III

—¡Ah, ah, ah, ah, aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Entre el fragor de las sirenas resonaba un grito de dolor. Mirando el cuerpo sin cabeza del sacerdote, Esther pensó que era un ruido muy molesto.

Una muchacha gritaba como si le hubieran arrancado un trozo del alma y se lo estuvieran triturando. Esther no se dio cuenta de que aquel grito salía de su propia garganta hasta que vio la mano se le levantaba como si fuera la de una marioneta. La monja elevó la escopeta sin vacilación hacia el joven rubio y apretó el gatillo.

—Cuidado, mein Herr. Esther… —dijo Butler…

¿O era Kämpfer? Daba lo mismo…

La escopeta de cañones recortados, gruesos como un muslo, lanzó una descarga mortal. Las balas se desplegaron en el aire como si fueran una red de acero. Su blanco era el hermoso joven llamado Caín, el ángel que miraba con tristeza el cuerpo decapitado del diablo. La lluvia de balas impactó de lleno en su cuerpo y le hizo doblegarse.

—¡Aaaaah, aaaah, aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Esther no dejó de moverse mientras gritaba. Casi al mismo tiempo que disparaba, recargó la escopeta.

Blanco.

Gatillo.

La monja observó de manera inexpresiva cómo el cuerpo del joven salía volando, y recargó de nuevo…

Sentía como si un velo de sangre se le extendiera por la mente. No era capaz de pensar. Mejor dicho, el corazón le prohibía pensar. Su cuerpo se movía como si fuera el de otra persona; disparaba una y otra vez, mecánicamente.

Era como ver el rollo de una película sin final. Una película de terror.

¿Cuándo acabaría aquella pesadilla? Esther se dio cuenta de que ya no oía los disparos. Con la mano izquierda seguía accionando el mecanismo de recarga, pero ya no sentía el efecto de las balas entrando en la recámara. ¿Se habría quedado sin munición? ¿O era que el arma se había encasquillado…?

La sala estaba llena de un humo más espeso que la niebla de la ciudad. El sistema de aire acondicionado, que había sobrevivido a los siglos, hacía que la bruma se arremolinara.

—¡Ah…, ah…!

Esther miraba con ojos vacíos las dos figuras ensangrentadas —una blanca, la otra negra— tendidas en el suelo. La monja dio un paso adelante, sin darse cuenta de que estaba pisando los restos de las gafas redondas, hasta llegar al lado del cadáver negro sin cabeza.

—¿Padre…? —preguntó con voz temblorosa.

Nadie le respondió.

—¿Padre? —repitió con más fuerza.

Pero tampoco obtuvo respuesta.

Del hábito salían los restos del cuello sanguinolento, como un tronco cortado.

La cabeza que tendría que haber estado allí había desaparecido. Entre el líquido rojizo que se extendía por el suelo se adivinaban unas manchas grisáceas, probablemente de líquido encefálico. También se veían brillar pequeñas masas blancas, que debían ser dientes. Con los nervios aún colgando, los ojos del color de un lago en invierno estaban cubiertos de un velo blanquecino.

—No…

Esther miraba fijamente el cuerpo decapitado como si fuera el de alguien a quien veía por primera vez. Con los ojos clavados en el corte aún sangrante, repetía sin cesar el mismo monosílabo:

—No, no, no, no, no, no, no, no, no…

Aquello era imposible. Tenía que haber un error. Él no podía morir. Aunque fuera pobre y torpe, no podía morir de aquella manera tan terrible. Estaba segura de que en cualquier momento aparecería llamándola con su voz despreocupada: «¡Esther!». Ella se volvería para reñirle como se merecía…

—¡Esther!

Una voz despistada se dirigió a la muchacha.

Era una voz sosegada, que no mostraba la menor señal de preocupación. Al volverse hacia ella, la monja palideció como si tuviera ante sus ojos el mismo infierno.

—¿¡Eh!?

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¿A qué viene esa cara?

Ante la muchacha estupefacta había aparecido el joven vestido de blanco. No tenía ni un rasguño en la cara, pero al notar que la mirada de Esther estaba clavada en el boquete que tenía abierto en el estómago, chascó la lengua, molesto:

—Pero, bueno, vaya agujero que me he hecho en el traje… Ya está bien, Esther. Hacerle esto a un amigo… Te has pasado un poco con esta broma.

—¡Ah…! ¡Ah…! Pe…, pero… ¿cómo? ¿¡Cómo es posible…!?

El agujero que atravesara al joven era tan grande que Esther casi podría haber metido la cabeza en él.

No era raro, considerando que había recibido una descarga a quemarropa. Sin embargo, de allí no salía ni una gota de sangre, ni un pedazo de entrañas. Sólo se veía un interior blanco, como si fuera una marioneta agujereada.

—¡Ah!, ¿esto? Es que hace mucho tiempo tuve una pelea bastante grande con mi hermano y me tiró desde un sitio muy alto —explicó, riendo a la vez que avergonzado, el joven ante la mirada de terror y estupefacción de la muchacha—. ¿Cuántos años hará ya…? Las quemaduras de entonces aún no se me han curado bien. Cuando llueve me pican una barbaridad. Por eso he venido aquí, a buscar nuestro mapa genético para arreglarme… ¿Qué Isaac? ¿Lo has encontrado?

—Señor, la verdad es que… —explicó con rostro inexpresivo Panzer Magier, dejando correr los dedos sobre la consola—. La ira de vuestro hermano ha sido un poco desproporcionada. Los archivos están completamente inutilizados. Y no sólo los de aquí. Parece que había copias de seguridad en el sistema, pero aunque he intentado recuperarlas me ha sido imposible.

—Bueno, eso sí que es un problema… ¿Y no puedes conectarte a la red? ¿No estarán los planos guardados en alguna base de datos por ahí?

—No es posible conectarse. Este sistema electrónico está inhabilitado. Lo siento mucho, pero parece que vuestro hermano y su ira han acabado con todo.

—Ya, es que Abel siempre ha tenido muy mal genio. ¿Qué se le va a hacer? Pero sí que es un problema…, un problema gordo… ¿Qué podemos…? ¡Ah, claro!

El joven dio una palmada, como si acabara de darse cuenta de algo, y dirigió la mirada hacia el cadáver sangriento caído al lado de Esther.

—Pensándolo bien, no tenemos los planos, pero tenemos una muestra… Mi hermano y yo somos completamente idénticos. Vamos a usar su cuerpo… No sé cómo no se me ha ocurrido antes.

—¿Usar su cuerpo? —repitió Esther, mecánicamente.

No entendía muy bien el sentido de aquellas palabras, pero tuvo un presentimiento funesto. Parecía difícil imaginar que pudiera ocurrir algo aún peor, pero Esther retrocedió, atemorizada. Abrazada al cadáver de Abel, se disponía a escapar corriendo de la sala… cuando el joven vestido de blanco se le plantó tranquilamente al lado.

—¿Adónde vas, Esther? —preguntó con la misma expresión del sacerdote que ya no estaba en este mundo.

La voz de Caín era dulce, pero la monja no pudo evitar que le empezaran a castañetear los dientes.

—Perdona si te doy miedo…, pero en seguida estaremos. Después, volveremos arriba y comeremos algo rico. ¿Qué te apetece?: ¿carne?, ¿pescado? A mí me encanta la pasta, pero tú igual la tienes demasiado vista…

—¡Ah!

Al ver que el joven extendía la mano, Esther se apartó instintivamente. Mejor dicho, intentó hacerlo, pero el cuerpo no le respondió. Aunque Caín le sonreía lleno de afabilidad, la muchacha se había quedado petrificada, como una rana ante una serpiente.

El joven extendió la mano hacia el cadáver que abrazaba la monja.

—Venga, no perdamos más… ¿¡Eh!?

—¿Qué ocurre, mi señor? —preguntó, extrañado, Panzer Magier, manipulando las momias que había frente a la consola.

Al volverse vio que el joven vestido de blanco había retirado la mano con la que había estado a punto de tocar el cadáver. Los dedos se retorcían como doloridos y mostraban unas ligeras quemaduras negras.

—¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido? —murmuró Esther, asombrada.

Al entrar en contacto con el cuerpo, una luz azulada había hecho que Caín retirara inmediatamente la mano. Era la energía que producía el sacerdote convertido en Krusnik. Pero ¿por qué? Si Abel ya había muerto…

—Tranquilo, Isaac. Sólo me he asustado un poco. O será que… ¿Quieres ponerme las cosas difíciles, 02? —respondió Caín serenamente, como para tranquilizar a su subordinado, aunque en la mirada le había aparecido una luz metálica—. Estos shows melodramáticos de luchar hasta el final no son tu estilo. ¿O es que sólo quieres molestar? Por mucho que te dé rabia, esto no… ¿Eh?

Bruscamente, Caín dejó de hablarle al cadáver o a la persona que había habitado en él y dirigió una mirada extrañada hacia su propia mano. La carne, hasta entonces de un blanco casi transparente, estaba oscureciéndose por momentos, como si las quemaduras de antes se extendieran por ella. De la piel ennegrecida rezumaba un líquido amarillento y espumoso, que exhalaba un hedor pútrido. Y no sólo la mano le estaba cambiando. Los bordes del boquete que Esther le había abierto en el estómago también estaban tomando otro color. ¿Qué estaba ocurriendo?

—¿Eh? El cuerpo se me… ¿descompone? —gimió Caín, alejándose de la monja, que le miraba con los ojos como platos—. ¿Qué quiere decir esto? Isaac, ¿qué me está pasando?

—Desgraciadamente, señor, que se nos acaba el tiempo.

El joven respondió con cortesía, pero en su voz se adivinaba una sombra de disgusto. Observando cómo su superior se deshacía, Panzer Magier sacudió la cabeza, contrariado.

—Se supone que tendría que haber durado más, pero el combate con vuestro hermano debe de haberos costado más energía de la que pensábamos… Sea como sea, hay que volver antes de que vuestro cuerpo se descomponga del todo.

—Vaya, vaya, esto sí que es un contratiempo… No puedo andar por ahí con este cuerpo —replicó Caín con el tono que emplearía un niño que tuviera que volver a casa pero quisiera seguir jugando—. En fin, ¿qué le vamos a hacer? No hay más remedio que regresar. Es una pena, ya que hemos llegado hasta aquí… ¡Ah!, por cierto, ¿Esther?

Caín se dirigió a la joven, que los miraba como si viera visiones. No se acercó físicamente a ella, pero su voz tenía la proximidad de un viejo amigo.

—Te esperan días bastantes duros. ¡Ánimo! Prométeme que no llorarás ni te dejarás caer en la desesperación, ¿vale?

—Señor, deprisa. El cuerpo no os durará mucho más.

—Ya lo sé. Ahora voy… Bueno, pues hasta luego, Esther.

El joven le guiñó el ojo y le sopló un beso de despedida antes de esfumarse de la sala junto con Panzer Magier. Literalmente, desaparecieron. Esther se quedó sola, sin más compañía que el cadáver decapitado que ceñía y la medusa con el estómago destrozado. Las cuatro momias también habían desaparecido y se habían llevado consigo los documentos que abrazaban, de manera que la sala parecía aún más grande.

Las sirenas seguían sonando sin cesar. Sentada en medio de la sala, Esther había perdido toda noción del tiempo…

—¿¡Hermana Esther!? —resonó de improviso un alarido—. ¿¡Estabais aquí, Santa!? ¡Doctor Wordsworth, es la hermana Esther! ¡Hemos encontrado a la Santa de István!

Unas figuras habían aparecido en la sala intercambiando gritos. Eran hombres vestidos de negro, probablemente miembros de las fuerzas especiales de la Secretaría de Estado del Vaticano. El caballero que los lideraba tenía un rostro que a la joven le era familiar. Pero ¿quién sería? No podía recordarlo. La verdad era que no quería pensar en nada…

—¿Estáis bien, hermana Esther? Suerte que os puse un transmisor por si pasaba algo así. Volvamos en seguida a la superficie. Esta área quedará bloqueada muy pronto… ¿Eh, quién es éste…?

Mientras intentaba en vano que la monja saliera de su estupor, el caballero se fijó en el cuerpo que abrazaba. Como le faltaba la cabeza, al principio no fue capaz de reconocerlo, pero al ver el hábito y el rosario pareció adivinarlo. Sin darse cuenta de que la pipa se le había caído de la boca, gimió:

—Pero este hábito… No puede ser…

Esther no era capaz de oír la voz del caballero. Su mente estaba concentrada en el cadáver que tenía en los brazos. La monja sacudía, estupefacta, el cuerpo que sostenía, repitiendo su nombre como si esperara que fuera a contestarle:

—Padre Nightroad… Padre…

Pero obviamente su llamada no obtuvo respuesta. De todos modos, Esther siguió sacudiendo el cadáver.

—Padre, despertad… Padre…, des… per… tad… ¡Ah, ah, ah…! ¡¡¡Nooooooooooo!!!

—¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!

Un alarido de desesperación hizo que Esther saliera de su pesadilla para caer en una realidad aún más terrible.

Cuando abrió los ojos y se levantó de la silla, el grito había desaparecido, pero en su lugar oyó unos jadeos monstruosamente violentos. Al llevar la mano de manera instintiva hacia el lugar donde tendría que haber estado su escopeta, la monja se dio cuenta de que se trataba de su propia respiración. Tenía las mejillas empapadas.

—¡Oh, oh!

La muchacha levantó el rostro, dejando que las lágrimas corrieran libremente.

Varios retratos de santos decoraban las paredes de la habitación y en el altar había un gran crucifijo de plata.

Las sombras reinaban en la capilla de la catedral de San Jorge, situada en los terrenos del palacio de Windsor. Sólo la débil luz de la noche invernal se filtraba por las vidrieras. ¿Cuántas horas llevaba allí? ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquello?

El Profesor la había rescatado de los niveles subterráneos y la había llevado de vuelta a la superficie. Después creía recordar que había sido examinada por varios médicos, pero no estaba muy segura de cómo había ido todo. Lo único que recordaba claramente era el charco de sangre que se extendía por el suelo. Y el cadáver vestido con hábito, pero sin cabeza…

—Yo…, yo le he matado… Yo…

Esther repetía una y otra vez las mismas palabras sin sentido frente al féretro que descansaba junto al altar. Era un ataúd sencillo, de madera de cedro. No tenía decoración. No tenía ninguna abertura. Sin embargo, Esther era dolorosamente consciente de quién lo ocupaba.

—Si yo no hubiera dicho aquello… Si le hubiera disparado antes…

—¿He…, hermana Esther? —preguntó una voz vacilante.

¿Cuándo habría entrado? Esther volvió la mirada llena de lágrimas hacia el adolescente que había aparecido en la capilla.

—¿Santidad?

—E…, E…, Esther…, ¿estás bien?

Instintivamente, Alessandro retrocedió cuando la monja levantó hacia él la cara de un modo mecánico, como una marioneta. No había duda de que le había impresionado el rostro demacrado de la muchacha. Después de vacilar unos instantes, con mirada temerosa, el adolescente dijo:

—Me han di…, dicho que no has salido de aqu…, aquí en todo el rato. ¿Te…, te enc…, encuentras bien? No has c…, comido nada y… Siento much…, mucho lo del p…, padre Nightroad… No teng…, tengo palabras para…

—…

Esther dejó caer rostro de nuevo mientras el Papa intentaba consolarla torpemente. Decidió permanecer callada, porque sabía que si hablaba diría cosas terribles. Pese a lo exhausta que estaba, aún conservaba suficiente lucidez para saberlo.

Pensando que la monja estaba sólo cansada, Alessandro dijo, mirando hacia el féretro:

—Sient…, siento molestarte ahora, pero… quería hablar de algo. ¿Te imp…, importa? Es s…, sobre Virgil y Angélica… Pe…, Petros está herido y n…, no me dejan verle… Paula no me esc…, escuchará, y… Esth…, Esther, ¿te importa si…?

—Lo siento mucho, Santidad, pero creo que no os puedo ser útil ahora.

«¡No me hables más!».

Esther controló a duras penas el grito que le bullía en el pecho y respondió con voz mesurada:

—Lo siento. No sirvo para nada…

—¿No s…, sirves para n…, nada?

—Para nada… ¡No sirvo para nada! ¡Nada de nada!

La emoción salió entonces a borbotones del interior de la muchacha. Ella misma se sorprendió de la fuerza de su voz, pero una vez que empezó a hablar no pudo controlarse. El adolescente retrocedió, aterrado ante los chillidos agudos de la monja, que se arrancaba los cabellos y los lanzaba hacia el altar. De sus puños cerrados goteaba sangre que manchaba el suelo.

—¡No puedo hacer nada! El padre ha muerto por mi culpa… Y yo no he podido disparar… ¡He tenido demasiado miedo!

En aquel subterráneo oscuro no había perdido sólo al padre Nightroad. Había perdido todo lo que tenía. Una sensación de vacío más violenta que el hambre hizo que la voz se le quebrara.

Aún no se consideraba una mujer madura, pero había superado muchas experiencias que la habían ayudado a ganar confianza en sí misma. Hacía poco que había empezado a sentir en su interior la fuerza que la animaba a seguir adelante.

Pero parecía que todo se había evaporado de repente. En su lugar sólo quedaban remordimientos, miedo y odio hacia sí misma…, emociones tan violentas que parecían estar a punto de desgarrarle el pecho.

Sentía un enorme vacío en el corazón, un vacío que nada podría llenar. Lo había perdido para siempre. Nunca volvería…

—¡No sirvo para nada! ¡No sirvo para nada!

—E…, E…, Esther…

Alessandro miraba, horrorizado, como la monja se arañaba el rostro y se mordía los labios hasta hacerse sangre. Sin saber qué hacer, se quedó simplemente observándola, aterrado, mientras caían sobre él gotas de sangre y pedazos de piel…

—¡Basta, Esther!

Una voz serena pero llena de autoridad hizo que la joven se detuviera. Cuando Alessandro se volvió hacia ella, la persona que había hablado ya había pasado por su lado con ritmo marcial y había agarrado a Esther por las muñecas.

—¡Alto! Una dama no debe dañarse la cara así…

—¿Coronel Spencer? —dijo, mirando a la recién llegada con ojos vacíos.

Ignorando al Papa adolescente, que las miraba con horror, la monja repitió hacia la oficial de cabellera anaranjada:

—Coronel…, yo le he matado… Yo…, yo le he… Yo…, yo…, yo…

—¡Ya está bien!

Un ruido seco restalló contra la mejilla de Esther.

Al levantar la mirada, la monja sorprendida, se encontró con los ojos azules de Bloody Mary.

—¡Hermana Esther Blanchett! ¿¡Habéis olvidado que sois la Santa!? Habéis sido la elegida para luchar contra el Mal en el mundo, ser la voz del Señor y la admiración del pueblo… ¿¡Cómo puede la Santa desmoronarse así!? ¡No os lo permitiré!

—La Santa… Yo…

¡Ella no era ninguna santa!

El grito estuvo a punto de salir de sus labios, pero algo la detuvo.

«¿Dónde me he equivocado?», había dicho el vengador en su ciudad natal.

«¿Puedo confiar en ti, Esther?», había preguntado el joven que había conocido en la ciudad del desierto.

«Tú no eres mi súbdito. Eres mi amiga», había dicho la muchacha que gobernaba la ciudad de los no humanos.

«Tú serás la Santa», había dicho la amiga que había perdido en la ciudad invernal.

«Yo soy tu aliado», había dicho aquel que siempre había estado a su lado y que ahora guardaba silencio eterno.

Esther enterró las uñas con fuerza en los puños, para evitar llevárselas de nuevo al rostro.

Quería borrar aquel nombre. Sólo podría salvarse si borraba aquel nombre. Pero al hacerlo, estaría haciendo desaparecer también a todas aquellas personas que guardaba en su interior. Sería como barrer a todos aquellos que vivían pensando en ella y los que no vivían ya sino en sus recuerdos…

—¡Ah! —gimió la muchacha.

«Qué voz más fea…».

La Santa tendría que llorar mejor, pensó sin darse cuenta Esther al mismo tiempo que se deshacía en lágrimas. Los hombros le temblaban violentamente y sentía como si fuera a vomitar toda la sangre que le corría por el pecho.

«¡Yo no soy ninguna santa!».

La muchacha lloró con todas sus fuerzas para ahogar aquel grito. Tenía el rostro empapado de lágrimas y mocos, como si no fuera a quedarle una gota de líquido en el cuerpo.

Mary esperó pacientemente a que la monja terminara de llorar. Con la mirada fija en ella, ni siquiera se dio cuenta de que el Papa había abandonado la habitación. Cuando vio que los lloros remitían un poco, susurró:

—Le queríais de verdad, ¿no?

—¿Le… quería…?

Esther levantó una mirada confusa, llena de lágrimas, como si acabara de oír la voz de un oráculo incomprensible.

Mary la abrazó, murmurando:

—Llorad todo lo que necesitéis. Pero, después, debéis levantaros de nuevos, Santa… Ahora llorad todo lo que queráis.

—¿Coronel?

—¿Sí?

—¿Por qué? ¿Por qué os preocupáis así por mí…?

—Quizá es porque somos hermanas. Sí, sois… Eres mi hermana. Y pronto seremos las últimas supervivientes de la familia.

«Las últimas supervivientes de la familia»… Aquellas palabras hicieron que a Esther se le encendiera la mirada ¿Acaso no les quedaba todavía alguien en el palacio? Como si hubiera adivinado lo que pensaba, Mary negó con la cabeza.

—Nuestra abuela… La reina está muy grave. Los representantes de la aristocracia han sido llamados a su lado. Por eso he venido a buscarte… Cuando estés más tranquila, ponte a punto. Iremos juntas a palacio.

—¿Ju…, juntas? Pero yo…

—No pasa nada, Esther… —dijo Mary, ofreciéndole a la monja un pañuelo para que se enjugara las lágrimas—. Yo me ocuparé de todo. Yo te protegeré… No dejaré que ese hatajo de buitres carroñeros le haga nada a mi hermana.

—Hermana… —repitió Esther.

El vacío que sentía en el pecho le producía un dolor sordo, un dolor que no cesaría nunca. Pero, al mismo tiempo, la mano que le tendía la coronel era cálida y suave.

—Gracias, hermana…

—No te preocupes… ¿Ya estás más tranquila? Cálmate un poco y nos pondremos en marcha. El coche nos espera afuera. El palacio no está tan lejos de aquí…

Mary abrazaba a su hermana hablándole dulcemente, pero unos gritos en el exterior interrumpieron su conversación. Al volverse para ver de qué se trataba, alguien abrió violentamente la puerta sin llamar.

—¿¡Jane!? —gritó, sorprendida, Mary.

La coronel se quedó tan conmocionada por la repentina aparición que exclamó, olvidando todas las formas:

—¡Pero ¿qué hacéis aquí?! ¿¡No habíais ido a palacio!?

—Me he desviado a medio camino.

Jane Judith Jocelyn, la noble de peor fama de todo Albión, estaba pálida como nunca. Con una expresión rígida, libre de toda ironía, Calamity Jane señaló hacia afuera.

—Es algo terrible, Mary… Mirad.

La aristócrata señaló hacia la puerta del castillo. Al seguir sus indicaciones con la mirada, Mary y Esther se quedaron con los ojos como platos.

—¡Pe…, pero…, pero ¿qué es eso?!

La primera que rompió el silencio fue Mary, mirando, abrazada a Esther, hacia la entrada del castillo.

—¿¡Qué ha pasado!? ¿¡Cómo puede ser que…!?

—¿¡Qué es eso!?

Ante su mirada se extendía un mar de gente, gente y más gente… La multitud ocupaba todo el campo de visión de las dos muchachas, que estaban atónitas.

La carretera que llevaba al castillo estaba rebosante de personas y coches. Y no sólo a nivel del suelo. Encima de los coches, en los tejados y en las farolas también había gente que miraba con curiosidad al interior del palacio. Muchos llevaban hojas de periódico en las manos. Además, había grupos de hombres con aspecto de periodistas discutiendo con los soldados que protegían el recinto. ¿¡Qué estaba ocurriendo!?

—Mirad esto… Es la edición especial del Times que ha salido hace diez minutos.

Jane les mostró un periódico idéntico al que llevaba la multitud del exterior. En el papel barato había impresa una foto y un titular enormes. La foto era de Esther y Mary, tomada el día anterior en el aeropuerto, pero no fue aquello lo que atrajo la atención de las hermanas. Sus miradas estaban fijas en las letras que bailaban a su alrededor: «Sister Esther is the lost princess».

—«La hermana Esther es la princesa perdida»… ¡No puede ser! ¿¡Por qué publican esto!? —gritó la mayor de las dos hermanas, y se volvió hacia su amiga, que corría las cortinas—. ¡Jane, ¿qué significa esto?! ¿¡Por qué se ha filtrado esta historia a los medios!? ¿¡Quién es el responsable!?

—¿¡Y yo cómo voy a saberlo!? Todos los periódicos han sacado la historia a la vez y también las radios lo han anunciado… —explicó Calamity Jane, sacando más y más periódicos del abrigo.

La aristócrata sacó más de diez bolas de papeles, que pronto llenaron el suelo.

—¿¡Quién ha hecho correr la noticia precisamente ahora!? ¿El Vaticano? No puede ser, no tienen lazos tan fuertes con los medios de Albión. El duque de Argyll… no es lo bastante hábil para hacer algo así. Que todos los periódicos saquen la misma historia en la edición vespertina… Esto no está al alcance de cualquier. No sé quién ha sido, pero es alguien muy hábil.

—¿Eh? Entonces…

Esther empezó a hablar con voz vacilante, y la perplejidad de su mirada demostraba que aún no comprendía del todo lo que había ocurrido.

—Entonces…, ¿qué vamos a hacer? Tenemos que ir a palacio a ver a su majestad…, pero con toda esa gente…

—Hay un coche a punto en la salida de atrás —respondió rápidamente Jane, atravesando los periódicos del suelo con sus tacones de aguja—. Despistaremos a los de afuera con un señuelo y podréis escapar… Mary, ¿estáis bien?

—…

La pregunta de Jane se quedó sin respuesta. Al ver a su hermana absorta en sus pensamientos, Esther preguntó, temerosa:

—¿Coronel Spencer?

—Será una lucha a muerte…

—¿Eh?

La coronel había hablado con voz tan baja que la monja no había encendido lo que había dicho. Ladeando la cabeza, Esther preguntó:

—¿Coronel? ¿Qué hab…? ¿Qué has dicho, Mary?

—¿Eh? ¡Ah!, nada, no es nada… —replicó la oficial, como si acabara de despertarse de un sueño.

Al volver la mirada hacia la monja, sus ojos habían perdido la dureza de antes. Sacudiendo la cabeza, Mary le dijo dulcemente a su hermana:

—No es nada, Esther. No te preocupes…