IV
—¡Comprobad la ruta de huida, por favor, conde de Manchester! —gritó Esther, al mismo tiempo que el autogiro aterrizaba sobre el traje de combate.
Sin esperar a que el methuselah respondiera, la monja tomó posición sobre las alas y apuntó la escopeta hacia abajo. El disparo hizo volar limpiamente la cabeza de la primera de las figuras diabólica que se le aproximaban. Una nueva descarga abrió un agujero enorme en el pecho de la segunda criatura que la acechaba.
—¿¡Me oís, padre Tres!? ¡Retirada inmediata! —rugió Esther, recargando el arma con nuevos cartuchos—. ¡En cuanto tengamos el cadáver del padre Nightroad hay que salir de aquí! ¡Son demasiados!
Los humanoides oscuros estaban a punto de cerrar completamente el espacio de la capilla. Formando nuevos cuerpos sin cesar, los monstruos avanzaban como criaturas que no conocieran la muerte. Aunque uno a uno no fueran rivales especialmente temibles, siendo tantos tenían todas las de ganar.
Esther seguía disparando y abatiendo criaturas sin cesar. Sin embargo, los monstruos no dejaban de acecharla y pasaban por encima de los cadáveres de sus compañeros. Algunos incluso se detenían sobre los muertos para alimentarse de sus cuerpos.
—Esto no pinta bien… —exclamó la joven.
—¡Santa!
Desde la puerta, el conde de Manchester gritaba con la espada en alto. El efecto de la plata aún mantenía sus capacidades muy por debajo de las de un methuselah normal, pero incluso así abatía a un monstruo tras otro blandiendo su filo con elegancia.
—¡Rescatad el cuerpo del padre Nightroad! En cuanto lo tengamos hay que huir… No aguantaremos mucho más.
—¡Ya me he dado cuenta! —vociferó Esther.
La monja buscó con la mirada el ataúd que tan bien conocía.
—¡Tenemos que recuperar el cuerpo antes de que se lo coman estas bestias!
Aquellos monstruos se alimentaban de cadáveres… Sintiendo cómo un sudor frío le recorría la espalda, Esther bajó de un salto de su posición. ¡No podían irse de allí dejando al padre Nightroad con aquellas criaturas!
—¡Padre Tres, cubridme!
—Afirmativo.
La voz monótona resonó acompañada de una descarga. Instantáneamente, la masa de criaturas que se habían abalanzado sobre Esther salió volando en todas direcciones. La monja echó a correr mientras se sacudía los pedazos de entrañas y sangre que se le habían pegado a los cabellos. Repitiendo la secuencia de disparar y cargar, disparar y cargar, la monja avanzó de manera implacable hacia el ataúd.
La escopeta de cañones recortados era práctica porque era fácil de esconder y manejar, pero por muy ligera que fuera dispararla suponía un desgaste. Después de haber efectuado diez disparos, a Esther le empezaron a sangrar los dedos corazón e índice de la mano derecha. La muñeca le dolía tanto como si estuviera a punto de dislocársele. Pese a todo, consiguió llegar a duras penas hasta el ataúd. Sólo tenía que encontrar una manera de sacarlo de allí…
—¿Y…, y ahora qué hago? —dudó la muchacha ante el féretro.
En la confusión del momento no se le había ocurrido pensar en la manera de transportar el cuerpo. Por mucho que fuera un cadáver delgado y que la madera del ataúd fuera fina, juntos pesarían más de cien kilos y era impensable que los pudiera sacar a fuerza de brazos.
—¡Mierda! ¿¡Y ahora qué…!?
—Bajad la cabeza, hermana Esther Blanchett.
Al mismo tiempo que la voz monótona resonaba detrás de ella, una descarga atronadora llenó la sala. Las balas pasaron rozándole la cabeza e hicieron estallar en una tormenta de sangre a una de las criaturas que acechaban a la monja.
—Yo me encargaré del cuerpo del padre Nightroad. Hermana Esther Blanchett, poneos a mi espalda y alejaos lo antes posible de la línea de fuego.
—¡Comprendido!
Tres se dio la vuelta, con el ensangrentado hábito ondeante, y extendió el brazo. Mientras se ponía el féretro al hombro con una mano, con la otra disparaba sin cesar su M13, y abatía uno tras otro a los monstruos que se le acercaban. Siguiendo las instrucciones de su compañero, Esther se había puesto a su espalda para recargar la escopeta.
—¡Esa mocosa se queda aquí, perro del Vaticano! —bramó entre interferencias una voz sintetizada desde el autogiro.
Mejor dicho, la voz salía de la masa metálica que había debajo del autogiro. Quitándose de encima el vehículo como si fuera un mosquito, el traje de combate se irguió y blandió su sable.
—¡Cuidado! ¡A cubierto, padre Tres! —chilló la monja.
El filo de dos metros de largo cortaba el aire y acababa con los monstruos que se encontraban a su paso. Tres se dio cuenta de que se hallaba en su camino, pero tardó una décima de segundo más de lo debido en esquivarlo. O quizá fue la presencia de la hermana Esther a su espalda lo que le impidió evitar el golpe. En cualquier caso, el sable alcanzó a Gunslinger en el costado. La piel artificial de macromoléculas y los chips de plástico con memoria de forma evitaron que el filo alcanzara las fibras musculares, pero el pistolero no pudo mantener el equilibrio. El sacerdote de ciento cincuenta kilos salió volando como un muñeco y se estrelló contra la pared; parte del muro se hizo añicos.
—¡Pa…, padre Iqus!
Esther corrió hacia el montón de ruinas que se había formado sobre el cuerpo del agente. Sin embargo, una pierna gigantesca se interpuso implacablemente en su camino y la forzó a detenerse. Era el mismo traje de combate que había abatido al soldado mecánico.
—Bueno, bueno, Esther… Volvemos a vernos…
—Ma…, Mary…
Esther se quedó helada al ver el ojo que había fijo en ella.
El traje de combate tenía varias abolladuras en el blindaje donde había aterrizado el autogiro. De las articulaciones saltaban chispas y el brazo izquierdo colgaba inmóvil del hombro, pero parecía que aún podía moverse. Aplastando cadáveres y montones de escombros se acercó a la muchacha. Esther retrocedió instintivamente, pero en seguida se encontró con la pared. No tenía adónde huir.
—¿Qué haces solita en una noche como ésta? Algo me dice que no has venido a verme a mí…
—Mary, por favor… Basta…
La muchacha temblaba y miraba el rostro blanco que se veía a través de la escotilla abierta. Realmente tenían un parecido físico, pero… ¿y de carácter? Eran tan distintas como las posiciones que ocupaban entonces.
—Aún estamos a tiempo. No sigas así… Si lo que quieres es el trono, yo no te lo disputaré. Yo…
—¿Tú qué? ¿Serás tan magnánima que me concederás el trono? ¿Sientes lástima por mí? ¡No seas tan engreída, Esther Blanchett!
La oficial salió de la cabina de un salto y aterrizó sobre los cascotes. El brillo de los candelabros mostraba que estaba más pálida que de costumbre, pero en los ojos se le veía una luz enloquecida. Como si temieran aquella expresión, los schattenkobold habían rodeado a las hermanas, pero no se atrevían a acercarse a ellas.
—¡Nunca le he dado lástima a nadie! ¡Nunca! ¡Nadie ha sido tan estúpido como para sentir pena por una militar sanguinaria que además tiene sangre real! Yo no soy como tú, Esther Blanchett. A ti te ha caído todo en las manos sin hacer nada.
—Pero yo…
Esther estuvo a punto de gritar que no había tenido una vida nada fácil, pero se dio cuenta de que no serviría de nada y calló.
Al igual que ella no conocía la vida que había tenido su hermana, su hermana no conocía la suya. Era imposible conocer a otra persona completamente. Sin embargo…
—Mary, por favor, escúchame. No quiero que nos matemos.
Lo único que podía hacer era ponerse en el lugar de su interlocutora. Esther ahogó el instinto de autocompadecerse. Tenía que encontrar un espacio común en el que hablar. ¿Qué podía haber más triste que dos hermanas matándose entre sí? ¡Y más si eran la única familia que les quedaba en el mundo!
—Acabo de conocerte, y tú tampoco sabes mucho de mí…, pero desde la primera vez que te vi te he admirado. Cuando supe que eras mi hermana me puse tan contenta… De verdad…
—Esther…
A Mary le apareció en los ojos una luz suave y bajó la cara para mirarse el brazo izquierdo vendado.
—Eres muy dulce. Y muy sincera. Siempre dices lo que piensas, sea a quien sea. Entiendo que tanta gente te adore, pero…
Esther se había inclinado hacia su hermana y escuchaba esperanzada aquellas palabras tiernas, pero justo entonces… Mary alargó la mano hasta su sable. Al desenfundarlo, la coronel hizo una mueca grotesca y gritó:
—Deja que te diga una cosa, monita: esa sinceridad te dará muchos amigos, ¡pero también enemigos!
—¡Aaaah!
La monja reaccionó alzando la escopeta, que se llevó de pleno el sablazo. Escudada en su arma, Esther retrocedió a trompicones mientras oía la triste voz de su hermana.
—¿Por qué hemos sido hermanas? Si no fuéramos familia, seguro que yo también te adoraría, como todos… —suspiró Mary, arrastrando el sable que casi le había quitado al vida a Esther.
Al llevárselo a la altura del rostro, la sombra del filo le dibujó unas manchas siniestras bajo los ojos.
—Si no fuéramos hermanas…, ¡no tendría que matarte así!
—¿¡!?
¡Iba a asesinarla!
Protegiéndose como pudo con la escopeta seccionada, la muchacha cerró instintivamente los ojos.
La Santa moriría en una capilla… «Es tan perfecto que resulta hasta ridículo», pensó la muchacha en la confusión del momento.
Pero lo que oyó no fue ni un alarido de dolor ni el ruido de un cráneo partiéndose.
—¿Llueve?
Casi antes de que Mary pronunciara en voz alta la pregunta, Esther levantó los párpados al sentir como una gota fría le caía en la mejilla. La lluvia golpeaba alegremente el suelo.
¿Sería un chaparrón? Pero era un poco raro. La lluvia era más negra que la noche y más fría que el hielo. Además… ¡estaba lloviendo dentro de la capilla!
—¡Ah!, ya han pasado las doce horas… Ya hemos matado suficiente tiempo.
—¿¡T…, tú!?
Al volverse hacia la voz risueña, Esther se dio cuenta de que una figura vestida de luto había aparecido frente a ellas. Era el mayordomo llamado Isaac Butler o, mejor dicho, el buscado terrorista Isaac Fernand von Kämpfer, que miraba a las hermanas con unos ojos muertos, como los de un pescado.
—¡Aparta de ahí, Kämpfer! —gritó, blandiendo el sable—. ¡Esa mocosa es mi mayor estorbo! ¡Sal de ahí!
—A ver cómo os digo esto… —anunció el hombre, volviéndose hacia Mary con una significativa caída de ojos—. Vos misma habéis dicho, coronel, que vuestra hermana tiene muchos seguidores. Me resulta un poco vergonzoso admitirlo, pero uno de ellos es precisamente mi señor… Ahora que ya ha pasado el tiempo que estábamos esperando, dudo que os deje hacer lo que queráis. Excalibur completará la destrucción de Londinium muy pronto. ¿No sería mejor que escaparais en seguida?
—Pero ¿qué…? —preguntó Mary, con una mirada gélida—. ¿Qué quiere eso de la destrucción de Londinium, Kämpfer? ¿No estábamos usando Excalibur para aislar la capital del exterior? ¿¡Y qué es eso del tiempo que estabais esperando!?
—¡Ah!, ahora que lo pienso, todavía no os lo había contado…
Kämpfer hizo chascar los dedos como si acabara de recordar algo importante y explicó, hablando fluidamente el idioma de Albión:
—Dentro de dos horas, Excalibur lanzará otra descarga. Una descarga un poco más potente que la anterior… Una microonda recorrerá Londinium y no dejará a nadie con vida.
—¡Basta de bromas! —chilló Mary, perdiendo por primera vez su frialdad.
Inesperadamente, sus manos empezaron a sudar y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que el sable no le resbalara.
—Excalibur iba a servir para bloquear la ciudad mientras yo reunía a mis tropas para conquistarla… ¿¡Qué dices ahora de arrasar Londinium!?
—La verdad es que no sé qué contestar…
Kämpfer torció la cabeza con aire preocupado y se acarició la barbilla como un maestro que acabara de ser amonestado por su alumno menos brillante.
—Sinceramente, no me importa lo más mínimo lo que pase con Londinium. Lo único que quería eran estas doce horas… Vaya, mientras charlábamos veo que ha llegado mi señor.
—¡Tacháaaan!
Un grito salido del tejado interrumpió las palabras de Panzer Magier.
También se podría decir que era un alarido salido del fondo de la Tierra.
Una voz que les susurraba al oído y que les gritaba desde el límite del planeta.
—¡Hola a todos! ¿Habéis dormido bien? Yo he dormido fantásticamente. ¡Vamos a hacer que hoy sea un día magnífico!
—Señor, son las cuatro de la madrugada. Es un poco pronto todavía…
Ante la sonrisa avergonzada de Kämpfer, una tenebrosa espuma empezó a formarse en uno de los charcos de la capilla. Aquella misteriosa lluvia negra, que seguía cayendo dentro de la sala sin apagar ninguno de los candelabros, estaba levantándose en olas. No, no eran olas. Se estaba concentrando en el centro de la capilla y levantándose en complejas formas. Era una forma humana, que aparecía lentamente como por obra de la mano de un escultor invisible.
—Es…, es…
—¡Hooola, Esther! Hace como un día que no nos veíamos, ¿verdad? ¿Qué tal?
Kämpfer hizo una reverencia profunda hacia el hombre vestido de blanco que le guiñaba el ojo a la muchacha, con el índice extendido.
—Buenos días. Me alegra ver que os habéis levantado de buen humor, señor Caín.