I
—Bien, permitidme que os presente los informes que hemos recogido hasta ahora… Como ya sabéis, la explosión se ha producido hoy a las veinte horas y ocho minutos. Hace aproximadamente tres horas —explicó el Profesor, moviendo su bastón por los mapas de Londinium que había colgados en la pizarra del aula de la escuela de oficiales—. Los daños se han concentrado en la ribera del río, entre el puente de Londres y el de Waterloo… Esta parte del mapa. Como podéis ver, esto significa que una sección completa del río Támesis, la arteria de nuestra capital, ha quedado completamente destruida.
El público que, atónito, escuchaba al doctor Wordsworth estaba formado por los miembros del club Diógenes, que se habían reunido en la escuela de oficiales de Greenwich, llegados urgentemente del palacio de Buckingham y los diversos ministerios. Observando sus rostros angustiados, el doctor siguió hablando como si estuviera explicando un teorema aún sin demostrar.
—Ahora mismo la niebla cubre la ciudad desde Shadwell hasta Kensington, o sea, prácticamente todo el corazón de la capital. El viceministro nos informará sobre el estado de la zona dañada. Albert…
—Según los equipos de rescate, ambos puentes y los edificios de la ribera han quedado completamente destruidos. Los daños se corresponden con los de un incendio a gran escala —explicó el joven, tomando el relevo del Profesor.
Albert Boswell, máximo responsable de la seguridad del reino, clavó varias fotografías sobre el mapa con aire desconcertado.
—Como se puede ver, los cadáveres han quedado carbonizados hasta lo irreconocible y los edificios parecen haber sido víctimas de un incendio a altísimas temperaturas. Sin embargo, no hay ningún testigo presencial del incendio… ¿Qué puede haber ocurrido?
—Ha ocurrido lo que acabáis de decir, viceministro. Los edificios y los habitantes han sido carbonizados a altas temperaturas… por efecto de la oscilación de un pulso electromagnético.
Quien respondió así a Boswell no fue su amigo, ni ninguno de los miembros del club Diógenes, sino un joven rubio vestido con frac que había sentado al lado del Profesor.
—En pocas palabras, esa niebla que decís es el Sistema Excalibur, que actúa como un condensador extremadamente diminuto. De manera normal, las partículas en paralelo simplemente se cargan de electricidad estática, pero una vez están cargadas el sistema las conecta en serie y hace que descarguen un rayo eléctrico de gran potencia. Es lo que se llama un generador Marx.
Calamity Jane también estaba presente, pero nadie habría dicho que aquella mujer enfundada en un uniforme azul marino era la misma dama licenciosa que se había hecho famosa por sus vestidos exageradamente engalanados. Mientras iba firmando con precisión los documentos que sus mayordomos le presentaban, la aristócrata lanzaba hacia la sala una mirada cargada de severidad militar.
—En el momento del impacto, el blanco se convierte en un gigantesco horno microondas. El hecho de que pocos momentos antes estuviera lloviendo permitió controlar hasta cierto punto los daños… Hablando de eso, sir Albert, ¿no han dejado de funcionar los aparatos eléctricos de la ciudad?
—Efectivamente. Desde el telégrafo y la radio hasta los teléfonos y las computadoras electrónicas, incluso los sistemas de ignición de los automóviles… Todos los sistemas eléctricos sin protección contra ondas magnéticas están inutilizados. Ha caído también la red eléctrica, que era el orgullo de Londinium. Por suerte, hemos podido sustituir rápidamente la iluminación por luces de gas, y el pánico ha sido mínimo. Ahora que lo decís, tiene sentido que todo esto sea obra de un pulso electromagnético.
La niebla que cubría la capital aún no había llegado hasta donde se encontraban, pero el apagón les había forzado a usar velas para iluminar a duras penas la sala. Observando los rostros inquietos en la penumbra, Boswell añadió:
—La situación ha hecho imposible enviar aviones de reconocimiento. Un mensajero se dirige ahora mismo al aeropuerto militar más cercano, pero hasta que las órdenes se lleven a cabo podrían pasar horas.
—Lo peor es que no podemos utilizar la radio. Privados de noticias, los ciudadanos se irán poniendo nerviosos por momentos. Claro está que tampoco tenemos muchas maneras de recoger información… ¿Qué vamos a hacer?
—Eso lo discutiremos después, duquesa de Erin. ¡Ah!, William, ¿y qué es realmente esa misteriosa niebla? El conde de Manchester ha hablado del Sistema Excalibur… ¿Esa niebla es artificial? Está claro que natural no es…, aunque no sabía que existieran condensadores tan pequeños.
—Pues claro que no lo sabíais, idiotas. Porque es una tecnología muy antigua… que estaba enterrada en lo más profundo del gueto.
Quien respondió de aquella manera a la pregunta abrumada de Boswell no fue el Profesor, sino una joven de cabellos largos y cazadora de cuero que había estado todo el rato a su lado sin abrir la boca.
—Está diseñada para destruir completamente el armamento y las instalaciones bioquímicas.
—¿Es una tecnología perdida? —preguntó Boswell, estirando el cuerpo en dirección a la joven—. Pero ¿de dónde ha salido?
—De lo más profundo del gueto. Alguien ha sido capaz de recuperar y poner en funcionamiento un arma que llevaba durmiendo siglos y siglos.
La joven llamaba la atención en la reunión de aristócratas, con su cazadora de piel y sus pantalones de piloto, y más aún cuando su hermano gemelo estaba sentado al lado vestido con un traje formal.
Con la voz llena de odio y rabia, Vanessa dijo lentamente:
—Y es muy probable que el culpable de todo sea Isaac Butler… Ese maldito…
—¿Butler? —repitió Boswell, levantando una ceja y deslizando la mirada hacia el Profesor—. ¿Isaac Butler? Pero, William, ¿ése no será…?
—Efectivamente. Hay muchas posibilidades de que sea el mismo hombre al que perseguimos entonces. Y el mismo terrorista al que hemos intentado atrapar durante tantos años desde el Vaticano: Isaac Fernand von Kämpfer. Yo también acabo de darme cuenta de que los dos son la misma persona.
El Profesor respondió con su cara de póquer habitual, pero no fue hasta que llevó la cerilla encendida a la boca de la pipa cuando se dio cuenta de que ya salía humo de ella. Haciendo una mueca, la apagó en el cenicero.
—Pero, bueno, ya tendremos tiempo luego de dar con él… Lo más urgente ahora es saber qué hacer con la niebla.
—Decir que la situación es crítica es casi quedarse corto… —dijo con fastidio la duquesa de Erin, mirándose las largas uñas—. El puerto y las estaciones de tren están llenos de ciudadanos que quieren huir de la capital. En algunas localidades ya ha habido episodios de violencia y saqueos. Hasta cierto punto es compresible, claro. Nadie sabe cuándo va a ocurrir el siguiente ataque. Podemos sacar a las tropas a la calle, pero eso arreglará más bien poco las cosas. Además, los soldados tienen miedo del siguiente ataque, como todo el mundo, y es posible que igualmente huyan. Es una pena, señores… Si hubiera traído a mis tropas conmigo…
La aristócrata, que poseía suficientes soldados para apoderarse del trono por la fuerza de haber sido ésa su intención, lanzó una mirada amenazadora a la concurrencia. Fue el Profesor quien intervino entonces para cambiar el tono de la conversación con sus explicaciones científicas.
—A ver, la niebla, como condensador que es, necesita tiempo para acumular electricidad. Los relámpagos pueden tener mucha potencia, pero después de que caiga uno la electricidad tarda en acumularse de nuevo. La niebla funciona del mismo modo… ¿Cuánto tiempo estimáis que tardará en cargarse, Vanessa?
—Unas nueve horas. La primera descarga se ha producido hace tres horas, o sea que nos quedan seis. Sí, más o menos hasta el amanecer.
—Seis horas…
Un estremecimiento de desesperación recorrió la sala. Al oír el escaso tiempo que les quedaba, muchos de los asistentes hundieron el rostro entre las manos.
—¡No hay ni tiempo de evacuar a los ciudadanos!
—¿¡Podemos hacer algo aparte de ver cómo la ciudad queda reducida a cenizas ante nuestro propios ojos!? ¿¡Cómo podremos reconstruirla!?
—¿¡Reconstruirla!? ¡Cómo si hubiera tiempo para pensar en eso! ¿¡Es que os habéis olvidado de Mary Spencer!? Hay que tener en cuenta que ha huido y que todavía tiene muchas tropas leales repartidas por el reino. Después de la destrucción de la capital es capaz de empezar una guerra civil…
—Y en ese caso, ni el Vaticano ni el Reino Germánico se quedarán con los brazos cruzados. ¡Las potencias despedazarán Albión!
—¡Calma, señores! ¡La capital aún sigue en pie!
Quien detuvo el caos de voces y miradas aterradas fue el joven viceministro. En la mejor tradición de dandismo de los aristócratas del reino controló sus emociones para anunciar fríamente:
—Seguro que existe una manera de detener el funcionamiento de la tecnología que hace posible esa niebla. En vez de perder el tiempo en tonterías, lo que tenemos que hacer en estas seis horas es encontrarla.
—Lord Albert habla de detener la niebla, pero…
Quien había levantado la voz con expresión confusa era el alcalde de Londinium, Michael R. James. El anciano político, veterano de muchas sesiones del club Diógenes, le replicó a Boswell:
—Para eso tenemos que dedicar mucho tiempo a estudiar cuidadosamente el funcionamiento de la tecnología. Un tiempo que no tenemos, y menos ahora que no podemos contar ni con la radio para comunicarnos con la ciudadanía. Lord Albert, ¿no sería más sensato resignarse a perder la capital y huir todos al campo?
—No hace falta tanto tiempo. Si la tecnología que mueve a la niebla estaba instalada en el gueto, seguro que allí habrá documentación sobre ella. Además, con el nivel de su tecnología no tardarán en dar con una solución al respecto.
—¿¡Con nuestro nivel de tecnología!? —gritó Vanessa con los ojos como platos, que señaló a su hermano y a sí misma—. ¡Un momento! ¡Pero si ayer estabais dispuestos a exterminarnos a todos! ¿¡Y ahora queréis que os ayudemos!? ¡Sois unos gusanos rastreros!
—El ataque al gueto lo perpetró la coronel Spencer…
Boswell no cambió de expresión para responder a las acusaciones y se dirigió a la airada joven con la paciencia y la pertinacia que se habían hecho famosas como marcas del carácter de Albión.
—Ahora que sabemos toda la verdad, nuestro mayor deseo es recuperar las buenas relaciones entre las dos partes. Por supuesto, después de que el pueblo y el Vaticano han descubierto la existencia de la ciudad subterránea es impensable que podáis seguir viviendo allí como antes, pero nos encargaremos de buscar la mejor alternativa posible. ¿Qué decís?
—¡Para el carro, Albert! —dijo medio en broma el Profesor, antes de que Boswell pudiera seguir con sus atrevidas propuestas—. Esos temas mejor habladlos cuando no esté yo. ¿Es que te has olvidado de que soy sacerdote? Si me entero de que Londinium negocia con vampiros para darles asilo tendré que informar a Roma…
—Sé que esto quedará entre nosotros —dijo el viceministro, sin volverse siquiera—. Tú eres muy retorcido, William. Me consta que si intentáramos ocultar nuestras bazas te entraría la curiosidad. En cambio, si enseñamos así las cartas perderás el interés y sé que no dirás nada al Vaticano. Es más, estoy seguro de que sabrás guardarte esta información como un as en la manga para usarla en el mejor momento… Bueno, pues condes de Manchester, ¿qué dices a mi propuesta?
—¿Qué te parece, Virgil?
Lo típico de Vanessa habría sido sacar inmediatamente los colmillos, pero después de lanzar una breve mirada hacia el Profesor se volvió, pensativa, hacia su hermano.
—No le falta algo de razón. Si Londinium queda arrasada, nosotros tampoco tendremos adónde ir. Deberemos arriesgarnos a aceptar lo que…
—Declinamos la propuesta.
La voz cortante de Virgil detuvo las palabras conciliadoras de su hermana. Estirando la espalda, el líder de la ciudad de la oscuridad se dirigió a la asamblea de terranos:
—Hay una cosa que quiero que tengáis muy clara, lord Albert. Con quien hizo el gueto su alianza fue con su majestad la reina. Ahora que la soberana ha muerto no tenemos ninguna intención de renovar el contrato con vosotros.
—¡Pe…, pe…, pero Virgil! —dijo Vanessa, agarrando a su hermano de la manga entre el revuelo de gritos airados que se levantó en la sala—. ¿¡Qué dices!? ¡Tú que siempre estabas intentando estar a buenas con los terranos! ¡No pareces el mismo!
—¿Que no parezco el mismo? Al contrario, Vanessa. De quien yo me fiaba completamente no era de los terranos, sino de la reina Brigitte… Y ahora ella ya no está con nosotros.
El aristócrata negó con la cabeza ante la expresión sorprendida de su hermana, y después de sacudirse la mano que le agarraba de la manga, se volvió hacia los terranos.
—Soy consciente de que la violencia de ayer fue responsabilidad de la coronel Spencer, pero ése es otro tema. No tengo ninguna intención de hablar con la corte hasta que no haya una nueva reina.
—¿Quiere decir eso que nos escucharéis cuando haya una nueva soberana? —dijo una voz femenina profunda, tomando el relevo de Boswell.
Era Calamity Jane, que había lanzado la pregunta con un brillo alegre en los ojos.
—Creo que tenéis toda la razón en decir eso. Si me encontrara en vuestra situación estoy segura de que reaccionaría igual. Cuando la nueva reina haya subido al trono…, ¿renovaréis la alianza?
—Sí, si la nueva soberana es una persona digna de nuestra confianza y capaz de reinar.
Virgil respondió con firmeza a la mirada traviesa que le lanzaba de un modo desafiante la espirante al trono.
—Aunque lo llamemos «alianza», las promesas que nos intercambiemos no tienen ninguna fuerza ni valor legal. Lo que único que las sostiene es la confianza, ¿verdad?
—No os falta razón —respondió Jane, relajando la expresión, como si envainara su espada, al mismo tiempo que se volvía hacia el viceministro—. Estoy de acuerdo con el conde de Manchester, lord Albert. Vuestra propuesta es muy loable, pero ahora no es el momento… ¡Ah, por cierto!, tengo que ir a un sitio. ¿Os importa si me ausento un rato?
—¿Eh? ¿Os vais?
Boswell se dio la vuelta, inexpresivo, hacia la aristócrata. ¿Cómo podía ser capaz de mostrarse así de caprichosa en una situación tan crítica como aquélla?
—¿Adónde? ¿Qué reclama vuestra atención con más urgencia que esto?
—Precisamente por la urgencia de la situación tengo que ir a un sitio… ¿Sabéis dónde se encuentra lady…, la hermana Esther, doctor Wordsworth?
—Ahora mismo está de camino al aeropuerto de Heathrow —respondió con educación el Profesor—. Han llegado instrucciones de Roma y debe regresar inmediatamente junto a Su Santidad. El Iron Maiden II de la Secretaría de Estado saldrá dentro de veinte minutos.
—Vaya, ¿huirá con el rabo entre las piernas? ¿Tira la corona? —preguntó la duquesa de Erin, extrañada—. Tiene menos agallas de las que pensaba, esa niña. Y yo que esperaba tanto de ella… Qué lata…
—No tenía otra opción. No olvidéis que la Santa sigue siendo una monja del Vaticano. Las órdenes de Roma le son imposibles de desobedecer.
—Pues a mí me parece una pena. Ahora que tenía la opción de heredar el trono… Me había hecho ilusiones de que aprovecharía la ocasión para arrebatarnos a mí y el rey germánico la corona.
—Siento que no se hayan cumplido vuestras expectativas —respondió el caballero con circunspección.
—¡¡¡Paso!!!
La puerta se había abierto violentamente.
Cuando se volvieron hacia la entrada, los presentes vieron cómo aparecía a trompicones un suboficial. Al encontrarse con la severidad de las miradas de los asistentes, el joven mensajero se dio cuenta de su falta de decoro y adoptó la posición de firmes para anunciar:
—¡Ha llegado un informe del equipo de investigación del East End! ¡Han encontrado en White Chapel Road un piquete armado de ciudadanos que se dirige directamente al gueto!
—¿¡Qué!?
Boswell se levantó, pálido, y tomó apresuradamente el papel que le tendía el suboficial.
—Pero si está sellado… —comentó el Profesor, leyendo el informe por encima del hombro de su amigo—. Si el cuerpo militar de ingenieros no ha sido capaz de abrirlo, ¿qué esperan hacer esos civiles?
—Es que…
Ante las palabras del doctor, el suboficial empezó a buscar por los bolsillos, como si acabara de recordar algo. En seguida sacó un informe de dos páginas y leyó en voz alta:
—Mensaje de la unidad de guardia en el gueto: «Hace treinta minutos, los accesos se han abierto. Solicitamos instrucciones sobre posible incursión».
Al joven suboficial le cambió el color de la cara.
—Comunicación dos cero ocho: se os encarga la escolta de Esther Blanchett y Su Santidad el Papa hasta Roma, hermana Paula.
—Comprendido, padre Iqus.
Después de comprobar que la Dama de la Muerte había recibido sus instrucciones, Gunslinger se volvió hacia la joven vestida de monja. Su coche se había detenido frente a la puerta VIP de la parte de atrás del aeropuerto de Heathrow.
—Hermana Esther Blanchett, las instrucciones de la Secretaría de Estado dicen que debéis volver en el Iron Maiden II. Yo recogeré el cadáver del padre Nightroad del castillo de Windsor y lo llevaré a Roma en otro vuelo. En cuanto llegue lo llevaré al Palacio de las Espadas.
—De acuerdo, padre Iqus —respondió la muchacha, posando su equipaje sobre el suelo para hacer una reverencia—. Siento mucho tener que regresar antes a Roma y no poder quedarme para ayudaros…
—No tenéis que disculparos. La situación en Londinium es extremadamente peligrosa. No tiene sentido que alguien tan importante como vos se quede más tiempo en la zona. Mi deber es hacer que volváis a Roma lo antes posible —replicó el sacerdote con su habitual sequedad, al mismo tiempo que se disponía a encender de nuevo el motor.
—¡Ah!, ¿padre Iqus?
Esther se dirigió de nuevo al soldado mecánico. Tres iba a ocupar el lugar que le habría correspondido a Esther para hacer su trabajo. Las circunstancias habían forzado a la monja a encargar al sacerdote el cuidado del muerto.
—Confío en vos hasta que el padre Nightroad llegue a Roma. Id con cuidado, por favor.
—Comprendido.
Tres asintió mecánicamente, sin mostrar ninguna emoción, y arrancó el coche para no perder más tiempo.
—No podemos entretenernos, hermana Esther.
Una mujer vestida con hábito gris se dirigió a la monja, que se había quedado mirando cómo se alejaba la limusina. Al igual que una maestra que se dirigiera a sus alumnos, animó a moverse a la muchacha y al adolescente nervioso que la acompañaba.
—Las camillas del hermano Petros y el hermano André ya están en el Iron Maiden II. El aeropuerto nos ha concedido permiso prioritario de despegue, o sea que ya sólo falta que subáis a la aeronave. Tenemos que salir antes de que la situación empeore todavía más.
La hermana Paula se refería al caos creciente que se apreciaba en Heathrow.
Pese a lo tarde que era, no dejaban de llegar al aeropuerto coches y carruajes, llenos de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, todos cargados con enormes maletas. Por las pistas pasaban sin cesar pequeñas aeronaves privadas que iban despegando una a una. Por otra parte, no se veía llegar ni una sola aeronave.
—To…, to…, todos quieren hu…, huir de Londinium…
Aunque el invierno todavía quedaba lejos, la noche otoñal de Albión era fría. Caminando detrás de Paula, al adolescente le castañeteaban los dientes.
—Pe…, pero… ¿habrá suficiente esp…, espacio para toda la g…, gente de la ciudad?
—¡Hmmm…! La verdad es que sólo el uno por ciento de la población de la capital podrá salir por aire.
La entrada general estaba abarrotada de gente, pero la sala VIP se veía casi vacía debido a las medidas de seguridad reforzadas. De vez en cuando, aparecía algún famoso aristocrático seguido de sirvientes cargados con montañas de equipaje, pero no había en ella ni un ciudadano de a pie. Hasta allí no llegaban más que los ecos de sus gritos histéricos.
Mirando cuidadosamente a su alrededor, la hermana Paula respondió a la pregunta del Papa:
—La niebla ha producido daños muy importantes y la destrucción de los puentes del Támesis ha bloqueado el sistema de aguas públicas. La situación es desesperada. Sólo una parte ínfima de los ciudadanos logrará escapar antes de que llegue el amanecer.
—Pe…, pero…
Al adolescente le cambió el color mientras intentaba responder a las frías palabras de la inquisidora.
—Pero si la situación es tan desesp…, desesperada, ¿está bien que me marche ahora? Yo soy…, soy el Papa… Mi obligación es ayud…, ayudar a la gente que lo nec…, necesita…
—Vuestra compasión os honra, Santidad, pero no sólo es la gente de Londinium la que os necesita. Como representante de Dios en la Tierra, vuestra obligación es salvaguardar a toda la humanidad. Además, si me permitís que os dé mi opinión, aunque os quedarais aquí no podríais hacer mucho en esta situación.
—¿Eh…?
A Alessandro de le atragantaron las palabras. La respuesta de la inquisidora había sido educada pero implacable. Volviendo la mirada hacia Esther, el adolescente balbució:
—¿De…, de verdad que no puedo hacer…, nada? Qu…, quiero ayudar a est…, esta gente. Si huyo así…
—Desgraciadamente, la hermana Paula tiene toda la razón, Santidad.
Esther negó con la cabeza, fingiendo no darse cuenta de la mirada suplicante del Papa. Consciente de que, aunque le diera la espalda, la hermana Paula la estaba escuchando, añadió fríamente:
—Aunque nos quedáramos no podríamos hacer nada. Nuestra obligación como servidores del Señor es volver lo antes posible a Roma y rezar por los habitantes de Londinium.
—Pe…, pero Esther…
El adolescente pareció sorprendido por el tono de indiferencia que la monja había usado para contestarle. Como intentando replicar, abrió la boca apresuradamente, pero las palabras no le salieron. Lo único que consiguió fue que el tono del rostro le cambiara de ruborizado a pálido…
—¡El Papa! ¡Y la Santa de István!
Los gritos histéricos le quitaron a Alessandro la oportunidad de responder.
Varias figuras habían salido desde la oscuridad del pasillo para dirigirse a ellos.
—¡Salvadnos, Santidad! ¡Por favor, salvadnos!
—¡No deis ni un paso más!
El grito cortante de la Dama de la Muerte hizo que el grupo de hombres, mujeres y niños se detuviera y casi cayera por el suelo. Sacando sus armas del hábito, la inquisidora se irguió como una muralla gris ante los recién llegados.
—No sé quién sois, pero tenéis que apartaros. Ésta es la zona VIP del aeropuerto. Aunque trabajéis en el servicio de limpieza, no podéis estar aquí.
—Perdonadnos, por favor… Sólo queremos que el Papa escuche nuestras súplicas…
La luz de gas resaltaba las sombras del rostro impasible de la inquisidora. Los hombres y mujeres, vestidos con uniforme azul grisáceo, palidecieron y dijeron:
—Tenéis razón. Somos trabajadores del aeropuerto, pero no tenemos derecho a estar aquí. Sin embargo, al ver que Su Santidad iba a marcharse, hemos venido para que oyera nuestras súplicas. ¡Por favor, llevaos a los niños con vosotros!
—¿¡Los niños!? —preguntó sorprendida Esther, mirando a los pequeños.
Cinco niños pequeños, que apenas se sostenían en pie solos, se escondían atemorizados detrás de sus padres. No entendían muy bien lo que ocurría, pero por sus resoplidos infantiles se veía que eran conscientes de que era algo serio.
Por su parte, Paula mostró la misma reacción ante las peticiones desesperadas de los padres y las miradas aterradas de los niños. Es decir, los rechazó rotundamente.
—No. Imposible —replicó con dureza inhumana la Dama de la Muerte—. No sólo estáis incumpliendo el reglamento del servicio público, sino también el artículo ochenta y siete de la ley del Vaticano, que prohíbe que los creyentes hagan peticiones directas a Su Santidad. En circunstancias normales, me vería obligada a denunciaros a las autoridades para que os aplicaran la pena que merecéis, pero en consideración a lo excepcional de la situación presente dejaré que os marchéis… Podéis dar gracias por la suerte que habéis tenido. Ahora apartaos o tendré que despejar el camino a la fuerza.
—Pe…, pero…
Una sombra de desesperación cubrió los rostros de los hombres y las mujeres suplicantes. Instintivamente cogieron en brazos a sus niños para tranquilizarlos… Y entonces, intervino Esther.
—Por mí no pasa nada si estas personas nos acompañan hasta Roma.
La monja no había contado para nada con aquella situación, pero no veía otra salida posible. Encarándose con Paula, que se había vuelto rápidamente hacia ella, añadió con brusquedad:
—¿Verdad que en el Iron Maiden II no van a ir más que cinco pasajeros?, ¿los dos heridos y nosotros? Hay espacio para siete más, me parece a mí. Como no creo que estos niños puedan viajar solos, tendremos que llevarnos también a los padres.
—Os ruego que penséis en la situación, hermana Esther —replicó Paula con serenidad, aunque con un tono marcadamente más frío—. Mi deber es protegeros a vos y a Su Santidad. Hay unas normas mínimas de seguridad acerca de quién puede subir a la aeronave y quién no. Pensad que no sois sólo vos, sino también el Papa quien irá en el Iron Maiden II.
—¡A…, a mí tamp…, tampoco me imp…, importa que vengan! —interrumpió Alessandro con toda la fuerza que le permitía su voz tartamudeante—. Si hay…, si hay espacio, qu…, que suban también. Si los m…, medios se ent…, enteran de que hemos dej…, dejado tirados a unos ciud…, ciudadanos que nos p…, p…, pedían socorro, será un p…, problema. Seg…, seguro que a mis herm…, hermanos no les gustará nad…, nada…
—…
Paula se quedó sin palabras ante la alocución del adolescente, probablemente el discurso más largo que había hecho en mucho tiempo. Más que considerar las opiniones que había vertido el Papa, parecía haberse quedado aturdida por su inesperada verborrea.
—De acuerdo… —dijo finalmente la Dama de la Muerte con una reverencia—. Su Santidad tiene razón. Sin embargo, si van acompañados tenemos que avisar a la Oficina de Inmigración… Vosotros, seguidme. Hermana Esther, llevad a Su Santidad al Iron Maiden II y esperadme allí, por favor. Yo acudiré en cuanto hayamos acabado con las formalidades necesarias.
—Comprendido.
—Qu…, qué bien… —dijo Alessandro con alegría.
La inquisidora echó a andar y la familia de trabajadores la siguió, después de hacer varias profundas reverencias hacia Esther y el Papa.
—Ma…, maravilloso. P…, pues vamos, herm…, hermana Esther. Est…, estoy un poco preoc…, preocupado por el hermano Petros. Vamos deprisa al Iron Maiden II.
—Sí…
Después de comprobar que Paula había desaparecido por el pasillo y que no mostraba señales de volver atrás, la monja se volvió hacia el adolescente y le dijo con una sonrisa dulce:
—Id a la aeronave, Santidad. Yo me quedo aquí.
—¿Eh?
¿Qué quería decir aquello? Extrañado, el Papa abrió y cerró varias veces los labios como para decir algo, pero antes de que pudiera articular palabra, Esther dijo:
—Si he venido hasta aquí ha sido para despediros. No tenía ninguna intención de volver a Roma hoy. Había pensado escaparme cuando estuviéramos subiendo a la aeronave, pero esta ocasión es mucho mejor. Os dejo aquí.
—Pe…, pe…, pero Esth…, Esther…, ¿por qu…, por qué no vuelvas a R…, Roma? ¿Adó…, adónde vas a ir si no?
—No iré a ninguna parte. Me quedaré en esta ciudad. Me quedaré con los que no han tenido tiempo de huir… No me miréis como si hubiera perdido la razón, Santidad. Lo he pensado todo muy bien.
Por la ventana se veía el paisaje nocturno de Londinium.
Normalmente debería haber sido un paisaje adornado por innumerables luces, pero lo único que se veía era una capa blanquecina que cubría la ciudad. Con la mirada fija en la niebla mortal que se extendía implacablemente por la capital, Esther se llevó la maleta al hombro.
—Es posible que aunque me quede no pueda hacer nada. Pero incluso en ese caso al menos estaré al lado de la gente de la ciudad…, como hizo el padre conmigo.
Esther se detuvo a media frase, irguió la espalda y tomó de la mano al adolescente, que la miraba atónito.
—Hay muchos que esperan que su Santa los salve. Mientras quede una sola persona que me necesite, esta ciudad será mi campo de batalla. No voy a huir con el rabo entre las piernas. Voy a luchar por ellos, como han hecho tantos otros por mí. Nunca más huiré.
—E…, Esther…
El Papa pareció entender finalmente lo que la monja estaba diciéndole y, enrojecido, gritó a su vez:
—Yo…, ¡yo también me quedaré!
—Eso no es posible —replicó la muchacha con voz dulce pero firme, son soltarle las manos—. Mi batalla se libra aquí, pero la de Su Santidad tiene lugar en otro sitio. No os equivoquéis de lucha, por favor.
—¿Mi…, mi batalla? ¿Mi…, mi lucha?
Alessandro se quedó parpadeando mientras intentaba comprender las palabras de la monja. Aún enrojeciendo, se mordió los labios como si se debatiera por dentro.
—De acuerdo…
Finalmente, el adolescente asintió con la cabeza y dijo con tristeza, al mismo tiempo que apretaba la mano de la monja:
—Vo…, volveré a Roma. Pero Esther… ve con cuidado.
—Gracias, Santidad. Cuidaos vos también… —dijo Esther a Alessandro, que aún parecía vacilar—. Volveremos a vernos algún día y podremos darnos la mano con orgullo. Podremos…
—¡Ah, magnífico! Aún no habéis embarcado.
Justo entonces una voz afectada interrumpió las palabras de la Santa.
Al levantar la mirada, la muchacha vio a un hombre que se dirigía hacia ellos por el pasillo apoyándose en un bastón.
—Temía que Kate ya hubiera despegado, pero veo que he llegado a tiempo.
—¿¡Doctor Wordsworth!? Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó, sorprendida, la monja—. ¿Qué hacéis aquí? Pensaba que estabais en Greenwich preparando las medidas contra la niebla.
—Sí, parece que hemos encontrado una manera de enfrentarnos a ella con la ayuda de la gente del gueto. Claro está que ha habido un pequeño problema en el East End, muy inoportuno… Un problema que sólo puede solucionar la Santa de István. Necesito que me acompañéis. Siento mucho intervenir así, justo cuando estabais a punto de volver a Roma. ¿Venís conmigo? No tardaremos mucho. En seguida volveréis a estar lista para regresar a casa.
—¿Me necesitáis? —preguntó, atónita, la muchacha ante la inesperada petición del caballero—. Por supuesto. Si alguien me necesita, acudiré, cuando sea y donde sea… Vamos, Profesor.