I
En la ciudad de Londinium había muchas torres, pero cuando sus ciudadanos decían «la Torre» se referían siempre a la Torre de Londres, situada en la entrada del East End.
La Torre la había construido el genial arquitecto Gandalf, obispo de Rochester, por orden del rey extranjero que había conquistado el país mucho tiempo antes del Armagedón. Desde entonces había servido de fortaleza real, cámara del tesoro, museo, catedral, palacio…
El uso más común que había tenido, sin embargo, era el de prisión. La Torre contaba con una doble muralla sin ángulos muertos y coronada con numerosas torretas de vigilancia, no sólo para protegerse de una incursión del exterior, sino para evitar que los encerrados en ella se escaparan. Además, en la Torre se celebraban ejecuciones, tanto oficiales como extraoficiales, y en sus oscuras mazmorras habían perdido la vida incontables traidores al Estado y candidatos a la Corona.
—Y se dice que en Tower Green vaga el fantasma de una hermosa princesa —explicó el guardia de la Torre, quizá con ganas de asustar a los visitantes.
Vestido con el uniforme negro y escarlata de los Yeoman Warder, el guardia guiaba al grupo iluminando el camino con una linterna.
—Esa princesa era dama de cámara del rey. El caso es que se convirtió en su amante, hizo que se divorciara de su esposa y la nombró heredera. Finalmente, la procesaron por adulterio y la decapitaron en la Torre… Desde entonces, dicen que un fantasma sin cabeza vestido de dama noble vaga por estas mazmorras.
—¡Hmmm!, que se me aparezca a mí el espectro de esa pecadora… —replicó uno de los seis visitantes ante los esfuerzos del guardia por hacerles el camino entretenido.
El joven vestido de gris, que lideraba a los cuatro carabinieri vestidos con su mismo uniforme, levantó con orgullo la cabeza, diciendo:
—Si fuera una fiel creyente, sabría que la Biblia dice que después de la muerte hay que dormir hasta el juicio final. ¡Pasearse por ahí como si nada! Como se me aparezca, verá de lo que es capaz el hermano André. Le soltaré un rapapolvo que la enviará a donde se merece.
—Ya veo que los inquisidores son tan valerosos como se rumorea… ¡Ah!, Santidad, vos no es la primera vez que visitáis la Torre, ¿verdad? —preguntó el guardia al visitante que tenía pegado a la espalda.
Mirando al adolescente pecoso, el único del grupo vestido de civil, comentó con nostalgia:
—Recuerdo que fue hace seis años, aún en vida de Gregorio, el anterior papa, que dijo que quería visitar la Torre y yo mismo os hice de guía. Entonces, erais un jovencísimo cardenal en el séquito de Su Santidad.
—Sí. Yo…, yo t…, también me acuerdo. P…, p…, pasé mucho miedo —respondió el adolescente con un hilillo de voz.
Las historias de apariciones que había estado oyendo durante el camino no habían hecho más que aterrorizarlo. Los dientes no dejaban de castañetearle y el rostro se le había vuelto de color de papel. Estaba tan pálido que si realmente hubiera aparecido un fantasma habría sido difícil distinguir cuál de los dos era un espectro.
—¡Hmmm!, por eso pensaba yo, Santidad, que no teníais por qué haber venido hasta aquí. Podríais haberos quedado esperando arriba.
—Es que…, And…, André…, yo quiero ver… Quiero estar presente en el int…, interrogatorio del vampiro. Al fin y al cabo, yo fui su víct…, víctima… Quiero preguntarle una cosa…
—No es que no entienda vuestros sentimientos, Santidad… Pero pensad que estamos hablando de un vampiro. Si tenéis algo que decirle sería mejor que se lo comunicara yo cuando el guardia le haya despertado.
—No te preocupes por eso, hermano André —respondió gravemente el Papa hacia el inquisidor, que no era más que tres años mayor que él.
—De los dos vampiros que capturamos, la llamada Angélica todavía no ha despertado y no es más que una niña. El otro, Virgil, ha recibido inyecciones de abundante nitrato de plata y está inmovilizado con una triple cadena de plata. Es completamente imposible que le hagan nada a Su Santidad.
—De todos modos, oficial, aunque Su Santidad sea el representante del Señor en la Tierra, hay ciertos problemas de permisos… Siento repetir la misma pregunta, Santidad, pero ¿realmente habéis hablado con la hermana Paula para estar aquí? ¿Tenéis su permiso?
—¿Eh? S…, sí…, Dijo qu…, que si yo qu…, si yo qu…, quería…
—¡Hmmm!, me extraña que siendo como es haya accedido a una petición tan fuera de lo común, pero… cosas más raras se han visto, supongo.
André evitó mirar directamente al Papa mientras torcía la cabeza con expresión de sospecha, pero al final aceptó que no estaba en posición de dudar más de las palabras del Pontífice y se calló, jugueteando nerviosamente con la espada que le colgaba de la cintura.
—Bueno, pues ya hemos llegado…
Al alcanzar el final del largo pasillo, el guardia se dio la vuelta. Mientras buscaba las llaves adecuadas en el enorme manojo que llevaba, se dirigió por última vez a los visitantes:
—Aquí están los vampiros. De hecho, ésta es la misma celda en la que su majestad la reina Vivian encerró a los vampiros que atacaron la ciudad en…
—Ya está bien de clases de historia. Abre la puerta —ordenó André con un ladrido.
El guardia no replicó, pero le llevó un tiempo poner la llave en la cerradura de la puerta metálica. Abrir la celda no era cuestión simplemente de usar la llave. El cerrojo eléctrico necesitaba completar varios tests de huellas dactilares, líneas de la mano y retina. La pesada puerta de triple hoja tardó casi un minuto en abrirse.
—Vaya, ¿así que ése es el vampiro? —murmuró André, que había sacado la espada por si se producía un ataque imprevisto, y arrugó las cejas mirando las dos figuras acurrucadas en la oscuridad.
Eran un hombre adulto y una niña pequeña. Como la niña aún no mostraba ninguna señal de haberse convertido en vampira, estaba atada a la pared simplemente con una cuerda. El adulto de cabellera rubia, por su parte, estaba esposado e inmovilizado sobre una cama con varias cadenas de plata. Si además le habían inyectado nitrato de plata, era físicamente imposible que se escapara de allí, por muy methuselah que fuera.
—¡Hmmm!, parece seguro… Bien, empecemos el interrogatorio, pues. Santidad, haced vuestra pregunta, y yo me encargaré de que este monstruo cante todo lo que sabe.
—Un…, un momento, hermano André.
Fue el propio Papa quien detuvo al inquisidor antes de que entrara con paso seguro en la celda. Con voz vacilante pero una expresión decidida rara en él, Alessandro se interpuso en el camino de André.
—Le pr…, preguntaré yo directam…, directamente. Vosotros esp…, esperad aquí.
—¿¡Eh!? Pero, Santidad, ¡es peligroso!
—No…, no pasa nada. No olv…, olvides que soy el rep…, rep…, representante de Dios en la Tierra. ¿Cr…, crees que ese m…, monstruo puede hacerme alg…, algo? ¡Hmmm! Maldito vamp…, vampiro…
Alessandro se puso rojo de rabia y escupió con fuerza al suelo. Si no hubiese sido porque era la primera vez que acompañaba al Papa, André se habría dado cuenta de que el adolescente ponía expresión de ira, pero las piernas le temblaban. Pero el inquisidor se quedó tan sorprendido con la reacción del Pontífice que no pudo hacer nada más que asentir débilmente, como una marioneta. Aguantándose las ganas de romper a llorar, Alessandro se recogió los faldones para entrar en la celda y se acercó cuidadosamente a la cama con las manos en los bolsillos.
—¿E…, e…, estáis b…, b…, bien, conde de Manchester?
—¿Santidad?
El rostro que se levantó débilmente estaba tan hinchado que era irreconocible. Desde que le habían capturado la noche anterior, parecía que los soldados de Albión le habían tratado con mucha violencia. Además, como el bacilo estaba durmiente, las heridas no se le habían curado como de costumbre. El guardia tenía razón.
El methuselah movió dificultosamente los labios para dirigirse al visitante:
—¿Qué hacéis aquí? No me digáis que también quieren interrogaros…
—No. Me han dejado venir porque he dicho que quería hablar con vos… —explicó Alessandro, mirando a la pequeña Angélica con ojos llorosos.
Nadie que hubiera estado al corriente de la timidez patológica del Papa habría creído que el joven adolescente hubiera tramado un plan.
La noche anterior quería haber consultado con Esther, pero ésta se negó escucharle, y el adolescente se quedó sin nadie a quien hablar sobre su plan. Pese a todo había decidido seguir adelante él solo. Él era el primero que dudaba de que fuera a funcionar, pero hasta entonces todo había ido mejor de lo que esperaba. Probablemente tenía mucho que ver con que nadie imaginaba que aquel joven timorato fuera a intentar nada como aquello. La otra razón era que el estado de la reina había empeorado notablemente y todos los personajes importantes se habían apresurado a presentarse en palacio. Mientras todos los ojos estaban posados en el hervidero que era la Corte, no le había costado hacerse con un permiso para visitar a los prisioneros. De no haber sido así, por mucho que hubiera sido capaz de enfrentarse a André como acababa de hacer, le habría sido imposible entrar en el lugar.
Oyendo las explicaciones del adolescente, Virgil torció el rostro.
—Y en estos momentos tan duros…, nos hacéis el honor de venir a vernos… No merecemos tal…
—No…, no dig…, digáis eso. Soy yo qu…, qu…, quien se avergüenza de veros así c…, cuando habéis hech…, hecho tanto por nosotros.
—¡No hay nada de qué avergonzaros, Santidad! —replicó Virgil, sacudiendo la cabeza tan violentamente como se lo permitían sus escasas fuerzas—. Esto es todo un complot de Mary Spencer y su círculo… No guardamos ningún rencor hacia Su Santidad. Sólo el hecho de haber venido aquí ya os pone en peligro. Os agradezco mucho el gesto, pero debéis regresar inmediatamente.
—Sí…, pe…, pe…, pero antes…
El Papa comprobó con disimulo que los carabinieri no habían entrado en la celda. Tan velozmente como pudo, se sacó de los bolsillos una pequeña pieza metálica y un papel, y se los puso al methuselah en la mano ensangrentada.
—No…, no estoy seguro si est…, este alfiler os permitirá abrir la puerta, pero… aquí tenéis un mapa de la Torre que os ayudará a escapar.
—¿Un mapa de la Torre? Pero eso es un secreto militar… Santidad, ¿cómo ha llegado a vuestras manos…?
—Lo…, lo…, lo he dibujado yo.
El adolescente sonrió, avergonzado, al ver la expresión atónita de Virgil.
—Vi…, vine una vez hace s…, seis años y vi un mapa…, un mapa de la Torre… Fue con el Papa anterior e hicimos una visita… Y he dibujado el mapa que vi entonces.
—¿¡Su Santidad ha dibujado esto!? ¡Pero ¿cómo…?! ¡Pero ¿cómo puede ser…?!
Virgil se quedó tan estupefacto que estuvo a punto de decir «¡Imposible!», pero se controló en el último instante.
El mapa era detallado, incluso demasiado detallado. En él se veían los pasillos y los calabozos, pero también todas y cada una de las columnas y conductos de ventilación. Aunque hubiera tenido el original al lado para copiarlo, habría parecido imposible que pudiera haber llegado a semejante nivel de detalle. Considerando que lo había visto sólo una vez seis años atrás, haber sido capaz de dibujar un plano así era sencillamente sobrehumano. Ni siquiera un mapa dibujado por un especialista habría alcanzado la precisión matemática de aquel pedazo de papel. Sólo un ángel o un demonio habría logrado hacerlo.
«¡Claro, sufre el síndrome del sabio!».
Virgil pensó en las capacidades especiales que desarrollaba una pequeñísima parte de los afectados por autismo o retraso mental: el déficit parcial del hemisferio izquierdo provocaba que las células cerebrales progresaran de manera extraordinaria para cubrirlo. El resultado era que algunos de los individuos afectados por ese retraso desarrollaban habilidades excepcionales de memoria o expresión. Por ejemplo, eran capaces de reproducir perfectamente una pieza musical sólo con oírla una vez, o poseían talentos matemáticos asombrosos y eran capaces de decir correctamente en qué día de la semana caería una fecha concreta dentro de mil años… Aquel adolescente al que todos despreciaban por sus pocas habilidades y su timidez patológica era uno de esos casos. Era uno de aquellos raros genios, uno entre decenas de miles, con un cerebro que era un regalo del Señor.
—Pe…, perdón, conde Manchester… —murmuró de nuevo Alessandro, cuya débil voz parecía a punto de romper a llorar—. Yo…, yo he hecho to…, todo lo que he podido, pero… no puedo ayudaros más. No sirvo para nada… Perdón.
—No, Santidad… —sonrió débilmente Virgil, que si hubiera tenido las manos libres habría abrazado al adolescente allí mismo—. Habéis hecho un trabajo magnífico. Sé que traerme este mapa os ha costado mucho esfuerzo. Gracias a esto podremos liberarnos. Seguro que Angélica saldrá de aquí. No os preocupéis por…
—Santidad, ¿tenéis para mucho? Si pasáis demasiado tiempo aquí abajo vais a resfriaros.
La voz impaciente de André resonó en el calabozo. La tos que la acompañó mostraba que el inquisidor tenía frío.
—Que hoy hace fresco, Santidad… Además, dicen que va a llover. Será mejor que volvamos antes de que nos pille el aguacero.
—Te…, tengo que irme.
Alessandro se puso en pie. No tardarían en descubrir que lo del «permiso de la hermana Paula» era mentira y quedarse más tiempo allí sólo comportaría ponerle las cosas más difíciles al conde de Manchester. Después de lanzar una última mirada hacia el vampiro se dio la vuelta para volver hacia la escolta que le esperaba en la puerta de la celda.
Fue entonces cuando…
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Pero ¿qué hace aquí ese niñato?! ¿De qué quiere hablar el Papa con un vampiro?
—¿¡Quién anda ahí!? —gritó André hacia la voz que llenó el pasillo con su risotada burlona.
Los carabinieri se desplegaron inmediatamente en círculo para proteger al Papa. Sin embargo, en el pasillo no había nada más que la penumbra que proporcionaban las lámparas de gas. Pero… ¿les engañaban sus oídos? No…
—¡Identifícate ahora mismo! ¡Sal inmediatamente de tu escondite!
—No me escondo, mocoso… —dijo una voz en la oscuridad, justo al lado de Alessandro—. ¡Estoy aquí!
—¡!
Entonces se oyó el sonido del aire rasgándose, y André salió volando por los aires. Un arma invisible había golpeado al inquisidor en la nuca antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Seguidamente, golpeó en la cara al guardia de la Torre, que había hecho un amago de desenvainar la espada. Antes de que pudieran sacar sus armas, los carabinieri sufrieron la misma suerte.
—¡Ah…! ¡Ah…! ¡Ah…!
Desde que André recibió el primer impacto hasta que Alessandro se desplomó, jadeando, en el suelo no habrían pasado más de diez segundos, pero tras ese corto espacio de tiempo ya no quedaba nadie de pie en el pasillo.
—Bueno, Santidad…
La oscuridad se dirigió al Papa con una risa burlona. Allí había alguien más. Las salpicaduras de sangre marcaban débilmente el contorno de su adversario invisible. Alessandro reconoció, entonces, a lo que se enfrentaban…
—¡Un…, un campo de invisibilidad!
—¡Je, je!, veo que estáis muy bien informado. No esperaba menos de Su Santidad… —rió la voz llena de maldad, mientras las gotas de sangre caían formando un remolino.
El campo de invisibilidad era un campo óptico de interferencias electromagnéticas cuyo desarrollo había sido abandonado incluso por el Vaticano debido a su dificultad. Con un zumbido, el campo se desactivó y en pasillo apareció un hombre regordete de baja estatura.
—Bueno, pues ya que estás aquí, antes de que te mate podrías darles la extremaunción a éstos. Para que vayan directos al cielo, digo…
—¿¡T…, tú!?
El intruso lamió lentamente el cuchillo de cocina que llevaba, pero la expresión de terror de Alessandro no se debía al arma asesina. Aquellos fríos ojos hundidos, aquella calva, aquel cuello casi inexistente y aquella voz ronca… ¡Era el hombre del puesto de fish and chips de hacía unos días!
—El otro día tuvimos que despedirnos nada más habernos presentado. Fue una pena…, ¿no te parece, chaval? —dijo el asesino, acariciándose la mejilla con el enorme cuchillo, que parecía capaz de decapitar a un buey—. Yo soy Todd. Hay quien me llama Sweeney Todd… Tú llámame como quieras. Me da lo mismo cómo me llame un muerto.
—¿Un…, un muerto?
Un enorme charco de sangre se extendía por el pasillo. Chapoteando sobre él, Alessandro intentó alejarse desesperadamente de Todd. Sweeney Todd era el nombre de un asesino que había sido un barbero que asesinaba a sus clientes para robarles y luego se deshacía de sus cuerpos y los convertía en carne para empanadas. ¿Iba a hacerle lo mismo aquel hombre?
—¿Qui…, qui…, quieres matarme? Pe…, pero ¿por qué? ¿Por qué?
—Eso es sólo porque estás aquí, chavalín… Estás en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Si no hubieras tenido esta mala suerte, habrías tenido una vida más larga… Pero no tengas miedo. ¿Verdad que ya tienes ganado un sitio en el cielo? ¿No quieres que te envíe deprisa hacia allí? —dijo riendo Todd.
Los labios del asesino dibujaban una sonrisa, pero en sus ojos hundidos no había ni pizca de alegría. El cuchillo se levantó sobre la cabeza del adolescente, que parecía a punto de desmayarse.
—¡Hasta nunc…!
—¡Ni lo sueñes!
Justo un instante antes de que el filo cayera sobre el Papa, una poderosa patada desplazó a Todd hacia un lado. Mientras el asesino se tambaleaba, intentando recuperarse del inesperado impacto, recibió otra patada en la cabeza que le mandó volando contra la pared.
—¡Co…, conde de Manchester!
—¡Santidad, ¿estáis bien?! —preguntó el aristócrata sin volverse, con la mirada fija en el asesino al que acababa de abatir.
Después de tirar las esposas que llevaba al suelo, recogió la espada del guardia de la Torre mientras decía:
—¡Santidad, poneos detrás de mí, deprisa! ¡Maldito! ¡No sé quién eres, pero no permitiré que vuelvas a acercarte al Papa!
—Vaya, vaya… Pero si es el jefecillo de los monstruos, Virgil Walsh… —murmuró el hombre, como si no hubiera pasado nada.
Reaccionar así después de haberse golpeado de cara contra la pared demostraba una dureza tremenda. Jugueteando con el enorme cuchillo de cocina, se quedó mirando con odio al joven que se le había plantado delante.
—No sé para qué te metes en estos líos. Si te hubieras quedado quietecito en tu cama te habría dejado vivir.
—Siento recordarte que te enfrentas a Virgil Walsh, terrano, el hombre de confianza de su majestad en la ciudad oscura. Aunque haya nacido en las tinieblas, soy un caballero de Albión. ¿Crees que me voy a quedar de brazos cruzados viendo cómo asesinas a Su Santidad?
—¡Jua, jua, jua! ¿Caballero? Para no ser más que un monstruo asqueroso tienes mucho sentido del humor…
Mientras reía, en la mano libre le apareció como por arte de magia otro cuchillo. Blandiendo ambos filos, el asesino se abalanzó a gran velocidad sobre el vampiro.
—Me ha dicho un pajarito que te han rellenado de plata. Vas a arrepentirte de ser tan arrogante cuando no tienes más fuerza que un humano normal… ¡Te voy a hacer papilla!
Virgil observó sin miedo cómo el torbellino de acero le caía encima. Blandiendo su espada a la altura de la cara, el aristócrata dio un salto para enfrentarse a la carga de Sweeney Todd.
—¡Pse!, si crees que un miserable como tú puede vencer a un caballero de Albión…
—¿¡Eh!?
El choque del metal se combinó con un grito ronco. El methuselah paró el ataque de los cuchillos, y Todd salió volando por los aires y se golpeó de nuevo violentamente contra la pared. Un ruido sordo resonó por el pasillo cuando el cuerpo del asesino abrió un boquete en la piedra.
—¡Ay, cómo duele…! ¡Vampiro asqueroso! ¿¡Qué significa esto!? —gritó Todd, pálido entre los escombros, hacia el methuselah que le miraba impasible—. ¡Responde! ¡No deberías tener esa fuerza después de que te hayan inyectado plata!
—¡Ah!, el bacilo ha perdido su fuerza, efectivamente… Pero oye, tú eres un poco pesado…
Virgil se puso en guardia de nuevo, visiblemente sorprendido por la tenacidad de su oponente. Con la mano izquierda en la cintura, adoptó una postura clásica de espadachín.
—Esto no ha sido la fuerza de methuselah, sino la técnica de esgrima que he practicado estos últimos años. Si te crees que sólo los terranos se entrenan en artes marciales estás muy equivocado, matón.
—¿Un monstruo de mierda que sabe esgrima? Cada vez me estás tocando más las narices, desgraciado… —escupió Todd, resollando como una bestia herida—. ¡Basta ya! ¡Ahora vamos a ir en serio! ¡A ver hasta dónde aguantan tus payasadas!
—¡Hmmm!, ¿cuántas veces tengo que decirte que es inútil?
El asesino arremetió directamente contra la espada en alto de Virgil. Deteniendo los cuchillos con el canto y la guarnición de la espada, el methuselah no retrocedió ni un paso ante el ataque.
—¿¡Eh!?
Todd se quedó estupefacto. El methuselah apenas había movido la muñeca para parar su asalto. Virgil manejaba la espada con precisión y sin hacer ningún movimiento innecesario, casi como si estuviera jugando al ajedrez. Frente a él, el asesino blandía alocadamente sus armas, como si quisiera rasgar un velo. En un abrir y cerrar de ojos, Todd golpeó de nuevo contra la pared.
—¡Maldita sea!
—Jaque mate, asesino —dijo Virgil tranquilamente, sin mostrar ningún orgullo especial.
Con la punta de su espada había atrapado el cuchillo derecho sobre el hombro opuesto de su oponente, de manera que la mínima presión haría que Todd se clavara el arma en su propio cuerpo. Había sido un movimiento de esgrima impecable, pero…
—¿¡Qué!?
—¡Ya te tengo!
El grito sorpresa de Virgil y el alarido victorioso del asesino siguieron al chirrido de la espada, que se rompió como si hubiera impactado contra acero. El aristócrata intentó retroceder, pero Todd le atrapó con celeridad y dijo, riendo lleno de odio:
—No te escaparás… ¡Monstruo!
—¡Conde de Manchester!
Alessandro lanzó un chillido al mismo tiempo que el methuselah impactaba contra el suelo. El golpe le dejó tendido, sangrando por la cabeza y con los ojos en blanco, como si hubiera sufrido una conmoción cerebral.
—Qué pena, monstruito… Pero es que ni las armas blancas ni las balas me hacen nada —rió Todd.
La piel del hombro tenía un brillo grisáceo, prueba de que había recibido una mejora biónica en la piel capaz de resistir el golpe de una espada. Su esqueleto tenía una dureza del titanio, suficiente para soportar una descarga de balazos a quemarropa. Todas aquellas mejoras las habían desarrollado los científicos del gueto. Pisoteando a su adversario caído, el asesino escupió:
—Todo gracias a vuestros inventos… ¿Qué te parece, monstruo? ¿Te crees todavía que puedes vencerme?
—No puede ser… O sea que… tú no eres del Reino Germánico… —balbuceó a duras penas Virgil.
Por mucho que fuera un vampiro, mientras el bacilo no estuviera activo su cuerpo tendría la misma fuerza que el de un humano. No habría sido raro que se hubiera quedado inconsciente allí mismo, pero reuniendo las últimas energías que le quedaban logró preguntar, resoplando como un pez fuerza del agua:
—¿Por qué un soldado de Albión quiere matar al Papa?
—No vas mal encaminado… Lo que pasa es que yo era un soldado de Albión. Ahora no soy más que un muerto —respondió el asesino, con una risa vacía, como recordando algo doloroso—. Ya no soy soldado de Albión. Sólo soy un muerto sin nombre… Fue la Reina de los Muertos quien me devolvió a la vida. ¡Para acabar con los que nos dejaron morir como perros!
—¡Aaaaaaaaaah!
Un grito de dolor espantoso resonó por el pasillo. Todd había pisado con todas sus fuerzas al methuselah caído. Las costillas rotas se habían clavado en los pulmones, y los órganos internos desgarrados se habían llenado de sangre.
—¡Aaaaaaaaah!
—¡Pse!, no aguantas nada, para lo bravucón que eras antes…
El asesino rió con satisfacción al ver que el aristócrata no tenía ya ni aire para gritar. Agarrando a Virgil por los cabellos, le forzó a levantar la cabeza y le dijo:
—Pero no os preocupéis, señorito. Te voy a matar, pero no vas a quedarte aquí.
—¿Qu…, qué…?
El methuselah movió débilmente los labios ensangrentados. Lo que decía el asesino no tenía sentido. Intentado ganar algo de tiempo para que Alessandro pudiera escapar, preguntó con voz temblorosa:
—¿Qu…, qué quieres decir…?
—¡Je, je!, muy fácil. Después de asesinar al Papa y a su escolta, tú escaparás de la prisión y atravesarás la ciudad dejando un reguero de muertos hasta el palacio de Buckingham…, para vengarte de la Santa de István y la reina que os traicionó. Sí, tú las matarás a las dos.
—Pero ¿qué…? Yo soy un caballero de la reina… Nunca haría algo así…
—¡Pero ¿eres idiota o qué?! La cuestión no es si lo harás o no. Lo importante es qué pensarán los que encuentren los cadáveres del Papa y su séquito, y tu celda vacía; de eso se trata. Si escondo tu cadáver después de matarte nadie sospechará nada… Al fin y al cabo, no eres más que un sucio vampiro sanguinario…
—O sea que quieres matarme y que parezca que he sido yo el asesino de su majestad y la hermana Esther… Acusarme precisamente a mí de asesinar a la reina Brigitte… No eres más que un cobarde… ¡Esto nunca te lo perdonaré, terrano!
—¡Ja! Me importa muy poco si me perdonas o no. No tardarás en morir… —rió Todd, lanzando la cabeza del methuselah contra el suelo.
Tomando impulso, el asesino se preparó para romperle a Virgil el cráneo de una patada mortal.
—¡Hasta nunca, monstruo!
—¡Cero coma cuarenta y nueve segundos demasiado tarde!
El estruendo que siguió a la risotada asesina fue excesivamente seco para ser el de una cabeza partiéndose. Había sido una ráfaga de balas que había impactado en la espalda de Todd.
—¡Ah!
Si la descarga no le hubiera alcanzado en el tronco, donde el blindaje era más grueso, no había duda de que le habría causado daños irreparables. De cualquier modo, el impacto fue lo suficientemente poderoso como para hacer perder el equilibrio al soldado biónico y enviarlo contra el suelo, donde quedó retorciéndose. Y las balas seguían cayendo sobre él…
—¡Ah! ¡Oh! ¡Aaaah!
Cada ráfaga le hizo saltar unos metros más, hasta que su espalda chocó contra algo duro. Cuando se dio cuenta de que los balazos le habían acorralado hasta la pared, la quinta descarga cayó sobre él.
—¿¡!?
No tuvo tiempo ni de darse cuenta de lo que ocurría. Impulsado por la fuerza de las balas y su propio peso, Todd atravesó la pared y cayó en el agujero de oscuridad que se abrió detrás. El eco lejano de un chapoteo dejó adivinar que había caído a un canal de agua subterráneo, de los muchos que iban a desembocar al río Támesis.
Mirando por el agujero de la pared, una voz dijo:
—Misión cumplida. Comprobada huida de elemento enemigo. Cambio de modo de asalto a modo de búsqueda.
El dueño de aquella voz monótona se volvió con una expresión vacía hacia el methuselah malherido y el adolescente que había a su lado.
—Solicito informe de daños, Papa Alessandro XVIII.
—¿¡T…, t…, t…, tú!?
Mientras Virgil hacía esfuerzos por recuperar el aliento, fue Alessandro quien lanzó el grito de incredulidad. La sorpresa al ver al agente que había aparecido ante sus ojos parecía ser mayor que el alivio por haber salvado la vida.
—¡G…, G…, Gunslinger! ¿¡Qu…, qué haces aquí!?
—Hace setecientos veintiocho minutos he recibido el informe de la destrucción de la unidad Krusnik —explicó la voz mecánica, con frialdad—. Esa información me ha llevado a la conclusión de que era necesario reforzar la seguridad de Su Santidad y la hermana Esther. Entonces, he solicitado un informe acerca de los movimientos de Su Santidad para hoy… ¿Dónde está la hermana Esther? Quiero recibir información sobre las circunstancias de la muerte de Krusnik. También quiero información acerca de las razones de Su Santidad para encontrarse aquí. El programa oficial dice que a esta hora deberíais estar en vuestros aposentos.
—La…, la hermana Esther ha id…, ido a palacio…, creo… La reina ha emp…, empeorado… Yo…, yo…, eh…, yo he… Éstos… ¡Ah, claro!
Alessandro estaba enfrascado en buscar una excusa para explicar por qué querido visitar a los methuselah, pero de repente se dio cuenta de que la seguridad de otra persona estaba en peligro.
«Sí, tú las matarás a las dos», había dicho aquella voz ronca.
—¡La hermana Esther! ¡La hermana Esther está es peligro! El…, el de antes qu…, quiere matar a la reina… ¡y a Esther! ¡De… deprisa! ¡Van a matar a Esther!
—Finalizada reescritura de priorización de misiones —murmuró el soldado mecánico, poniendo el seguro y enfundando sus M13—. La seguridad de la hermana Esther tiene prioridad sobre la recuperación del cadáver de Abel Nightroad. Solicito información sobre su paradero y detalles sobre la situación actual, Santidad. ¿La hermana Esther está en palacio ahora mismo?