I
—Parece que las medicinas están haciendo efecto…
La doctora Lucrezia Ligorio se guardó el estetoscopio en el bolsillo y mostró una sonrisa maternal. Después de que la paciente que estaba tendida en la cama se hubo arreglado el camisón, le tomó cuidadosamente el pulso en la muñeca.
—Creo que los ataques mejorarán… No tenéis nada de qué preocuparos, eminencia. Sólo tenéis que reposar como es debido y os pondréis bien.
—Confío plenamente en vos, doctora Ligorio…
La doctora le sonrió mientras le acariciaba la cabellera con la mano libre. El rostro de la cardenal era fascinante incluso para las mujeres. Respondiendo a la sonrisa llena de amor, Caterina, como si nada, le preguntó a la médica que la había cuidado durante veinte años:
—Entonces, doctora…, ¿cuánto tiempo más me queda? Decidme sinceramente cuánto voy a durar, por favor.
—¿¡E…, eminencia!?
La doctora Ligorio se había ocupado de la duquesa de Milán desde que ésta era una niña débil y enfermiza. Pese a que intentaba simular tranquilidad, la manera como le había mudado el color del rostro ante la pregunta daba una pista sobre lo que intentaba ocultar. Caterina asintió, riendo:
—Ya veo… O sea que me queda tan poco que no os atrevéis ni a decírmelo.
—La…, la colagenosis, incluso si se descubre pronto, tiene un tratamiento muy difícil…
La doctora seguía con el mismo rostro inexpresivo, pero su ética profesional la obligaba a responder con seriedad a la pregunta de su paciente. Como si fuera ella misma la enferma, la voz le tembló al explicar:
—Esta enfermedad es un tipo de desorden inmunológico en el que el cuerpo se interpreta a sí mismo como un enemigo y provoca una reacción autoinmune. Lo que os está erosionando los pulmones no es una bacteria ni un virus. Es vuestro propio sistema inmunológico, eminencia. Si os hubiera examinado con más frecuencia, posiblemente lo habríamos detectado antes… Os pido perdón, eminencia.
—No tenéis por qué disculparos, doctora. Toda la culpa ha sido mía… Ahora que lo decís, ¿cuándo fue la última vez que me hicisteis una revisión?
—Hace ocho años…, cuando falleció el anterior Papa, justo antes de que os nombraran cardenal.
—¡Ah, sí! Desde entonces he estado tan ocupada que no he podido visitaros ni una sola vez. Sí que he estado ocupada…, muy ocupada… —suspiró Caterina, mientras lanzaba una mirada a la luna del armario que la reflejaba.
En aquellos tres meses había perdido más de tres kilos, pero por suerte el cambio no se le notaba en la cara. Aparte de que tenía los pómulos algo más marcados, aún se la podía alabar como la «cardenal más hermosa del mundo». Sin embargo, no había duda de que la enfermedad avanzaba dentro de su cuerpo. Incluso entonces, mientras hablaban, poco a poco…
—Gracias por venir hoy, doctora…
El dolor de los labios hizo que la cardenal se diera cuenta de que estaba apretando los dientes.
Intentando relajar la expresión, se dirigió con dulzura a la médica, que la miraba intranquila.
—Cuento con vos para la próxima visita… Padre Tres, la doctora se va. Preparadle el coche.
—Positivo —respondió un sacerdote de corta estatura.
El joven, que había permanecido en una esquina inmóvil como una estatua durante toda la visita, le ofreció a la doctora una cartera. Después de abrirla y mostrarle los documentos que contenía, la cerró de nuevo y se la posó en las manos.
—Doctora, lo que hemos hablado aquí debe permanecer en absoluto secreto —dijo la cardenal, con indiferencia, como si estuviera hablando del tiempo, pero a la vez con un eco punzante en la voz—. Esto únicamente lo sabemos vos, el padre Tres y yo. El resto del mundo piensa que sólo estoy resfriada… Si se entera alguien del entorno del cardenal Medici lo utilizará en mi contra. Es de una importancia vital que no se sepa.
—Lo comprendo perfectamente —asintió de forma mecánica la doctora Ligorio ante la puerta abierta—. Pero, eminencia, no perdáis la esperanza…
Volviéndose hacia la paciente, que miraba hacia la ventana desde la cama, la doctora añadió con voz profesional pero dolorida:
—Si reposáis y tomáis las medicinas aún podemos alargar vuestra vida…
—Lo sé, doctora. No os preocupéis, que no me dejaré llevar por la desesperación… Hasta la vista.
Después de que el sacerdote hubo cerrado la puerta tras la doctora, la cardenal miró de nuevo la puerta hacia la ventana.
La primavera llegaba pronto al sur de Europa. Aún era marzo, pero las flores del jardín del castillo Sforza ya mostraban todo su esplendor. Los parterres de colores vivos parecían el escenario perfecto para las travesuras y los bailes de las hadas. Con los ojos clavados en el jardín, Caterina dejó escapar una risa burlona.
—Qué ironía… Que yo, que no tengo ninguna intención de tener hijos, sufra esta enfermedad.
La colagenosis era una enfermedad relativamente frecuente en embarazadas, cuyo sistema hormonal tendía a trastornarse con el nuevo estado.
El mecanismo que preparaba el cuerpo femenino para desarrollar el feto a veces hacía que el organismo interpretara que sus propias células eran intrusos y que los glóbulos blancos las atacaran para destruirlas. Era literalmente como si el cuerpo se asesinara a sí mismo.
La hermosa dama tosió y se volvió hacia el sacerdote como si fuera a contarle un chiste que se le acabara de ocurrir.
—¿No os parece de risa, padre Tres? Tantas veces que han intentado asesinarme y siempre he conseguido sobrevivir, en muchas ocasiones escapando milagrosamente de la muerte. Siempre había pensado que tenía la fortuna de cara… Y ahora resulta que es mi propio cuerpo el que quiere matarme. De este asesino no se puede escapar…
—Os recomiendo reposo, duquesa de Milán…
El tono mecánico y desapasionado de la respuesta contrastaba con el tono cínico de la voz de la cardenal.
—La doctora Ligorio os ha recomendado que reservéis fuerzas para que podáis recuperaros. Debéis tomar las medicinas que os ha indicado, alimentaros y reposar como es debido.
—Reservar fuerzas… ¿Y luego? Puede que logre vivir un par de meses más, pero ¿y después qué? —replicó Caterina, con una sonrisa cándida, como la de una niña.
Efectivamente, después no cambiaba nada. Hiciera lo que hiciera, no había manera de variar el destino que la esperaba.
Caterina cruzó las manos sobre la manta. Apretando los puños hasta que las azules venas se le hicieron visibles a través de la piel blanca, susurró:
—No me queda tiempo… y tengo tanto que hacer. No puedo perderlo teniendo lástima de mí misma. No puedo permitirme ese lujo…
Como cardenal, como hermana del Papa y como última heredera de la casa de Sforza, tenía mucho que hacer. Había disputas que solucionar, enemigos a los que batir, venganzas que cumplir… No había tiempo que perder en lamentaciones. Tenía que…
—¿Eh?
Caterina sintió un vuelco repentino en el pecho que le hizo levantar las cejas, extrañada.
Al principio pensó que se trataba de otro ataque, pero no era así. ¿Qué eran aquellas palpitaciones? ¿Por qué le temblaban los párpados? ¿Y qué era aquel líquido cálido que le resbalaba por las mejillas? ¿Lágrimas?
La Dama de Hierro dejó caer los hombros y se llevó las pálidas manos al rostro.
—¡No! —gritó con una voz temblorosa que no parecía la suya—. ¡Todavía no quiero morir! ¿¡Por qué!? ¿¡Por qué yo!? ¡Tengo tantas cosas que hacer!
Las lágrimas le corrían por el mentón e iban cayendo sobre las sábanas. Con la mirada clavada en el rastro que dejaban, Caterina apretó los dientes.
Había tantas cosas que quería hacer. No era que tuviera que hacerlas, sino que quería hacerlas. Tantas cosas por decir…
La mente se le llenó de aquellos ojos azules como un lago invernal. Quería verlos siempre. Quería que la miraran siempre. Pero… ¿por qué? ¿Por qué le había tocado precisamente a ella? ¿¡Por qué a ella y no a otra persona!?
—Eminencia, ¿estáis despierta?
El sonido de alguien llamando educadamente a la puerta interrumpió sus lamentaciones. Una voz femenina preguntó a través de la puerta:
—¿Puedo pasar? Si estáis ocupada, puedo volver más tarde…
—No pasad, pasad, hermana Loretta, por favor.
Caterina se limpió a toda prisa las lágrimas con una toalla húmeda. Simulando haber acabado de despertarse, preguntó con la voz más serena de la que fue capaz:
—¿Qué ocurre? Todavía es pronto para comunicados oficiales… ¿Ha ocurrido algo?
—Pues… sí. Acaba de llegarnos un telegrama del Profesor desde Londinium… —explicó la monja, haciéndole llegar un papel a través de Gunslinger—. Como parecía urgente, he decidido traéroslo inmediatamente… ¿Seguro que no os he despertado?
—No, no te preocupes. Gracias… ¿del doctor Wordsworth? Pero ¿qué… habrá sucedid…?
Mientras pasaba los ojos por el telegrama, a Caterina se le atragantaron las palabras. El texto simplemente informaba de los acontecimientos con el lenguaje más conciso y simple posible, pero la cardenal se había quedado helada, como si se hubiera olvidado de respirar.
—¿Ocurre algo grave, eminencia? —preguntó Loretta, con un hilo de voz, al ver a la hermosa dama convertida en una estatua de mármol—. ¿Son malas noticias? ¿Ha pasado algo en Londinium?
—No, no es nada, hermana Loretta —replicó, sonriente, la cardenal, controlando el terrible dolor que parecía querer desgarrarle el pecho—. Sólo ha habido un pequeño contratiempo en el palacio de Londinium. Hay que reunir toda la información posible… Hermana Loretta, avisad al Palacio de las Espadas para que se pongan en contacto con la embajada en Albión. Padre Tres…
La cardenal se paró en seco, esperando a que la monja hiciera su reverencia y saliera de la habitación. Una vez que la puerta se hubo cerrado, se dirigió con expresión dura a su fiel perro guardián:
—Idos inmediatamente a Londinium. Abel se ha metido en un lío… otra vez. Confío en que sabréis cómo arreglarlo. Aquello está en el subterráneo. Lleváoslo.
—Positivo.
El soldado mecánico asintió y se dio la vuelta rápidamente. En cuanto el eco de sus pasos regulares se hubo apagado por el pasillo, la cardenal volvió la mirada al telegrama. Sin darse cuenta, lo tenía agarrado con tanta fuerza que estaba a punto de romperlo. Furibunda, la hermosa dama pronunció tan sólo un nombre.
—¡Esther Blanchett…!