, que elevara allí un torreón que se convertiría en el principio del castillo de Windsor.
Con el tiempo la población que rodeaba el castillo había crecido y se había instalado allí la famosa escuela de Eton, alrededor de cuyo campus se había extendido la ciudad. El nombre de Windsor se refería entonces al mismo tiempo al palacio y a la ciudad satélite de Londinium.
—El palacio está vacío, padre Iqus. No hay nadie.
Libre de niebla, la luna llenaba de luz el jardín donde se encontraba el sacerdote. Guardando sus armas en las cartucheras que llevaban bajo los hombros, los agentes del servicio secreto de la Secretaría de Estado del Vaticano miraron con ojos desconfiados hacia el castillo. Todos los edificios estaban en silencio y no se veía señal alguna de presencia humana. No sólo el jardín, sino todo el castillo de Windsor parecía haber quedado completamente desierto.
De camino al castillo desde el aeropuerto habían encontrado un accidente que bloqueaba la carretera, lo que les había hecho perder bastante tiempo. ¿Habrían atacado Windsor los rebeldes? ¿O era que la guarnición había acudido a la capital para hacer frente a los disturbios? En cualquier caso, en el castillo no se apreciaban señales de lucha. Y aunque los soldados hubieran salido hacia la ciudad, habrían dejado un retén. Pero en el castillo no quedaba ni un alma. En la caseta de guardia de la entrada sólo se veía una taza de café humeante bajo la lámpara encendida.
—Todos en espera. No bajéis la guardia —ordenó Tres, mientras se dirigía a la capilla que dominaba una de las esquinas del jardín.
La capilla de San Jorge, construida en estilo gótico, era el templo principal del palacio de Windsor.
Esther había dicho que el cadáver de Abel estaba guardado allí. Claro estaba que en aquellos momentos eso no era precisamente lo que más les preocupaba. Aunque el castillo estaba desierto y del todo oscuro, las ventanas de la capilla se veían iluminadas. ¿Habría alguien dentro?
—¿Quién hay ahí? ¡Identificaos!
Después de comprobar que su pregunta no había obtenido respuesta, Tres abrió la puerta chirriante y entró en el edificio con las M13 a punto.
—Exploración de señales de vida: finalizada. Resultado: negativo.
El sacerdote recorrió la capilla desierta con sus ojos de cristal.
Las decenas de candelabros de la sala estaban todos encendidos y sus temblorosas llamas iluminaban el altar dispuesto con el pan y el vino. Desde la cruz una imagen de Cristo miraba la sala con ojos vacíos. En los bancos se sentía la presencia de muchas personas, como si hubiera acabado de celebrarse una misa en la capilla. Pero la sala estaba desierta.
—«Él reduce las gotas de las aguas, al derramarse la lluvia según el vapor», Job, capítulo treinta y seis, versículo veintisiete.
Tres se aproximó el púlpito apuntando al frente con la mira láser. La Biblia estaba abierta por el Libro de Job. Era como si el capellán y el resto de habitantes del castillo hubieran salido corriendo a media misa. Pero ¿cómo era aquello posible?
El pistolero miraba a su alrededor y buscaba algún rastro de vida. Fue al volverse cuando sus ojos se detuvieron al lado del altar.
—Así que eso es… «Abel Nightroad»…
Una pieza de tela bordada en oro y plata cubría el sencillo ataúd. Tres había leído sin emoción alguna el nombre que había grabado en él. La caja de madera de cedro parecía nueva, pero ya estaba cerrada; tenía todos los clavos puestos y había sido sellada con lacre.
El pistolero se acercó mecánicamente al féretro, observando de forma meticulosa si había alguna trampa a su alrededor.
Tres prefirió no tocar la caja y simplemente se sacó un vial del bolsillo.
—Cero cuatro cero cero. Inicio de misión prioritaria de duquesa de Milán —dijo con voz monótona el sacerdote, que abrió la tapa del botellín.
Del recipiente de acero inoxidable se elevó un fuerte hedor. El leve aroma a herrumbre que despedía habría sido suficiente para que un testigo atento lo hubiera reconocido como el olor de la sangre. Como si aquello no pareciera importarle, Tres empezó a verter sobre el ataúd el pegajoso líquido escarlata…
—Bienvenido a mi castillo, perro de la Santa.
Cuando resonó la voz sintética por la sala, la caja ya estaba empapada de sangre.
Al levantar la mirada, Tres se encontró con el gran crucifijo. Las llamas de los candelabros hacían que en su rostro aparecieran sombras tenebrosas mientras la voz salía de su interior.
—¿Eres un agente, verdad? ¿Te envía la princesa, digo, la Santa de István? ¿O es que la hermana Paula es tan traidora que quiere romper su promesa y hacerme callar?
—Señales de vida detectadas. Distancia: trescientos veinte coma ocho centímetros. Dirección: inferior.
Tres dio un gran salto con las pistolas a punto al mismo tiempo que el suelo se elevaba a sus pies. El aire se llenó de cascotes y baldosas, como si se hubiera producido una erupción volcánica. Cuando el pistolero levantó la mirada se encontró frente a un gigante de tres metros.
—Gracias por lo de antes, padre Tres.
Sobre el sacerdote estaba fijo el único ojo del traje de combate Bastard, de la infantería mecanizada de marina del Reino de Albión. El gigante azul marino miraba con odio al pistolero y el charco de sangre que se extendía a sus pies.
—Siento no haber perdido presentarme entonces… Soy la coronel Mary Spencer, del regimiento cuarenta y cuatro de la infantería de marina de Albión. Encantada.
—Detectado un traje de combate enemigo. Cambio a modo genocida. Iniciar combate.
Cuando el traje alzó su sable, el pistolero lanzó una tormenta de acero y fuego. La descarga implacable de las dos M13 Dies Irae hizo que el filo se desviara de su trayectoria.
—Cero coma veintidós segundos demasiado tarde.
Mientras el traje levantaba su arma del suelo, donde había abierto una gran grieta, Tres se deshizo de los cargadores vacíos. En la recámara le quedaba una bala. Casi al mismo tiempo que encajaba en las pistolas los nuevos cargadores que llevaba en las mangas, apretó el gatillo de las dos armas. Cada cañón descargó nueve disparos, que volaron certeros hacia un blanco común: el visor con forma de casco que protegía el único ojo del traje.
—¡Hmmm, eres bueno…! —murmuró la voz, irritada y admirada a partes iguales, después de desviar las balas con el sable.
La descarga le había volado el blindaje del brazo derecho, pero el traje aún parecía sentirse con ventaja en el combate y escupió con voz burlona:
—Entre Il Ruinante y tú, veo que el Vaticano tiene buenos efectivos… ¡Pero no son suficientes para batir el sable de la Reina de Albión!
—Blanco perdido.
Tres levantó de nuevo las armas con la misma cara inexpresiva de siempre… y palideció levemente.
¿Dónde estaba su enemigo? El gigantesco traje de combate había desaparecido antes sus propios ojos. ¿Adónde había ido? ¿Podía haberse desvanecido en medio segundo como un espejismo?
—¿Camuflaje de invisibilidad? Negativo. Ha sido aceleración.
Apenas su sistema de combate hubo acabado la búsqueda en los archivos de datos, el soldado mecánico dio un salto hacia el lado. Al mismo tiempo que destrozaba con sus ciento cincuenta kilos el banco sobre el que había caído, lanzó sin dudarlo una ráfaga sobre el lugar que él mismo había ocupado un instante antes. La lluvia de balas salió rebotada como si hubiera chocado contra una pared invisible.
—Buenos reflejos…
En el espacio que antes ocupaba el sacerdote apareció como un espejismo la silueta del traje de combate azul marino. El gigante de metal se apoyaba en su enorme sable, adornado por las balas 512 Maxim de las M13, que acabaron aplastadas como champiñones contra su superficie. Levantando de nuevo el filo, el ojo del traje brilló.
—Padre Tres…, ¡se acabaron los juegos!
El gigante desapareció de nuevo…
Y apareció a espaldas de Tres. Con el sacerdote a su merced, el arma cayó implacable.
—¡Ya te tengo!
—Negativo. Cero coma diecisiete segundos demasiado tarde.
Tres movió los brazos en un ángulo imposible para un ser humano y apuntó con precisión a la mano que blandía el sable. Como si no le importara el filo mortal que caía sobre él, el muñeco asesino apretó el gatillo con frialdad.
—¡Ah!
La voz femenina lanzó un gemido casi al mismo tiempo que resonaban los disparos.
Los manipuladores eran la parte menos blindada del traje. Al acertarle allí la descarga, el gigante de metal tuvo que soltar el sable. El arma cayó con estruendo al suelo mientras Tres dirigía sus pistolas al centro del traje, donde se encontraba la cabina del piloto.
—¡Maldita sea! Ahora…
—Padre Tres, ¿¡qué es este alboroto!?
La puerta se abrió de pronto, antes de que las M13 se descargaran contra el punto más débil del traje. Eran los agentes del servicio secreto que se habían quedado de guardia en el jardín, atónitos al ver el enorme agujero del suelo y el gigante de metal que dominaba la habitación.
—¿¡Por qué…!?
—Poneos a cubierto.
Los recién llegados se habían quedado tan sorprendidos que no se habían dado cuenta de que estaban justo entre el traje y el soldado mecánico. Para que le dejaran libre la línea de tiro, Tres chilló:
—¡Ahí estáis molestando! ¡Esperad fuera a que…!
—Zazasu zazasu nasutanada zazasu…
Mientras intentaba que sus hombres se retiraran, Tres captó con sus sensores auditivos un sortilegio entonado en voz baja.
Un viento demasiado cálido para aquella noche de primavera temprana barrió a los agentes del servicio secreto de la puerta. Lo raro fue que, aunque el viento estruendoso cerró la puerta de golpe, las llamas de los candelabros ni siquiera temblaron. Incluso parecía que brillaban con más fuerza, acentuando el contraste entre la luz y las sombras de la habitación. Entonces apareció una figura oscura.
—Zazasu zazasu nasutanada zazasu… Zazasu zazasu nasutanada zazasu… Zazasu zazasu nasutanada zazasu…
—El recién llegado tenía los cabellos largos hasta la cintura y extendía la mano, enfundada en un guante con un pentáculo bordado, mientras cantaba las palabras sin sentido:
—Zazasu zazasu nasutanada zazasu… Ábrete, Puerta del Infierno. Puerta del infierno, ábrete.
—¿Esa voz…?
Como si se hubiera olvidado de la presencia del traje de combate, Tres se volvió hacia la figura. No era la primera vez que oía aquella voz, serena pero siniestra. En los diques de Venecia, en las catacumbas de Roma…
—¿Qué son? ¿Qué son esas…? ¿¡Sombras!?
Los gritos de los agentes del servicio secreto resonaron mientras el soldado mecánico buscaba en sus archivos de memoria.
Ante las miradas aterradas bullían extrañas formas negras. Eran sombras. Sus propias sombras. Lo terrorífico no era que se movieran por el espacio en tres dimensiones, sino que se habían puesto en pie, como grotescos muñecos de oscuridad salidos del reino de las pesadillas. Sus caras no tenían ojos ni nariz, pero en el centro se les abría una ranura horizontal.
—¡Pero ¿qué es eso?!
Los agentes, atónitos, levantaron sus armas hacia los terribles monstruos que habían surgido de sus propias sombras, pero no llegaron nunca a apretar el gatillo.
—¡Pe…, pero ¿qué?! ¡No puedo moverme! ¡Aaaah!
El ruido húmedo de los colmillos clavándose en la carne fresca cortó el grito de sorpresa.
Los schattenkobold dejaron caer con fuerza inusitada sus afilados colmillos sobre los agentes paralizados. Pronto el ruido de los monstruos masticando sustituyó a los gritos de dolor.
Como si aquel ruido estremecedor fuera musical celestial, el recién llegado hizo una reverencia desde la oscuridad.
—Buenas tardes, padre Tres… Hará unos tres años que no nos vemos. ¿Cómo estáis?
—Confirmada identidad de Isaac Fernand von Kämpfer, terrorista de clase A.
Tres clavó sus ojos de cristal en el hombre de negro, que le hacía una elegante reverencia en medio de aquella sinfonía de sangre y muerte.
Al mismo tiempo que confirmaba que aquel rostro era el mismo que tenía guardado en sus archivos de memoria, el sacerdote levantó velozmente las M13 para lanzar sobre él una tormenta de balas. La descarga tenía la potencia necesaria para abatir a un elefante, y a un ser humano normal habría bastado con que le rozara para producirle una conmoción cerebral. Si le alcanzara de lleno, lo dejaría convertido en una masa informe. Sin embargo, Panzer Magier no cambió ni siquiera la expresión ante la lluvia de acero.
—Vaya, vaya, ya veo que sigues siendo un muñeco maleducado… No tienes ninguna sensibilidad, ¿verdad, padre Tres?
Con un gesto de la mano, Kämpfer había hecho que los disparos se detuvieran en el aire. Al chascar los dedos, las dieciocho balas cayeron inofensivamente al suelo.
—Al menos podrías saludar como una persona civilizada… ¡Ah!, por cierto, ¿cómo está la duquesa de Milán? He oído que ha pillado un resfriado…
Tres ni siquiera escuchó las palabras de Panzer Magier y, después de recargar las pistolas, se dio la vuelta.
Enfrentarse a la vez a Panzer Magier y al traje de combate era demasiado complicado. Descargando sus armas sobre los schattenkobold, que le bloqueaban la única vía de huida, Tres se dispuso a salir de la sala…
—¿¡Adónde te crees que vas, perro del Vaticano!?
El sacerdote se encontraba a escasos metros de la puerta cuando una pierna gigantesca la bloqueó el paso.
Arrastrando su sable, el traje de combate azul marino se había plantado frente al pistolero.
—Perro del Vaticano… Perro de Esther…
El único ojo del traje parpadeó como si estuviera vivo, lleno de maldad y odio.
—¿Por qué es tan diferente nuestra vida, pese a que llevamos la misma sangre? Yo no tengo ningún aliado, pero esa mocosa te tiene a ti, a Wordsworth, a Petros… Tiene tantos buenos soldados de su parte… ¿Por qué?
—…
Tres observó en silencio cómo se elevaba el sable. Las M13 que empuñaba estaban vacías. Aunque intentara recargarlas, no llegaría a tiempo a esquivar el sablazo. ¿Sería mejor retroceder? Pero ¿cómo podía enfrentarse a Panzer Magier?
Mientras sus programas buscaban desesperadamente una salida, el traje de combate se lanzó a la acción y blandió el sable con el brazo que le quedaba sano.
—¡Muere, muñeco!
—¡Poneos a cubierto, padre Tres! —resonó un grito en los auriculares del sacerdote.
El ruido estruendoso de un motor apareció por encima de la capilla. Al levantar instintivamente la cabeza hacia él, Tres vio cómo las vidrieras que representaban la lucha entre David y Goliat se partían de forma estrepitosa.
—Eso es… ¿¡Un autogiro!? —vociferó el traje, sin dejar caer el sable.
La lente de polímero con memoria de formas captó la silueta creciente del autogiro y la pareja que lo pilotaba. A los mandos iba el conde de Manchester, vestido de esmoquin, y detrás estaba sentada una muchacha de cabellera pelirroja que ondeaba al viento…
—¡Esther…! ¡Esther Blanchett!
Bloody Mary lanzó un grito lleno de odio al mismo tiempo que el autogiro entraba en la capilla atravesando las vidrieras del techo, como una bala dirigida de pleno contra el traje de combate.