II
—Vaya, ahora se pone a llover —comentó el sargento Mark Remington al oír el ruido fresco que empezaron a hacer los olmos del jardín.
Desde la puesta de sol ya le había dado la impresión de que el tiempo estaba inestable y parecía que, por fin, se había decidido a llover. A lo lejos se oía incluso el eco de los truenos.
—Qué mala pata… Justo cuando empieza mi guardia. Y encima con el uniforme nuevo de ayer.
—Qué se le va a hacer, sargento. El deber es el deber… Lo que a mí me preocupa es que el sargento Baxter y sus hombres no vuelven. ¿No le parece que tardan demasiado?
Quien respondió así a las quejas de su superior fue el soldado raso Blackman, que había ascendido tres días antes del ejército de tierra a la Guardia Real. Los guardias de uniforme rojo miraron hacia la Torre del Reloj con preocupación.
—Las nueve… Ya llevan diez minutos de retraso. ¿Habrán encontrado a alguien sospechoso?
—Estarán echando a algunos de esos periodistas tan pesados. No te preocupes —le tranquilizó el cabo Quine, el guardia más veterano de su unidad, sin levantar la mirada del crucigrama ni soltar su taza de chocolate caliente—. Ésos se huelen algo y harán lo que sea por conseguir una exclusiva sobre el estado de su majestad. Llevan rondando la puerta trasera todo el día.
Los guardias de aquel puesto de vigilancia eran responsables de la zona que iba desde el jardín trasero hasta Hyde Park y la cocheras donde se guardaban los vehículos de los miembros de palacio. Por supuesto, los dispositivos de vigilancia cubrían perfectamente el área y eran imposibles de burlar, pero aun así había periodistas lo suficientemente estúpidos como para intentar saltar los muros y hacer que se disparasen las alarmas. Aquella noche, los acontecimientos de palacio estaban atrayendo muchos casos así.
—Su majestad en estado crítico… —murmuró Quine, y cerró el periódico, con la mirada perdida—. Todavía no está decidido quién la sucederá, ¿verdad? Seguro que esto traerá problemas. Y encima el lío de los vampiros… ¿Qué será de este país?
—¡Pse!, será lo que sea…
Remington interrumpió las reflexiones de su compañero con tono indiferente. Por supuesto, a él también le preocupaba el futuro de su país, tanto o más que a cualquier otro compatriota, pero sabía muy bien que los suspiros de los guardias no iban a cambiar nada.
—Los que tenemos que hacer ahora es cumplir con nuestro deber. De la sucesión al trono y del tema de los vampiros ya se encargarán los de arriba… Venga, Quine, despierta a los que duermen. Cuando vuelva la unidad de Baxter hay que estar preparados para entregarles el puesto y salir de aquí. Seguro que en la ciudad nos necesitarán para controlar los ánimos. Hoy hay que ir con mucho cuidad… ¿Eh?
—¿¡Se…, se ha ido la luz!? —preguntó alguien con voz temerosa, casi infantil.
La lámpara del techo se había apagado de improviso, como si hubiera querido interrumpir las palabras de Remington.
—No te pongas nervioso, Blackman. Sólo es un apagón. Habrá caído un rayo o algo. En seguida se encenderán los generadores de emergencia. Espera un poco y…
La frase de Remington se quedó en el aire. Sus hombres esperaron obedientes, como les había ordenado, pero la luz no volvía.
—Qué raro… Bueno, pues habrá que ir a ver qué pasa. Quine, voy a echarle una mirada al generador. Te dejo al cargo.
Remington cogió su pistola y se dirigió a la puerta de atrás de la caseta. No era que le diera miedo la oscuridad, pero no podrían hacer el cambio de guardia cuando volviera Baxter si la caseta estaba a oscuras. Después de abrir la puerta de atrás se internó en la lluvia torrencial. Protegiendo la lámpara de mano de las gruesas gotas del chaparrón, Remington se acercó al panel de control.
—Esto sí que es raro. Hay electricidad… —dijo Remington, levantando las cejas después de examinar los controles.
El palacio real disponía de un sistema de generadores independiente de la ciudad, y la electricidad parecía correr sin problemas. Pese a ello, la caseta de vigilancia seguía a oscuras. Y no sólo ésta. Las luces y cámaras de vigilancia del jardín estaban apagadas.
—Un momento… ¿¡Qué significa esto!?
El guardia descubrió un cable que salía del panel de control atravesado por un cuchillo que conocía bien. Y no era un simple pinchazo. El cuchillo había cercenado limpiamente el cable, que chisporroteaba a su alrededor. Así era normal que no les llegara corriente.
—¡Pero ¿quién ha sido capaz de hacer una cosa así…?! —rugió el sargento, que desclavó el cuchillo y lo miró con atención.
Aquél era, sin ninguna duda, un cuchillo reglamentario de suboficial de la Guardia. El propio Remington llevaba uno igual en la cintura, distinto sólo por su número de serie. Al desplazar la mirada hasta la empuñadura del cuchillo, el sargento descubrió con sorpresa el nombre de su compañero.
—¡Pero si es el de Baxter! ¿¡Qué hace esto…!?
El suboficial, cogido desprevenido, lanzó un grito, pero se detuvo de repente. Una extraña sensación le recorrió la nuca. Al principio no entendió de qué se trataba. Cuando se dio cuenta de que un líquido cálido mezclado con la lluvia le goteaba por la espalda, Remington levantó la mirada, como guiado por alguien.
—¡Aaaaah!
El sargento se desplomó en un charco de agua. Más concretamente cayó de culo, pero nadie se habría atrevido a reírse de ello en aquella situación. Pálido, Remington retrocedía arrastrándose con la mirada fija en aquella figura…
—Ba…, Baxter…
Aterrorizado ante las mirada vacías de sus compañeros muertos, el sargento sólo acertó a pronunciar aquellas sílabas.
De los olmos colgaba una decena de cadáveres, como cerdos en una carnicería. Todos llevaban el uniforme de la Guardia y eran conocidos de Remington.
—¡Pe…, pe…, pe…, pero ¿qué…?!
Su instinto de soldado le llevó a fijarse en que todos los cadáveres tenían dos profundas heridas en el cuello.
«¡Imposible! Pero si eso son heridas de…».
El sargento recordó las historias que había oído acerca de los disturbios en la ciudad, pero intentó negarlas.
Aquello era en el East End, pero él estaba en el Palacio Real, la residencia de su majestad. ¡Era imposible que hubiera penetrado en él un criminal!
Intentando convencerse a sí mismo de aquello, se levantó con esfuerzo.
—Hay que avisar a… ¡Aah!
Al volverse, Remington se dio cuenta de que había una figura a su lado. ¿Cuándo había aparecido allí? Era una sombra tenebrosa, envuelta en un impermeable. En su rostro esquelético, los ojos hundidos brillaban con una luz roja, como un fuego fatuo.
—¿¡Qu…, quién eres…!?
La mano del intruso pareció desaparecer un instante y el mundo giró ante la mirada de Remington. El sargento creyó que todo daba un tumbo mientras su cuerpo salía volteado. Entonces fue cuando el guardia se dio cuenta de que no había uno, sino diez intrusos. Todos llevaban el mismo impermeable y estaban callados como muertos… Eso fue lo único que el sargento fue capaz de ver. Después de sufrir un tajo que no dejó más que una tira de piel unida al cuerpo, su cuello no fue capaz de sostener el peso del cráneo. Mientras la cabeza del guardia rodaba por el suelo, su tronco se derrumbó en la hierba fangosa.
El hombre cadavérico observó el terrorífico espectáculo empuñando un cuchillo ensangrentado.
—Vamos. La operación ha empezado. Código A, caso ocho: «Ataque nocturno al cuartel general enemigo». ¿Tenéis claro el objetivo que hay que eliminar? —murmuró el intruso, señalando hacia el palacio que estaba a punto de perder a su señora.
Iluminados por la luz de un relámpago, los muertos echaron a andar.
La primera vez que Esther vio a su abuela, la segunda pariente directa a la que conocía en persona, estaba pálida como una momia.
Tras el lujoso dosel de la cama, el cuerpo hundido en las almohadas de pluma era tan pequeño que causaba una tremenda tristeza.
—Iré a buscar a Su Santidad —murmuró Mary una vez que hubo guiado a la monja hasta la habitación.
Según habían oído, la reina estaba en coma desde el último ataque. Incluso en aquella situación daba cierto miedo interrumpir su descanso. La voz de la coronel apenas rozaba el límite de lo audible.
—Dice el médico que muy probablemente su majestad no aguante hasta mañana… Te dejaré sola para que puedas despedirte de la abuela. Yo me encargaré de traer al Papa, tú espérame aquí.
—¿No te quedas conmigo? —preguntó, sorprendida, Esther.
¿«Sola» quería que no habría ni médicos ni enfermeras? Aunque estuviera inconsciente, no estaba muy segura de cómo debía dirigirse a su abuela. Con una mirada suplicante, la monja dijo:
—Por favor, quédate aquí. Yo no sé cómo…
—Simplemente, permanece a su lado… Eso es todo.
El rostro hundido entre las almohadas no parecía en absoluto el de una mujer de sesenta y cinco años. Sus profundas arrugas y su afilada nariz de bruja hacían que pareciera una anciana que sobrepasaba los ochenta. Sólo los dientes que dejaban entrever los labios brillaban blancos y hermosos. Observando a su abuela, que apenas respiraba, Mary dejó escapar un suspiro.
—Ya no va a despertarse más. Lo único que podemos hacer ahora es estar a su lado, Esther… Dicen que hace dieciocho años esperaba tu nacimiento con muchísima ilusión. Cuánto debió sufrir cuando le dijeron que el bebé había nacido muerto… Si pudiera saber que has vuelto al palacio sana y salva, seguro que se alegraría mucho.
La cama estaba rodeada de máquinas, de las cuales salían unos tubos delgados que, enrollándose como espaguetis, acababan en el brazo de la anciana. Sólo la ciencia la mantenía con vida. Mary le arregló los blancos cabellos con una mirada dulce, pero a la vez llena de tristeza.
—Tú eres su nieta… Esther, tú debes estar a su lado.
—¿Y tú? —preguntó, dubitativa, Esther, que aún no se había acostumbrado del todo a tratar a su hermana con aquella familiaridad—. Tú también eres su nieta. Las dos tendríamos que…
—No, mejor que no… Sé que ella siempre me odió. Y mucho —murmuró la oficial, vuelta hacia la anciana, con cuidado de no cruzar la mirada con Esther—. Mi madre era de origen humilde. No era ni de la baja nobleza. El título de vizcondesa de Carsley se lo dio el príncipe por ser su amante. Imagino que la reina sintió que una simple plebeya le había robado a su único hijo. No creo que me considerara nunca su nieta. En estos veinticinco años no recuerdo que me dirigiera la palabra ni una sola vez.
—…
Esther se mordió los labios al darse cuenta de que no debería haber sacado el tema. Era seguro que Mary la odiaba en aquellos momentos. Como si hubiera leído los pensamientos de su hermana, la oficial se dio la vuelta y esbozó una sonrisa.
—Venga, tonta, no hace falta que pongas esa cara. Tú no tienes la culta de nada. Además, alguna vez sí que hablé con ella…, cuando me ponía alguna condecoración por méritos militares, por ejemplo. Ésas fueron las únicas ocasiones en que nos vimos.
—¿Sólo…, cuando te condecoraba?
Esther se sintió aún peor, después de hacer a su hermana revivir aquellos recuerdos.
Pese a haber sido parientes, no podían haber tenido una relación más fría. Comparándose con ellas, Esther casi tenía que decir que su propia vida había sido feliz. En István había tenido una familia, aunque no estuvieran unidos por ningún lazo de sangre. En Roma también había mucha gente que estaba siempre a su lado, como la duquesa de Milán, el padre Nightroad, la hermana Kate o el padre Iqus. En comparación con la coronel, era tan feliz que se sentía incluso mal.
—Pero… quédate de todos modos —dijo Esther, reteniendo torpemente a Mary con la mano—. Vamos a estar un rato las dos juntas con la abuela. Al fin y al cabo, somos familia…
—Eres muy amable, Esther…
La coronel miró a Esther con una sonrisa franca, pero igualmente se deshizo de su mano, con un gesto un poco más violento de lo normal.
—Pero no puede ser. Como miembro de la Iglesia deberías saber que la ley canónica dice que en el sacramento de la extremaunción sólo debe estar presente la familia. Una hija ilegítima como yo no cuenta para la ley… Además, aún tengo trabajo que hacer. No puedo quedarme.
—¿Trabajo? ¿En un momento así?
—Lo siento, pero precisamente porque es un momento así, tengo que solucionar un par de cosas —replicó Mary, que se retiró sigilosamente para no estorbar el descanso de la enferma. Pero añadió con voz cortante—: Eres la única persona del mundo que tiene derecho a estar aquí… Por eso te pido por favor, Esther, que no la dejes sola.
—De acuerdo… —aceptó Esther, resignada.
¿Quién podría haberse negado a una petición tan seria de una hermana mayor? La muchacha no se sentía con fuerzas para replicarle a la primera pariente de sangre que había conocido en este mundo. Sin duda, que en el futuro sería igual. Al darse cuenta de aquello, Esther se sintió extrañamente alegre.
—Muy bien, pues yo me quedaré aquí… Tú ve a hacer tu trabajo sin preocuparte de nada más.
—Gracias. Pues quédate aquí y ya encargaré yo de que hagan pasar al Papa en cuanto llegue. ¡Ah, sí!, los médicos estarán en la habitación de al lado. Si pasa cualquier cosa haz sonar la campanilla. Y si crees que hay demasiada luz, el interruptor está ahí…
Mary puso cara de alivio mientras le daba a la monja las últimas instrucciones antes de abandonar la habitación. Los doctores y las doncella de cámara la siguieron, y Esther se quedó sola…, o mejor dicho, Esther y su abuela se quedaron solas en la habitación.
—Pobre Mary… —dijo para sí la muchacha.
Era triste que no pudiera quedarse a velar a su propia abuela, pero, ciertamente, sabiendo que el fin de su majestad estaba cerca, no era raro que tuviera mil cosas que hacer. Debía atender a los aristócratas que acudían a interesarse por el estado de la reina, recibir al Papa, encargarse de controlar a las masas de ciudadanos y periodistas que se agolpaban a las puertas de palacio… Esther sabía que ella misma habría sido incapaz de hacer todo aquello.
«Tengo una hermana fenomenal…».
Esther había conocido a muchas personas admirables y había hablado con los primeros cerebros de varios países, pero había encontrado poca gente que poseyera la capacidad y la inteligencia de Mary. Sólo se le podían comparar la duquesa de Milán y la emperatriz de los methuselah. Quizá no era muy apropiado, pero cuando pensaba que una mujer así era su hermana, a Esther se le aceleraba el corazón.
«Una persona como ella es quien debería subir al trono».
Pero la gente que se agolpaba fuera quería que ella fuera la reina. Para Esther aquello no era más que una broma, una tontería que no hacía ninguna gracia.
La corona debía recibirla una mujer fuerte e inteligente como Mary. No había olvidado los rumores que corrían sobre ella, pero estaba convencida de que detrás probablemente había malentendidos o alguna otra circunstancia complicada. Fuera como fuese, no eran más que manchas insignificantes, como el hecho de que fuera hija ilegítima.
En cambio, si se miraba a sí misma no veía más que una herramienta propagandística del Vaticano. Ella sería incapaz de defender el reino y sus súbditos si subiera al trono. ¡Pero si no había sido capaz ni siquiera de salvar al padre la noche anterior y le había dejado morir ante sus propios ojos! Además, sin Mary no podría haber salido de la capilla por su propio pie. Era impensable que alguien tan débil y tonta como ella subiera al trono…
—¿Quién eres?
Una voz hizo que la muchacha saliera de sus pensamientos.
Pero si en la habitación no había nadie más que ella…
Al bajar la mirada, Esther se sobresaltó ante los ojos que la observaban desde la cama. La anciana hundida entre los cojines se había despertado.
—¿¡Ma…, majestad!? ¿¡E…, estáis consciente!?
¿Sería aquello lo que se conocía como el último brillo de la vela antes de apagarse?
Los médicos habían dicho que no sobreviviría hasta la mañana, pero la reina Brigitte había recuperado la conciencia. Sus ojos estaban débiles, pero aún conservaban la lucidez. Encarando a Esther, se esforzó en enfocar la mirada para observarla. La mujer conocida como la Escila del Mar del Norte alzó una mano huesuda pero suave hacia ella.
—¿Mary? ¿Eres tú, Mary?
—¿¡M…, Mary!?
Esther repitió, atónita, las palabras de la reina, antes de darse cuenta de que la estaba confundiendo con su hermana.
—¡Ah, no!, no soy Mary. Yo me llamo Esther… Un…, un momento, que ahora llamaré a…
—No te vayas… Quédate conmigo, Mary.
La muchacha se había dado la vuelta para alcanzar la campanilla, pero una presión débil la detuvo. La reina había estirado el brazo suplicante para retenerla. Cuando Esther se volvió hacia ella, encontró a la anciana con los ojos llenos de lágrimas.
—Perdóname, Mary… Te he hecho sufrir tanto… Perdóname…
—¿¡A…, abuela!? —dijo Esther, mientras hacía sonar la campanilla varias veces.
Por lo que parecía, la reina no tenía sólo la vista debilitada, sino que no era consciente del todo de lo que ocurría a su alrededor, y seguía empeñada en que Esther era Mary.
El cuerpo tendido en la cama no se asemejaba al de la monarca maquiavélica que había defendido el reino durante medio siglo. Allí tan sólo había una abuela que recordaba a su nieta.
Esther se puso recta en la silla y tomó dulcemente la mano que la agarraba de la manga.
—Tranquila. No me voy a ningún sitio… Estoy aquí, abuela.
—Gracias, Mary…
La reina movió débilmente los músculos del rostro ante la voz de la monja, que se había resignado a hacer el papel de su hermana.
¿Se había reído? ¿O lloraba?
Las profundas arrugas hacían difícil definirla, pero no había duda de que una emoción profunda había embargado a la reina. No parecía alguien que sólo hubiera visto a Mary cuando le ponía alguna condecoración.
—Mary…, ¿tú me odias? Sé que fui demasiado fría contigo. Te traté muy mal, pese a todos tus esfuerzos… Como a una simple soldado, o aún peor… Y tú has hecho tanto por el reino…
—Pe…, pero…, yo sólo hice lo que pude por vos, abuela. No buscaba la fama ni nada parecido…
Esther no estaba segura de que la reina pudiera oírla. Sus ojos estaban desenfocados y cubiertos de una película blanquecina. Pero, pese a todo, Brigitte estaba dedicando sus últimas fuerzas a pedirle perdón a su nieta por haberla tratado de aquella manera.
—Incluso cuando los duques te utilizaron a su antojo lo dejé pasar… Sabía que planeaban sacrificarte, pero les hacer sin decir nada… No podía enfrentarme a ellos, porque sabía que provocarías una rebelión si lo hacía. Como mínimo habrían intentado asesinarte… Por eso no pude hacer nada cuando mancharon tu honor.
«Pero entonces…».
Esther apretó con fuerza la mano que sostenía.
Su abuela había querido realmente a Mary. A su manera, pero la había querido.
Mary nunca lo había entendido, quizá porque la reina no podía expresarlo abiertamente. De cualquier modo, el odio del que había hablado la coronel nunca había existido. Allí sólo había un profundo arrepentimiento y miedo a lo que pudiera ocurrirle a su nieta después de su muerte.
«¡Tengo que contárselo todo a Mary! ¡Y deprisa!», pensó Esther, e hizo sonar de nuevo la campanilla.
Tenía que evitar que aquellas dos personas se despidieran para la eternidad sin haber solucionado el malentendido que había entre ellas. Esther era especialmente consciente de ello, porque ella misma había perdido a alguien muy importante la noche anterior. La muchacha seguía haciendo sonar la campanilla como una loca, pero no aparecía ningún médico ni ninguna doncella de la habitación contigua.
—¡Ah, Mary…!
Mientras Esther miraba, extrañada, hacia la puerta que no se abría, la reina habló de nuevo, intentando hacer su última confesión. Su voz silbante, como si tuviera un agujero en el cuello, era apenas audible, pero Esther entendió perfectamente lo que decía.
—Tú eres la próxima reina… No hay nadie que ame más que tú a este reino. No es un trabajo fácil, pero sé que serás capaz de hacerlo… Al fin y al cabo, eres mi nieta…, ¿verdad, Mary? Eres demasiado buena para mí.
—Abuela…
«¡No es a mí a quien debes decirle esto!».
Esther se mordió los labios. Quien debería estar oyendo aquello era la mujer que había sufrido la soledad y las adversidades durante veinticinco años. La mujer que había sobrevivido sola al campo de batalla y a las intrigas de palacio, impulsada por el deseo de oír la voz de su abuela. Aquellas palabras debería haberlas oído ella.
—Hace dieciocho años…, cuando tu madre hizo aquello, no pude evitar…
Esther gimió por dentro mientras la monarca perdía lentamente la vida ante ella. Brigitte había cerrado los ojos, sin fuerzas ya ni para sostener los párpados. Sin embargo, la obstinación aún le permitía hablar. O quizá era el amor por su nieta.
—Cada vez que te veía no podía sino recordar a tu madre, Harriet… Pero tú no tenías la culpa del crimen de tu madre. Yo nunca te odié a ti. Sin embargo, cuando te veía siempre me acordaba de que tu madre había asesinado a Victoria y que mi otra nieta había desaparecido…
—¡Un…, un…, un momento!
Esther levantó la mirada, estupefacta. ¿Qué acababa de decir la reina? Los nombres le eran familiares, pero la manera en que los había enlazado la había cogido por sorpresa.
¿La madre de Mary había matado a su madre? ¿Y la reina lo sabía?
—¿Qu…, qué habéis dicho, abuela? ¿Que la vizcondesa de Carsley mató a la princesa Victoria?
—Sí… Tú no lo sabías, ¿verdad? No es raro… Hice que sellaran todos los resultados de la investigación. Además, Edward White murió a manos de un asesino enviado por Harriet y yo hice que la vizcondesa se suicidara… No queda nadie más que yo que sepa la verdad de lo que o… cur… rió…
—¡Abuela!
Esther sacudió con delicadeza a la enferma, intentando evitar que cayera en la inconsciencia.
—¡Abuela, aguantad! ¿¡Es verdad que la vizcondesa de Carsley mató a la princesa Victoria!? ¡Entonces, ¿por qué huyó Edward White de Albión?!
—Después de la muerte de Gilbert…, Harriet estuvo planeando… matar a Victoria… y al bebé… para conseguir que tú… subieras… al trono…
La respiración de la anciana era cada vez más dificultosa, y las pausas entre las palabras se alargaban. Parecía que su tráquea, cansada, fuera a cerrarse en cualquier momento, pero Brigitte se esforzó por acabar lo que tenía que decir:
—Al darse cuenta, Victoria… buscó la ayuda de sus amigos… y logró intercambiar a su hija… por el niño muerto de los White… Entonces, el marido de su amiga… huyó del país con la niña… Justo después, los asesinos… a los que había contratado Victoria… la asesinaron junto a su amiga. Yo no pude hacer público esto…, ni ordenar que buscaran a mi nieta desaparecida. ¿Cómo habría podido? Si lo hubiera hecho, Mary, tú…
—¿Yo qué?
Al oír que la anciana se callaba de repente, Esther la animó a seguir hablando. Mejor dicho, tan sólo empezó a mimarla, porque en seguida se detuvo ella también.
Brigitte tenía la boca medio abierta, pero de allí ya no saldrían más palabras. La anciana había dejado de respirar para siempre. El electrocardiógrafo instalado al lado de la cama mostraba una línea horizontal plana.
—Señor, acoge a tu hija en tu seno…
Esther rezó una oración mientras le cruzaba a la reina sobre el pecho las manos arrugadas.
A causa de su trabajo, la muchacha había visto muchas muertes. Algunas desgraciadas, otras no tanto. Aquélla era una de las más desafortunadas que había presenciado. Había perdido a una de las únicas dos personas que eran parientes biológicas suyas y además lo había hecho tan sólo un día después de conocer su existencia. Sin embargo, no se sentía especialmente triste por ella. ¿Sería que era una persona fría o que la impresión de la pérdida que había sufrido el día anterior era aún demasiado fuerte? No era que no sintiera tristeza, pero le preocupaba más la confesión entrecortada que acababa de oír.
La madre de Mary había sido asesinado a la suya. ¿Debía decírselo a su hermana?
«Mejor no…».
Esther se santiguó y tomó una decisión. Era una lástima que Mary no hubiera podido estar presente en el lecho de muerte de su abuela, pero quizá había sido una suerte que no hubiera oído todo aquello. La muchacha decidió mantener en secreto lo que la reina le había confesado.
Suspirando profundamente, Esther se separó de la difunta y se acercó a la puerta de la sala. ¿Qué estarían haciendo los médicos y las doncellas en la habitación de al lado? ¡Precisamente en una noche como aquélla deberían haber estado a punto para acudir en cualquier momento!
Aún más triste que airada, Esther abrió la puerta con fuerza.
—¡Pero bueno, llevo llam…! ¿¡Eh!? ¿¡Qué…!?
La muchacha había entrado con decisión para darles la regañina que se merecían, pero en seguida se detuvo y se cubrió la nariz para protegerse del hedor insoportable que llenaba la habitación.
Mientras retrocedía, vio ante sus propios ojos la fuente del olor.
Las lujosas alfombras del suelo se habían convertido en un mar de sangre, y en él nadaban los cadáveres de los médicos y las doncellas que habían ocupado la habitación.
—Pe…, pero esto…
Pese a la sorpresa y el terror, la muchacha logró conservar la sangre fría. Gracias a su experiencia en situaciones de violencia, Esther fue capaz de ahogar el alarido que le subía por el pecho y observar los detalles de la escena que acababa de descubrir. Lo primero que comprobó fue que los cadáveres no presentaban la decoloración habitual en los casos de drogas o envenenamiento. En la mesa había una botella y varios vasos de brandy, pero no había señales de que hubieran sido manipulados.
Pero ¿cómo se podía matar a una decena de personas, aunque fueran simples civiles, sin que ofrecieran resistencia y ni siquiera gritaran? Sólo se le ocurría una criatura en el mundo capaz de aquella carnicería. Y las dobles heridas que tenían los cadáveres en el cuello parecían confirmar esa teoría.
—¿¡Sería posible que les hubiera atacado un…!? ¿¡Eh!?
Un leve ruido hizo que Esther se detuviera.
La monja se volvió hacia él como una liebre que hubiera descubierto a un depredador, pero ya era demasiado tarde. Antes de que pudiera sacar la escopeta que llevaba bajo la falda, algo le había aprisionado los brazos.
—Buenas tardes, princesa… —dijo, riendo, un hombre.
Era un joven alto, de rostro aristocrático y envuelto en un abrigo Inverness de color negro. ¿Sería uno de los nobles que habían acudido ante las noticias del estado crítico de la reina? Pero aquello que le brillaba entre los labios… ¿Eres dos colmillos?
—¿Qué te pasa, que estás tan callada? ¡Ah!, ¿es que estos de aquí eran amiguitos tuyos? —preguntó el joven, y sacudió los cabellos mojados.
No parecía sorprendido ni molesto por los cadáveres que los rodeaban ni el hedor que llenaba la sala. Se limitaba a mirar fijamente el cuello de la monja, como un lobo que hubiera encontrado a una nueva presa.
—La verdad es que es una pena… que, habiendo algo tan rico, me haya llenado con la sangre tan mala que tenían todos éstos…
Como si las palabras del joven hubieran sido una señal, la estancia se llenó de movimiento. A través de la puerta opuesta a la que Esther había utilizado entraron lentamente una decena de hombres vestidos de negro. A sus espaldas se podían ver los cadáveres deformados de los guardias que se suponía que estaban protegiendo la puerta.
—¿Habéis acabado el trabajo por ahí? —preguntó el hombre del abrigo Inverness antes de volver la mirada hacia Esther—. Pues vamos a liquidar esto también. Lady Esther Blanchett…, no sabes las ganas que tengo de darme un festín con la asesina de hermanos de István…
—¿Hermanos? ¡No me hagas reír! —replicó Esther, quitándose la máscara de «pobre chica aterrada»—. ¡Vosotros no sois methuselah! ¡No sois más que hombres disfrazados de vampiros!
—¿Qué?
El hombre del abrigo Inverness se quedó atónito. Aquél fue el momento que aprovechó la monja para sacar su escopeta y golpearle con ella en la barbilla.
—¡Maldita seas!
—¡Al que se mueva le vuelo la cabeza! ¡No sois más que falsos methuselah! ¡A ver quién es capaz de esquivar las balas!
Esther controló a gritos a los hombres que habían hecho un amago de abalanzarse contra ella. Mientras movía teatralmente la escopeta, bajo la mirada disgustada hacia los cadáveres.
—Lo que habéis hecho es terrible… Pero para querer haceros pasar por methuselah me parece que habéis dejado demasiada sangre por el suelo… —dijo fríamente Esther a los supuestos vampiros—. ¿No os parece raro que los muertos tengan marcas de mordiscos pero haya tanta sangre? ¿No se supone que les habéis chupado al menos parte de la sangre del cuerpo? Pero esto está inundado… Esas marcas no son más que un adorno. Se las habéis hecho después de matarlos. ¿Queréis hacer que la gente crea que ha sido un ataque de vampiros? ¿Pretendéis que la gente del gueto cargue con estas muertes?
—Sois muy observadora, excelencia…
Quien respondió a Esther no fue el falso vampiro que la había agarrado antes y que ahora le servía de escudo. De entre los hombres disfrazados de methuselah había aparecido una figura cubierta con una gabardina.
—Es verdaderamente una pena, porque si os convirtierais en reina no hay duda de que alcanzaríais gran fama.
—¿¡T…, tú!?
Esther no pudo evitar un chillido de sorpresa al ver la cara del hombre. No era la primera vez que veía aquellas facciones cadavéricas, como si tuviera la piel extendida directamente sobre el cráneo. Era uno de los dos asesinos que la había atacado en el gueto y que Caín había ahuyentado.
—Claro, ya sabía que no podíais ser methuselah… Pero ¿por qué? ¿Por qué quiere el Reino Germánico echarles la culpa a los vampiros?
—¿El Reino Germánico? Ahí os equivocáis, princesa, nosotros somos la Legión Fantasma.
—¿La Legión Fantasma?
La pregunta de Esther quedó sin respuesta. El hombre esquelético permaneció en silencio mientras se metía la mano en el bolsillo. Cuando la sacó llevaba en ella un cuchillo que brillaba como la escarcha.
—Sargento Ironside, ¿estáis seguro de que…? —preguntó nerviosamente uno de los hombres—. Su majestad aún no nos ha ordenado eliminarla. Las instrucciones dicen que debemos capturarla y…
—Tienes muy buen corazón… —replicó Jack el Destripador con un tono despreocupado mientras jugueteaba con el cuchillo—. Eso es lo que te hace vacilar en momentos como éste… Pero no te preocupes; yo asumo la responsabilidad. Su majestad dará el visto bueno después de la eliminación de la princesa Esther. Si no, sería demasiado peligroso.
—¿Su majestad?
Esther parecía más preocupada por aquellas palabras que por el riesgo de perder allí mismo la vida. En aquel reino «su majestad» sólo podía referirse a Brigitte II, que acababa de expirar en la habitación de al lado. ¿De quién estaban hablando entonces aquellos hombres?
—Su majestad es nuestra reina… La reina de los Muertos… La monarca de la oscuridad que nos guía… —murmuró Jack el Destripador, como si hubiera adivinado las preguntas que se estaba haciendo Esther, y levantó el cuchillo—. Ahora tenemos que seguir con nuestra misión. Pero no os preocupéis, princesa. A riesgo de mi reputación, no os haré sufrir más de lo necesario…
—¿¡!?
Aún no se había apagado el eco de aquellas funestas palabras cuando Esther sintió que el mundo daba un vuelco. Cuando se dio cuenta de que el hombre con el que se escudaba, que creía tener inmovilizado, la había tirado al suelo, el violento impacto le vació de aire los pulmones.
—¡Ufff!
La médula espinal absorbió todo el golpe y la muchacha se quedó unos instantes sin respiración. Buscando desesperadamente oxígeno, Esther se debatía abriendo la boca como un pez fuera del agua.
Mientras tanto, los hombres la redujeron a una velocidad inaudita. La monja se dio cuenta de que tenían articulaciones extra en los brazos y las muñecas.
—Es que tengo brazos artificiales, excelencia… —le susurró uno de los soldados, sin especial orgullo—. Cuando morí hace dos años durante la rebelión de Percy, los brazos me quedaron inútiles.
—Basta de charla, soldado Hart… Además, no fuiste tú el único que murió. Todos pasamos por lo mismo.
Jack el Destripador avanzó lentamente mientras reñía al soldado. Al posarle a Esther el cuchillo sobre el corazón, su voz tomó un eco triste.
—Es una pena, princesa Esther. Si la situación de este país fuera otra, podríais haber tenido una vida feliz… Al menos os haré morir sin dolor.
—¿¡!?
El cuchillo cayó secamente. Esther cerró de manera instintiva los ojos y esperó la fría sensación del metal atravesándole el corazón.
—¿?
Pero el dolor nunca llegó.
¿Habría sido sincero el asesino cuando había dicho que la mataría sin dolor? ¿O era que el instante de la muerte hacía que los sentidos experimentaran el tiempo con más lentitud?
Ninguna de las dos cosas era verdad.
—¡Pe…, pero ¿qué…?!
En vez del sonido de su sangre corriendo a borbotones, Esther oyó el alarido incrédulo de Jack el Destripador. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue un extraño brillo rosáceo.
—¿¡Qu…, qué es eso…!?
Parecían las entrañas de algún animal, y en circunstancias normales probablemente le habrían hecho incluso vomitar de asco. Era como un látigo de brillo gelatinoso que había salido disparado de los bajos de su hábito de monja.
¿¡De dónde había salido aquello!?
—¿¡Estáis bien, sargento…!? ¡Aaah!
Uno de los vampiros, que había hecho el amago de sacar su arma, había lanzado un alarido. El látigo se había doblado y le había echado encima un líquido hediondo, espeso como una salsa. El hombre se cubrió la cara con las manos, pero entre los dedos empezó a elevarse el hedor de la carne quemada.
—¡Cuidado! ¡Es ácido! —gritó Jack el Destripador, cuya mano también despedía un humo blanquecino.
El asesino retrocedió para alejarse de Esther, pero la lluvia de ácido le perseguía. Milagrosamente, sin embargo, sobre la monja no cayó ni una sola gota. Era como si la criatura defendiera únicamente a Esther.
—No tengo ni idea de qué está pasando, pero… ¡debo aprovechar este momento!
Esther se levantó de un salto. Luego, ya habría tiempo de preguntarse qué era aquello. Lo más urgente era encontrar a su hermana y contárselo todo.
—¡No! ¡La princesa escapa! ¡Atrapadla!
La muchacha salió corriendo y dejó atrás la confusión de gritos caóticos.